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Viernes, 14 de enero

19.00 horas. Kautokeino

Cuando Nina llamó a la puerta de la casa de Klemet a las siete en punto de la tarde, tuvo una extraña sensación. Era la primera vez que iba a su casa y también la primera vez que se presentaría ante él vestida de civil. Por supuesto, no había razón alguna para que aquello pudiera parecer extraño, pero se sentía un poco más expuesta. Llevaba una parka ajustada y un gorro con un pompón rojo colgando a un lado. Al no obtener respuesta, volvió a llamar. De nuevo, nadie contestó. Se volvió y miró hacia la calle iluminada. El coche de Klemet estaba aparcado. Echó un vistazo a un lado, hacia el jardín, pero estaba demasiado oscuro. Llamó otra vez, más fuerte. Luego gritó el nombre de Klemet. Acabó por oír una respuesta.

—¡Aquí!

—¿Dónde?

—¡Al fondo del jardín!

Nina rodeó la casa, avanzó con prudencia sobre la nieve y vio un resplandor al fondo del jardín. Un resplandor que procedía del interior de lo que debía de ser una tienda sami. Alzó un trozo de tela y apareció la silueta de su colega. Nina dio unos pasos, sorprendida, y se agachó para penetrar en la tienda mientras Klemet le sostenía la tela. Al incorporarse, se quedó estupefacta. El policía había instalado en su jardín una auténtica tienda sami.

En el centro, había una chimenea en la que un fuego generoso desprendía un agradable calor, así como humo hasta media altura. El suelo estaba recubierto de pieles de reno, excepto en la entrada, alfombrada con ramas de abedul.

—Elige tu lado —le ofreció Klemet.

—¿Dónde te sientas tú?

—Enfrente, no te preocupes —dijo sin ni siquiera una sonrisa.

—No me preocupo.

Se sentó a la izquierda y miró de nuevo en derredor. A lo largo de la tienda, entre las pieles y el borde de la tienda, había unos baúles rectilíneos de unos treinta centímetros de ancho. Sobre algunos, unos cojines sedosos y tornasolados denotaban un evidente refinamiento. Frente a la entrada, detrás de la chimenea, había un baúl antiguo y barnizado, grande pero no macizo, al pie de un bonito armario tallado cuyas esquinas se habían reforzado con adornos de cobre. Mediante un sistema de cuerdecillas y maderas suspendidas, Klemet había colgado reproducciones de pinturas y de fotos que exaltaban la magnificencia del vidda, paisajes maravillosos de luz mágica y también pinturas abstractas con tonalidades a juego. Nina observaba fascinada esas imágenes veladas por el humo, lo que les añadía un rasgo misterioso. Al alzar la vista, siguió el humo que salía por la cúspide de la tienda, por una abertura que daba al exterior. En la parte superior de la tienda, entre los cuadros y la abertura, había decenas de astas de renos trabadas entre ellas con evidente cuidado, colgadas con un sistema ingenioso e invisible. Esa barrera de cuernos a través de la cual se escapaba el humo desprendía una armonía que llamó la atención de Nina, como si los pensamientos contenidos en esa tienda pasaran a través de un misterioso filtro. Todo estaba dispuesto con buen gusto y calidez. Nada en el comportamiento de Klemet había permitido imaginar semejante refugio, que la transportaba a uno a otra dimensión. Nina estaba cautivada y, a la vez, se sentía algo tímida. Esa intimidad era casi demasiado brutal, por lo que se sintió obligada a volver a algo más terrenal.

—He reservado mi billete de avión a Francia. Me voy mañana al mediodía.

—Perfecto —dijo simplemente Klemet. No añadió nada. Consciente de la atmósfera que así se creaba. Consciente también de que Nina necesitaría cierto tiempo para adaptarse—. ¿Qué quieres beber? —acabó por decir—. También hay algo de comer, si te apetece. Pero no hay tibia de reno, te lo prometo —agregó mirándola con media sonrisa.

—Klemet…, este sitio es extraordinario. Estoy muy sorprendida. Te sientes realmente transportada a otro mundo. Es tan… armonioso, cálido, mágico. Asombroso, también. Qué idea haber plantado una tienda así en tu jardín…

—¿Con o sin alcohol?

Nina miró alrededor. En apariencia, todo estaba bien ordenado. Habría visitado ya una buena veintena de gumpis y de tiendas de ganaderos desde que había empezado en la brigada, pero nunca había visto nada semejante.

—Me apetecería una cerveza.

Klemet abrió el baúl y sacó dos botellas de cerveza, unas Mack de Tromsø. Entreabrió un mueble, sacó dos vasos y tendió uno de ellos y la botella abierta a su colega.

—Hay que averiguarlo todo acerca de ese tambor, acerca de esa expedición de antes de la guerra y de ese lapón y, de modo eventual, acerca de otros coleccionistas. A pesar de lo que diga Helmut, no puede excluirse un robo por parte de traficantes de piezas. Hay que averiguar si forma parte de los tambores conocidos o no. Si el golpe lo ha dado alguien de aquí, ya sea Olaf u otra persona, tiene que haber una razón de peso.

—¿Has oído la radio nacional? Dicen que podría tratarse de la extrema derecha, incluso de laestadianos de aquí. Dicen que la extrema derecha quiere impedir que los lapones refuercen su identidad con el tambor, y los laestadianos quieren evitar que vuelvan a sentirse tentados por su antigua religión.

—Lo sé. Eso son móviles, no pruebas.

—¿Qué son los laestadianos? En el sur no hay.

Con aspecto distendido, Klemet alzó su vaso hacia Nina.

—Salud.

—Salud —dijo ella.

—Es una secta luterana. El entorno del que procedo.

Nina abrió unos ojos como platos, incapaz de ocultar su sorpresa.

—Surgió de un pastor sueco medio lapón que se dedicó a llevar a los lapones por el buen camino porque consideraba que se encontraban demasiado bajo la influencia del alcohol. Eso fue hace ciento cincuenta años. Aún hay quienes le siguen. Son muy tradicionalistas y muy estrictos. No era lo mío. Sin televisión, sin alcohol y sin cortinas en las ventanas, todo eso. En mi familia eran muy practicantes. Por eso no tuvimos buena relación. Yo nunca he podido aceptar esa mojigatería.

—¿Y tu familia? ¿Eran ganaderos?

Klemet se tomó su tiempo y bebió despacio.

—No, ya te lo he dicho: mi abuelo fue ganadero. Pero tuvo que abandonar. No pudo continuar. Aquí, en pocos años puedes arruinarte. Y eso fue lo que le sucedió a mi abuelo. Podría haberse hundido. Pero llevaba a cuestas su moral laestadiana. Se fue a trabajar de jornalero con un granjero de la región. Vivía en una granja a orillas de un lago, al otro lado de la montaña, a dos días de camino de Kautokeino. Mi padre, de niño, trabajaba con los renos de los demás y a veces, en verano, también en el campo. Pero mi abuelo nunca bebió. Mi padre tampoco. Estaban orgullosos de ello.

—Decías que eras sueco.

—Sí, mi madre era sueca. Mi padre la conoció trabajando en Suecia. Como temporero. Vivía parte del año con nosotros en Suecia y el resto en Noruega, en función de los trabajos. Yo crecí en parte en Kiruna, en Suecia, donde está la mina de hierro. Allí nací. Tenía quince años cuando vinimos a vivir a Kautokeino.

Nina se sentía un poco aletargada sorbiendo su cerveza, caliente sobre las pieles de reno, tumbada y ligera. Notaba que su colega estaba hablador. Era poco habitual.

—Klemet, ¿por qué una tienda así aquí?

Él se rio, un poco tímido.

—Me gusta esta atmósfera. Es íntima.

—¿Te habría gustado ser ganadero de renos?

Klemet no respondió de inmediato. Estaba sumido en sus pensamientos.

—No, y no digo que no sea un oficio interesante, pero creo que hay que haber nacido para ello. Yo quería tener un taller mecánico. En mi adolescencia, en Kautokeino, trabajé en un taller. Era divertido. Había todo tipo de coches, y nos ocupábamos de su mantenimiento. Estaba el coche del repartidor de helados, los de los policías o la ambulancia. Mi preferido era el de pompas fúnebres. Tenía mucha clase. Yo los conducía una vez que acabábamos el mantenimiento. Eso me encantaba.

—¿Es eso lo que siempre has deseado hacer?

—No.

Pareció incómodo.

—Creerás que es una bobada, pero me habría gustado tener un oficio que no es propio de aquí, un oficio que ningún lapón ha hecho jamás. Habría querido ser cazador de ballenas.

—Cazador de ballenas…

—Sí. Es una bobada cuando eres del interior de Laponia.

—Mi padre fue cazador de ballenas —espetó Nina.

En ese momento, fue Klemet quien la miró con ojos sorprendidos. Esperó a que ella prosiguiera, pero Nina no dijo nada más.

—¡Pues vaya!

Klemet se puso unos instantes soñador. Iba a hacerle una pregunta a su compañera cuando advirtió su aspecto sombrío. No se atrevió.