Viernes, 14 de enero
Salida del sol: 10.31 horas; puesta del sol: 12.26 horas
1 hora y 55 minutos de insolación
07.30 horas. Laponia central
Gumpi de la policía de los renos
A la mañana siguiente, Klemet se levantó temprano. Afuera aún era de noche. El viento se estrellaba contra la ventana, donde se acumulaban los cristales de nieve arrastrados por la borrasca. La estufa se había apagado. Se estremeció. Sentía sus piernas entumecidas en el calor del saco de dormir, pero no se lo pensó dos veces. Salió completamente del saco, se puso los botines de piel de reno y se desperezó. Nina aún dormía sobre la litera opuesta, al otro lado de la mesa. Era la primera mujer que formaba parte de la policía de los renos, y los refugios de la brigada no habían sido pensados para acoger a hombres y mujeres a la vez. No obstante, esa promiscuidad no había parecido molestar a Nina al acostarse por la noche. Mejor. Klemet no habría soportado sus quejas. El policía echó leña a la estufa y encendió el fuego. Su actividad despertó a su colega. Mientras él preparaba el café, ella se vistió rápidamente, lo saludó y salió fuera. Cinco minutos después regresó, tras haberse aseado en la nieve.
—Debo reconocer que no es desagradable —dijo, con las mejillas coloradas por haberse frotado la cara con nieve.
Klemet dejó el café y el desayuno sobre la mesa. Había tenido tiempo de recoger su saco. Señaló la cazuela llena de agua caliente.
—Puedes acabar de asearte, si quieres. Volveré dentro de cinco minutos.
Se detuvo un instante a la puerta de la cabaña, encarando el viento helado; con la mirada fija en la oscuridad, parecía como si tratara de penetrar en ella. Se desabrochó el mono e hizo que se deslizara desde los hombros hasta las rodillas. Se obligaba a realizar ese ejercicio cada mañana, cuando aún reinaba la noche sobre la tundra. No le gustaba, pero era un ritual. Tenía que conformarse. Sus ojos barrieron la oscuridad. Se quedó inmóvil para sentir cómo el frío se apoderaba de él. Respiró profundamente y se adentró en las tinieblas. Se palmeó los hombros y luego cogió nieve, con la que se frotó la cara, el torso, las axilas y el cuello; se secó y entró en el gumpi.
Se sentaron en silencio y comieron.
—¿Cuándo vamos a ir a casa de Aslak?
—Pronto.
Klemet masticaba despacio su rebanada de pan untada de crema de huevas de pescado.
—Aslak es un tipo particular —dijo sin mirarla—. Es muy respetado en la región, y también temido. Le temen porque es diferente. No ha hecho como los demás, que se compraron casas, un montón de motonieves y coches todoterreno, que trabajan con helicópteros y que incluso a veces llegan a contratar a tailandeses para que los ayuden a pastorear los renos. Es…, es como si se hubiera quedado en otra época.
—¿Y eso le hace especial?
—Digamos que la gente ve en él una imagen del pasado. Y es una imagen por la que pueden sentir cierta nostalgia, creo.
—¿A ti te provoca nostalgia?
08.30 horas. Laponia central
Klemet y Nina habían abandonado el refugio en motonieve hacía tres cuartos de hora cuando ocurrió el incidente. Un incidente aparentemente anodino, pero que Nina no olvidaría. Como de costumbre, Klemet circulaba a la cabeza. Aún no había salido el sol, si bien el resplandor del alba, amplificado por la espesa capa de nieve, ofrecía una visibilidad que casi bastaba para prescindir de los faros. Nina agarraba con firmeza las empuñaduras con calefacción del manillar, acunada por el potente ronroneo de su vehículo, que respondía al menor golpe de acelerador. El calor del motor contra sus muslos se diseminaba por todo el cuerpo. Ya no debían de estar muy lejos de la casa de Aslak. La visera de su casco detenía el viento frío. Solo un hilo de aire persistente se colaba por una rendija y la molestaba como una mosca pertinaz. Estaba distraída pensando en el extraño retrato que todo el mundo parecía hacer de ese hombre y miraba sin ver los abedules enanos a su izquierda, que bordeaban lo que debía de ser un río helado. Ascendían en ese momento la suave ladera de una montaña, alejándose del río invisible cuyo curso se dibujaba claramente a medida que remontaban la leve pendiente. Circulaban despacio, a pocas revoluciones, y por una vez, se decía Nina, casi podía oírse la naturaleza mientras conducían. Se quitó el casco y conservó solo su gorro. Aún estaba inmersa en sus pensamientos cuando un disparo brutal cubrió el ronroneo de la motonieve e hizo que se sobresaltara. Un rayo negro la adelantó por la derecha. No supo qué era hasta que vio frente a ella una voluminosa silueta sobre unos esquís que gesticulaba delante de la motonieve de Klemet. El hombre, surgido desde lo alto de los montes, se había detenido entre una humareda de nieve en polvo en mitad del camino de su colega, lo que lo había obligado a frenar en seco. Nina vio que Klemet permanecía calmado en su motonieve y alzaba la visera, mientras el otro, sí, aquel tipo, le gritaba. Nina estaba estupefacta. Ese hombre acababa de dispararles o, por lo menos, les había disparado como advertencia, pero Klemet continuaba allí sentado sin reaccionar y dejaba que lo insultaran. Nina intuyó que debía de tratarse de Aslak. Se separó las orejeras de su gorro para oír mejor lo que sucedía.
—… que en estos momentos es un infierno. Pero, Dios mío, ¿cómo hay que decirlo? No podéis pasar por aquí. Tengo a mis renos allí. Si se asustan por culpa vuestra, se largarán al otro lado, donde no hay nada que comer. Ya te digo, es un infierno. ¡Dios mío, no puede ser! Tenéis que pasar por el otro lado, no por aquí, ¿está claro?
El tono era increíblemente autoritario, amenazador, aunque no fuera necesario especificar amenaza alguna. Sin embargo, todo en la actitud del pastor transmitía fuerza, un poder envolvente. Nina tuvo la impresión de que si Aslak —pues eso cuadraba a la perfección con la imagen que se había formado de él— se lanzaba sobre Klemet, se lo zamparía de un bocado. Y, misteriosamente, en ese instante presintió que Klemet no haría nada para defenderse. Extraño, se dijo para sí.
Aslak se cubría con un capote de piel de reno como el de Johan Henrik. Pero este le llegaba más abajo. Vestía también botas y pantalón de cuero, así como unos guantes de piel de reno. No llevaba casco, solo un grueso gorro parecido al de los policías.
Nina no se atrevió a hacer gesto alguno. Contempló, nítida a la luz del faro de su motonieve, la silueta inmóvil de su compañero y a Aslak, cuyos ojos oscuros rodeados de profundas arrugas expresaban furor. Su rostro, de rasgos muy marcados, parecía devorado por una barba de varios días, con una mandíbula cuadrada poco habitual entre los samis, unos pómulos salientes y arrogantes, nariz grande y boca muy carnosa, casi sensual. Pero lo que más impresionaba a Nina era esa mirada penetrante. Emanaba una fuerza bruta. Aún sostenía el fusil en una mano y un bastón en la otra. Sus gestos eran lentos, si bien se veía que su cuerpo entero oscilaba con cada movimiento. A pesar de sus gruesas capas de ropa, era un hombre de sorprendente vitalidad. Nina pensó fugazmente que no iban armados, como era costumbre en la policía. Las armas estaban guardadas en un armero en comisaría. Práctico…
Al final, Aslak se volvió hacia ella. Sus ojos la examinaron detenidamente. Ella le aguantó la mirada. En la misma ya no había nada amenazador, se dijo. Solo… una especie de inmensa fatiga. Nina estaba pensando que el interrogatorio iba a ser difícil cuando se quedó paralizada al oír un grito espantoso. Un grito largo, ronco, que expresaba un dolor atroz. Procedía de lejos. Pero ¿de dónde? Ese terror era invisible, pero el grito resonó en el valle. Luego cesó y dio paso al viento, que lo había arrastrado hasta ellos. Nina fue presa de una angustia súbita, inexplicable. Aquel grito inhumano la había dejado helada. Algo había que hacer. Se volvió hacia los dos hombres. Aslak permanecía silencioso. No transmitía sorpresa alguna. Mantenía la mirada fija en ella. Su rostro era estremecedor. Sus labios, que ahora apretaba con fuerza, habían perdido toda la sensualidad. Klemet rompió el silencio.
—¿Qué ha sido eso?
10.00 horas. Kautokeino
André Racagnal entró en la tienda de caza y pesca de Kautokeino. Casi de inmediato vio el coche de policía, que giraba y estacionaba. Del mismo salió el inspector que lo había interrogado unos días antes. Mierda, pensó. Por unos instantes, el geólogo francés se planteó la posibilidad de dar media vuelta, pero al final creyó preferible quedarse para no atraer la atención del vendedor y se fue hacia el fondo de la tienda, donde estaban los cuchillos.
Rolf Brattsen entró en el establecimiento y se dirigió hacia la pared de la izquierda, donde se exponía el material de pesca. Pareció sumirse en la atenta observación de las moscas de colores. Racagnal se volvió de espaldas y se sumergió en la contemplación de las grandes hojas, hasta que de pronto sintió una presencia detrás de él.
—Eso es para la caza mayor…
Racagnal alzó la cabeza. Ahí estaba el policía. El geólogo se esforzó para sonreírle y darle los buenos días.
—Quién sabe, tal vez tenga suerte en un día de caza. ¿Son buenos cuchillos?
—No sé nada acerca de cuchillos —respondió el policía mirándolo fijamente—. ¿Va a ir a cazar?
—Voy a salir de expedición, como sabe. En cuanto tenga la autorización municipal, que no debería tardar. Estoy acabando de comprar el equipo.
Dejó el cuchillo pues no lo necesitaba, y, dado que el policía no parecía querer marcharse, prosiguió.
—¿Ha descubierto algo nuevo en su caso?
—Estamos en ello.
Brattsen se encontraba muy cerca de él. Había perdido su aspecto de policía. Casi tenía un aire cordial, con una sonrisa, algo helada, eso sí, pero en cualquier caso parecía hacer un esfuerzo para adoptar una expresión que no fuera demasiado enfurruñada. Lo peor era que ni siquiera eso lograba, pensó Racagnal.
El francés no tenía tiempo que perder, pero sentía que, tras el interrogatorio del día anterior, le convenía vigilar su actitud. Nada debía poner al policía sobre la pista de Alta. Racagnal recordó su visita al pub y apartó enseguida la imagen.
—¿No habrá tenido algún encuentro inoportuno? —le preguntó Brattsen.
Dios mío. Racagnal se detuvo un instante antes de responder. ¿Era posible que sospechase algo? No. Era absolutamente imposible.
—No. Tuve que renunciar a mi romance de la otra noche. Qué se le va a hacer. Pero como estaré un tiempo trabajando por aquí, no puedo ponerme a todo el mundo en contra.
—No, por descontado.
Los dos hombres permanecieron un momento silenciosos y Brattsen tomó de nuevo la palabra.
—Le gustaba la chiquilla, ¿verdad?, ya me di cuenta…
Racagnal observó a Brattsen para tratar de adivinar sus intenciones. El policía mantenía ese aire de impostada cordialidad. O quizás era cordial de verdad.
—Era… interesante.
—Un poco joven, ¿no cree?
—Creo que mayor de edad —afirmó con prudencia el geólogo.
—Por supuesto, por supuesto —respondió Brattsen, mirándole fijamente a los ojos y recobrando, sin advertirlo, su aspecto natural e irritado. Su rostro cambió de nuevo.
—¿Cuándo se va al vidda?
—En cuanto acabe de equiparme. Y sobre todo tengo que encontrar un guía, alguien de aquí.
—Claro, por supuesto, un guía. ¿A quién se va a llevar?
—Aún no lo sé. Necesito a un tipo resistente y que conozca bien el terreno.
—Para eso no tendrá problema alguno. Los tipos de aquí igual no son unas lumbreras en una oficina, pero son fuertes, y ahí fuera se encuentran en su elemento natural. Eso si no da con un alcohólico, naturalmente.
—Me han recomendado a un ganadero de origen sueco que se llama Renson; al parecer es muy astuto.
Brattsen lo interrumpió bruscamente, con aire preocupado.
—¿Renson? En su lugar me buscaría a otro.
—¿Por qué?
—Búsquese a otro, eso es todo; es un consejo de amigo. A no ser que quiera que su expedición se retrase.
André Racagnal sintió que era inútil insistir. Pero ello le planteaba un problema. En el Villmarkssenter le habían alabado los méritos de Renson. Un pastor atípico, un poco testarudo pero muy espabilado, con muchos contactos y sobre todo disponible, puesto que pertenecía a un clan poderoso que podía reemplazarlo para ocuparse de los renos en su ausencia.
—Lástima, pero ya encontraré a otro.
—Estoy seguro de ello. Y no se preocupe —le espetó el policía—, estoy convencido de que encontrará a otra chiquilla por aquí.
Dicho esto, Brattsen dio media vuelta y salió. Sin haber comprado nada ni haber mirado nada, observó Racagnal. Parecía que no había entrado en la tienda por casualidad.