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Jueves, 13 de enero

20.00 horas. Kautokeino

El cliente acodado en la barra no parecía advertir al hombrecillo que se agitaba a su lado desde hacía un buen rato. No era muy molesto. No hacía más que gesticular, sin mostrar la menor agresividad, aunque a veces adoptaba un aspecto exasperado. Sin embargo, de pronto se echaba a reír a carcajadas y se lanzaba sobre su cerveza para beber largos tragos y volvía a gesticular junto al cliente acodado en la barra. El pub de Kautokeino acogía aquella noche a la clientela habitual de una noche entre semana, es decir, a muy poca gente. El establecimiento se encontraba en la planta baja de una casa situada justo enfrente de un gran chalet construido recientemente por los disidentes fundamentalistas de la iglesia de Kautokeino. A algunos, esa promiscuidad les parecía extraña pero, al fin y al cabo, los ultrarreligiosos y los pecadores impenitentes a menudo se necesitan los unos a los otros. El pub disponía de una sala que albergaba una decena de mesas cuadradas y redondas, bastante dispares, cosa que no impedía que transmitieran cierta armonía. Lo mismo sucedía con las sillas, todas diferentes. El suelo estaba cubierto de linóleo rojo oscuro. En las paredes de gruesos troncos colgaba una curiosa mezcla de fotos enmarcadas de coches de los años cincuenta y sesenta, de Elvis y de otras glorias del rock, así como pinturas de motivos sami, de campamentos de ganaderos, manadas de renos o auroras boreales. Sobre la barra había astas de renos de todos los tamaños y formas. En el techo, unas bombillas rojas arrojaban una luz tamizada reflejada por la nieve fundida que relucía sobre el linóleo. Dos mesas estaban ocupadas. En una de ellas, tres hombres embutidos en monos muy gastados apuraban cervezas en silencio. Uno lucía sobre el pecho un lazo naranja y llevaba la cabeza cubierta con un gorro echado hacia atrás, del que salía un mechón pegado por el sudor. Por su vestimenta y sus rostros fatigados, se trataba de ganaderos que debían de volver de hacer guardia no muy lejos del pueblo. En la otra mesa, una mujer vestía el colorido traje lapón tradicional y el tocado local. El hombre de la barra observó que ella no bebía cerveza, solo café. Realmente parecía que se sentía fuera de lugar y miraba con frecuencia al hombrecillo gesticulante, como si lo vigilara. La joven camarera se dirigió a ella desde detrás de la barra.

—Berit, ¿quieres que te llene de nuevo la taza?

Berit meneó la cabeza e hizo un gesto de agradecimiento con la mano.

—Oye —prosiguió la camarera—, no quiero que tu hermano espante a los clientes. ¿No puedes contenerlo un poco?

El cliente dejó la copa sobre la barra.

—No me molesta —dijo.

—Ah, ¿entiende nuestra lengua? —se sorprendió la camarera—. ¿Y habla sueco? Por su acento, sin embargo, diría que no es sueco…

—No, soy francés, pero viví en Suecia hace años.

—Oh, francés…

La camarera le dedicó una hermosa sonrisa.

—¿Otra cerveza?

—Sí, gracias.

—Por aquí hay pocos extranjeros, y menos aún que hablen nuestra lengua.

—Es posible —dijo el hombre, que mientras se llevaba la copa a los labios, se tomó su tiempo para apreciar las rotundas formas de la camarera.

Esta se dio cuenta y le sonrió.

—¿Está aquí de vacaciones? —le preguntó.

—¡Lena! —gritó de repente uno de los ganaderos—. ¡Tráenos unas cervezas!

La camarera alzó un instante la vista al cielo y les llevó tres cervezas más a los ganaderos. El que la había llamado, el pastor del lazo, la miraba fijamente. Ella evitó su mirada, como si no se percatara de ello. La argucia no pasó inadvertida al francés. Pero a él no le importaba.

André Racagnal rondaba los sesenta años, pero sabía que aparentaba menos edad. Aún era corpulento. Tenía un rostro de rasgos marcados que testimoniaba una vida pasada al aire libre, y llevaba su cabello moreno peinado hacia atrás. Vestía como los aventureros en la tundra: pantalón de travesía con bolsillos en los muslos, chaqueta polar y fular alrededor del cuello. En la muñeca izquierda lucía una pulsera de plata con una inscripción en caracteres en negrilla y en la otra muñeca, un reloj con correa metálica.

Lena regresó detrás de la barra y recuperó su sonrisa para el francés.

—¿Así que de vacaciones? —repitió.

—No.

El francés bebía lentamente. Sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Lena.

—Dentro no se puede fumar, pero le puedo mostrar un lugar donde sí está permitido —dijo mirando al hombre fijamente.

Él entornó los ojos como si evaluara a la camarera, hizo un mohín con la boca para asentir y un movimiento del brazo a guisa de invitación.

—¡Lena!

El grito procedía de detrás. Era imperioso.

Lena volvió a alzar la vista al cielo. Al francés le exasperaba ese tic, pero la chica tenía unas formas que consideraba irresistibles. No se volvió y siguió bebiendo su cerveza.

A sus espaldas, oyó a uno de los ganaderos alzar la voz. Una voz fatigada, o más bien pastosa. Al tipo no parecían gustarle las monerías que Lena dedicaba a aquel «extranjero que parecía dárselas de superior». Escuchó, a continuación, a la camarera murmurar algo.

—¿Y qué más da si habla sueco? ¡Dios mío, como si eso me importara!

El francés se incorporó despacio, bebió de nuevo y apoyó las manos a uno y otro lado de la barra, cerrando los puños, de manera que fueran muy visibles, y se quedó inmóvil, dando la espalda a los ganaderos.

El hombrecillo que iba y venía de la barra a la mesa de Berit, y que había permanecido tranquilo un rato, volvió a agitarse. Se dirigió al francés haciendo muecas. Hablaba de manera entrecortada, rápida, incoherente.

—Venga, vamos, he dado una vuelta en coche; he regresado en coche. ¿Tienes coche? ¿Me llevas? El mío tiene cuatro ruedas, cuatro, y tengo cuatro dedos…

Al decir esto, le metió bajo la nariz la mano derecha, que, en efecto, solo tenía cuatro dedos, y la desplazó por encima de la barra mientras imitaba el ruido de un coche y trazaba curvas entre los vasos. Se carcajeó, se palmeó los muslos, se volvió hacia Berit alzando los brazos al cielo, aplaudió, rio ruidosamente, le dio una palmada en la espalda al francés, que ni se inmutó, y bebió de nuevo. Berit se puso en pie con tranquilidad, le tomó de la mano y lo llevó de nuevo a la mesa. El hombre volvió a calmarse y conservó una gran sonrisa en los labios.

—Lena, tres cervezas y unos snaps —gruñó el ganadero del lazo, cuya voz vaciló.

La camarera sirvió el pedido y regresó junto al francés.

—Venga, le enseñaré dónde puede fumar.

Ella cogió su abrigo largo de cuello forrado y le precedió; al pasar entre las mesas, evitó la mirada torva del ganadero, que apuraba su snaps de un trago.

El francés la siguió, con la copa en la mano. Al fondo del bar, un pequeño pasillo daba, un poco más lejos y a la derecha, a una segunda sala. Estaba vacía, con la excepción de un billar que ocupaba el centro. En el pasillo, a la izquierda, había una puerta, que la camarera empujó. Daba a una pequeña estancia cubierta con un techo de madera muy somero. Las paredes estaban formadas por unos paneles que en verano se desmontaban. Hacía frío.

El francés ofreció un cigarrillo a la camarera y mantuvo un buen rato sus manos regordetas entre las de ella para encendérselo, al tiempo que le acariciaba suavemente un dedo; luego encendió su cigarrillo. Lena le sonreía mientras aspiraba el humo.

—Parece que tienes un admirador.

—Bah, es un viejo amigo.

—¿Un ganadero?

Ella se rio.

—Aquí todo el mundo lo es, o casi. O si no lo es, es de familia de ganaderos, cosa que viene a ser lo mismo. Ese es hijo de una de las grandes familias de aquí, los Finnman. Tienen miles de renos en el vidda.

—Lena, ¿naciste aquí?

—Sí. ¿Y usted es de París?

Era de Rouen, pero no quería decepcionarla.

—Sí, de París. ¿Has estado en París, Lena?

—¡Oh, no! ¡Pero algún día iré!

—¿Cuántos años tienes, Lena?

—Dieciocho, cumplidos hace unos meses. Empecé a trabajar en el pub la semana de mi cumpleaños. Antes no me dejaban. ¿Cómo se llama?

—André.

André Racagnal empezaba a tener frío y se preguntaba cómo cortar aquella conversación tan tonta. Quería follarse a esa chica, eso era todo. Miró sus labios finos. Eso le molestaba un poco, prefería los labios más carnosos, recuerdo de África, aunque, por lo demás, lo que había visto en el bar le gustaba. Para tener dieciocho años, Lena no parecía muy fresca, pero sabía que las chicas de allí se maquillaban mucho desde muy jóvenes, cosa que las envejecía. Estaba avanzando la mano hacia el rostro de la camarera cuando, de repente, la puerta se abrió de golpe. Era el hijo Finnman, con su gorro aún colocado sobre la cabeza de una manera extraña y los ojos cada vez más vidriosos. André se dijo que el tipo estaba borracho y que debía andarse con cuidado. Podría dominarlo fácilmente en ese estado, pero ellos eran tres. Y, a pesar de ser cortos de talla, sabía que los ganaderos eran muy musculosos. Finnman se plantó frente al francés, que le sacaba una cabeza, y alzó la mano sobre Lena, que gritó, pero Racagnal bloqueó su movimiento. El otro puño del ganadero salió dirigido hacia el francés, pero el grueso mono que llevaba le hizo aminorar la velocidad. Racagnal lo evitó sin dificultad y se contentó con empujar vigorosamente a Finnman, que cayó sobre los otros dos ganaderos, que entre tanto habían llegado. Lena empezó a insultar a Finnman, aunque este ya se estaba poniendo en pie y se abalanzaba de nuevo sobre el francés, con lo que Lena abandonó con rapidez la sala. Finnman cayó esta vez pesadamente sobre la nieve que en parte cubría el suelo. Se secó la nieve en polvo del rostro y se lanzó de nuevo hacia delante. Al francés no le fue difícil esquivarlo, pues era muy patoso, pero el sami lo atacaba una y otra vez. La justa a cámara lenta se prolongaba. A fuerza de evitar con demasiada facilidad los asaltos del cabezota de Finnman, Racagnal bajó un poco la guardia. Finnman lo aprovechó para alcanzar al francés en el mentón. Otro ganadero se sumó a la pelea y le propinó una patada en la tibia al francés, que se tambaleó de dolor. El tercer ganadero se le lanzó encima y cayó hacia atrás. La nieve amortiguó su caída. André Racagnal empezó a devolver los golpes. Todo tenía lugar al ralentí. El hombrecillo de la barra se recortaba contra el marco de la puerta y gesticulaba profiriendo gritos incoherentes. De pronto, recibió un empujón de un hombre cuya voz inundó la sala nevada.

—¡Mikkel, John, Ailo, basta ya!

Para sorpresa de André Racagnal, los tres ganaderos se incorporaron y se calmaron al instante.

—Esperadme en la barra.

Los tres hombres salieron sin decir palabra.

El inspector, que se presentó como Rolf Brattsen, parecía intrigado por la presencia de Racagnal.

—¿Todo en orden?

—Sí. Las gentes del lugar están un poco nerviosas.

—Usted no es de aquí. Los samis tienen la sangre más caliente que los escandinavos. Hacen muchos aspavientos, pero no son malos. Acompáñeme a comisaría; está aquí al lado y le tomaremos declaración.

—Oh, no voy a presentar denuncia por esto.

—Tal vez, pero de todas formas voy a necesitar su declaración.

Racagnal no tenía intención de decirle lo que hacía allí, pero tampoco podía permitirse ponerse en contra a la policía. Aunque ese poli parecía testarudo, sabría deshacerse de él rápidamente. Al cruzar el bar, vio que los tres ganaderos esperaban de pie, sin decir nada.

—¿Estáis orgullosos? Id a casa a dormir la mona —les dijo simplemente el policía, como si hablara a unos niños—. Luego pasaré a veros.

André Racagnal dirigió una mirada insistente a Lena al salir, y esta le hizo un gesto discreto con la mano. Se arrepintió de ello de inmediato, puesto que se dio cuenta de que Brattsen lo había advertido. Salieron al frío, cruzaron la calle, pasaron junto al supermercado y entraron en la comisaría, que a esa hora estaba vacía. Brattsen hizo que el francés entrara en su despacho y se sentó detrás de su pantalla del ordenador.

—¿Quiénes eran esos tipos? —preguntó Racagnal.

—Ailo Finnman, el que llevaba el lazo, es hijo de una de las grandes familias locales. Ganadero. Debe de valer por lo menos unos dos mil renos. Los otros dos, Mikkel y John, son pastores que trabajan para él cuando hay faena. El resto del tiempo, trabajan para un agricultor de aquí o hacen otros trabajillos. Se han pasado el día vigilando a los renos. Estos últimos tiempos ha habido problemas por aquí.

El francés no respondió, y eso pareció decepcionar al policía.

—Vamos, cuénteme rápidamente su historia, quién es usted, qué hace aquí y todo lo demás.

Racagnal se lo contó. Era geólogo, estaba empleado en una empresa francesa y venía a hacer una prospección. Se había instalado en Villmarkssenter, pese a que los nuevos hoteles eran más lujosos. Tenía intención de quedarse allí varias semanas.

—Es raro andar por aquí haciendo prospecciones en esta época —subrayó el policía—. En principio, quienes se encargan de realizarlas llegan en verano, cuando pueden ver las rocas. ¿Qué puede ver debajo de la nieve?

El policía era escéptico. Al geólogo le daba igual, pero quería tranquilizarlo.

—Trabajé mucho en esta región hace tiempo. Varios años atrás. Conozco esto bien. En invierno, cuando está helado, se puede acceder a zonas pantanosas inaccesibles en verano. Son esas zonas las que me interesan. Y el interior del vidda está seco, no hay tanta nieve; usted debe de saberlo. Se lo aseguro, un buen profesional puede llevar a cabo excelentes prospecciones incluso en invierno.

Racagnal podía ver a las claras que el policía no estaba convencido, pero no iba a darle una lección. De todas formas, no entendería nada.

—¿Qué busca?

—Lo habitual —sonrió el geólogo, con una sonrisa lo bastante fría como para que el policía entendiera que eso era un terreno reservado—. Como todo el mundo, supongo. Solo espero tener más olfato que mis colegas.

—¿Pero qué busca?

El poli empezaba a irritarlo. El francés se incorporó.

—Mire usted, la ley no me obliga a decirle qué busco. He presentado mi solicitud de permiso de exploración en el ayuntamiento y todo está en regla. Busco, sencillamente. Y si llego a encontrar algo, lo sabrá enseguida.

Racagnal esperaba haberle dado un rapapolvo, pero el policía se tomaba visiblemente mal que un extranjero le diera lecciones sobre las leyes noruegas.

—¿Dónde estuvo el martes? —le preguntó de pronto Brattsen mirándolo fijamente.