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Jueves, 13 de enero

20.00 horas. Laponia central

Hacía rato que había desaparecido la más mínima claridad cuando Klemet y Nina llegaron al gumpi de la policía de los renos. Aquella cabaña era un poco más acogedora que los gumpis de los ganaderos. La policía disponía de otros gumpis repartidos por Laponia, y algunos eran verdaderos pequeños chalets de montaña. Ese era muy sobrio, constató Nina. Estaba constituido de dos estancias, una de las cuales se utilizaba como cocina. Observó que Klemet tomaba posesión de la misma con autoridad. Habían vaciado las motonieves de cajas y sacos y lo habían apilado todo en la entrada. Nina tenía poca experiencia en la brigada, pero la suficiente como para saber que la llegada a un refugio seguía un preciso ritual. Se empezaba por calentar el gumpi y preparar la comida.

Salió de nuevo a buscar la leña seca que se guardaba bajo un abrigo. Era una regla de allí. Al partir en misión a la tundra, había que llevarse la propia leña para estar seguros de que en el gumpi siempre hubiera provisiones. Era una cuestión de vida o muerte para uno mismo y para los demás, en caso de que una patrulla se viera obligada a detenerse con urgencia. Nina se había acostumbrado rápidamente a esas reglas indispensables en un entorno tan hostil. Aunque fuera originaria del sur marítimo, se había criado en un pueblo situado al fondo de un fiordo donde el aislamiento, a fin de cuentas, no era muy diferente, se decía para sí. Para hacer leña pequeña, arrancó corteza de abedul. Las llamas se alzaron rápidamente. Llenó de nieve una gran cacerola y la colocó sobre la estufa.

En la parte de vivienda del gumpi, había dos literas, una frente a otra, separadas por una mesa larga. Nina recogió una de las camas superiores contra la pared y echó su mochila sobre la otra. Encendió dos velas sobre la mesa.

Ahora se sentía bien, y por primera vez desde que patrullaban juntos, le pareció que Klemet se mostraba más accesible. Su compañero era muy reservado, en absoluto hablador. Lo lamentaba, pues en Kiruna le habían dicho que era el miembro de la policía de los renos más experimentado. Era además el único sami entre todos los policías. Él se había quejado de ello, y ella podía comprenderlo, pues el conocimiento de la lengua era una baza importante entre aquellos pastores que, por lo general, utilizaban su lengua propia para todo cuanto tuviera que ver con los renos. Le observó trabajar en la cocina; parecía relajado. Decidió aprovecharlo.

—Klemet —dijo con prudencia—, ¿de dónde viene ese apodo de Gordo? Porque no tienes ningún problema de sobrepeso. Quiero decir, a tu edad.

Nina se mordió el labio, maldiciéndose por haber metido la pata. Lo gratificó con su sonrisa más calurosa para compensar su falta de tacto. Klemet dejó de remover el plato. Se volvió hacia Nina, que se esforzaba por mantener la sonrisa para mostrar que su pregunta no era maliciosa. Klemet removió de nuevo el plato y permaneció en silencio mirándola. Acabó aliviando su azoramiento.

—Tranquila, Nina… Me da igual. De joven, sin duda, merecía ese apodo. Hoy en día, solo me molesta cuando lo utiliza un tipo como Brattsen, porque sé que lo hace para herirme.

Nina sonrió, pero prefirió cambiar de tema.

—¿Por qué Johan Henrik ha llamado a Olaf el Español? —preguntó después de sentarse.

Klemet se echó a reír.

—¿No te has dado cuenta?

—¿De qué? ¿De que es moreno y de ojos oscuros?

—No, no es eso. Todos los lapones son morenos y de ojos oscuros. ¿Nada más?

Nina no caía en ello.

—La gente le llama el Español por sus andares. Dicen que tiene el culo altivo, como los toreros que salen en la tele. Por eso le llaman el Español.

—¿El culo altivo?

Nina sonrió al recordar al manifestante, que le había dirigido una sonrisa tan seductora. Se sentía un poco perdida en aquel mundo tan alejado de sus puntos de referencia, donde toda la gente parecía conocerse desde hacía mucho tiempo. Al salir de la escuela de policía de Oslo, unos meses atrás, no había tenido elección. Era el destino de los becarios como ella. El Estado lo pagaba todo, pero había que aceptar sin rechistar el primer destino. Y los pueblos del norte polar no estaban muy solicitados, francamente. Así que había aterrizado allí. Nina nunca había puesto los pies en esa zona antes. Como tantos nórdicos del sur, lo ignoraba todo acerca de aquellas tierras despobladas y semidesérticas del norte.

—¿Y su condena?

—Olaf es sueco. En esta región, los pasaportes y las fronteras no tienen demasiada importancia, excepto en el caso de Rusia. La gente va de un lado a otro. Aquí todos tenemos mezcla de sangres. La mayoría de nosotros, en todo caso. También yo soy sueco, por mi madre. Olaf acostumbra a vivir en Kiruna, es diputado del Parlamento sami sueco, pero sus renos tienen pastos a uno y otro lado de la frontera, como los de muchos ganaderos; además, entre Kautokeino y Kiruna, hay un trozo que pertenece a Finlandia. Olaf fue sospechoso de haber volado unas instalaciones mineras, creo que en 1995. Estuvo detenido, pero nunca pudo probarse su implicación, y el encarcelamiento de un militante lapón provocó un gran escándalo en aquella época. Lo soltaron al cabo de una semana y, por supuesto, él lo aprovechó a su favor. Eso le ayudó a salir elegido. Desde entonces ha hecho pasar las de Caín a todo el mundo.

—¿Y esas historias del IRA?

—En la época de las manifestaciones contra el proyecto de embalse en Alta, a finales de los años setenta, corrían por aquí unos tipos del IRA. En un barco inspeccionado en un pequeño puerto cercano a la frontera rusa se hallaron a bordo armas y explosivos. Detuvieron a dos tipos. Pero la historia fue silenciada. Más tarde se supo que los dos tipos eran miembros del IRA y que su contacto era Olaf. El IRA había ofrecido su ayuda para hacer estallar el embalse, ni más ni menos. Pero, como te he dicho, el caso fue silenciado y a Olaf lo dejaron en paz.

—¿Qué es esa historia del embalse?

—Oh, entonces yo era un joven policía. Se pretendía construir un embalse entre aquí y Alta para producir electricidad. Pero eso significaba que había que inundar un valle utilizado por los samis para sus renos. Hubo manifestaciones y los ecologistas se metieron. A ellos les daban igual los samis; eran de Oslo y querían proteger la naturaleza. Pero, bueno, al final toda esa gente se reunió tras las barricadas.

—¿Y tú?

—¿Yo? Ya te lo he dicho, era policía. Fue justo antes de marcharme a Estocolmo. Y hacía mi trabajo de policía.

—Pero, al fin y al cabo, era injusto, ¿verdad?

Klemet la miró. Por más que supiera que allí los funcionarios tenían derecho a expresar su opinión, siempre vacilaba. Sentía, sin embargo, que su colega era sincera.

—Te diré que entendía a los manifestantes. Era un atentado contra su manera de vivir y contra la naturaleza. Sí, habría podido estar al otro lado, pero era policía.

El calor comenzaba a desprenderse del gran horno de leña. Klemet había empezado a asar las patatas y la carne. Nina notaba sus mejillas coloradas sin verlas siquiera, pues parecían desprender un intenso calor tras haber estado expuestas al frío a lo largo de prácticamente todo el día. Recordaba las advertencias de Berit, pero no se sentía inquieta en presencia de su colega.

—¿Conoces bien a todos los ganaderos? —preguntó.

—Conozco a muchos de ellos, sí —dijo tras unos cuantos segundos—. Es normal, pues llevo diez años en la policía de los renos.

—No, me refiero si los conoces personalmente, si, por ejemplo, ya los conocías antes de ser policía.

Klemet removía los trozos de carne. Se tomaba su tiempo.

—A algunos.

Cuando las preguntas se volvían un poco más íntimas, había que arrancarle cada respuesta.

—¿A Aslak y a Mattis?

—Sí, un poco, no demasiado. Hacía tiempo que no nos veíamos. Sobre todo con Aslak.

—¿Fuisteis amigos?

—No, amigos no.

—¿Tú también has sido pastor de renos?

Él dejó unos instantes de remover.

—No. En mi familia no éramos ganaderos. Éramos pobres.

Nina reflexionó un instante.

—Mattis era ganadero y no me dio la impresión de que fuera rico.

—Pero en casa no éramos alcohólicos. Si Mattis hubiera tenido las ideas más claras, quizás habría dejado la ganadería de renos hace ya tiempo, como mi abuelo la abandonó en su momento al no poder dar de comer a su familia. Mattis era como todos esos lapones convencidos de que no son nada si no son ganaderos de renos.

Nina guardó silencio. Consideraba a Klemet injusto con los ganaderos. Se dijo que tal vez tuviera algo de celos.

—Vamos a comer. Y luego llamaremos a comisaría.

Nina comprendió que la conversación había acabado.

—En mi pueblo no había alcohólicos —dijo Nina—. En el fiordo, todo el mundo vigilaba a los otros. Mi madre era muy practicante, evangelista. Y en el pueblo los evangelistas eran muy numerosos. A veces, cuando llegaba un barco, había pescadores que bebían y eso siempre causaba problemas. Esas noches, mi madre no estaba nunca tranquila. Recuerdo que permanecía en vela, con sus amigas, hasta que los buques se marchaban de nuevo.

—El alcohol siempre causa problemas —dijo Klemet depositando los platos sobre la mesa.

Comieron en silencio.

Una vez recogida la cocina, Klemet desplegó un mapa sobre la mesa y colocó encima las velas. Llamó a varios ganaderos y luego al Sheriff, para lo que puso en marcha el altavoz. Klemet le hizo un rápido resumen del encuentro con Johan Henrik. No podrían ver a Aslak hasta el día siguiente, como muy pronto.

—Ahora que lo pienso, ¿tenéis alguna idea de qué sucedió con la motonieve de Mattis? ¿Por qué la quemaron? Y en ese caso, ¿por qué no incendiaron el gumpi?

—¿Para borrar las huellas? —sugirió Nina.

—En ese caso también habrían quemado el gumpi —la interrumpió Klemet.

En comisaría habían hallado el número de teléfono del coleccionista francés. No hablaba bien inglés, así que Nina tendría que echar mano de lo que recordaba de francés.

—Que le llame cuanto antes —insistió el Sheriff—. No hemos avanzado nada y los de Oslo ya me están dando la tabarra. Y ya han empezado a llegar los primeros periodistas. Aquí la gente se está poniendo nerviosa. Brattsen ha hablado con los dos pastores de Finnman. Estos han confirmado que pasaron el día con él en la tundra. Estuvieron juntos casi todo el rato por Govggecorru. Demasiado lejos para ir y volver del gumpi de Mattis a esa hora. No nos sirve de gran ayuda.

Nina oyó refunfuñar al Sheriff. Se lo imaginó comiendo el regaliz que siempre tenía en grandes cantidades sobre su mesa de despacho. Aún masticaba cuando retomó la palabra.

—Klemet, tienes que ver a Aslak mañana, lo más temprano posible. De los vecinos más próximos a Mattis, es el último que queda. Si no tiene coartada, habrá que detenerlo. Si no ha sido él, estaremos realmente con la mierda hasta el cuello.

—Detenerlo, detenerlo… Pídele eso a Brattsen, le hará mucha ilusión. Ya sabes que ese no es nuestro trabajo.

—Lo sé, pero si hay que hacerlo, lo harás, Klemet. ¿Qué has averiguado acerca de los casos de robo de los últimos dos años?

—Aún no hemos tenido tiempo de estudiarlos. De todas formas, habrá que buscar entre los casos de los últimos diez o veinte años. Los robos de renos provocan unas venganzas terribles. Esta noche trabajaremos en ello con Nina. ¿Se sabe algo de los análisis de las pistas del gumpi?

El Sheriff mascaba de nuevo el regaliz.

—Hay decenas de huellas, por supuesto, entre las que se cuentan las tuyas y las de Nina. De momento se estima que la hora de la muerte fue hacia las dos del mediodía. Tenemos la certeza de que la motonieve carbonizada es la de Mattis. Han tratado de obtener huellas de motonieve bajo la nieve en polvo, hasta ahora sin éxito. Y, para tu información, Olaf y sus viejos lapones siguen en el cruce. Han instalado un campamento con dos gumpis y también han plantado tiendas. Pasarán allí la noche. Es un verdadero circo, pero el pastor se ha tranquilizado.

Klemet colgó el teléfono. A continuación, salió afuera a llenar el grupo electrógeno de diésel y lo puso en marcha. Desde el interior, apenas se oía nada. Nina había instalado su ordenador portátil y ajustado la conexión por satélite. El gumpi había dejado de ser una cocina y un comedor y se había convertido en una base de operaciones. Klemet puso su teléfono a cargar al lado del de Nina, sacó también su ordenador portátil y se conectó al servidor intranet de la policía. Introdujo su contraseña, tecleó unas palabras y, acto seguido, apareció una larga lista de casos de robo de renos. Nina, sentada a su lado, secundaba sus pasos y le miraba dubitativa.

—Doscientas treinta y cinco entradas en dos años. Es mucho, ¿no? ¿Tan gordo es el problema?

Klemet permaneció un instante en silencio, frotándose la barbilla, mientras observaba los encabezamientos de los primeros casos.

—Sin contar con los robos que nunca llegamos a conocer. En mi opinión, puedes multiplicarlos por cinco tranquilamente. Eso siempre ha sido un problema aquí. Al fin y al cabo, justo por eso se creó la policía de los renos después de la segunda guerra mundial. Los ganaderos estaban hartos de que los noruegos les robaran renos. Como sabes, la gente no tenía qué comer después de que los alemanes lo hubieran quemado todo en la región durante su retirada.

—¿Y en la actualidad?

—Sigue habiendo robos por parte de los noruegos, sobre todo hacia el otoño, cuando los renos se han estado cebando de hierba durante todo el verano. En otoño, por septiembre, antes de la trashumancia hacia los pastos de invierno, cuando la carne es más tierna. Continúa habiendo noruegos de la costa capaces de cargarse a un reno junto a la carretera para llenar el congelador. Pero no estamos hablando de esos robos. Los noruegos no vienen a la tundra en pleno invierno. Son tierras de los samis.

—Es extraño; me cuesta ver a los samis como ladrones de renos. No me imaginaba que hubiera conflictos entre ellos. Pensaba que se echaban una mano unos a otros.

Klemet hizo una mueca. Nina continuó:

—Si te he entendido bien, hay centenares de sospechosos entre los ganaderos de renos, pues las venganzas pueden remontarse a décadas atrás…

—En teoría, sí. Y no solo hay venganzas. Si dos manadas se mezclan, un pastor puede decidir matar a los renos extraños que encuentre en su manada. Así se ahorra matar a los suyos. Un reno se identifica por las marcas en las dos orejas. Si haces desaparecer las dos orejas, no hay identificación posible y, por lo tanto, no hay denuncia posible y tampoco investigación. A menudo sucede así, aunque a la gente no le guste hablar de ello. Y, además, no les parece que sea un gran drama coger unos cuantos renos de la manada vecina. En primavera, los ejemplares jóvenes que han perdido a su madre corren la misma suerte. Una cría sin marcas hallada en mitad del bosque pertenece al bosque, es decir, a quien la encuentra. En muchos casos, los ganaderos no consideran eso como un robo o, en todo caso, no de la misma manera que nosotros.

—¿Estaba Mattis implicado en casos así?

—Mattis y todos los demás. Aunque hay varios grados. Hay quienes roban uno o dos renos, hay quienes roban una docena y luego están los que doblan su manada en unos años. Los Finnman, por ejemplo, tienen esa reputación. Algo que nunca se ha podido probar. Pero esa es la reputación que tienen en la región. Empezaré por seleccionar unos cuantos casos, y tú podrías llamar a Francia ahora que aún no es muy tarde.

Nina había pasado nueve meses en Francia como au pair. Había sido el año anterior a su ingreso en la policía. De hecho, decidió entrar en la policía tras lo ocurrido en Francia. No había hablado de ello con nadie, con una única excepción: el comisario de policía con el que hizo el examen oral de ingreso en la escuela y que después la apoyó guardando el secreto. Aún albergaba un sentimiento de vergüenza acerca del incidente, pues tenía una idea muy clara de lo que estaba bien y lo que estaba mal, según lo que le quedaba de la rigurosa educación que había recibido de su madre. Sabía que lo sucedido en Francia estaba mal, y, sin embargo, se había visto arrastrada por aquella pendiente sin poder resistirse. Contra su voluntad. Después de perder su propio control. El simple recuerdo de esa pérdida de control le era doloroso. Un sentimiento de asco hacia aquel hombre y hacia ella misma. ¿Por qué no había reunido las fuerzas para persuadir a aquel hombre? ¿Por qué no la escuchó?

Miró el número de teléfono. Un número parisino. Fue en París donde aquello ocurrió. Tras ajustarse los auriculares, marcó el número. Una voz masculina le respondió rápidamente. En cuanto abrió la boca, se sorprendió al constatar hasta qué punto su francés aún era fluido.

—Buenos días, me llamo Nina Nansen.

—Buenos días, señorita —le respondió una voz educada y distinguida. Y más bien joven.

—Le llamo con relación a un tambor sami que ha donado al museo de Kautokeino.

—Sé a qué tambor se refiere, pero me imagino que querrá hablar con mi padre, pues es él quien hizo la donación. Soy Paul, su hijo.

—Ah, sí, por favor.

—El problema es que mi padre no está en condiciones de ponerse al teléfono. Está en cama y le cuesta hablar. Se siente muy débil. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Soy de la policía noruega y llamo porque alguien robó el tambor en la noche del domingo al lunes en Kautokeino, en el museo de Juhl.

—Ah, sí, lo sé, sus colegas han telefoneado hoy y me han dado a entender que llamaría alguien que hablara francés. Qué historia tan extraña. ¿Lo han encontrado?

—No, señor, por eso querría hacerle algunas preguntas a su padre.

—Si puedo ayudarla, lo haré con mucho gusto. De lo contrario, le transmitiré a él sus preguntas.

—La verdad es que el museo aún no había abierto la caja que contenía el tambor. Por ello, no tenemos ni idea de cómo es. Quisiéramos saber qué tenía de especial, a quién podría interesarle.

—¿Puedo volver a llamarla a este número dentro de unos minutos? Voy a preguntárselo a mi padre.

Tras colgar, Nina se volvió hacia la pantalla de Klemet. Su compañero revisaba las denuncias de robo. Según los archivos de la policía, el nombre de Mattis aparecía en tres casos a lo largo de los últimos dos años. Por curiosidad, Klemet hizo una búsqueda en todas las bases de datos en las que estaban digitalizados los casos desde 1995. Había doce incidencias. De las doce denuncias, nueve habían sido archivadas por falta de pruebas. Una proporción clásica en ese tipo de casos. Generalmente, asuntos menores. La mayoría se producía entre los vecinos más próximos, bien fueran los Finnman, cosa harto divertida cuando se conocía su sulfurada reputación, o bien Johan Henrik, un caso algo más serio. No había ninguna denuncia de Aslak. Sin conocerle aún, Nina no se sorprendió. Aquello parecía corresponderse con la imagen que empezaba a hacerse de aquel hombre acerca del cual circulaban tantos rumores.

Poco más tarde, el teléfono de Nina sonó. Paul, el hijo del coleccionista, había podido plantearle unas preguntas a su padre. Al parecer, un sami le entregó el tambor en mano antes de la segunda guerra mundial, cuando el anciano se hallaba en Laponia.

—Mi padre participó en aquella época en varias expediciones a Groenlandia y Laponia con Paul-Émile Victor. Por ese motivo me llamo Paul. Mi padre le ha profesado toda su vida una admiración sin límites. Ahora se siente muy débil, pero, por lo que he entendido, prometió devolver el tambor a Laponia una vez que llegara el momento. No ha sido más preciso. Yo lo envié al museo. Según mi padre, había algún problema con ese tambor, mas, como le he dicho, mi padre está muy flojo. No he entendido qué tipo de problema. Tendré que volver a llamarla para contarle más. Por ahora, esto es cuanto sé.

—¿Podrá preguntarle quién era ese lapón y qué había en el tambor?

Tras estas palabras, Nina colgó el teléfono.

El nombre de aquel francés, Paul-Émile Victor, no le decía nada, pero además había que contar con ese viejo lapón y ese tambor problemático.

—¿Paul-Émile Victor? No, no me dice nada —dijo Klemet cuando le resumió la conversación.

Acto seguido, envió un mensaje por radio a Aslak para avisarle de su visita a la mañana siguiente. Aslak no tenía teléfono, ni fijo ni móvil. Solo disponía de una vieja radio de un stock de la OTAN. Klemet no sabía si el ganadero estaba a la escucha, y partía del principio de que no le respondería. Esto era para él una razón más para darse ánimos. No le gustaba tener que vérselas con Aslak. Se puso en pie para echar leña a la estufa. El gumpi estaba ahora bien caldeado. Por la ventanilla, solo podía verse una oscuridad compacta. Observó una vaga aurora boreal a la izquierda, verdosa, pero nada excepcional. Al día siguiente haría buen tiempo. Pensó en su tío Nils Ante. No sabía por qué, pero todas esas manifestaciones de la naturaleza siempre le recordaban a él. Su tío, que tan bien sabía describir esos fenómenos con palabras sencillas y maravillosas, mientras que él se sentía como un palurdo ante la naturaleza. Y, pensándolo bien, no solo se sentía torpe en presencia de la naturaleza. Apartó la aurora de sus reflexiones.

Nina preparó unos cafés instantáneos. Su larga cola de caballo flotaba sobre su grueso jersey, y su fresco rostro parecía concentrado en la labor. El jersey moldeaba groseramente sus senos. A Klemet le recordaba a aquellas chicarronas sanas y sencillas que le gustaban de joven, pero que eran inaccesibles. Nunca eran para él. Se sentía demasiado diferente, demasiado… patoso. Siempre acababa volviendo a lo mismo. Allí, en aquel gumpi, lejos de todo…

—¿Todo bien, Nina?

Ella se volvió hacia él y le dirigió una sonrisa resplandeciente.

—Sí, gracias. ¿Tres terrones de azúcar, como de costumbre?

—Sí, tres. ¿Te gusta esto?

—Mucho.

Acto seguido, sirvió el café en las tazas de plástico de colores.

—No sé por qué hay tan pocos candidatos para el norte en la escuela de policía. A mí me gusta.

—Mejor. Para nosotros es bueno contar con gente del sur. Sobre todo con mujeres. Aquí hay pocas.

Ella volvió a sonreírle, pero no dijo nada. Klemet se sintió idiota, lo que casi le puso de mal humor, pues le recordó cuando tenía veinte años. Nunca se le ocurría lo que tenía que decir o se le ocurría demasiado tarde, cuando otro ya se había llevado el botín. Se puso en pie.

—Sí, no hay muchas chicas guapas como tú por aquí. ¿Tienes intención de quedarte?

Se aproximó para coger su taza.

Nina no pareció reaccionar ante los esfuerzos de su compañero. Es humillante, se dijo Klemet. Ella siguió sonriéndole, mientras removía la leche en polvo de su café.

—Aquí estoy bien. Lo que descubro de los samis y de los noruegos me interesa. No tendría problema alguno en quedarme unos años. Hablaré de ello con mi novio —respondió con la misma sonrisa.

Dios mío, se dijo Klemet, qué gilipollas llego a ser. Lamentaba haber iniciado esa conversación, aunque Nina no aparentó darse cuenta de ello, cosa que aún era más humillante. Se acordó de un amigo que sabía atraer a las chicas con una mirada en el momento oportuno. Él no había sabido hacerlo nunca. El teléfono lo salvó. Era el de Nina.