Viernes, 14 de enero
11.00 horas. Kautokeino
Berit Kutsi se presentó aquella mañana más tarde que de costumbre. Temía ver llegar a Karl Olsen, pero el viejo granjero irascible no dio señales de vida. Por suerte, no lo necesitaba para llevar a cabo su tarea. Sabía muy bien qué debía hacer. Desde su infancia. Sabía cuál era su lugar. Berit había dejado la escuela con apenas once años. No guardaba un recuerdo agradable de la escuela. A duras penas había aprendido noruego. No había tenido elección. Para eso la habían llevado allí. Para aprender noruego. Cuando supo lo bastante como para apañárselas, dejó la escuela, simplemente. Sabía lo bastante para comprender cuál era su lugar en la sociedad noruega.
Entró en la granja. Tenía que ocuparse de las vacas, que pasaban buena parte del año en el establo. Había pocas vacas en el interior del Finnmark. Esos territorios salvajes no parecían aptos para otros animales que no fueran los renos. Sin embargo, algunos granjeros como Olsen habían logrado hacerse un hueco allí, aunque fueran minoritarios y los samis solo los toleraran.
Olsen era un hombre injusto y rácano. Berit no se fiaba de él. Además le tenía miedo. Pero Berit Kutsi pertenecía a un clan mal visto en la región. Y encontrar trabajo cuando no se pertenece a una familia que posee sus propios renos era una misión imposible.
Gracias a Dios, su fe le permitía superar esas pruebas. Dios era un amo exigente, pero misericordioso. Ella tenía confianza. Aunque no lo comprendiera todo. A veces maldecía a Olsen cuando este la humillaba. Pero siempre lo perdonaba. El pastor siempre insistía en ello. Para entrar en el cielo, hay que perdonar al hombre y ponerse en manos de Dios. Era así de simple, le aseguraba el pastor. «Sin eso, no hay salvación», decía con firmeza.
Berit era una laestadiana fiel, confiada y temerosa. Había renunciado a su propia vida para consagrarse desde muy temprana edad a ese hermano pequeño al que Dios había puesto a prueba. Pasó detrás de las vacas, que sabía reconocer mejor que a esos hijos que no había tenido. Tras tantos años con estos animales, simplemente le costaba imaginar que pudiera comprender mejor a unos seres humanos. A veces se decía que si todos los seres humanos eran como Olsen, no debían de merecer la pena. Eran mejores las vacas. Trabajaba en aquella granja desde los doce años. Ahora tenía cincuenta y nueve.
Sin embargo, debía velar por los demás. A Dios no le gustaría que se contentara solo con las vacas. Esa idea hizo sonreír a Berit. A veces se permitía esas libertades… Imaginar que Dios tenía una opinión acerca de sus vacas. Berit se avergonzó un poco por prestarle pensamientos tan elementales. Dios era amor, pero había que temerle.
Al pastor tampoco le habría gustado que Berit se contentara con las vacas. Necesitaba a Berit. Las vacas, sin embargo, eran más de su dominio. El pastor era un hombre muy cercano a las preocupaciones cotidianas de sus feligreses. Era amigo de Karl Olsen, y la buena marcha de los negocios de este complacía a Dios, le decía el pastor Johnsson, porque las vacas eran criaturas de Dios, no como los renos. Berit no veía bien la diferencia y, de forma general, reprochaba al pastor que se interesara demasiado por la política, aunque ella no entendiera mucho de política. Berit pensaba que el pastor no trataba a todas las ovejas de su rebaño de la misma manera. Berit se ocupaba mejor de sus vacas que el pastor de sus ovejas. Le dijo eso un día y se enfureció. El pastor se lo repetía a menudo. «Mi querida Berit, no es culpa tuya, es más complicado, ya te lo explicaré después de la misa», tenía por costumbre decirle. Nunca le explicaba nada. Esa historia del tambor también había puesto nervioso al pastor. El día que oyó a Olaf Renson, el diputado sami, decir en la radio que la identidad de los samis estaba amenazada por el robo de ese tambor, el mismo día que Olaf Renson acusó al pastor de «quemar tambores» en el cruce, el pastor confió toda su frustración y su cólera a Berit. «Dios no hablaba sami, Berit, ¡nunca olvides eso!». Berit lo creía a pies juntillas, pues había aprendido a leer con una Biblia en noruego.
No, Berit no se contentaba con velar por las vacas de Karl Olsen. Berit debía velar por las almas débiles del vidda. Y por las almas puras. Cuando pensaba en unos y en otros, acudían a su mente imágenes muy nítidas. Mattis y Aslak. Eran como los cabezas de fila de las cohortes de pastores, ese pueblo llano del vidda, con sus grandezas y sus miserias, sus exaltaciones y sus sufrimientos. Berit vivía al mismo ritmo que ellos. Su espíritu los acompañaba por las montañas, les daba calor durante las interminables noches en vela con mucho frío. Berit rezaba mucho por ellos. Los evangelios noruegos estaban llenos de buenas palabras para las almas del vidda, y los pastores laestadianos que les habían sucedido jamás habían desfallecido en la transmisión de la palabra de Dios. Pero al pensar en lo que sabía, Berit se estremeció. Dejó por un momento de ordeñar a las vacas. Fue a lavarse las manos, se secó el rostro y se deslizó al fondo del establo, donde un rinconcillo albergaba sus instantes de recogimiento. Se santiguó y rezó por la salvación de las almas débiles y las almas puras del vidda.
16.30 horas. Kautokeino
Cuando se encontraron de nuevo, Klemet no le proporcionó ninguna explicación a su joven colega acerca de su extraño comportamiento con Aslak. La patrulla P9 solo se había detenido unas horas para descansar. El reglamento de la brigada prescribía una noche de descanso en un refugio si las distancias en motonieve superaban los doscientos cincuenta kilómetros, pero Nina había insistido tanto en proseguir una investigación que se estaba estancando, según ella, que Klemet se dejó convencer. Solo cabía esperar que a su regreso no comprobaran su GPS.
Tiene prisa por demostrar su valía, pensó el policía. Desde que la idea le había pasado por la cabeza, pensaba en esa historia de la cuota y no podía evitar considerar que, aunque él fuera el jefe de patrulla por experiencia y antigüedad, era ella quien tenía el futuro por delante. Un día será mi jefa…
De momento, tenía que hallar una estrategia que permitiera que la investigación avanzara. Y evitar encontrarse de nuevo en una situación tan embarazosa ante Aslak. Por fortuna, Nina no había insistido. ¿Habría comprendido algo? ¿Se lo habría explicado Aslak? No lo creía. No era ese el estilo de Aslak.
El Sheriff los esperaba en su despacho. Picoteaba en su bol de regalices más de lo que le convenía. Su adjunto Rolf Brattsen ya estaba sentado frente a él. Klemet sabía lo que se le pasaba al Sheriff por la cabeza: Tor Jensen se imaginaba sin dificultad que Brattsen ocuparía un día su sitio. Brattsen era ambicioso. Eso le molestaba al Sheriff; Klemet lo sabía, pues las opiniones de su adjunto, más radicales, no encajaban con el delicado equilibrio que había que tratar de preservar en aquella región. Kautokeino era una ciudad noruega con los mismos atributos que cualquier otra población noruega, pero era además una de las pocas ciudades propiamente sami, con un estatuto aparte, como el derecho de sus habitantes a utilizar el sami en la administración. La mayoría de la población era sami, y así había sido siempre. No solo eso, sino que, además, la policía de los renos, con su jurisdicción transnacional, debía andarse a menudo con pies de plomo. El territorio sobre el que tenía competencias se extendía por la Laponia noruega y también por las regiones laponas de Suecia y Finlandia. Su cuartel general se hallaba en Kiruna, en Suecia. Por todo ello, esa policía de los renos estaba considerada por los responsables políticos como una buena práctica en la cooperación nórdica. El equilibrio, sin embargo, era precario, y Klemet lo sabía. Él mismo estaba integrado en la «cuota sueca». Había pasado por la escuela de policía sueca. Pero eso no le importaba demasiado. Sus padres eran de la región. Para los samis, esas historias de fronteras eran fútiles. Para él, respetuoso del orden, lo eran menos, pero, a pesar de todo…
—¿Algún progreso, Rolf?
El Sheriff empezó a arengar a Brattsen.
—Sabes que en Oslo ya hablan de enviar equipos del sur. Eso sería un problema. El capital de confianza con el que contamos en Oslo y Estocolmo no es muy elevado desde la historia de los pedófilos, así que sería muy conveniente por tu parte conseguir algún resultado, para hablar como en Oslo. ¿Qué habéis conseguido?
Klemet observó a Brattsen. Este se tomó su tiempo y comenzó por echar una ojeada panorámica a la sala. Además del Sheriff, estaban Klemet, Nina y un miembro sueco del equipo científico que había llegado como refuerzo de la sede de Kiruna.
—Creo que sería interesante que Fredrik, nuestro científico en el caso, nos hiciera un resumen. Fredrik…
El sueco, procedente del cuartel general de Kiruna, era alto, rubio, de vientre prominente y con el cabello cortado a cepillo. Tras mirar a todo el mundo, se detuvo en Nina, a la que aún no conocía, y abrió una carpeta. Echó un rápido vistazo al contenido y se dirigió a Jensen, que, impaciente, mascaba sus regalices.
—De acuerdo. Primero el crimen. El informe del forense no debería tardar en llegar. Pero me extrañaría que fuera prioritario. El asesinato de un pastor lapón no se halla en los primeros puestos de la lista. Con todo, quiero verlo antes de interpretar ciertas cosas. El tipo de cuchillo utilizado y la longitud de la hoja podría darnos indicaciones importantes, las marcas de eventuales golpes y el corte de las orejas. Como sabéis, parecía muy limpio. En el gumpi hemos hallado muchas huellas. En ese aspecto no hemos avanzado mucho, puesto que hay huellas de policías y de todos los ganaderos de los alrededores. Puedo entenderlo de los ganaderos, pero tengo que decir que me ha decepcionado encontrar vuestras huellas…
El policía científico miró a Klemet y a Nina, sin añadir nada más. Pero Brattsen se encargó de restregarles la metedura de pata.
—La policía montada no está muy habituada al trabajo de policía, ¿verdad, Gordo?
—Brattsen, ya basta —lo interrumpió el Sheriff—. ¿Qué más, Fredrik?
—Volvimos al gumpi en cuanto dejó de nevar. No hará falta que os diga las posibilidades con las que contamos de encontrar huellas en la nieve, pero como no ha nevado desde hace bastante, la capa de debajo es bastante compacta y en algunos lugares el viento la ha endurecido. Sé que parece un disparate, pero apartando esa capa de nieve en polvo en el perímetro alrededor del gumpi quizá podremos hallar alguna huella.
—Es una bobada y una pérdida de tiempo —se indignó Brattsen—. Y además, ¿de qué buscamos huellas? ¿De motonieve? También podrían ser huellas de esquís. Digo yo que lo que hay que buscar es el móvil, y ya encontraremos dónde buscar. Y el móvil está muy claro. Se trata de un ajuste de cuentas entre ganaderos.
—Brattsen —lo cortó Klemet—, sabes perfectamente que puedes tener todos los móviles habidos y por haber, pero que si no relacionas un asesinato con la observación sobre el terreno, estos no se sostienen ante un tribunal. Y eso, figúrate, lo aprendí trabajando con el grupo Palme.
—Deja la aspiradora —prosiguió Brattsen ignorando a Klemet y dirigiéndose a Fredrik— y, si de verdad quieres encontrar pruebas, será mejor que busques rastros en los cuchillos de los ganaderos, por ejemplo. Pero no pierdas el tiempo con eso. ¿Acaso crees que tenemos tantos recursos? No olvides que en las altas esferas quieren resultados —dijo mirando fijamente al Sheriff—, así que no vamos a ir a explicarles que estamos pasando la aspiradora por la tundra, ¿no te parece?
Se hizo el silencio. Como nadie hablaba, el Sheriff se dirigió a Klemet.
—¿Y qué hay de los ganaderos?
—Hemos interrogado a Johan Henrik y a Aslak —dijo Klemet—. Nada concluyente. Henrik parece tener coartada, aunque débil para parte del tiempo, puesto que solo pudo confirmarla su hijo. Dicho sea de paso, él no cree que se trate de un ajuste de cuentas entre ganaderos.
—Mira qué bien —exclamó Brattsen—. Claro que él puede dar lecciones. ¿Cuándo le dispararon? Hará diez o doce años, ¿verdad?
El policía soltó una carcajada.
—Todos inocentes.
—Es cierto que le dispararon, pero sabes perfectamente que el otro estaba borracho como una cuba. Aquí los conflictos no se resuelven así. La gente no es criminal solo por tener temperamento.
—Ya, y los disparos contra los gumpis son solo decorativos, ¿no? ¿No son para intimidar?…
—¿Podemos seguir con Johan Henrik? —interrumpió el Sheriff.
—Pues para continuar el razonamiento de Brattsen —dijo Klemet—, no veo cuál podría ser el móvil. El robo de unos cuantos renos no basta, incluso Brattsen tendría que reconocerlo.
—Salvo si es el reno que colma el vaso o Johan Henrik estaba borracho esa noche. A cualquiera pueden írsele las cosas de las manos.
—Tal vez —dijo Klemet pausadamente—. Pero un solo móvil no basta.
—Dios mío —se enfureció Brattsen—, ahora el Gordo nos va a dar clases de metodología policial. Mira de lo que os sirvió para hallar al asesino de Palme. Dime, ¿cuántos años hace desde que mataron al primer ministro en 1986 y el asesino aún anda suelto?
—Brattsen, tus comentarios empiezan a cansarme —intervino el Sheriff—. ¿Y Aslak?
Klemet se disponía a hablar cuando Nina se le adelantó.
—También falla la coartada.
Nina se sumió un instante en sus pensamientos, rememorando el increíble encuentro con Aslak. Y esa extraña impresión, se dio cuenta entonces, de que a pesar de su lado terrorífico, poderoso y casi brutal, también conseguía que, al hablarle, uno se sintiera el centro del mundo. Tal vez era algo en los ojos.
—No hay nadie que pueda corroborarla —prosiguió Nina.
—¿Qué? —La cortó bruscamente el Sheriff descargando un puñetazo sobre la mesa—. ¿Y dónde está Aslak? Lo habréis detenido, espero.
Nina dirigió una mirada azorada a Klemet, que le hizo una señal con la cabeza.
—Pues sucedió algo muy extraño en su casa. O más bien empezó antes de llegar a su casa. Oímos un grito espantoso. Primero no supimos qué era. Y luego, al marcharnos, se oyó de nuevo ese alarido. Era su mujer, que parece un poco loca. Lanza unos gritos terribles.
—¿Estáis de guasa? —rio Brattsen—. ¿Y qué tiene que ver eso con nuestro caso? Aslak está como un cencerro, ¿y qué? Mattis tampoco era una lumbrera; normal, me diréis, con todas esas historias de incesto, ¿eh?, ¡porque ya sabéis que el padre de Mattis era su tío!
Klemet se disponía a replicar cuando el Sheriff estalló.
—¡Brattsen! ¡Te estás pasando de la raya! ¿Has olvidado que eres policía? ¿Quién me ha cargado semejante equipo, entre unos inspectores que dejan sus huellas por todas partes y otro que se divierte haciendo correr rumores? Por favor, ¿podemos ser un poco más serios?
Klemet Nango y Rolf Brattsen se desafiaban con la mirada. Nina tomó la palabra.
—Creo que en el asesinato de Mattis estamos avanzando, a pesar de todo; en todo caso, desde nuestro punto de vista de policías de los renos. Hemos descartado una serie de posibles sospechosos. De momento, solo hemos tratado el entorno de los ganaderos, pues es el que está dentro de nuestras competencias. Me parece que sería interesante ver qué hay de los otros círculos, en los que seguramente trabaja el inspector Brattsen.
Hablaba con aplomo, animada por el silencio de los hombres.
—Respecto a la historia del tambor, y si el inspector no se opone a ello, por descontado, estoy dispuesta a viajar a Francia para entrevistarme con ese hombre. Estoy segura de que nos ayudará a progresar.
—Sí —refunfuñó Brattsen—, por lo que respecta al tambor, sin duda es buena idea ir a Francia, sobre todo si el coleccionista dispone de documentos, como indicáis en vuestro informe.
—Me parece que es una idea tan buena —añadió el Sheriff—, que quiero que Klemet y Nina se impliquen más en el caso del tambor. Para ser claro, me parece que hace falta algo más de tacto del que tú tienes, Rolf.
Brattsen lo fulminó con la mirada.
—¿De qué tacto me hablas? ¿Por qué hace falta tacto con los ganaderos? ¿Porque son samis?
Tor Jensen lo miraba con calma, y su silencio, junto con aquella sonrisita en los labios, valió por toda respuesta.
—Bueno… —prosiguió el Sheriff—. Nina, ¿cuándo te vas a Francia?
Nina se volvió hacia Klemet.
—En los próximos días.
—De acuerdo, cuanto antes mejor. Tal vez así avancemos un poco.
Antes de que Tor Jensen continuara, Nina retomó la palabra, impaciente.
—Y me gustaría insistir en esa coincidencia, en que nos hallamos ante dos historias excepcionales sucedidas en un intervalo de dos días, el robo de un tambor y el asesinato de un ganadero experto en tambores. Me parece que ambos casos están relacionados, aunque no sepa decir cómo.
—Eso es puramente especulativo, Nina —intervino Klemet—. Solo podemos avanzar a partir de pruebas tangibles. Y no las tenemos. En el caso Palme, erramos durante años al partir de especulaciones tentadoras pero estériles.
—Klemet, en ausencia de otras pistas, quiero por ahora que sigas interrogando a los ganaderos —ordenó el Sheriff—. De momento, esa es la pista más plausible. Pero sigue sorprendiéndome que hayas hecho gala de tanta clemencia hacia Aslak, cuando su coartada es la menos sólida o por lo menos la más difícil de verificar. Algún día me lo tendrás que explicar.