12

22.00 horas. Kautokeino

André Racagnal salió de la comisaría al cabo de una hora. Aquel tozudo policía era coriáceo. Hacía gala de ello. Coriáceo y tozudo. Racagnal sintió un escalofrío al oír que el policía le preguntaba qué había hecho el martes. Pensó a toda velocidad y revisó la película del día. No, no era eso lo que interesaba al policía. Brattsen había sido incluso lo bastante indulgente como para aclarárselo de inmediato al evocar el asesinato del ganadero de renos. Racagnal se quedó entonces de piedra, pero sintió un alivio inmenso. El policía no sospechaba nada. Luego pudo responder con mayor distanciamiento y retomó el tono cínico que adoptaba ante todo el mundo. Sin embargo, el policía insistió. No le bastó con que tuviera una coartada a prueba de bombas para aquel famoso martes. Aún le hizo un montón de preguntas sobre su trabajo en las prospecciones.

Su ausencia de Kautokeino el martes, el día en que se había cometido el asesinato del ganadero sami, tenía una explicación muy simple. Se había visto obligado a ir y volver a Alta, a una hora y media de allí, en la costa situada más al norte, y su coche se había quedado bloqueado en el taller porque el encargado lo había cerrado para ir a una manifestación del Partido del Progreso. La primera manifestación que se celebraba allí desde hacía un cuarto de siglo, ¡y tenía que pillarle a él! Una manifestación «a la que no se puede faltar», había afirmado el encargado, que se había llevado con él a sus dos mecánicos. ¡Vaya un gilipollas el encargado! Y se lo había explicado todo: que esa manifestación era una reacción de los noruegos, que estaban hartos de los lapones que daban el coñazo con su maldito tambor, que ese tambor robado en Kautokeino los ponía a cien, que pretendían tener derechos, pero que ellos, los noruegos, tenían igualmente derechos, ¿no era cierto?, y que si se les daban derechos a los lapones, pronto habría que dárselos también a los somalís. «Dígame la verdad, ¿eh? A que eso no es posible, ¿eh?».

Menudo garrulo, pensó Racagnal. No le importaban los lapones ni los noruegos ni los somalís ni su tambor. No le importaba nadie. Quería su todoterreno. Pero lo peor era que el encargado parecía estar seguro de que a un francés le gustaría ver que los noruegos también podían manifestarse. Garrulo. Racagnal fue a comprar material y dijo que regresaría a recogerlo más tarde, y se pasó el resto del día en los pubs de Alta. Sin embargo, la ronda acabó pronto. Comenzó en el bar del hotel Nordlys; luego se dejó caer, aconsejado por el taxista, en el pub Han Steike, en el centro. El bar se volvió interesante, sobre todo a media tarde, cuando se llenó de colegialas que salían de la escuela. Las jóvenes noruegas se reían mucho. Racagnal no podía dejar de mirarlas de los pies a la cabeza. Tenía que andarse con cuidado. Una de ellas, con el cabello corto y un flequillo que le llegaba a los ojos, atrajo su atención más que las otras. No era más guapa, pero no pudo evitar pensar que aquella, con su flequillo a ras de los ojos, lo que la obligaba a alzar el mentón para poder ver, tenía pinta de guarra. Sí, de guarrilla. Por lo general, le atraían las chiquillas de cabello rizado. Aunque esa rubita del flequillo lo había excitado. Racagnal echó un vistazo en derredor. Había una decena de clientes sentados a las mesas, la mayoría tomando un café, más tres obreros vestidos con mono fluorescente que debían de haber acabado su jornada con una cerveza en la barra. El grupo de colegialas se reía a gusto. La del flequillo sacó un cuaderno. Varias de ellas hacían los deberes en el bar. Allí era demasiado peligroso, se dijo el francés. Racagnal se concentró en su copa y en su misión. De nada sirvió. El rostro infantil se impuso, a su pesar. Una guarrilla de piel suave. Racagnal cerró los ojos. Para calmarse, recordó su última estancia en el Congo. El Congo… Las chavalitas del Kivu. No había más que agacharse. Ni siquiera había que agacharse, te las traían. Allí sería más complicado.

De eso ya hacía dos días. La policía le dejó en paz y él pudo consagrarse a los preparativos de su misión. Se había instalado en Villmarkssenter, que durante mucho tiempo fue el único hotel de Kautokeino. Era un lugar sencillo, con un dueño de buena voluntad cuya esposa, danesa, hablaba a voz en grito, fumaba y bebía, pero únicamente en la terraza para no molestar a los clientes. Ya había estado allí hacía mucho tiempo. En los últimos años, habían aparecido tres nuevos hoteles tras la construcción de un pequeño aeródromo. El brusco desarrollo del pueblo era una consecuencia del creciente interés de las compañías mineras por la región. En principio, alrededor de Kautokeino, en el interior del Finnmark, la prospección minera solo estaba autorizada en verano, en la época en que los renos se hallaban a varios centenares de kilómetros al norte, dispersos por los pastos localizados a lo largo de la costa. En invierno, después de la trashumancia de otoño, los renos se concentraban de nuevo en la región situada entre Kautokeino y Karasjok, donde se alimentaban de liquen. Los samis no permitían ninguna actividad que pudiera perturbar a sus animales o que pudiera hacer que estos huyeran a las tierras de sus vecinos. Se daban raras excepciones cuando se trataba de actividades limitadas y no intrusivas. Por ello, André Racagnal había cumplimentado una solicitud en la que explicaba que iba a hacer el reconocimiento a pie en la mayoría de los casos y, como algo extraordinario, en motonieve en un perímetro delimitado, respetando una pista balizada. Había sido más sencillo en Kivu, pero Racagnal sabía que si quería trabajar allí tenía que respetar esas reglas. Mientras dichas reglas no lo frenaran de manera desmesurada, en todo caso.

Klemet Nango aprovechó la llamada telefónica para volver a su sitio. Se sentó frente al ordenador y prosiguió la lectura de los informes de los robos de renos. Sin embargo, la visión de los labios de Nina delante del teléfono, y de su jersey bellamente deformado reavivó su ensoñación. Veinticinco años más tarde, sentía la misma amargura. Cuántas ocasiones perdidas… Y, no obstante, en su juventud, Klemet había frecuentado las mismas fiestas que sus congéneres, organizadas en los mismos graneros o en los mismos claros del bosque. Cuántas veces aguardó a la salida de los graneros, al final de las pistas forestales, apoyado con chulería en su Volvo P1800 rojo descapotable. Había instalado un magnetófono sobre el salpicadero y escuchaba Pretty Woman. Pero la chica nunca accedía a sus deseos. Fue en esa época cuando lo apodaron el Gordo. Y, sin embargo, hacía cuanto estaba en su mano. El cristal de su Volvo no se bajaba completamente y eso comportaba que su codo siempre estuviera en una posición imposible cuando trataba de parecer relajado. Soñaba con ser mecánico. Adoraba los coches y la mecánica. El ronroneo del motor era una maravilla, casi tan bello como los yoiks del tío Nils Ante. Para la fiesta de San Juan, cuando se plantaban los mástiles, fisgoneaba con el codo elevado al volante de su P1800. Pero las chicas como Nina nunca eran para él. Klemet no bebía, miraba cómo los demás se divertían, apoyado en el capó de su Volvo. No se lamentaba, pues las muchachas estaban contentas al encontrárselo al final de la noche, cuando sus caballeros estaban borrachos como cubas. El Gordo era entonces el amigo fiel con el que se podía contar, el único que permanecía sobrio. A veces pillaba un beso, jamás algo definitivo o atrevido, pero las chicas le dejaban hacer de buena gana, a sabiendas de que no iría más allá o que, por lo menos, si le decían alto, sabría detenerse. La verdad era que infundía seguridad. Y a pesar de que a menudo se sentía frustrado, estimaba que tenía lo que quería. Durante varios días, esos besos fugaces bastaban para inflamar su mente.

No obstante, desde que era policía había adquirido seguridad frente a las mujeres o, como mínimo, consideraba que su comportamiento mostraba seguridad. A otro le parecería, sin duda, que su actitud a menudo tosca ocultaba su torpeza.

Klemet recordaba como si fuera ayer el día que regresó a Kautokeino, tras años de ausencia, vestido con el uniforme de policía y no solo tan corpulento como siempre, sino además muy en forma. Lo miraron de otra manera. Eso le produjo una gran satisfacción. De las mujeres de la región pudo obtener más que besos en la comisura de los labios, sobre todo cuando partía en misión de varios días y visitaba las granjas. Desde entonces nadie se había atrevido a llamarle Gordo. Nadie, hasta la llegada de Brattsen, a quien un alma caritativa había puesto al corriente de ese apodo de antaño. Nadie más aparte de Brattsen se atrevía a utilizarlo, pero a veces sorprendía ciertas miradas cuando él lo provocaba, y eso lo hería. Klemet salió de su ensimismamiento cuando Nina colgó tras hablar un rato en francés.

—Era Paul. El lapón que su padre conoció trabajaba como guía para la expedición francesa. Paul vio el tambor muchas veces en el despacho de su padre; recuerda que tenía una cruz en el centro y que una línea lo dividía en dos. No se acuerda de los símbolos que presentaba, aparte de los renos.

—En resumidas cuentas, nada del otro mundo —refunfuñó Klemet—. La mayoría de los tambores samis tienen una cruz en el centro. Por lo general, simboliza el sol. Y la línea que lo divide en dos también es muy común. Separa el mundo de los vivos del mundo de los muertos. Vamos, eso creo. Es lo que decía el tío Nils Ante, si recuerdo bien. Lo mismo respecto a los renos; eso no nos permitirá avanzar mucho.

Klemet se rascó la cabeza. Ese tipo de caso era excepcional para la policía de los renos. Un robo de tambor, un asesinato. Casi sin pistas, aparte de las tensas relaciones entre los ganaderos. Pero así era siempre. ¿A quién beneficiaba la muerte de Mattis? No lo veía claro. La oficina de gestión mataría a sus renos, que, de todas formas, no se hallaban en buenas condiciones. ¿Quién se quedaría con su zona? ¿Podía ser eso una pista? Tendría que verlo con la oficina. Pero Klemet creía que no. El reparto de tierras también estaba muy controlado y respondía a una estricta lógica administrativa.

—Paul me ha dicho que su padre guardaba en un baúl viejos documentos de esa expedición.

Klemet seguía reflexionando. De repente cogió el teléfono y llamó al Sheriff. Tor Jensen descolgó de inmediato. Era tarde.

—Tor, hay que enviar a Nina a Francia para que investigue lo del tambor o de lo contrario no avanzaremos.

Nina miró a su compañero con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Klemet ni siquiera se había tomado la molestia de pedirle su opinión. No podía oír lo que decía el Sheriff, pero a buen seguro que no sería una decisión fácil para una comisaría pequeña como la suya.

Cuando Klemet colgó, ella no tuvo tiempo ni de protestar.

—El Sheriff está de acuerdo. Al parecer, los de Oslo le están dando tanto la lata que cree que no tendrá problemas para reclamar medios suplementarios. Me parece una buena idea, ¿verdad?

—¡Habrías podido preguntármelo!

—¿Por qué?, ¿acaso tienes una idea mejor? Tienes que ir a echar un vistazo a esos papeles. De momento no tenemos ningún indicio en esta historia. Y la excitación va creciendo. El Sheriff me ha dicho que hay una manifestación del Partido del Progreso en Alta. Una manifestación contra otra manifestación.

—¡No me trates como a una niña!

Estaba furiosa. Klemet callaba, meditabundo. «Esto es por todas las noches que de joven te esperé a la salida de los bailes mientras tú besabas a todos los demás», pensó él de forma extraña. El hecho de que Nina apenas hubiera nacido en esa época ni se le pasó por la cabeza.

—Si tienes una idea mejor, dila.

Él había adoptado un aire enfurruñado.

—No estoy hablando de tu idea. Pero no me dirás que no es extraño la manera como me vuelvo invisible con tus amigos ganaderos o contigo.

—Los ganaderos no son amigos míos.

—¿Ah, no? En todo caso, parecéis entenderos muy bien. En el próximo interrogatorio, pregúntales simplemente si quieren que les prepare un café. Hay un curso especial para las alumnas investigadoras en la escuela de policía de Oslo, ¿no lo sabías? Se llama «cómo ayudar a tu compañero macho a resolver los casos demasiado difíciles para ti». Se aprende a preparar un café, a sonreír, a dar ánimos. A hacerse la tonta en los interrogatorios para que brillen las preguntas del colega… ¿Ves?

Klemet seguía molesto. Sentía que quería responder, pero ignoraba qué decir. Y lo que más le indignaba era que se le ocurriría cuando ya fuera demasiado tarde y no tuviera sentido contestar. Esa muchacha le fastidiaba. Era una mocosa. Tenía treinta años más que ella y se había pateado todas las comisarías de la región, sin contar Estocolmo. Y encima se hacía la lista. Y de tanto hablar de café, le habían entrado ganas de tomarse uno. Será guarra, la mocosa, pensó de nuevo.

Se puso en pie. La cólera de Nina pareció apaciguarse. Advirtió con satisfacción que no se había opuesto a su idea. Le ofreció un café, que ella aceptó, señal de que el incidente se daba por concluido.

Nina tomó la palabra.

—¿Piensas que pueden haber dado el golpe unos sami independentistas?

—O el Partido del Progreso. Todos tienen algo que ganar si con esta historia se provoca agitación. Dentro de menos de un año habrá elecciones municipales y legislativas.

—¿Y lo de Mattis? ¿Sería por los casos de robos de renos?

—El caso más importante en el que estuvo implicado ocurrió hará unos diez años. Fue también por entonces cuando le dispararon a Johan Henrik. Hubo varios inviernos seguidos muy malos, con unos otoños igualmente malos; un poco como este año. Nieva, se derrite la nieve y luego llega el frío y se forma una capa de hielo. Nieva otra vez y dale de nuevo, otra capa de hielo. Si esto sucede dos o tres veces, los renos ya no logran romper el hielo para alcanzar el liquen. Y se organiza un buen jaleo. Todo el mundo se pone nervioso. Pueden morir de hambre cientos de renos, miles incluso. Una familia que vivía en un distrito muy afectado llegó a perder miles de renos así, pero consiguió reunir de nuevo una manada con el robo de cientos de ejemplares de sus vecinos. Mattis estuvo implicado en ello. No fue el que organizó el golpe, pero lo acusaron de complicidad. Fue condenado a unos meses de cárcel.

—Pero ¿cómo se las arreglaban para robar los animales, si tenían las marcas de las orejas?

—Cortaban las orejas.

—¿Las cortaban?

—Sí, cortaban la parte donde estaba la marca y tallaban su propia marca.

—¡Dios mío!

—Resultado: centenares de renos con unas orejas muy pequeñas. A veces, las cortaron tanto que se produjeron infecciones. Al final, todos los renos identificados fueron abatidos. Desde ese caso, incluso el tamaño de las orejas de los animales está reglamentado, ¡no pueden ser demasiado pequeñas!

Nina estaba anonadada. Le costaba creer que algunos sami pudieran dedicarse a esos turbios manejos. Como la mayoría de los nórdicos, lo desconocía todo acerca de su modo de vida. O, más bien, solo tenía de ello una imagen estereotipada. Y lo uno y lo otro venía a ser lo mismo, finalmente.

—¿Y los otros asuntos en los que estuvo implicado Mattis?

—Minucias. Creo que es perder el tiempo. Mattis era un pobre tipo. Y a mi parecer, la mayoría de la gente de por aquí lo veía así, como a un pobre desgraciado y no como una amenaza.

—Y en Laponia, ¿les cortan las orejas a los desgraciados?

Klemet permaneció en silencio. Nina no iba mal encaminada. Algo no cuadraba. Tampoco se mataba a alguien por un robo de renos, y sobre todo Mattis no era de los sujetos más peligrosos en ese terreno.

—¿Vivía solo Mattis?

—Que yo sepa, sí. Quizás Aslak nos lo podrá aclarar. Yo no le conocía ninguna relación. Ya has visto su gumpi, olía a viejo solterón.

—Por qué lo dices, ¿acaso se admiten mujeres en los gumpis?

—No, no quería decir eso. Los gumpis son un territorio reservado. O bien, cuando se acoge en ellos a una mujer, en contadas ocasiones es la esposa del ganadero… Pero los pastores siempre tratan de mantener cierto orden. Él se había abandonado en ese aspecto.

—Me hizo sentir incómoda cuando le conocí. Me miraba fijamente los senos.

—¿Ah, sí? ¿Eso hizo?

Klemet se esforzó por mirarla a los ojos.

—Y su mirada viciosa…

Klemet se interesó súbitamente por las puntas de sus dedos.

—Bah, le das demasiada importancia —dijo por último—. A un hombre solo en plena tundra que ve aparecer a una chica como tú forzosamente se le remueven las meninges; eso es todo, es muy natural.

—No, no es natural.

Ahora era Nina quien adoptaba un aire enfurruñado, por lo que Klemet sintió que era mejor no insistir. Ya no sabía dónde mirar. Por fortuna, ella prosiguió su razonamiento.

—¿No tenía familia?

—Su madre murió hace tiempo. Su padre falleció más recientemente. Si tiene hermanos o hermanas, no viven por aquí.

—Digamos, pues, que era un hombre solo. Un hombre solo, un pobre tipo, sin blanca, alcohólico y al que le han cortado las orejas por alguna razón antes de acuchillarlo. Y todo eso apenas veinticuatro horas después del robo del tambor. ¿No te parece extraño?

—¡Por Satanás! ¿Pero quién ha dicho que sea normal? —se indignó Klemet—. De momento, no tenemos ninguna pista, ni el arma del crimen ni huellas ni siquiera el móvil.

—¿Y el tambor?

—¿Qué pasa con el tambor?

—No lo sé. Busco qué relación puede guardar con el caso. Al fin y al cabo, Mattis fabricaba tambores. O, en todo caso, Johan Henrik nos ha dicho que estaba obsesionado con los tambores.

—Es cierto. También yo he estado dándole vueltas, pero ¿cuál podría ser esta relación? No sabemos nada acerca de ese tambor. Era un viejo instrumento. Era…

Klemet cerró con brusquedad la tapa del ordenador portátil y apoyó las manos sobre él. Nina aguardaba. Ella debía de tener razón. El problema era que él no quería complicarse la vida. No había ingresado en la policía de los renos para eso. Había entrado allí, precisamente, porque estaba harto de las malas faenas, de los casos de un pueblecillo de la costa donde el alcohol causaba estragos, con la prostitución y el tráfico ilegal. Estaba hasta la coronilla de todo aquello, de tener que patrullar solo el sábado por la noche debido a las restricciones presupuestarias. La angustia durante cada salida. Aquello le costó, tras varios años de vivir así, una buena depresión, y conocía a muchos colegas de su generación que también se habían hundido en el pozo. ¿Qué iba a comprender ella? No tenía ningunas ganas de extenderse acerca de esa depresión que lo había inmovilizado durante meses. Los nervios le habían fallado. No había nada especial que decir. Sí, la policía de los renos suponía la tranquilidad, el aire libre, ¡y sobre todo le permitía mantenerse apartado de las malas faenas!

Suspiró. Se disponía a hablar, pero se contuvo. Sin embargo, no podía seguir andándose por las ramas. Con las nuevas directivas de la policía, se promocionaría a las mujeres para obtener unas cuotas satisfactorias. Cuarenta por ciento de mujeres, por lo menos, en los puestos de dirección. A la vista de la ausencia de mujeres policías en el Gran Norte, Nina ascendería rápidamente si no cometía ningún error en la policía de los renos.

—Tal vez tengas razón —acabó por decir Klemet.