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Jueves, 13 de enero

Salida del sol: 10.41 horas; puesta del sol: 12.15 horas

1 hora y 34 minutos de insolación

09.00 horas. Kautokeino

La noche había sido corta para Klemet Nango y Nina Nansen. El Sheriff presidía la reunión de las nueve de la mañana en la comisaría. Brattsen también estaba allí. Había dos termos sobre la mesa de reuniones de los que todo el mundo se servía café. El Sheriff no parecía de buen humor. De momento no decía nada, a la espera de que todos se hubieran servido, pero Klemet lo conocía lo suficiente para saber que debían de haberle tirado de las orejas desde Oslo.

El Sheriff se incorporó de golpe.

—Bueno, tenemos un problema muy gordo.

Insistió en lo de «gordo».

—Dos casos gordos en veinticuatro horas. Eso va a hacer saltar por los aires nuestra media anual. Un robo, y no se trata de un robo cualquiera, y un asesinato, lo que estaréis de acuerdo conmigo en que es algo bastante excepcional. En Oslo se empiezan a asustar con esa historia de la conferencia, y no me extrañaría que con lo de las orejas cortadas de Mattis veamos desembarcar a periodistas de Oslo, Estocolmo e incluso del extranjero. Sobre todo después de esas historias de abusos sexuales de hace dos años. ¿Qué habéis averiguado?

Brattsen fue el primero en tomar la palabra.

—Por lo que respecta al asesinato, hemos empezado a interrogar a los vecinos. De momento, solo hemos podido hablar con Ailo Finnman. Aún no sabemos la hora exacta de la muerte. Finnman dice que estaba en Kautokeino. Lo estamos comprobando. Pero también están todos los otros miembros del clan. Actualmente, son cinco. Dice que no tenía conflictos de pastos con Mattis, aunque añade que no hubieran tardado en surgir dada la manera como el haragán de Mattis se ocupaba de los animales. Ha sido él quien ha utilizado ese término —se creyó obligado a precisar con una breve sonrisa.

—¿Cuándo habrás acabado de interrogar a los demás miembros del clan Finnman?

—Espero que esta tarde. Hay dos pastores en la tundra. No nos será posible hablar con ellos antes.

—¿A quién más tenemos?

—Johan Henrik y Aslak —dijo Klemet, adelantándose a Brattsen, el cual lo miró con frialdad.

—Como dice el Gordo —añadió Brattsen, e hizo una pausa expresamente—, otros dos pastores. Aún no nos hemos puesto en contacto con ellos.

—¿Alguna pista?

—No hay rastros de motonieve. La nieve lo ha borrado todo. No es imposible que hallemos algo bajo la capa de nieve, ya que es bastante ligera. Buscamos huellas. Incendiaron la moto. Se han tomado algunas muestras. No se sabe si el incendio está relacionado con el asesinato. Quizá se quemó antes de la llegada del asesino. Lo ignoramos. Lo de las orejas hace pensar en un ajuste de cuentas entre pastores. Me parece evidente. ¿Qué opina de ello nuestro experto? —añadió, sarcástico.

Klemet asintió en silencio.

—Yo creo que es bastante improbable —dijo Klemet—. Sin embargo, últimamente Mattis parecía cada vez más deprimido. Cuando lo vimos antes de su muerte, estaba bastante desesperado. Nunca lo había visto beber así.

—Sí, bueno, pero nadie creerá la tesis del suicidio, así que ¿tenéis algo más? —prosiguió el Sheriff.

—Revisaremos todos los casos de robo de renos de los dos últimos años —dijo Brattsen.

—No estoy muy seguro de que vaya a ser de mucha utilidad —interrumpió Klemet—. En la mayoría de casos, los ganaderos no los denuncian. Saben que no sirve de nada y además prefieren resolver los asuntos entre ellos, sin la policía.

—Sí, por eso algunos nos preguntamos para qué sirves tú, Gordo —le dijo Brattsen.

—De todas formas, revisa esos casos —decidió el Sheriff—. Por algún sitio hay que empezar. En resumidas cuentas: tenemos a un ganadero torturado hasta la muerte. ¿Por qué torturarlo? Bien por venganza, o bien para que confesara algo. Una venganza ¿por qué?, ¿por un robo? ¿O por otra cosa? ¿Qué tenía que confesar? ¿Que había robado? ¿Que había robado renos o bien otra cosa? ¿Quién es ese Mattis? Klemet, quiero que investigues todo eso. Necesito respuestas, rápido. Quiero también que encuentres a los otros dos ganaderos, sobre todo a ese Johan Henrik que tenía un conflicto con Mattis. Y, por otra parte, ¿qué hay de nuevo respecto al tambor?

—Ah, sí, el amuleto mágico de los lapones —se rio Brattsen.

Otro policía tomó la palabra.

—El tambor estaba en una caja. Es una donación de un coleccionista particular. Al parecer, un francés. Y de avanzada edad. Estamos intentando ponernos en contacto con él. Según el director del museo, nadie había tenido ni el tiempo ni la posibilidad de fotografiar el tambor. El museo quería someterlo a un tratamiento primero para protegerlo, y eso era lo que iban a hacer en los próximos días. Así que no hay fotos del tambor. Por lo menos, aquí no. Y no sabemos qué dibujos tenía.

—Dios mío, es increíble —se enojó Brattsen—. ¿Estamos en una época en que en Google se escanea hasta el papel de váter y ni siquiera tenemos una foto de esa mierda de instrumento, con lo útil que sería? ¿Ni siquiera para el seguro?

—Sí, es sorprendente —reconoció el Sheriff.

—Puedo tratar de hablar con el coleccionista —dijo Nina—. Estuve de au pair en Francia, y eso me refrescará el francés.

—De acuerdo —dijo el comisario—. ¿Qué otras pistas tenemos?

—El domingo por la noche, unos jóvenes celebraron una fiesta en la que corrió el alcohol en casa de uno de los tíos que vive en el albergue que hay cerca del Centro Juhl. Acabaron muy tarde, pero seguramente antes de las cinco de la madrugada.

—Berit no nos ha hablado de esa fiesta —apuntó Nina.

—Tal vez no, pero hubo una fiesta —insistió Brattsen—. A priori, ninguno de los chavales dio el golpe; sus explicaciones concuerdan y, a la vista de lo que dispongo sobre ellos, todo hace creer que no mienten —añadió con una sonrisa, dándoselas de enterado—. Luego, puede pensarse también en una historia de tráfico, que otro coleccionista pudo encargar el golpe, pues al fin y al cabo se trata de una pieza rara.

—Sí, la pasta, ¿por qué no? Nina, investiga eso con el francés. Quizás habría que averiguar si se han producido más robos de otros tambores.

—Quieres decir más robos aparte de los de los pastores suecos y noruegos a lo largo de tres siglos —no pudo evitar refunfuñar Klemet.

El Sheriff lo miró, sorprendido por su toque de humor. No era propio de él. No ese tipo de humor, en todo caso. Sonrió con franqueza, observando de reojo la mueca enojada de Brattsen. Prosiguió.

—Y aquí, ¿quién tiene interés en que ese tambor desaparezca?

—Es obvio que la presencia del tambor no parecía gustarle al pastor —afirmó Klemet—. Tenía miedo a que eso despertara viejos demonios, a que le dispersara la manada. Miedo a un despertar religioso o algo semejante.

—¿De verdad te imaginas al pastor dando el golpe? —dijo el comisario.

—A él o a cualquier otro.

—¿Y por qué no a Olaf? —espetó Brattsen—. Al fin y al cabo, ese robo le viene como anillo al dedo. Le permite agitar a todo el mundo y resucitar sus historias de los derechos pisoteados, el derecho a la tierra y tantos otros. Y, casualmente, justo antes de la conferencia de la ONU. Esos tipos solo piensan en echarnos de aquí. Le he oído en la radio hace un rato, indignado. Decía que, de todas formas, ese tambor nunca debería haber estado en un museo, pues pertenecía al pueblo lapón. Es un chalado, un rojo. Manipula a todo el mundo. Ya lo detuvieron por la historia del atentado con explosivos en una mina sueca.

—Sabes que nunca se probó y que lo soltaron al cabo de cuatro días —dijo Klemet—. Y sabes tan bien como yo que Olaf no representa más que a una pequeña minoría.

—Tal vez, pero ese tío no es trigo limpio. Y tú sabes, como yo, que trató con el IRA en la época de las manifestaciones contra el pantano de Alta. Y no me cuesta mucho imaginármelo dando ese golpe para provocar la agitación. Una de esas provocaciones que a los comunistas les gusta hacer de vez en cuando.

11.30 horas. Kautokeino

Klemet y Nina se detuvieron en el supermercado de Kautokeino para cargar provisiones antes de salir de nuevo a patrullar en motonieve. Habían decidido empezar por ir a ver a Johan Henrik. No solo era el vecino más próximo, sino, a priori, uno de los últimos que había estado en contacto con Mattis. Luego hablarían con Aslak.

La compra constituía un momento importante en la vida de la policía de los renos. Cuando se partía para varios días de patrulla en la tundra, durante los que se acampaba en gumpis o, en el mejor de los casos, en cabañas y se soportaba mucho frío tras un montón de horas de agotadora conducción, la comida solía ser un gran momento. Rara vez era alta gastronomía, sino que consistía en alimentos que aguantaban en el cuerpo el tiempo suficiente en caso de que se vieran obligados a saltarse una comida debido a una ronda demasiado larga. A Klemet le gustaba ese momento. Así, la elección de una bolsa de patatas congeladas bastaba para que su mente se perdiera en ensoñaciones. Con unas chuletas —cogía otra bolsa de congelados— y salsa bearnesa —tendría que coger una bolsita—, prepararía una cena excelente aquella noche, después de haber conducido durante dos o tres horas la motonieve. No había que asar demasiado las chuletas y se les tenía que poner un poquito de ajo a las patatas. Había aprendido eso de un colega que pasaba las vacaciones en Mallorca.

—Esta noche cocino yo —anunció Klemet.

No quería correr riesgo alguno.

—Muy amable de tu parte —respondió Nina—. Debo confesar que la cocina no es lo mío.

Sin embargo, al mirar cómo se apilaban los congelados, Nina se dijo que tampoco debía de ser el fuerte de su colega.

—Pero nos alternaremos, un día sí, un día no; es nuestra regla.

Entre tanto, siguieron escogiendo los productos, consultándose cada vez. Klemet hizo también acopio de pan polar un poco azucarado, de mesost, el queso blando caramelizado, y tubos de salsas aromatizadas a las gambas o a las huevas de pescado para los bocadillos. Eso también era importante. Empezaba a tener hambre. De repente, tuvo prisa por marcharse. Completó rápidamente la compra con café, azúcar, chocolate, frutos secos, kétchup, pasta y latas de cerveza light. Dudó si pasar por la tienda estatal a por una botella de coñac y desestimó la idea. Luego fueron a poner gasolina a las motos y a llenar los bidones de reserva. Mientras Nina se ocupaba del surtidor, Klemet llenó las garrafas de agua. Comprobó, a continuación, las correas que sostenían las cajas, los bidones y las garrafas sobre los remolques.

Tomaron la autopista y ascendieron con rapidez la colina tras salir del pueblo. La cresta estaba bañada por una fuerte luminosidad. Klemet casi había olvidado que había salido el sol. Resplandecía. Buena señal, se dijo.

El intenso reflejo sobre la nieve dificultaba enormemente la conducción, sobre todo a Nina, cuyas gafas de sol no tenían suficiente protección. Se fiaba de Klemet.

Llegaron cerca del gumpi de Johan Henrik a primera hora de la tarde. El sol había desaparecido, pero aún había mucha luz. A Johan Henrik lo habían avisado por teléfono de su llegada. En épocas de tensión, como en ese momento, a los ganaderos no les gustaban las sorpresas. Johan Henrik los recibió a la puerta de su gumpi. Solo poner Klemet y Nina un pie en tierra, uno de los hijos del ganadero, cubierto únicamente con un gorro, se marchó en su motonieve. Les saludó con la cabeza, aceleró y se alejó como un cohete, de pie sobre su vehículo, con una rodilla doblada sobre el ancho sillín.

Johan Henrik, con un cigarrillo en la comisura de los labios y barba de varios días, fue a buscar un capote de piel de reno que había colgado en el exterior del gumpi, se lo puso sin quitarse el cigarrillo de la boca y se aproximó a los policías. Todavía sin soltar el cigarrillo, los saludó. Tenía unos ojillos astutos, la boca torcida y la nariz fina. Unos mechones sucios salían de su gorro forrado echado hacia atrás. Presentaba el rostro de rasgos marcados de quien ha soportado mucho y la expresión de quien ha aguantado demasiado.

Klemet comprendió, al ver que Johan Henrik se ponía su capote, que este no tenía intención de recibirlos en su gumpi y que, por lo tanto, deseaba que la conversación fuera lo más breve posible. Muy propio de él, se dijo. Era un cabezota. Aunque, a diferencia de otros ganaderos lapones, Johan Henrik siempre había sido respetuoso con la autoridad, nunca había hecho el menor esfuerzo para facilitarles su labor. Un rasgo común de los ganaderos, que preferían resolver los asuntos entre ellos.

—¿Adónde va tu hijo? —empezó Klemet.

—Los renos están inquietos. Ahora mismo, entre vosotros, la muerte de Mattis y los pastores que van a llevarles el pienso a los renos, hay demasiado movimiento. Eso los inquieta. No es bueno.

Daba caladas a su cigarrillo.

—Así, ¿quieres saber si he matado a Mattis?

—Pues sí.

Los dos hombres se observaban. El pastor, que miraba al policía con los ojos entrecerrados, se tomó su tiempo para volver a encender el cigarrillo.

—¿Sabes qué pienso? —prosiguió tras aspirar una calada—. El que incendió la moto lo hizo para dar la alarma. Para que los bichos no se comieran el cuerpo. Eso es lo que pienso. Y al decir esto, he respondido a la pregunta que no me has hecho. Aparte de esto, no sé nada.

—No sabes nada.

—Nada. ¿Más preguntas?

Klemet lo miró. No le gustaba su actitud. Soplaba una brisa ligera, pero que bastaba para clavarse en la piel de la cara. Aun así, Klemet no tenía frío. Había aprendido desde hacía tiempo a no tener frío. Desde su juventud. El frío, como la noche, hace perder la razón, despierta miedos espantosos. Ya no podía permitirse tener frío. Se lo había jurado mucho tiempo atrás. Se trataba de una vieja historia en la que procuraba no pensar, pero de la que nunca lograba deshacerse por completo. Por su parte, Johan Henrik, inmóvil bajo su capote, seguía chuperreteando su cigarrillo, dándole caladas muy seguidas para evitar que se le apagara, con los ojos entornados. Entre tanto, Nina se sentía excluida de aquel cara a cara silencioso. Klemet lo notaba, pero no podía hacer nada de momento por su joven colega. Podía palparse la tensión. Johan Henrik era un tipo duro, uno de esos ganaderos de la vieja generación que había conocido la época en que no existían las motonieves, ni quads, ni helicópteros. La época en la que los pastores cuidaban de sus manadas con esquís, hiciera el tiempo que hiciera, y pasaban horas para reunir a sus animales, cuando en la actualidad bastaban diez minutos en motonieve para llevar a cabo la misma tarea.

Pensando en Nina, Klemet decidió no prolongar ese enfrentamiento que a buen seguro sería estéril.

—¿Cuándo viste a Mattis por última vez?

—¿A Mattis? Me habría gustado verlo más a menudo. Porque sus renos estaban por aquí siempre, pero lo que es él…

Klemet permaneció en silencio, a la espera de que Johan Henrik respondiera a su pregunta. Nina seguía estoica. Esta chica tiene agallas, se dijo Klemet. El frío no parecía molestarla. Sus mejillas y su nariz respingona estaban coloradas, y tenía las pestañas ligeramente heladas, pero perseveraba en su posición. Johan Henrik sujetó su cigarrillo entre dos dedos, manteniéndolo dentro de la palma de la mano, escupió sobre la nieve y le dio una calada. Pero continuaba sin decir nada. Parecía contrariado, con la boca torcida.

—¿Están bien tus renos? —preguntó de pronto Klemet.

La boca del ganadero se torció aún más. Casi un tic.

—Claro que están bien. ¿A qué viene eso?

La boca torcida de nuevo.

—No tiene nada que ver. Solo me lo preguntaba. Seguramente tendremos faena para separar los renos de Mattis. Debe de haber ejemplares por aquí y por allá, y seguro que también se habrán mezclado con tu manada. Y como sabes, hay una investigación en curso.

—¿Y eso qué tiene que ver con mis renos?

—Oh, no me interesan los tuyos, está claro. Pero tengo que averiguar cuántos renos de Mattis hay vivos y ver en qué estado se encuentran. Todo hace pensar que detrás de esto hay una historia de robo de renos, ¿no te parece?

—¿Y por eso iban a matar a un ganadero?

—A ti te dispararon, hace diez años.

—No fue lo mismo.

—Habría que verlo. En todo caso, hemos reunido la mayor parte de la manada de Mattis, pero tenemos que examinar las manadas vecinas.

Klemet dejó pasar un instante, mientras observaba la boca torcida de Johan Henrik, el labio del que le colgaba el cigarrillo apagado. Luego prosiguió, como si pronunciara una sentencia.

—Habrá que reunir tu manada y contar tus animales, Johan Henrik.

—¡Satanás! —exclamó el ganadero, por reflejo.

A continuación, escupió el cigarrillo sobre la nieve. La colilla negruzca aterrizó sobre la sombra del policía. Este se desplazó ligeramente. Su sombra, ni tocarla. A veces Klemet se maldecía por ser tan supersticioso. No era serio en un policía. Pero quería su sombra intacta.

—Piensa en ello, volveremos más tarde.

Klemet había decidido cocer a fuego lento al ganadero.

—No he matado a Mattis, ¿qué más quieres saber?

Johan Henrik se agitaba bajo su capote. A los ganaderos les horrorizaba que se interesaran demasiado por el número de renos que tenían. Era como preguntar cuánto dinero guardaban en el banco. El ganadero estaba acorralado, y lo sabía.

—Por supuesto, habría otra manera de hacerlo —dijo el policía para asegurarse de que Henrik había comprendido bien el mensaje.

La boca del pastor se torció de nuevo en una mueca desconfiada. Tras haber pasado más de medio siglo en la tundra, estaba acostumbrado a las malas faenas más de lo que el policía podía imaginar.

—La última vez que vi a Mattis, francamente me preocupó —continuó Klemet—. Necesito saber cómo estaba. Sé que tenías problemas con él, pero también sé que lo conocías bien.

Johan Henrik pareció sopesar la proposición. Ahora Mattis estaba muerto. Y no le apetecía nada que los policías contaran sus renos. Ya tenía suficiente con esos quisquillosos de la oficina que le daban la murga con sus absurdas cuotas y le enviaban cartas certificadas.

—Mattis no podía con su alma. Si no le hubieran cortado las orejas, habría pensado que se trataba de un suicidio.

Johan Henrik empezó a liarse otro cigarrillo tomándose su tiempo.

—Aslak —dijo. Humedeció el papel, mirando a Klemet inquisitivamente, como si espiara su reacción—. Aslak manejaba a Mattis a su antojo. No puedes ni imaginártelo. Mattis lo consideraba su Dios, pero, por todos los diablos, Aslak también lo aterrorizaba. Sí, lo aterrorizaba. Siempre me incomodaba cuando los veía juntos.

—¿Dices que lo aterrorizaba? ¿A qué te refieres? —preguntó Nina.

Para sorpresa suya, Johan Henrik la miró a los ojos. Observó luego de reojo a Klemet, mientras acababa de liar su cigarrillo, se volvió de nuevo hacia Nina y le respondió.

—Eres nueva —dijo el ganadero.

Era una constatación, no una pregunta.

—¿Conoces a Aslak?

—No —dijo Nina, de repente intrigada.

—Seguramente lo conocerás pronto.

Ya no había sombra de desconfianza en la mirada de Johan Henrik. Era evidente que la evocación de Aslak tenía cierto efecto sobre él, por duro que fuera.

—Aslak no es un tipo como los demás. Vive retirado del mundo, en la tundra, con sus renos y su mujer. Hoy en día ya nadie vive como ellos.

Klemet callaba, pero asentía con la cabeza. Notaba la mirada de Nina sobre él. Nunca le había hablado de Aslak, a quien sin embargo conocía desde hacía mucho tiempo, y Nina pareció intuir alguna cosa. Estaba intrigada, pero no dejaba entrever nada ante el ganadero, cosa que Klemet apreciaba. Johan Henrik dio una calada a su cigarrillo y prosiguió.

—Aslak aterrorizaba a Mattis como asusta a todo el mundo en el vidda. Yo no le tengo miedo porque lo sé. Lo he visto. Aslak es medio hombre y medio animal. Un día lo vi caminar a cuatro patas entre su manada. Es el último en el vidda que aún castra a sus renos con los dientes. ¿Sabías eso, Klemet?

Se volvió de nuevo hacia Nina.

—No encontrarás un cazador de lobos mejor que él en toda la región. Lo vi un día con mis propios ojos. Siguió a un lobo que había matado a varios de sus renos. Lo había seguido durante horas por la nieve para agotarlo. Se había deshecho de su fusil para no cargar peso y solo tenía un palo. Cuando lo alcanzó, el lobo se abalanzó sobre él. Yo estaba lejos, al otro lado del valle, pero pude verlo con los prismáticos. ¿Sabes cómo lo mató? Cuando el lobo se lanzó sobre él con la boca abierta, extendió el puño al frente y le hundió el puño y el brazo en sus fauces, y con la otra mano le partió el cráneo a bastonazos. ¿Te das cuenta? ¡El brazo hundido en el pescuezo!

—¿Y con Mattis? —preguntó Nina.

—Quizá lo comprendas cuando veas a Aslak. Impresiona a la gente sin necesidad de abrir la boca. Y Mattis era especialmente impresionable. ¿Sabías que el padre de Mattis era chamán? ¿Klemet no te lo ha contado? Un tipo de otra época. Extraño y discreto, pero respetado. Hace tiempo que murió. Mattis siempre ha vivido en ese mundo. Pero él no tenía ningún don, ningún talento. Nada. No se va muy lejos en la vida siendo hijo de chamán. Y no puede decirse que Mattis fuera respetado. Creo que por eso bebía tanto. Vamos, eso es lo que me parece.

Johan Henrik volvió a encender su cigarrillo. Ya no soplaba el viento. Hacía algo menos de frío. Klemet se sentía entumecido, pero con sus botas de piel de reno no notaba demasiado el frío. Nina, en cambio, calzaba las botas reglamentarias de la policía, que no eran tan eficaces. Pisoteaba el suelo sin moverse del sitio para entrar en calor. La conversación se estaba alargando más de lo previsto y Johan Henrik, a pesar de su locuacidad, no se había decidido a invitarles a entrar al calor de su gumpi.

—En cierta medida, sin embargo, Aslak estaba a buenas con Mattis. En otros tiempos, Aslak había frecuentado a su padre, Anta. Eran allegados. Y además, cada uno a su manera, ambos son unos marginados: a Mattis le habían excluido los demás y Aslak se excluyó él mismo. A veces lo ayudaba con sus renos.

—Pero no últimamente.

—Cuando Mattis estaba en esos períodos en los que bebía mucho, se cerraba y no osaba ir a pedirle ayuda a Aslak. Se avergonzaba de presentarse en ese estado ante él.

—¿Tenían conflictos de vez en cuando?

—¿Cómo decirlo?… Mattis tenía conflictos con todo el mundo, pero las cosas funcionaban. En los últimos tiempos, Mattis no daba golpe. Sé que eso había enojado a Aslak y que este se lo había dicho: me lo contó Mattis la semana pasada. Mattis tenía miedo. No creo que Aslak pudiera hacerle daño, pero estaba tan dominado por él que bastaba con que Aslak le dijera algo para que se imaginara algo horrible.

—Y en este caso, ¿por qué dices que hay que investigar a Aslak?

—Digo, digo…, lo que digo es que no lo sé todo.

—Y del tambor, ¿sabes algo? —preguntó Klemet.

—¿El tambor?

Johan Henrik dio una calada y escupió al suelo.

—Aquí no necesitamos ningún tambor. Esa época ya se acabó. ¿Quién quiere desenterrar esas historias, aparte de algunos lapones de tres al cuarto? ¿Crees que tengo tiempo para dedicar al tambor? Dime un solo pastor que tenga tiempo de ocuparse de esas tonterías.

—Olaf se lo toma muy a pecho.

—¿El Español? ¡Anda ya! No se puede ser pastor a media jornada, eso no existe. Me pregunto cómo se las apaña. Y qué va a hacer con su tambor, si lo llegan a encontrar, ¿eh? ¡Mira tú lo que Mattis ha sacado de ello!

—¿Qué quieres decir? —se sorprendió Nina.

—Mattis estaba obsesionado con los tambores. Con lo de su padre chamán y todas esas cosas. No estaba bien de la cabeza. Le obsesionaban esos tambores, ¿sabes?, el poder de los tambores y el poder de los chamanes, esas cosas. En lugar de cuidarse de sus renos.

De repente sacó unos prismáticos de debajo del capote y escrutó el valle. Tiró el cigarrillo.

—Tengo que irme.

—Johan Henrik, ¿dónde estabas el lunes, durante el día?

El pastor dirigió una mirada torva a Klemet y se ajustó sus guantes de piel de reno.

—Estuve vigilando a los renos con mi hijo, durante todo el día, y con Mikkel y John, dos de los pastores de los Finnman, tratamos de alejar a la manada de Mattis, que se encontraba por todas partes. Te bastará como coartada, ¿verdad?

Escupió al suelo sin aguardar la respuesta, se subió a su moto y arrancó violentamente. En pocos segundos, ya no era más que un punto en el valle.