Viernes, 14 de enero
10.30 horas. Laponia central
Nina no había oído la respuesta de Aslak. Ni siquiera estaba segura de que este hubiera respondido. Sus labios no se habían movido. Se habían mantenido muy apretados, dolorosos. Con aquella mirada que era a la vez gélida y ardiente. Estaba exasperada. Aunque, por una vez, no lo dejó traslucir. No entendía nada de aquella gente, que no hacía más que callar, ni de su compañero, al que parecía que se le antojaba normal tal comportamiento. ¡Y eso que era policía! ¡Podía exigir respuestas, estaba en su derecho! Pero no, se quedaba allí, igual de silencioso. No soltaba palabra. Como si ante Aslak se quedara sin recursos. Sí, eso es, se dijo. También a él le impresionaba Aslak.
Cuando fue a presentarse al jefe de la policía de los renos en Kiruna, en territorio sueco, este le advirtió que esa brigada no era como las demás. En principio, le había dicho el jefe, no se aceptaba a gente tan joven. Sin embargo, y dado que en la brigada solo había hombres, había que feminizarla. Pero no era un mundo de mujeres. Y, tras un breve titubeo, añadió: «Quizá ni siquiera es un mundo para nosotros, los que no somos lapones».
Había vuelto a hacerse el silencio; el grito parecía haber huido por el fondo del valle, pero Nina aún tenía la piel de gallina. La policía miró alrededor de ella toda aquella blancura, esas montañas peladas de las que emergían algunos abedules enanos, algunas rocas, ese resplandor azulado en el cielo en el que el sol trataba de inmiscuirse. Desde donde se hallaban, en la ladera de la montaña, la vista se abría hacia lo lejos, mas no se percibía nada humano. El campamento de Aslak debía de hallarse al otro lado de la cima.
—Aslak, tenemos que hacerte algunas preguntas. Nina te seguirá y hablará contigo.
Nina se esperaba cualquier cosa menos eso. ¡No estaba previsto en absoluto! Iba a abrir boca, pero Klemet prosiguió, sin mirarla, como si evitara sus ojos. ¡Sí, evitaba su mirada! Y tampoco miraba a Aslak. ¿Qué le sucedía?
—Tengo que volver al gumpi. Ya te contaré. Avísame cuando hayas acabado y vendré a buscarte aquí. O a otro sitio, ya veremos.
La examinó brevemente y bajó la vista. Nina nunca lo había visto así. Miró a Aslak, que los estudiaba a los dos de arriba abajo.
Aslak no respondió. Alzó su fusil con un gesto rápido y miró a Klemet. Con un gesto experimentado, se colocó el fusil en bandolera y se puso en camino, deslizándose en silencio hacia la cima.
En poco tiempo llegaron al campamento, en el otro lado de la cima. Nina permaneció sentada un momento sobre la motonieve, tras apagar el motor. Estaba fascinada por lo que veía. El campamento se componía de tres tiendas cubiertas de ramas, tierra y musgo. De la mayor de ellas salía humo por una abertura situada en lo alto. Junto a la tienda más alejada, Nina distinguió un cercado, en el que a su llegada una decena de renos se habían puesto a dar vueltas en círculo. Mostraban su inquietud, sin duda poco habituados a los motores. No vio ninguna motonieve y tuvo la impresión de haber descubierto una postal de antes de la guerra, como en el libro sobre los samis que había hojeado en Kiruna. Ya no quedaban campamentos como aquel. Aunque todavía no lo hubiera visto todo, había comprobado que los pastores a los que había conocido hasta el momento no prescindían de unas mínimas comodidades. Al contrario que Aslak. Ese hombre era de otra pasta. Junto a la entrada había una especie de andamio del que colgaban cuartos de carne secados al viento, que debían de estar duros como la piedra.
Nina sintió que iba a penetrar en un mundo del que ni siquiera había sospechado su existencia, aún más que con los otros ganaderos de renos. Iba a cruzar una nueva frontera. El viento la empujaba hacia la entrada mientras en sus oídos resonaban los gritos de Aslak dirigidos a un impasible Klemet, el disparo, aquel alarido horroroso del que intuía que pronto iba a descubrir el origen. Aslak se agachó el primero para entrar y desapareció en la semioscuridad. Luego alzó una gruesa lona que servía de puerta. Ella se disponía a agacharse cuando lo miró. Él la contemplaba fijamente, con sus ojos negros centelleando intensamente entre sus profundas arrugas, el rostro enérgico y medio oculto bajo la barba espesa. Nina no supo interpretar esa mirada inmóvil. Se agachó, avanzó y dio un par de pasos hasta hallarse frente a la chimenea. De inmediato tosió debido al picor que le produjo el humo que invadía la estancia. Vio un sitio libre a la izquierda y fue a situarse allí. A nivel del suelo, el aire era respirable. Se quitó el gorro; estaba soltándose sus cabellos rubios cuando Aslak entró. Al advertir de nuevo su mirada sobre ella, se sintió de repente incómoda por mostrar su pelo, como si estuviera enseñando algo indecente, y se apresuró a recogérselo otra vez, de lo que acto seguido se arrepintió. Mientras, Aslak permanecía en silencio, a la espera de que ella se acomodara. Nina se sentía tan lejos de cuanto conocía que era incapaz de abrir la boca. Cuando sus ojos por fin comenzaron a habituarse a la penumbra, pudo distinguir, al otro lado de la chimenea, una forma que se movía. Se desplazó un poco y vio a una mujer embutida en una pesada vestimenta de piel de reno y cubierta con un gorro atado bajo la barbilla. Sus gestos eran muy lentos. Tenía el mentón algo saliente, los pómulos altos, aunque no tan marcados como los de Aslak, y unos ojos con forma de almendra que habrían sido magníficos de no haber estado tan apagados, se dijo Nina. Esos ojos vacíos eran estremecedores, pensó a continuación. Sin saber por qué, estuvo segura de que había sido ella quien había gritado hacía un rato. La mujer, que no parecía siquiera haberse percatado de su presencia, se volvió despacio, cogió un tronco y lo puso con delicadeza en la chimenea. Nina la miraba incómoda por su actitud. No parecía herida, como mucho… lejana, ausente, apartada de este mundo. De repente exhaló un profundo suspiro. Nina contuvo la respiración, ante el temor de oír de nuevo el grito. Pero no hubo más. Su mirada fija en las llamas permanecía inmóvil.
—Es mi mujer —dijo Aslak—. No habla. Está ida.
Como si las palabras de Aslak la hubieran sacado de su sopor, la mujer comenzó a canturrear. Nina reconoció el mismo tipo de melodía gutural que Mattis había entonado. Debía de ser uno de aquellos yoiks. Incapaz de estimar su edad, la policía pensó que podía tener entre treinta y sesenta años.
—¿Es ella quien ha gritado? —preguntó por fin Nina, rompiendo aquel silencio que comenzaba a hacérsele pesado.
—Ha sido ella.
—¿Por qué?
—Es su manera de habar.
Se quedó unos segundos en silencio.
—Como los niños —prosiguió Aslak con voz sorda.
Nina observó a Aslak. Parecía sopesar las palabras. Solo les separaba la chimenea. Pensó de nuevo en el comportamiento de Klemet. Entre esos dos, Nina casi podía palpar un velo de tensión. No comprendía por qué no lograba iniciar la conversación. Allí planeaba algo indefinible, mezclado con el humo. Trató de recobrar el hilo de los pensamientos racionales, de ese caso que los conducía cada vez más lejos de las tierras conocidas. Aslak. ¿Era simplemente un vecino? ¿Tenía motivos suficientes para matar a Mattis?
—¿Tiene alguna pregunta que hacerme?
Nina sintió que no era bienvenida.
—Estamos investigando la muerte de Mattis. Ya sabe que fue asesinado, que quemaron su motonieve y registraron su gumpi. Estamos hablando con todos los vecinos. Tengo que hacerle algunas preguntas concretas como parte del procedimiento rutinario y la investigación de proximidad.
Nina se dio cuenta de que estaba dando todo lujo de detalles para justificarse, cuando no debería hacerlo. Sin embargo, la intensa mirada de Aslak sobre ella y su silencio la impresionaban y la desazonaban. ¡Y eso la enfurecía!
—¿Dónde estuvo el lunes y el martes?
—¿A usted qué le parece?
Nina observó largamente al pastor. Los labios de Aslak parecían dibujar una mueca de desdén. A pesar de ello, la policía pensó que conservaban una sensualidad salvaje. Las brasas se reflejaban en los ojos de Aslak, una mirada que Nina consideró peligrosa. Ese hombre era capaz de matar, se dijo.
—¿Dónde estuvo?
—Con mis renos.
—Con sus renos, ¿no?
Nina sintió que Aslak no haría nada por facilitar la tarea. Era evidente que ignoraba la amenaza de arresto que pesaba sobre él. Esto hizo que la policía tuviera la impresión de revivir exactamente la situación con Johan Henrik. Echó una ojeada a la mujer, cuya mirada seguía perdida en la cúspide de la tienda, absorbida por el humo que por allí se escapaba. De ella tampoco podría obtener nada.
—¿Cuándo vio a Mattis por última vez? —continuó.
Aslak se inclinó sobre la marmita. Sumergió en ella su tazón de abedul y bebió un sorbo de caldo de reno muy caliente. Acto seguido, hizo un gesto a la policía para que se sirviera. Nina hundió el tazón en la marmita.
—Le vi el domingo —respondió al fin—. El domingo. Estaba mal. Mal. Se encontraba mal siempre. No podía más. Vino a comer. Nos cruzamos al oeste, a tres cuartos de hora de aquí. Le dije que se ocupara de sus renos. Había algunos en mis tierras y también por las de Johan Henrik. Se le había escapado la situación de las manos.
Bebió un trago largo aspirando ruidosamente y prosiguió, con una mirada aún más intensa.
—Ustedes lo mataron. Ustedes. Sus reglas, sus trazados. Ya no se puede vivir de la ganadería como antes.
—Nadie le obligaba a beber —respondió Nina.
—¿Y usted qué sabe? Nadie lo ayudaba. Hacía seis meses que no había abierto una carta. Ya no se atrevía. Tenía miedo.
—¿De qué tenía miedo? —inquirió Nina.
—Tenía miedo de estar perdido. De haberse perdido. De haber fracasado en todo.
—¿Se refiere como ganadero?
—Como ganadero y como hombre. Un ganadero que no sabe ocuparse de sus renos no es un hombre.
—Por lo que comienzo a comprender de su modo de vida, un ganadero que trabaja solo no tiene ninguna posibilidad, lo que no tiene nada que ver con el hecho de ser un hombre o no —lo interrumpió Nina—. En el vidda siempre se han ayudado unos a otros, ¿no?
—¿Ah, sí? ¿Y qué sabe usted de eso? ¿Se lo ha contado Klemet? No basta con ser lapón para saber y entender lo que sucede aquí.
—Fue él quien se puso en esa situación, no el sistema —replicó la policía—. ¿Dónde estuvo usted el lunes y el martes?
Mientras formulaba las preguntas, Nina comprendió que, fuera cual fuera la respuesta de Aslak, a buen seguro sería imposible verificarla. Aslak limitaba al mínimo los contactos con la ciudad. No necesitaba ir a buscar gasolina. No tenía un teléfono móvil para que se le pudiera localizar. Estaban en un callejón sin salida.
Sintió que de nada servía tratar de presionar a Aslak como Klemet había hecho con Johan Henrik. Aslak era de otro fuste.
Tenía que trabajar de otra manera. Cuanto más avanzaba la investigación, más sensación tenía de andar a tientas. Además, tenía la impresión de que Klemet trataba con demasiada amabilidad a los ganaderos. Por no hablar de su inexplicable comportamiento ante Aslak poco antes. ¿Era demasiado allegado a ellos? Sin embargo, los samis parecían desconfiar de él. De pronto, a Nina le vino a la memoria lo que el Sheriff les había dicho poco antes de partir: detened a Aslak si no tiene coartada…
—Aslak, ¿se da usted cuenta de que al no responder a las preguntas se convierte en sospechoso?
El pastor le dirigió una mirada fría —indiferente tal vez— que Nina aguantó.
—¿Qué relación tenía con Mattis? Parece que eran allegados, pero que también tenían sus diferencias.
Aslak apretó las mandíbulas y mantuvo la mirada fija en los ojos de Nina. Ella se esforzó en sostenerla, pero se sorprendió al ver hasta qué punto sus ojos eran capaces de expresar sentimientos tan fuertes y trágicos. Comprendió por qué impresionaba tanto a la gente. Pero no le temía.
—Mattis se había perdido. Desde hacía mucho tiempo. Sobre todo tras la muerte de su padre. Conocí a su padre. Era un verdadero sami. Sabía de dónde venimos. Oirá muchas historias acerca de él. Buenas y malas. Pero la gente lo ignora todo acerca de él. Tenía el poder. Tenía el saber. Tenía la memoria. Mattis no tenía nada de ello. Se las daba de chamán.
—¿Cómo?
—¿Le conoció antes de morir?
—Sí, ¿por qué?
—¿No trató de leerle el futuro o de venderle un tambor?
Nina recordó la escena del gumpi, con Mattis medio borracho mirando fijamente sus senos.
—Sí, lo intentó.
—Mattis era como un niño. Su padre era demasiado grande para él. Y su sociedad, su sistema no han hecho más que aplastarlo aún más. Perderlo aún más.
Nina no quería adentrarse en ese tipo de discusión. Recordó lo que Johan Henrik le había dicho sobre la excepcional resistencia de Aslak.
—¿Es verdad que usted mató a un lobo metiéndole el puño en la boca?
Aslak no respondió de inmediato. Removió las brasas. Nina observó su mano sobre la chimenea. Varias cicatrices ascendían hacia la muñeca. Las marcas dejadas por los dientes del lobo, se dijo con el corazón desbocado.
—Es cierto.
—¿Y que lo persiguió durante horas esquiando?
—Es posible.
—¿Cuántos kilómetros puede recorrer así en un día?
Aslak se había vuelto a cerrar. Nina vio que sus labios no formaban de nuevo más que una fina línea. Entre tanto, su mujer comenzó a menear despacio la cabeza, de izquierda a derecha. Un murmullo brotó de su boca, un murmullo gutural; abrió ligeramente la boca y el murmullo se hizo más fuerte.
—¡Salga! —le dijo Aslak de repente.
Nina se sorprendió ante esa súbita reacción. Se dijo que había metido el dedo en la llaga.
—¡Salga ahora mismo! —gruñó.
¿Qué sucedía? Nina contempló a Aslak, que se puso en pie. Le pareció amenazador, pero no hizo el menor gesto contra ella. Su sola presencia ya era amenazadora, y bastaba.
Su mirada resultaba inmisericorde. El murmullo de su mujer se amplificó. De pronto Nina se dio cuenta de dónde se hallaba, en plena tundra, frente a un hombre de misteriosa reputación, rodeada por el hielo y la desolación, lejos de su compañero. Sintió frío, pero sus escalofríos significaban otra cosa que no quería confesarse. El humo le irritó los ojos. Cerró su mochila. Quería huir de aquel murmullo lacerante. Se incorporó y avanzó agachada hacia la salida seguida por Aslak, que se plantó frente a la entrada de la tienda. Iba a poner en marcha su motonieve cuando el grito terrible resonó de nuevo. Nina se volvió hacia el pastor, que estaba apartando la cortina de lona y se disponía a entrar de nuevo. El grito se prolongó. Nina olvidó de inmediato sus dudas, sus miedos. Estaba desamparada y dirigió a Aslak una mirada teñida de empatía. Este tenía el rostro impasible, duro. Respiraba más deprisa, con el mentón alzado y desafiante, y apretaba los puños. Por la abertura, la policía vio a la mujer alzar los brazos al cielo con una máscara de extremo sufrimiento. Luego lo oyó. Y lo que oyó la persiguió a lo largo de todas las horas que duró el viaje de regreso. El grito.