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Viernes, 14 de enero

17.30 horas. Kautokeino

Al salir del despacho de Tor Jensen, todo el mundo parecía enfurruñado. Fredrik fue el primero en desaparecer, puesto que tenía que regresar a Kiruna para analizar las muestras y diversos hallazgos.

Klemet fue a buscar a Nina. Antes de regresar al vidda para investigar a los pastores, quería interrogar a Helmut, el director alemán del museo, para preparar el viaje de su colega.

Los policías lo encontraron en el almacén, donde supervisaba la apertura de unas cajas procedentes de Afganistán, y este los condujo a su despacho, que daba al valle de Kautokeino. A esa hora de la tarde, ya hacía rato que estaba sumido en la penumbra. Helmut les dijo que nadie se había puesto en contacto con él. No había oído nada. Ni el menor rumor. Parecía sinceramente afectado por lo que le sucedía.

—¿Estaba asegurado el tambor? —preguntó Klemet.

—Sí, pero desde luego no por su valor real —confesó el director—, si es que se puede calcular su valor real. Debía tasarlo los próximos días.

—¿Quiere decir que no tenía la certeza de que fuera auténtico? —observó Nina.

—Sí, por supuesto, pero lo aceptamos según las declaraciones de Henry Mons, el francés que nos lo legó. No tengo razón alguna para dudar ni de su manera de obrar ni de la autenticidad del tambor, pero, desde un punto de vista estrictamente financiero, no me ha sido posible obtener una tasación sólida. Y en Francia no tienen la competencia necesaria en ese terreno.

—Si he entendido bien, el tambor estaba aquí desde hacía una semana cuando lo robaron —dijo Nina—. No puede decirse que tuviera mucha prisa por verlo, y parece extraño en alguien que, como usted, es especialista en la cultura sami…

El alemán pareció azorado ante esa evidencia, como si lo hubieran pillado en falta.

—Comprendo su sorpresa, pero estamos en plena actividad con esa conferencia de la ONU que se celebrará dentro de unos días. Hay delegaciones que acudirán para visitar Kautokeino y, por supuesto, habrá delegados que vendrán aquí. Y el tambor tenía que ser uno de los centros de interés de su visita. Sin embargo, había miles de detalles prácticos por resolver antes. Estaba ocupado con todo lo demás, pero les aseguro que en todo momento pensaba en ese tambor.

—Ya —dijo Klemet—. Digamos que así era. Por lo tanto, no tiene usted ni idea de cómo es ese tambor.

De nuevo el director hizo una mueca que traslucía su embarazo.

—Conozco la reputación de Henry Mons. Fue uno de los más estrechos colaboradores de Paul-Émile Victor. Les aseguro que es un gran profesional y una excelente persona. Si alguien de ese calibre contacta contigo para decirte que tiene algo excepcional para ti, no puedes poner su palabra en entredicho. Más aún, puesto que ni siquiera había dinero de por medio. No pedía nada, como máximo que nos hiciéramos cargo de los gastos de transporte y del seguro.

—¿Y la aseguradora no hizo ninguna foto?

El director alzó las manos en señal de impotencia.

—¿Le sorprendió el ofrecimiento del francés?

—¿Y cómo no iba a sorprenderme? Te llaman diciéndote que tienen un tambor sami para ti, y es para sorprenderse, sobre todo cuando se sabe lo sucedido con esos tambores. A priori, quedan en el mundo setenta y un tambores samis. Setenta y uno, figúrense. Cientos, tal vez miles, fueron quemados por los pastores luteranos. Y este era el primero que regresaba al país de los samis.

—Setenta y un tambores, dice usted. ¿Formaba ese parte de los tambores conocidos? —preguntó Nina.

—A priori, diría que no.

—¿A priori?

—Algunos tambores han sido identificados, autentificados y luego han desaparecido de la circulación. La mayoría se halla en museos europeos, pero otros han desaparecido. Sin embargo, contamos con la descripción precisa de esos setenta y un tambores y copias de los dibujos sobre las pieles.

—¿Desaparecidos? Cómo, ¿robados?

—Algunos de ellos, seguramente sí. Ya saben, para colecciones privadas. Siempre hay historias de esas.

—¿Hasta el punto de que podría existir un tráfico de tambores? —inquirió Nina.

El alemán permaneció un momento en silencio, como si reflexionara.

—Diría que no. La cultura sami no es lo bastante conocida ni está lo suficientemente extendida como para provocar esos comportamientos.

—No es que quiera insistir en ello —dijo Nina—, pero aún me pregunto por qué no se apresuró usted a ver cómo era.

—Mire usted, si un tambor así es auténtico, hay que manipularlo con muchas precauciones. Esa es otra razón por la que no lo había visto. Esperaba a un experto en conservación para no correr ningún riesgo. Debería haber venido anteayer. Eso es todo. Y le aseguro que estoy muy frustrado y me siento realmente mal por culpa de esta historia. Tengo la impresión de haber traicionado a los samis.

Helmut parecía sinceramente afectado.

—¿Cuándo se puso en contacto con usted Henry Mons? —prosiguió Klemet.

—No hará mucho, la verdad. Podría hallar la fecha exacta si les interesa, porque me escribió. Pero a ojo de buen cubero diría que fue hará cosa de un mes. Sí, hará justo un mes; debió de ser la víspera o la antevíspera de la fiesta de Santa Lucía, porque recuerdo haberle dicho en broma a mi esposa que podríamos celebrarlo con una Santa Lucía vestida de chamán que acompañaría sus cánticos con un auténtico tambor sami.

A Klemet esa idea le parecía extraña, pero no dijo nada.

—¿Quién estaba al corriente de la existencia de ese tambor?

El director extendió los brazos.

—Todo el mundo en la región, supongo. Se había hablado de ello en la prensa. No teníamos ninguna razón para ocultarlo. Aunque ahora me digo que deberíamos haberlo hecho de otra manera.

—¿Conoce a Henry Mons?

—Solo de nombre. Tengo los libros de Paul-Émile Victor. ¿Usted también los tiene?

—No… ¿Quién es ese Victor? —preguntó Klemet.

—Ah…, ya veo —dijo Helmut—. Es un explorador francés muy conocido, especialista en la Polinesia y las regiones polares. Recorrió Laponia justo antes de la segunda guerra mundial.

—¿Y Mons trabajaba con él?

—Sí, era geólogo de formación, pero también etnólogo. Era de esa generación de aventureros que se interesaban un poco por todo, antes de que todo se volviera ultraespecializado. En ese tipo de expediciones contaban con todo tipo de personas de múltiples competencias, cosa que hacía que fuera más barato, supongo. Mons, sin embargo, era alguien extremadamente calificado en esos terrenos.

—¿Cómo se hizo con el tambor?

—La verdad es que desconozco los detalles. Creo que se lo dio uno de los guías samis. ¿Sería un regalo? No lo sé. Esperábamos preguntárselo a Henry Mons, pero el robo lo ha trastocado todo. De repente, ha pasado a segundo plano.

—Si tan raros son esos tambores, debió de ser un regalo excepcional, ¿verdad?

—¡Y que lo diga! ¿Pero conocía el guía sami el valor del mismo? No es seguro. La mayoría de tambores aún existentes se conservaban en un marco estrictamente familiar. Tal vez ya no se utilizaban. En esa época, los samis ya estaban ampliamente cristianizados. Pero, en cualquier caso, es muy importante para la cultura del norte. Y de Europa, a fin de cuentas. Los samis son la última población aborigen de Europa. La manera como se los trata, y como se trata su historia y su cultura, dice mucho acerca de nuestra capacidad para aprehender nuestra propia historia.

—Sin duda, sin duda —dijo Klemet, que no estaba muy a gusto con ese tipo de razonamiento—. Eso nos aleja un poco de nuestra pequeña historia.

—Solo usted puede decirlo, inspector.

—Supongo que Mattis Labba, el pastor que ha sido asesinado —preguntó Nina por casualidad—, no debe de sonarle para nada.

—¿Mattis? Al contrario —replicó Helmut, para sorpresa de los policías—. Incluso lo conocía bastante.

Klemet y Nina se miraron, incrédulos. Ante su aire de sorpresa, Helmut se rio.

—Menudo personaje era Mattis.

—Nos lo han descrito sobre todo como un pobre tipo, un alcohólico, un hombre que se había perdido —le dijo Nina, contemplando con insistencia a Klemet.

—Me imagino que también se le puede ver así, pero diría que Mattis era un personaje más complejo. De hecho, era muy ambicioso, pero estimaba que no estaba a la altura de sus ambiciones. Y eso le deprimía. Puedo entenderlo. Se tomaba eso muy en serio.

—¿A qué ambiciones se refiere?

—Creo que vivía bastante a la sombra de su padre. No diría que quisiera hacerse pasar por chamán, aunque estaba bastante dotado para fabricar tambores.

—¿Qué tipo de tambores?

—El mismo tipo que los utilizados por los chamanes. De hecho, esa era la razón por la que estaba regularmente en contacto con él. Yo vendía sus tambores en la tienda del centro. Incluso aún debo de tener uno, me parece, que un cliente no ha venido a recoger. Es un trabajo importante, ya se lo imaginarán, así que Mattis solo los hacía por encargo. Los grandes, sobre todo, los destinados a coleccionistas. Había también los que eran para los turistas, que hacía más deprisa y que, por supuesto, eran más baratos.

Nina recordó el instrumental de su gumpi. A eso dedicaba Mattis su tiempo libre cuando no cuidaba de sus renos. A eso y al alcohol. Imaginó a Mattis aislado en su gumpi, en medio de una tormenta de nieve, inclinado sobre un pedazo de madera y trabajando laboriosamente, con la vista enturbiada por el alcohol. Olvidó su resentimiento hacia el Mattis de mirada perversa que le había dado asco. Sus pensamientos flotaron con naturalidad hasta Aslak. Aslak y su mirada dura y atormentada, implacable y… turbadora.

—¿Cuándo lo vio por última vez? —preguntó Klemet.

El alemán se peinó la barba.

—Lo vi… hará por lo menos dos semanas, me parece.

—¿Qué quería?

—Oh, lo de siempre. Nos veíamos cada dos meses. A menudo, cuando necesitaba dinero, de hecho. Entonces le encargaba unos cuantos tambores. Mattis me caía bien. Forma parte de una especie de ganaderos en vías de desaparición. Ya no hay lugar para los pequeños como él. Ya no con los gastos fijos que tienen hoy en día los ganaderos y con la presión que sufren de la oficina de gestión. Pero estoy hablando demasiado, eso no es asunto mío.

—¿Cómo lo vio?

—Mattis podía ir de un extremo a otro, eso dependía de su estado…

—De si había bebido o no —completó Nina.

—Sí —dijo el alemán, molesto. Los miró a uno y otro y prosiguió—. No quiero mancillar su memoria.

—No se lo pedimos —dijo Klemet—. Continúe.

—Veo a Mattis como alguien muy sensible. No estaba hecho para este mundo.

—Nadie está hecho para este mundo —murmuró Klemet en voz tan baja que Nina le pidió que repitiera lo que había dicho.

Klemet dirigió su atención al alemán, ignorando el comentario de Nina.

—¿Lo notó diferente de otras veces? ¿Desde cuándo le conocía?

—Conocí a Mattis prácticamente cuando llegué. Era joven, trabajaba para otros ganaderos; en aquel entonces era un adolescente.

El alemán sonreía, parecía volver a ver de forma gustosa la película de aquellos tiempos.

—Conocí la época en que la mecanización llegó a la ganadería de renos —prosiguió—. Se inventaron las motos de nieve. Mattis era un loco sobre esas máquinas. Un verdadero imprudente.

Helmut sonreía, silencioso. Acto seguido alzó la vista y miró a los policías.

—Había cambiado. Siempre estaba cambiando. Estaba en una pendiente. Aunque el alcohol más o menos marcara el paso, cada vez se hundía más y más. Tengo la impresión de que algo le preocupaba. No, esa no es la palabra adecuada. Estaba habitado. Parece una palabra muy pomposa, pero creo que había algo que llevaba dentro de él y que no lograba compartir. Eso le corroía. Eso es, le corroía. Volviendo a la última vez que vino, pasó aquí bastante tiempo. Se entretuvo en el taller. Miró lo que hacían los otros artesanos y se paseó por el centro. No había mucha gente. Estaba tranquilo; me parece que apreciaba esos momentos antes de volver al vidda, con el frío, los riesgos y ese trabajo sin fin con los renos. Creo que aquí vivía momentos de paz.

Klemet y Nina guardaban silencio. No tenían más preguntas. Ellos mismos parecían perdidos en sus propios pensamientos. Lo estaban. Por motivos diferentes. Cuando, al salir, Klemet invitó a Nina a ir a su casa, ella se sintió aliviada.