7

19.45 horas. Laponia central

Klemet y Nina detuvieron sus motonieves y dejaron los faros encendidos. Nina no quería alejarse del calor del motor. Estaba rendida. Habían recorrido el camino de vuelta en plena noche, lo que les había obligado a redoblar la atención. Miró a Klemet. Parecía insensible al frío y a la fatiga y avanzaba hacia el gumpi, que se encontraba rodeado de un halo de luz. Alrededor del refugio había esparcidos bidones, montones de madera y cuerdas. Nina rememoró el batiburrillo que había visto esa mañana.

—Vaya, ya ha llegado la policía montada —exclamó un hombre que salía del gumpi y al que Nina no identificó al principio; llevaba un mono y un gorro y su tono no expresaba simpatía alguna. Por fin, reconoció a Rolf Brattsen.

La escena estaba iluminada con la luz de los faros de las motos. La nieve en polvo se arremolinaba en los haces, y las sombras desfilaban. Parecía una escena irreal.

—¿Ya has guardado tus renos en el corral y estabas aburrido? —continuó Brattsen.

Nina no sabía por qué, pero aquel policía parecía no tener en gran estima a su colega.

—Es así con todo el mundo —le susurró Klemet, adelantándose a su pregunta, y miró en derredor.

Ya había olvidado la fría acogida.

—Dime, Gordo, ¿desde cuándo la policía de los renos juega a polis de verdad? Aquí no han matado a un reno. ¿Qué haces aquí?

—Órdenes del Sheriff —respondió Klemet—. Quizá sea un conflicto entre ganaderos.

—¡No me vengas con conflictos de ganaderos! ¡En todo caso, un conflicto entre borrachos!

—¿Te ha llamado Gordo? —sonrió Nina mirando a su compañero.

—Nina…

—¿Sí?

Klemet no parecía sonreír.

—Trabaja.

Nina seguía sonriendo, y eso fastidió a Klemet. Continuó ignorando al otro policía.

—Es un nombre mono.

—¡Nina!

—Es broma.

Klemet avanzó más allá del gumpi. Otros dos policías trabajaban más arriba, en la ladera de la colina que resguardaba el gumpi del viento del este. El camino había sido abierto en la nieve espesa con una moto que iluminaba la escena.

—Hola, Klemet —dijo un policía al verlo.

—Hola.

—Mira esto, seguro que nunca has visto algo así.

El cuerpo estaba tendido sobre una roca grande y lisa. Habían despejado parte de la nieve.

—Dios mío —masculló Klemet con una mueca—. Dios mío.

Detrás de él, Nina se había detenido. La fría brisa tenía en ella un efecto anestésico. Por fortuna. El ganadero estaba tendido boca arriba, con el cuerpo aparentemente amoratado, a no ser que ello fuera un efecto de los faros de la moto, que esculpían unas inquietantes sombras sobre la cara, aún con los ojos abiertos, según pudo ver cuando un policía sopló la película de nieve. Nina miró el rostro. Descubrió las horribles heridas, por completo inconcebibles en aquella región tan apacible y magnífica: al ganadero le habían cortado las dos orejas. Tenía las heridas en carne viva, pero ya congelada. El agujero del conducto auditivo estaba medio cubierto de nieve.

—No las hemos encontrado —informó un policía, siguiendo la mirada de sus colegas—. El forense aún no ha llegado, pero puede estimarse que la muerte ha tenido lugar hace menos de seis horas. Le han apuñalado. Ya veréis dentro del gumpi que está todo patas arriba. Lo han registrado de arriba abajo.

Señaló la moto carbonizada.

—El humo nos alertó. O, mejor dicho, alertó a Johan Henrik, su vecino. Hemos tenido suerte de que lo viera. Él nos ha llamado. Al parecer, había tratado de hablar contigo.

—Es evidente que le han torturado —dijo Nina—. Menuda barbaridad.

—Debéis de ser de los últimos que le han visto vivo —dijo de repente Rolf Brattsen, que se les había acercado por la espalda—. A ver si podéis servir de algo. Intentad descubrir si falta alguna cosa que recordéis.

—Cuando hemos estado aquí, ya estaba todo muy desordenado —comentó Nina.

Brattsen escupió en la nieve y no respondió.

Nina contempló el cadáver. Se detuvo en el rostro, en los ojos abiertos de Mattis. Extrañamente, el ganadero presentaba la misma mueca que Nina le había observado hacer cuando se disponía a hablar. ¿Acaso cuando le apuñalaron iba a suplicarle algo a su asesino? ¿Qué estaba a punto de decirle? Tenía las manos retorcidas. El agujero dejado por las orejas cortadas empezaba a resultar menos desagradable.

—Suerte del frío y de la nieve —dijo Klemet—. Han impedido la efusión de sangre y de olor. Aún no ha venido ningún animal a por él. Por lo general, así se localizan los cadáveres de los renos, por las aves carroñeras que los sobrevuelan.

—No me había fijado que tenía esas ojeras.

—Quizá se deban a la tortura —aventuró el otro policía—. O al frío, no lo sé. El cuerpo a veces tiene unas reacciones curiosas.

La boca de Mattis estaba ligeramente entreabierta. Podía verse que le faltaban dientes. Pero desde hacía tiempo.

—Mattis ha muerto como vivía —dijo Klemet, mirándolo—. Como un pobre. La muerte ni siquiera ha querido cerrarle la boca. Habrá tenido hasta el final el aspecto de un pobre diablo desdentado.

Klemet también observaba los ojos de Mattis. Se fijó en las ojeras. Detenidamente. Se aproximó aún más y revisó las orejas.

—El corte es bastante limpio —dijo.

—Aún no lo hemos examinado debajo de la ropa —continuó el otro policía—, pero aparentemente solo hay otra cuchillada. Fuerte, con seguridad, y bien asestada a la primera a pesar de las capas de ropa.

Klemet tocó con delicadeza el contorno de las orejas, endurecido por el hielo. Volvió a contemplar la cara y las ojeras de Mattis y se encaminó al gumpi.

—¡Qué se vean bien las huellas! —gritó Brattsen al policía que fotografiaba el cadáver y el escenario del crimen.

Luego avanzó hacia Klemet, en la entrada del gumpi.

—Eh, Gordo, no pierdas el tiempo por aquí, ¿vale?, esto no es para ti. Será mejor que te encargues de los renos de este borracho. Van a seguir cabreando a todo el mundo, y más aún ahora que nadie los vigila.

Se puso el casco y arrancó su vehículo nerviosamente, seguido de otro policía. De súbito, la noche pareció caer sobre la escena del crimen. Solo quedaban las motos del equipo técnico y de la patrulla P9.

—¿Qué hacemos, Klemet? —preguntó Nina—. ¿Nos ocupamos de los renos?

—Brattsen no es mi jefe —gruñó Klemet—. Dependemos de Kiruna, y eventualmente del Sheriff, si me apetece. De él, seguro que no.

—Sí, pero respecto a los renos tiene razón.

—Nos encargaremos de ellos —dijo entrando en el gumpi—. Habrá que avisar a otras patrullas de la policía de los renos, no podemos hacerlo solos. Llamaremos en cuanto lleguemos al lago.

Klemet fue a sentarse en el lugar que había ocupado por la mañana. Aunque parecía difícil, el gumpi aún estaba más desordenado. Estaba bien iluminado por una lámpara de gas. Todo lo que había cubierto la litera superior se encontraba en el suelo o lo habían echado afuera. Lo mismo sucedía con los sacos de dormir y las mantas de la cama en la que Klemet y Nina habían dejado que Mattis se durmiera. Incluso la estufa estaba volcada. O bien había tenido lugar una pelea, o se había llevado a cabo un minucioso registro. O ambas cosas. Habían quemado la motonieve, pero no el gumpi. ¿Por qué?

—¿Ves alguna cosa, Nina?

Nina había imitado a su compañero y se había instalado en el mismo lugar de la mañana para tener una visión idéntica.

—Aún más desorden.

Su mirada inspeccionaba el gumpi. Se puso en pie y dio tres pasos.

—Parece que no han tocado la estantería.

Algunos bidones y botes de conserva estaban por el suelo, pero los cuchillos, las correas de cuero y los trozos de madera seguían allí, ordenados. Por el contrario, era difícil decir si faltaba algo.

Klemet seguía su mirada.

—Un ganadero nunca robaría un cuchillo —le dijo—. Entre los samis, puedes robar un reno, pero nunca lo que hay en un trineo. No se tocan las cosas materiales que podrían salvarle a uno la vida en el vidda. Me lo enseñó mi tío Nils Ante. Los pastores jamás cruzan esa frontera invisible.

Todos los cuchillos sami, finamente tallados, estaban allí. Al verlos, vinieron a su mente las orejas cortadas de Mattis. Le era difícil creer que semejante barbaridad pudiera ocurrir en su país. Se puso unos guantes, cogió el primer cuchillo, lo desenvainó e hizo lo mismo con los otros tres. Estaban todos limpios. Volvió a sentarse en la banqueta.

—Quizá sea conveniente tomar las huellas, a pesar de todo. Oye, Klemet, me habían dicho que la policía de los renos se dedicaba sobre todo a labores de mediación y de prevención de los conflictos. Claro que hay conflictos, pero ¿hasta el extremo de matarse a tiros? ¿Y esa tortura, lo de las orejas?

—Sí, es extraño —admitió el policía—. En otras ocasiones algunos pastores se han liado a tiros, en especial si ha habido alcohol de por medio, pero nunca había habido un muerto, por lo menos no directamente. No que sepamos, en todo caso. Pero eso de las orejas…

—¿Por qué habrán hecho eso?

Klemet permaneció un instante en silencio.

—Robo.

—¿Qué quieres decir con eso de robo?

—Todos los renos tienen las orejas marcadas. Las dos orejas. Espero que eso te lo hayan explicado en tu curso de formación en Kiruna. Y se necesitan las marcas de las dos orejas para identificar al propietario. Los ladrones se las cortan a los renos para que no se pueda saber a quién pertenecen. Sin propietario, no hay denuncia.

—Y sin denuncia, no hay investigación —completó Nina.

—Sí, y si llega a haberla, se archiva el caso al cabo de poco —asintió su colega.

—¿Será una venganza? ¿Era Mattis un ladrón de renos?

Klemet hizo una mueca.

—¿Ladrón?… Sí, un poco, según como se mire. Mattis era, sobre todo, un pobre hombre. Basta ver el gumpi, la suciedad, el desorden. Y era alcohólico. ¿Una venganza? Pudiera ser. Esta es una mala época para todo el mundo. Tenemos que interrogar a Johan Henrik. Ese tampoco es de los que se andan con chiquitas.

—¿Crees que puede haber hecho esto?

—Mattis tenía conflictos con todos sus vecinos. Vigilaba muy poco sus animales. Estaba solo. A veces lo ayudaba Aslak. Pero, de lo contrario, estaba solo. Y en el vidda, si uno está solo, poco puede hacer.

—¿Cuántos vecinos tiene?

Klemet abrió su mono y sacó un mapa militar de la zona. Lo desplegó sobre la mesa y señaló con el dedo el gumpi de Mattis.

—Mira —dijo recorriéndolo con el dedo—, ese es el bosque donde Johan Henrik tiene sus renos, y ese es el río que han cruzado los renos de Mattis. La zona de pasto de Mattis cubre esa parte. Y la de Johan Henrik va desde ahí, desde el río, hasta ese lago. Y Aslak, al otro lado de esa montaña. Y luego hay otro más, Ailo, que pertenece a la familia Finnman.

—¿El famoso clan Finnman? He oído hablar de él —comentó Nina—. Aparentemente, su reputación ha llegado hasta Kiruna.

Al enumerarlos, Klemet se dijo que en verdad el pobre Mattis no había tenido suerte en la vida.

Tener sus pastos de invierno entre los de aquellos tres canallas no le debía de haber puesto las cosas fáciles.