Lunes, 17 de enero
Salida del sol: 10.07 horas; puesta del sol: 12.52 horas
2 horas y 45 minutos de insolación
08.30 horas. Kautokeino
Karl Olsen entró en el ayuntamiento de Kautokeino de malas pulgas. El granjero era de natural malhumorado, pero esta vez lo estaba más que de costumbre. El pleno municipal se celebraba a mediodía y no había tenido tiempo de preparar los asuntos como deseaba. Era concejal del Partido del Progreso, minoritario en el pueblo. Sin embargo, como en todo el país el partido contaba con un veinte por ciento de apoyo de la gente, se le contemplaba con cierto respeto. Algunos opositores procuraban describirlos como un partido de extrema derecha, pero eso no tenía nada que ver con la realidad. Solo que esos lapones se creían que todo les estaba permitido, y no se podía seguir así. Y él, Karl Olsen, tenía intención de ponerles fin. No por nada en su familia habían sido granjeros allí de generación en generación. Sí, la familia Olsen formaba parte de los pioneros, de los que habían conquistado el Gran Norte en nombre de la Corona, de los que habían desbrozado aquel desierto helado cuando los lapones no sabían ni correr detrás de sus renos. El problema era que, en la Laponia interior, los lapones, aunque fueran minoría, eran mayoritarios. Otra cosa era la costa. Allí, sin embargo, había que contemporizar. Y en eso de contemporizar, Karl Olsen era muy hábil. Había logrado engatusar a los otros partidos y había obtenido un lugar en dos comisiones, la de asuntos agrícolas y la de asuntos mineros. Iba, por regla general, una vez a la semana al ayuntamiento. Era mucho, pero lo consideraba un deber para vigilar lo que allí se tramaba. Volvió el torso, con la nuca siempre tiesa, para saludar a la recepcionista. No le caía bien, sabía que era laborista, pero ocupaba un puesto clave: cuando la secretaria del alcalde estaba ausente, a menudo era ella quien se ocupaba de los asuntos ordinarios del ayuntamiento.
—¿Todo en orden, mi pequeña Ingrid? —preguntó con voz melosa.
—Todo en orden. He impreso el orden del día de la reunión de la comisión de asuntos mineros. Lo tiene en su casillero. Y he puesto también la lista de los invitados a la conferencia de la ONU sobre poblaciones autóctonas que visitarán el ayuntamiento.
—Gracias, gracias, querida, me marcho.
Olsen cogió el orden del día y la lista, así como algunos sobres y periódicos. Erguido como un palo, se dirigió con pasos cortos y rápidos al despacho del Partido del Progreso. Como imaginaba, no había nadie. Su compañero de lista era un inútil al que despreciaba, un presumido al que le parecía más importante pavonearse sobre su motonieve durante los días de mercado. Era patético. El chaval era propietario de la pequeña tienda de informática y solo se había afiliado al partido porque este quería bajar masivamente los impuestos y utilizar a espuertas el dinero del petróleo. Ese petimetre no había entendido nada de lo que allí estaba en juego, pero Karl Olsen lo necesitaba, así que lo soportaba.
Karl Olsen reflexionó en lo que estaba sucediendo durante esos días en la región. Había una gran animación. Demasiada, sin duda. En cualquier caso, eso tenía ocupados a los holgazanes de los policías. Cogió la lista de invitados a la conferencia de la ONU y, sin leerla siquiera, la arrugó hasta formar una bola y la arrojó a la papelera. Pensaba en otra conferencia mucho más importante para él, la que en breve debería conceder las licencias de explotación minera en Laponia.
Pensaba en ello mientras hojeaba con despreocupación el Finnmark Dagblad. Se hablaba de la manifestación de su partido en Alta. Ese asunto estaba armando un buen escándalo. En la costa, la gente ya estaba harta de esas historias y de que los samis impusieran su ley. Muy bien, muy bien, se dijo Olsen. Continuó pasando las páginas del diario: un accidente de automóvil en Hammerfest, un barco de pesca en dificultades frente al cabo Norte, una colegiala violada en Alta, un contrabandista de tabaco detenido en Kirkenes, la renovación de la escuela de Tana Bru que al final se había aprobado. Tiró el periódico.
Las compañías mineras que trabajaban en la región ciertamente habían contribuido al desarrollo del pueblo, puesto que se había creído conveniente construir el pequeño aeródromo. Pero eso no era nada comparado con lo que iba a suceder con esa nueva ronda de concesiones de licencias. Aquello iba a ser enorme, válgame Dios. Lo sabía a ciencia cierta, pues formaba parte de la comisión municipal de asuntos mineros. Justamente para seguir eso de cerca se había hecho nombrar miembro de esa comisión y le había dejado al petimetre los puestos más codiciados, como la comisión de presupuestos. Sí, iba a ser algo enorme, sobre todo si uno sabía dónde presentar la maldita solicitud.
—Dios mío, Dios mío, Dios mío —exclamó Olsen.
Aquella maldita reunión se acercaba a toda velocidad y aún no sabía a qué puerta llamar. Estaba examinando el orden del día de la comisión de asuntos mineros cuando sonó el teléfono.
—Karl, hay un señor en recepción. Desea ver a alguien de la comisión de asuntos mineros.
—Pues no tengo tiempo para atenderle —refunfuñó—. Que vuelva esta tarde.
Olsen oyó una conversación ahogada, tras lo que la recepcionista prosiguió.
—Insiste, Karl. Es un francés. Geólogo. Dice que ha presentado una solicitud de exploración y quiere saber cómo está.
Dios mío, pensó el granjero. Debe de ser ese tipo del que me ha hablado Brattsen. Recordó entonces a toda velocidad lo que le había contado el policía cuando se habían visto dos días antes. Se habían citado por la noche detrás de su casa. Parecía cosa de conspiradores, pero para él era una manera de poner a prueba la voluntad de Rolf Brattsen. Se decía que si podía arrastrar al policía a citas así, podría llevarlo mucho más lejos. No había que soltar a aquel muchacho. Brattsen le había hablado de aquel geólogo que podía incluso ser un sospechoso, ¿quién podía saberlo? Al fin y al cabo, su llegada a la zona había coincidido con la serie de catástrofes que se habían abatido sobre el pueblo. ¿Qué llevaría de cabeza aquel tipo? Seguramente, no sería difícil encerrarlo algún tiempo, a la espera de que todo se calmara, de que terminara esa maldita conferencia de la ONU y la tensión disminuyera. Al escuchar a Brattsen, Karl Olsen había entornado los ojos. Reflexionaba. Luego, de repente, se volvió hacia el policía.
—Pero si no es culpa tuya, chaval —le había dicho—. Ese tipo nos lo envía la providencia. ¿Lo entiendes? Es algo inesperado.
Brattsen no entendía nada.
Karl Olsen, sin embargo, tenía un embrión de idea en su cabeza. Una idea surgida de una obsesión. Tal vez había llegado el momento, se dijo frotándose la nuca. Pero no podría llevarlo a cabo solo. Nunca había confiado en los geólogos locales. Estaban demasiado próximos a las autoridades locales, consideraba. Todo el aparato económico e industrial del Gran Norte se encontraba dominado por el Partido Laborista, incluidos los geólogos; estaba convencido de ello. Eran solo burócratas a sueldo del poder. Jamás sabrían guardar un secreto. Su lealtad jamás se decantaría hacia él. Y de repente un geólogo extranjero le había caído del cielo.
Al teléfono, la recepcionista seguía esperando. Karl Olsen reflexionaba a toda velocidad.
—Ingrid, dile que espere un momento.
Colgó. Marcó acto seguido el número de Brattsen. Cuando el policía descolgó, el concejal fue directamente al grano.
—Rolf, ¿qué más sabes acerca de ese francés, además de lo que me contaste?
Mientras atendía a lo que le decía el policía, Olsen entrecerró los ojos. De vez en cuando emitía un gruñido. Estaba escuchándole con atención cuando su mirada se detuvo en el periódico que había tirado a la papelera. Lo alisó con la mano libre y lo abrió por la página que le interesaba, la de los sucesos. Luego le dio las gracias a Brattsen. Se frotó las manos, recortó un trozo de diario y descolgó de nuevo el aparato.
—Ingrid, dile a ese caballero que no puedo recibirlo antes de la reunión del comité. No debería tratar de obtener un favor ilícito, ¿verdad?
—Oh, no había caído en ello, Karl. Pero seguramente tienes razón. En todo caso, es muy prudente por tu parte. Si pudiera decirse lo mismo de todos nuestros concejales…
—Sí, chiquilla. Bueno, ahora tengo que trabajar, no vuelvas a molestarme hasta la reunión del comité, ¿de acuerdo?
Colgaron. Olsen se precipitó a la ventana de su despacho. El francés se subía rápidamente a su todoterreno y parecía enfurecido. Iba en un gran Volvo XC90. Miró en qué dirección se marchaba, aguardó unos minutos y luego salió, a su vez, por la puerta trasera.
Karl Olsen alcanzó sin dificultad al geólogo. Esperó a llegar a un tramo de carretera aislado y le hizo señales con los faros. Delante, este aminoró y puso el intermitente.
—¿Quería ver a alguien de la comisión de asuntos mineros? —le dijo Olsen, con la ventanilla bajada—. Sígame.
Circularon hasta salir de la ciudad, hasta el lugar próximo al cercado de los renos donde el granjero se había reunido con Brattsen unos días atrás. Una vez allí, Olsen abrió la portezuela derecha del coche, con una mueca de dolor por su nuca, y cogió el termo de café que se había llevado de su casa esa mañana.
—¿Un café?
Racagnal se sentó en silencio. No parecía en especial sorprendido por haber sido conducido por un desconocido a un lugar desierto. Karl Olsen se dijo que, como el individuo no parecía ingenuo, lo más seguro es que estuviera habituado a las malas faenas. Tendría que estar doblemente atento. Tras volver su busto hacia la derecha, le tendió la mano, con una sonrisa que le parecía benevolente pero que no era más que un rictus.
—Karl Olsen —se presentó—. Formo parte de la comisión de asuntos mineros. No he podido recibirle por un contratiempo en el ayuntamiento, pero el mal está reparado. Así que dígame…
André Racagnal se tomaba ahora su tiempo para observar al granjero, que se esforzaba en mantenerse en su posición, medio vuelto hacia él.
—No tomo café, gracias —dijo en su sueco, con fuerte acento francés.
El geólogo parecía sopesar la situación mientras acariciaba maquinalmente la pulsera de plata que lucía en la muñeca izquierda.
—Mi empresa, la Francesa de Minerales, ha presentado una solicitud para una licencia de explotación. Me han prometido una respuesta, positiva, hoy. He pasado todos los trámites administrativos en el ministerio, la agencia minera y la región. Solo me falta el sello del ayuntamiento.
—Y eso no debería ser un problema, ¿verdad? —dijo el granjero—. Así que nosotros no servimos de nada…, ¿eh?
—No es eso lo que he dicho. He respetado todos los criterios propios de la temporada para evitar las zonas de pasto de los renos y…
—Los renos, los renos…
Olsen hizo un gesto con la mano, como si eso no le importara.
—Ahora escúcheme bien —prosiguió.
Permaneció un momento en silencio, como si sopesara una vez más sus palabras, como si hiciera un último intento por contemplar todas las opciones.
—En estos momentos, el comité es muy restrictivo. Ha habido muchas discusiones en el pleno y algunos creen que se está yendo demasiado deprisa.
No era cierto, pero Olsen se volvió un poco para ver cómo reaccionaba el francés. Nada. No le facilitaba la tarea. Continuó.
—Ya se ha prohibido la prospección aérea, como sin duda sabe.
Eso sí era verdad. Lo miró de nuevo. Nada. ¡Dios mío!
—Su historia no pinta bien… Pero podría echarle una mano. Parece usted serio. Y conoce la región, por lo que me han dicho.
Esta vez, el francés pareció reaccionar.
—Mi buen amigo el comisario Brattsen, un excelente policía, y seguramente el próximo jefe de la policía de aquí: él me ha hablado de usted.
—¿Y?
—¿Ha trabajado ya en la región?
—Sí, durante varios años. También he trabajado mucho en África, Canadá y Australia, un poco aquí y allá, sí.
—¿Siempre para la misma empresa?
—No, también para unos chilenos, pero desde hace diez años trabajo para la Francesa de Minerales, el grupo francés más importante. Gente seria.
—Bien. Verá usted, he mirado su dosier y todo está muy bien atado, hay que reconocerlo. Qué lástima que la comisión sea ahora tan dura… Pero… Le propongo otra cosa.
El francés lo miró con intensidad.
—Verá usted, a mí también me interesan los minerales. Mucho, y desde hace mucho tiempo. Pero necesito a un geólogo. Uno bueno, un tipo que no sea uña y carne con los laboristas de por aquí. Un tipo que pueda trabajar con discreción, ya me entiende, que no tenga que darle explicaciones a nadie. ¿Sabe a qué me refiero?…
—Sí —respondió Racagnal—. Siga.
—Le propongo un trato. Sobre una mina. Una grande. Algo que nos hará ricos.
Sus ojos estaban aún más entornados, enfatizaba sus palabras, ya veía esa mina.
—Pero no sé dónde está.
—Ah…
—Pero tengo un mapa —dijo de inmediato.
—Un mapa… ¿Y no sabe dónde está? No le sigo.
—Es un mapa geológico, no hay ningún nombre indicado. Es antiguo y…
De nuevo, Olsen dejó en suspenso su frase para evaluar a Racagnal. Al hablar de un mapa geológico, este había aumentado su atención.
—¿Un mapa de cuándo? —lo interrumpió.
—Pues no está indicado, pero por lo que me dijo mi padre antes de morir, debe de ser de justo antes de la guerra.
—¿Y qué le hace creer que existe una mina tan importante? ¿Y una mina de qué?
Karl Olsen se frotó la nuca con una mueca y avanzó un poco más hacia el francés.
—Oro —murmuró—, mucho oro.
Retrocedió de nuevo, pues la posición que mantenía le causaba dolor.
—¿Qué quiere de mí? —le preguntó Racagnal.
—Busque por mí. Tendrá el permiso para su empresa. Pero también deberá buscar ese yacimiento. Como algo prioritario. Le prometo la exclusividad. Eso lo convertirá en un hombre rico.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque es lo que decía mi padre y porque desde hace mucho tiempo se habla en la región de ese yacimiento, pero nadie ha conseguido encontrarlo nunca. Pero nadie disponía de ese mapa.
Racagnal permaneció en silencio. Reflexionaba. Ya es algo, se decía el granjero. Por lo menos no se había echado a reír.
—Dentro de un rato habrá una reunión de la comisión, como ya sabe. Para mí no es difícil posponerla unos días. Eso le da tiempo a presentar un dosier complementario. Por supuesto, en el mismo no debe figurar mi nombre. Pero eso también implica que de inmediato hay que tener una idea más precisa del emplazamiento del yacimiento, para estar seguros de dar en el clavo. Las concesiones de licencias que se aprobarán a fin de mes para toda Laponia son las mayores que jamás se hayan otorgado en el norte y no habrá nuevos permisos de ese calibre por lo menos hasta dentro de diez años. ¡Así que es ahora o nunca!
El francés clavaba su mirada en Karl Olsen, que se frotaba de nuevo la nuca.
—Podría ser interesante. Déjeme algo de tiempo para pensar en ello y tomar algunas disposiciones.
Olsen le dirigió una mirada torva, con la nuca tiesa; se llevó con lentitud la mano a la cartera en la que había guardado el recorte del periódico y se contuvo.
—La reunión de la comisión es a mediodía. Necesito su respuesta antes. No lo olvide: exclusividad. Aquí tiene mi número. Ahora, váyase.
10.00 horas. Kautokeino
Karl Olsen estacionó de nuevo detrás del ayuntamiento y entró discretamente en el edificio. No fue difícil. En aquel ayuntamiento se entraba y se salía como Pedro por su casa. Cualquiera podía entrar y pasar por los despachos sin que nadie se diera cuenta. Allí no se desconfiaba demasiado de la gente. Aún flotaba en el ambiente un aire de inocencia. Mejor, se rio Olsen para sus adentros. Acto seguido, se metió en el despacho del partido. No había nadie. Perfecto. Luego se dirigió a la recepción. Ingrid conversaba con varios concejales, entre los cuales se hallaba su compañero de candidatura, vestido aún con su mono de motorista.
—¿Algún mensaje para mí, Ingrid?
—No, Karl, y no he dejado entrar a nadie mientras trabajabas.
La recepcionista estaba abriendo el correo del día mientras charlaba amistosamente con todos. Faltaba una hora para que empezara la reunión de la comisión.
—Ingrid, ¿está lista la sala? —preguntó otro concejal—. El otro día el retroproyector estaba estropeado.
—Lo comprobaré.
Se levantó y se dirigió hacia el pasillo opuesto al que había utilizado Olsen. Dobló la esquina. Pasados unos instantes, se oyó un estridente grito. Todos a una, los presentes se precipitaron hacia el pasillo, donde hallaron a Ingrid con las manos en la boca y los ojos aterrorizados.
—Allá, allá —dijo, señalando con el dedo una forma sobre el suelo.
Todos miraron. La cosa, junto a una bolsa de plástico, estaba arrugada, negruzca en algunos lugares, pero el contorno de la misma no dejaba duda alguna: se trataba de una oreja humana.