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Martes, 11 de enero

Salida del sol: 11.14 horas; puesta del sol: 11.41 horas

27 minutos de insolación

08.30 horas. Kautokeino

El episodio de la víspera había sumergido a la patrulla P9 en el corazón de un torbellino insólito para la policía de los renos. Nina, joven licenciada de la escuela de policía, sin duda estaba mejor preparada, pues acababa de pasar dos años en Oslo, rodeada de una atmósfera en la que las cuestiones de política y de sociedad se discutían con acritud. La escena del cruce había puesto de manifiesto que, a pesar de las apariencias, incluso allí se producían tensiones. No sabía nada acerca de esas historias de los samis. Un diputado del populista Partido del Progreso se había mostrado preocupado ante la idea de que un día un tribunal sami pudiera entender exclusivamente en los casos de los samis. «Y luego qué vendrá, ¿un tribunal pakistaní?», exclamó. Ya empezaban a acostumbrarse a las salidas de tono del Partido del Progreso.

La primera visita de aquella mañana sería a Lars Johnsson, el pastor de la iglesia, de marcados rasgos y cabello rizado. El coche de los policías tuvo que abrirse paso en el cruce, aún ocupado por una docena de lapones que proseguían el ritual de la víspera; su vehículo no fue una excepción. Berit Kutsi se echó a un lado al cabo de cinco segundos y saludó a Nina y a Klemet con la mano. Este último circuló a lo largo del «camino del pastor» y detuvo el vehículo en el terraplén situado delante de la suntuosa iglesia de madera roja. El pastor trabajaba en la sacristía.

A Klemet no le gusta ese pastor y se nota, se dijo Nina.

Los policías de Kautokeino se habían repartido los interrogatorios. El inspector Rolf Brattsen y sus hombres se encargarían de hacer la ronda de los parroquianos que solían salir el sábado por la noche. Los jóvenes desocupados se reunían alrededor del billar del pub y a menudo acababan la jornada en una nebulosa etílica en medio de la cual podían cometer muchas tonterías. Según Brattsen, nunca eran cosas graves: cubos de la basura volcados, vecinos a los que despertaban, carreras de coches o de motonieves sobre el lago helado, disparos contra farolas, chicas maltratadas o a las que quizás habían forzado un poco. Interrogaría a esos inútiles uno a uno y enseguida sabría si alguno de ellos había hecho alguna trastada en el Centro Juhl. Por su parte, a Klemet y a Nina les correspondía la ronda de los otros, «los políticos», como decía Brattsen con desprecio, el pastor, los representantes del Partido del Progreso y cualquier otro sospechoso potencial.

—Buenos días, Lars, venimos por el tambor —empezó Klemet.

—Ah, el tambor. Imagino que deben de acusarme de haberlo quemado.

El pastor respiró profundamente.

—Traer tambores aquí es una mala idea. ¿Y sabe por qué, señorita? No por el tambor en sí, sino a causa de todo lo que este conlleva. El tambor son almas errantes, es el trance y son los patinazos que lo acompañan, y el medio utilizado para entrar en trance es el alcohol, señorita. El alcohol y las desgracias que provoca. No aceptaré eso jamás —refunfuñó el pastor.

Los dos policías guardaron silencio un instante. El pastor tenía los ojos brillantes y le temblaban las mandíbulas.

—Miren, hicieron falta décadas para sacar a los samis de esa espiral maléfica. Solo la gracia de Dios y el rechazo de las viejas creencias los salvaron. Están bien, créanme, temen a Dios y así debe ser. Un tambor supone el retorno del mal. La anarquía, los estragos del alcohol, las familias destrozadas, el fin de cuanto hemos construido aquí a lo largo de ciento cincuenta años.

Nina sentía que era demasiado ignorante en este asunto como para discutir con el pastor, pero vio que Klemet se removía en su silla.

—No conozco a muchos sami que hoy en día sean aún adeptos del chamanismo —replicó el policía.

El pastor lo fulminó con la mirada.

—¿Y qué vas a saber tú, hombre de poca fe? ¿Desde cuándo te interesas por esas cosas, por la salvación de las almas? Tu familia, sí, pero ¿tú? En tu juventud, frecuentabas más el taller y las fiestas que la iglesia.

—Pastor —lo interrumpió Nina—, lo que queremos saber es quién podría querer robar ese tambor.

—Y quemarlo, ¿verdad? Si yo lo tuviera, lo quemaría de inmediato, ¡se lo aseguro! —De repente se calmó—. Es una imagen, por descontado. Respeto la cultura de nuestros amigos samis… Mientras solo sea cultura, ¿verdad?…

—Habla usted de ello de forma bastante despreciativa —lo cortó Nina.

—¿Despreciativa? No, no, no se equivoque. Pero sé qué se oculta detrás. Conozco el atractivo de las fuerzas maléficas, pues las combato. Nuestro antepasado Laestadius comprendió antes que nadie cómo salvar a los samis. ¡Y no hay que mostrar debilidad!

Volvía a acalorarse.

—Lars, ¿dónde estabas el domingo por la noche?

—¡Klemet, vigila lo que dices! ¿En serio me imaginas yendo a robar ese tambor?

A Nina le pareció que el pastor trataba a su colega con demasiada familiaridad. Y altanería. No le gustaba.

—Limítese a responder —le ordenó Nina en un tono que no pretendía ser amable—. Y no olvide que le está hablando a un agente de policía.

El pastor le dirigió una sonrisa melosa.

—Después de la misa del domingo, siempre paso el resto de la tarde en familia, con mi esposa y mis cuatro hijas. Vamos a dar un buen paseo y nos llevamos zumo de arándanos caliente y pasteles de avena; es el único día de la semana en que comemos pasteles. Mi esposa los hace por la mañana. Y por la noche cenamos temprano un poco de pan con mantequilla, una vez que he acabado de corregir los deberes de las niñas. Más o menos, eso es todo. Después de cenar, leemos la Biblia y nos acostamos temprano. Y así fue también ese domingo; mi esposa y mis hijas se lo confirmarán.

—¿Le ha parecido que la presencia de ese tambor molestara a alguien? —prosiguió Nina.

—Eso creo. Algunos de mis feligreses me hablaron de él. Tal vez no vieron los mismos riesgos que yo, y no se lo puedo reprochar. Son gentes sencillas, como es debido. Porque a Dios le gusta la gente sencilla. Yo los tranquilicé, por supuesto. Como el pastor que está obligado a tranquilizar a sus feligreses. Pero no puedo imaginar a ninguno de ellos cometiendo un delito semejante. Mis feligreses temen a Dios y respetan la ley de los hombres; respondo por ellos —acabó en un tono desafiante.

En Kautokeino no había matones que corrieran por las calles. Bastaba con sacudir a la gente por las buenas. Eso cuando no se trataba de historias de renos, por supuesto, porque en tal caso no funcionaban las mismas reglas. Kautokeino estaba relativamente al margen de historias de drogas. Como en todas partes, había droga, pero los traficantes acostumbraban a ser camioneros de paso.

Rolf Brattsen sabía dónde se daban cita sus sospechosos favoritos cuando no estaban en la escuela o en el trabajo. O sin hacer nada, en el caso de los apuntados al paro. Se dedicaban al hip-hop sami o a tonterías semejantes. Lo mejor, se dijo, sería poder detener rápidamente a uno de ellos. Aunque no pasara a disposición judicial. Antes de esa conferencia de la ONU, causaría un inmejorable efecto en su carrera. A diferencia de la policía de los renos, Brattsen trabajaba vestido de civil. Pero eso no cambiaba nada. Se le reconocía de lejos. El inconveniente de los lugares donde uno ha pasado mucho tiempo, se dijo. Le vino a la cabeza la reflexión de Karl Olsen acerca del número de años transcurridos en la policía. ¿Y qué había ganado? En Kautokeino, siempre saldría perdiendo frente a los samis. El Estado tenía demasiada mala conciencia respecto a su población autóctona, supuestamente maltratada en el pasado. ¡Figúrate! Resultado, uno no podía permitirse pegar muy fuerte. A un figurante, a eso había quedado reducido Rolf, a mero figurante. Detuvo su coche detrás del teatro y se alegró al ver a tres jóvenes de pie fumando y bebiendo cervezas. Ni se movieron cuando Rolf Brattsen se apeó de su vehículo.

Los conocía a los tres. Los había detenido por algunas menudencias. Era su manera de proceder. Había que hacer sentir a esa gente que los tenía vigilados y que al menor descuido les esperaban la comisaría y la celda de desintoxicación. Mantener la presión. Que no se imaginaran que todo les estaba permitido por el hecho de ser samis.

—Qué, ¿muy ocupados?

Los jóvenes siguieron fumando sus cigarrillos liados y se miraron sonrientes. En apariencia, no estaban inquietos, observó el inspector Brattsen.

—¿Habéis pasado un buen fin de semana?

—Sí —acabó por responder uno de ellos, que, a pesar del frío, llevaba zapatillas deportivas.

—¿De fiesta?

—Sí.

—¿En qué fiesta estuvisteis el domingo?

—¿El domingo?

El de las deportivas, que llevaba un anorak Canada Goose de plumas de oca, como muchos jóvenes de allí, parecía reflexionar.

—A una a la que, en todo caso, usted no estaba invitado —contestó con agallas, lo que provocó las risas de sus amigos.

Sus ojos expresaban otra cosa. Podía haber un montón de razones para ello, se dijo Brattsen.

—Mira qué anorak tan bonito —profirió el policía.

El joven no respondió y dio una calada a su cigarrillo.

—¿Puedo echarle un vistazo?

Brattsen examinó el anorak. Tiró de una punta que sobresalía de la manga. Sacó una pluma. La estudió atentamente. Observó con igual atención las de los otros dos jóvenes, que se miraban nerviosos.

—Parece que últimamente ha habido una bandada de ocas salvajes por aquí. Y, sin embargo, no es la época de las migraciones —concluyó Brattsen.

Los tres jóvenes le contemplaban sin comprender.

—Eh, tíos, ¿me tomáis por imbécil? Vuestros anoraks son falsos. Se habrán caído de un camión, imagino.

Su comentario fue acogido con un silencio.

—¡No he oído nada!

—No se le puede esconder nada, inspector —dijo el de las zapatillas deportivas, que había acabado de fumar su cigarrillo y se había metido las manos en los bolsillos.

—Vaya, Erik, hoy pareces decidido a calentarme los cascos. ¿En qué fiesta estuvisteis el domingo?, ¿quién os vio allí?, ¿hasta qué hora os quedasteis?, ¿por dónde volvisteis?, ¿qué otras fiestas había? Quiero saberlo todo, ¡y ahora mismo! Si no, os meteré vuestras falsas plumas de oca por el culo de una en una.

Erik miró rápidamente a sus amigos.

—El domingo solo había una fiesta, donde Arne, en el albergue de juventud.

—¿Cerca del Centro Juhl? Mira tú por dónde. Pues vais a venir a explicarme todo eso con tranquilidad y bien calentitos a la comisaría, chavales.

Cuando los dos policías regresaron al coche, una vez que abandonaron el templo, Nina se volvió hacia su colega.

—Klemet, me ha parecido que tenías un problema con ese pastor.

El policía la miró un buen rato antes de responder. Entonces, se llevó el índice a los labios.

—Chitón. Ahora no. Me vas a estropear el momento más mágico del año.

Ella lo contempló sin entenderlo. Klemet tomó el Finnmark Dagblad del día y le mostró la última página, la del tiempo. Nina comprendió de inmediato y sonrió. Miró su reloj. Faltaba menos de un cuarto de hora. Klemet conducía deprisa. Pasó de largo la comisaría, siguió hasta la salida de Kautokeino y tomó un sendero que serpenteaba por lo alto de la colina que dominaba el pueblo. Finalmente, se detuvo. Ya había aparcados coches y motonieves. Algunos habitantes del pueblo habían extendido pieles de reno y se habían instalado con termos y bocadillos. Unos niños corrían y gritaban; su madre les mandó que callaran. La gente iba abrigada con parkas, mantas y gorros de piel. Algunos daban saltos para entrar en calor. Nadie apartaba la vista del horizonte. El magnífico resplandor se reflejaba cada vez más ardientemente sobre unas pocas nubes que reposaban, indolentes, a lo lejos. Nina estaba fascinada. Consultó su reloj. Las once y trece minutos. En ese instante se veía con nitidez un halo que, de un lado a otro, alteraba el punto del horizonte que cada uno observaba. Nina tuvo el reflejo de llevarse la mano al bolsillo de su mono, pero se contuvo y no le pidió a su colega que le hiciera una foto al ver lo emocionado que estaba. Le tomó discretamente una foto y se volvió para disfrutar del instante. Los niños se habían callado y el silencio era impresionante, a la altura del momento. Nina no conocía ese fenómeno en el sur de Noruega, y, sin embargo, sentía plenamente su poder carnal e incluso espiritual. Se apoyó como Klemet en el coche para regalarse, finalmente, el primer rayo de sol. Volvió la cabeza. Klemet estaba ensimismado, con los ojos entornados. Al sol le costaba elevarse. Permanecía cerca del horizonte. Klemet parecía observar ahora su sombra en la nieve como si descubriera una magnífica obra de arte. Luego los niños volvieron a jugar y los adultos a aplaudir o a saltar con los pies juntos. El sol había cumplido su palabra. Todo el mundo estaba más tranquilo. La espera, cuarenta días sin sombra, no había sido en vano.

Tras el amanecer —y el crepúsculo—, Klemet y Nina fueron a cenar al Villmarkssenter. El nombre del restaurante, el centro de las tierras salvajes, cuadraba con su emplazamiento.

Lejos de la costa, en el interior de Laponia, la población lapona de Kautokeino contaba cerca de dos mil almas. Desde los montes que rodeaban el pueblo, a uno y otro lado del río, la vista se extendía en la distancia a lo largo del vidda, pero no lo bastante, sin embargo, como para hacerse una idea de la extensión real de esa región del tamaño de un país como Líbano. Un millar más de habitantes, también en parte ganaderos de renos, poblaban el resto de esa inmensa zona y vivían en pequeñas aldeas aisladas.

Klemet y Nina eligieron el plato del día, reno fileteado en una salsa marrón con confitura de arándanos rojos y puré, del que ella tomó una foto antes de empezar. Durante toda la comida, hizo gala de una insaciable curiosidad acerca de la gastronomía sami. Cuando se sintió satisfecha, Klemet le dijo lo que andaba pensando desde el primer bocado.

—Nina, no trates de salir en mi defensa en un interrogatorio. Delante del pastor, aún tiene un pase, pero nunca delante de un ganadero. ¿Lo has entendido?

—No, no lo entiendo. Si alguien le falta al respeto a un policía, también me falta a mí al respeto. No puedo hacer oídos sordos.

—No se trata de eso, Nina, pero los samis tienen una relación particular con la autoridad, ya lo descubrirás, quizá. Una relación un poco… chapada a la antigua. Donde los papeles tienen su importancia.

Klemet esperaba que Nina comprendiera entre líneas, pero ella lo miraba y aguardaba a que continuara. Decidió dejarlo allí. Mads, el dueño del restaurante, acudió para servirles café y se sentó a la mesa con ellos.

—¿Cómo van los negocios? —le preguntó Klemet.

—Flojillos. Un francés, algunos camioneros, una pareja de turistas daneses viejos. Lo habitual en esta época del año. Y vosotros, ¿cómo lo lleváis?

—Menos tranquilos que de costumbre en estos meses —le dijo Klemet con una sonrisa—. No te he presentado a Nina, mi nueva colega. Es del sur, de la región de Stavanger.

—Bienvenida, Nina. ¿Te gusta esto?

—Mucho, gracias. Para mí todo es nuevo.

—Y empiezas con un caso curioso, esa historia del tambor…

—Sí, pero en realidad no es de nuestra competencia —le aclaró ella—. Solo echamos una mano. Precisamente, esta tarde vamos a hacer atestados de renos accidentados en Masi. Volvemos a la rutina de la policía de los renos.

—Y además, Mattis aún tiene renos que se pasean por todas partes. Tenemos que llamar a los vecinos para ver cómo están las cosas. Nina, iremos también a la oficina de los renos al volver de Masi para ver el último estado de su manada.

—En cualquier caso, ¡menuda historia con ese tambor! —insistió Mads—. La gente solo habla de eso.

—¿Y qué dice la gente?

—Oh, imagínate, rumores. Hablan de la mafia rusa, de viejos chamanes. Si quieres mi opinión, se trata de delirios. Me pregunto sobre todo qué tenía de particular ese tambor.

—También nos lo preguntamos nosotros —dijo Klemet, haciendo la señal de marcharse.

La breve aparición del sol ya no era más que un lejano recuerdo cuando la patrulla P9 regresó a última hora de la tarde a la comisaría. Nina había cumplimentado por primera vez un atestado de accidente de reno. Le había sorprendido ver el formulario específico, que incluía el dibujo de un reno en el que había que rodear con un círculo las partes del animal accidentadas. Llevaban, además, los pares de orejas cortados con la marca del propietario, que se sumarían a otros pares de orejas en el congelador de la policía de los renos. Constituían las pruebas, pero también la garantía de que el ganadero no podría reclamar dos veces el reembolso del mismo reno.

En la oficina de los renos, les pusieron al día acerca de la situación administrativa de la manada de Mattis. No era boyante. Estaban subiendo al coche cuando sonó el teléfono de Klemet. Este atendió la llamada y colgó rápidamente. Su mirada traslucía una emoción que Nina no le había visto nunca.

—Nos vamos ahora mismo. Al gumpi de Mattis. Han encontrado su cadáver.