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16.30 horas. Kautokeino

Klemet Nango y Nina Nansen llegaron por el sudeste del pueblo. Tomaron «la autopista», como la llamaban en invierno, remontando el ancho río helado que pasaba por en medio de la población, para llegar hasta el centro, donde estaba situada la comisaría. La entrada principal se hallaba junto al Vinmonopolet, la tienda estatal de venta de alcohol al detalle, y no era extraño que los clientes se equivocaran de puerta.

Hacía tiempo que los rayos del sol habían desaparecido del horizonte, pero aún quedaba un vago resplandor azulado. Klemet y Nina dejaron las motonieves en el aparcamiento; cada uno llevó una caja al garaje y luego subieron a la planta donde se encontraban las oficinas.

—Ah, llegáis en el momento oportuno. Va a empezar una reunión en el despacho del Sheriff —les dijo la secretaria de la comisaría al cruzarse con ellos por la escalera—. Con esta historia del tambor, voy muy liada.

—¿Qué tambor?

—Ah, ¿no estás al corriente? Ya te enterarás —dijo ella agitando un fajo de papeles—. Me voy.

Los dos policías fueron a dejar su material y, a continuación, se dirigieron a la sala de reuniones. Les dio la bienvenida la voz de Tor Jensen, apodado el Sheriff por su manera de balancear los hombros y porque cuando vestía de civil llevaba un sombrero de vaquero de piel.

El Sheriff les dejó que se instalaran. Había otros cuatro policías. Klemet Nango se percató de la ausencia de Rolf Brattsen, el adjunto del comisario.

—En la noche del domingo al lunes alguien robó un tambor del Centro Juhl —comenzó Tor Jensen—. Ya sabéis que ese tambor es especial; es el primero que vuelve de forma permanente a Laponia. No soy lapón pero, para ellos, parece que es importante. ¿Es importante para ti, Klemet? Tú eres aquí el único lapón.

—Supongo. Vamos, no lo sé —dijo algo incómodo.

—En cualquier caso, se ha armado un buen jaleo. Los lapones gritan que han vuelto a robarles su identidad, que se les sigue discriminando como siempre, etcétera. En Oslo, como podéis imaginar, están nerviosos, sobre todo porque dentro de tres semanas se celebrará una importante reunión de la ONU sobre poblaciones autóctonas y nuestros amigos son, como bien sabéis todos de carrerilla, nuestra querida población autóctona. ¿Te han enseñado eso en la escuela de policía, Nina? Me sorprendería. En resumidas cuentas, eso pone nerviosos a los amigos de Oslo, pues les gusta ser los primeros de la clase en la ONU, especialmente con la de pasta que llegamos a darles, y no quisieran que les cayera una colleja por un tambor.

—¿Hay alguna idea ya respecto al culpable?

—No —respondió el Sheriff.

—¿Hipótesis? —prosiguió Nina.

—Antes de llegar a eso, empezaremos por el principio.

Entró la secretaria y distribuyó a cada uno cinco hojas grapadas.

—Ese tambor estaba en una caja cerrada —continuó el Sheriff—. Un coleccionista particular lo envió hace poco al museo. El tambor ha desaparecido con la caja. Aparentemente, no falta nada más. Ha habido allanamiento. Hay dos puertas rotas. La de la entrada era de cristal y está destrozada. Foto número uno. Y luego la puerta del archivo. Foto número dos. Ha sido forzada, no sabemos cómo. Hay un plano del lugar. Ya está, apañaos con esto.

Klemet hojeó rápidamente los papeles. El contenido era poca cosa. Una chapuza.

—Recordad: hay una gran presión política de Oslo, pero también de los políticos lapones de aquí. Sin contar con la extrema derecha, que trata de ganar puntos a costa de los lapones y lo exagera todo. Chicos, id al museo a investigar esta historia. Klemet y Nina, estaréis de refuerzo para patrullar la ciudad. Parece que hay movimiento.

—¿Y las hipótesis? —preguntó Nina con una sonrisa amable.

Era la segunda vez en un día en que un interlocutor le daba la callada por respuesta, y eso empezaba a irritarla.

El Sheriff la miró un instante en silencio.

—Todo cuanto sabemos es que una vecina —echó un vistazo al breve informe—, Berit Kutsi, oyó una moto por la noche. Aunque no sea algo anormal con el ir y venir de los ganaderos a todas horas del día y de la noche, es poco habitual en ese sitio. El rastro quedó borrado con la tormenta de nieve. Ah, Rolf se ha hecho cargo del caso. Os veré mañana en la reunión.

—¿Qué tal por el vidda, Klemet? —preguntó el Sheriff una vez que se fueron los demás.

—Vuelve a haber tensiones. Es un mal invierno, muy duro para los pequeños ganaderos. Creo que asistiremos a una escalada de conflictos.

—Klemet, con esa conferencia de por medio estaría bien que no hubiera líos; imagino que ya me entiendes.

Klemet hizo un mohín.

—Cuéntale eso a los renos.

—Y tú cuéntaselo a los ganaderos, es tu trabajo. Mientras, llévate a Nina a dar una vuelta por la ciudad. Y a trabajar, Klemet, no a charlar.

—Me aburres, Sheriff.

—Te conozco, Klemet.

Klemet y Nina recorrieron unos centenares de metros en motonieve a lo largo de la carretera de Alta hasta el cruce. Lo llamaban solo «el cruce», porque era la encrucijada estratégica de Kautokeino. La carretera llegaba desde Alta, en la costa septentrional, y partía hacia Finlandia y luego hacia Kiruna, en Suecia. Los camiones de gran tonelaje la tomaban para ir de norte a sur de Noruega. A pesar de que hubiera que cruzar dos fronteras, tenía la ventaja de ser recta y evitaba pasar por la interminable carretera de los fiordos noruegos. El eje perpendicular no iba tan lejos. Por un lado, al aparcamiento del supermercado, y por el otro, a la carretera que conducía a varias empresas y, más allá, a un imponente templo de madera que sobresalía, algo dominante.

Una decena de personas ocupaba el centro del cruce. La mayoría de ellas lucían la vestimenta tradicional sami, cuyos vivos colores resaltaban sobre la nieve. Dos mujeres ancianas sostenían una pancarta visiblemente confeccionada deprisa y corriendo y que apenas era legible. La pintura de las letras chorreaba. «Devolvednos nuestro tambor». No hace falta decir más, pensó Klemet. Un grupo se hallaba junto a un brasero. La temperatura era un poco más clemente, pues rondaba los veinte grados bajo cero. El frío, sin embargo, era muy intenso debido al viento que soplaba.

Los policías estacionaron en el aparcamiento, junto al brasero. Había poca circulación. Como de costumbre, para ser justos. Una mujer de unos sesenta años se volvió hacia ellos y les ofreció café.

—¿Qué hacéis aquí, Berit? —preguntó Klemet.

Conocía a Berit desde hacía mucho tiempo. Su piel fina armonizaba con el contorno de su cara. Sus pómulos, muy altos, estiraban hacia arriba las mejillas, que solo se arrugaban cuando sonreía. Su rostro emanaba una gran bondad, y sus párpados, ligeramente caídos en los extremos de los ojos, acentuaban una mirada de gran empatía. Conocía a todos los manifestantes. Eran lapones, pero ninguno de ellos era ganadero de renos, aparte de Olaf, el más joven de los presentes. Este se encontraba inclinado frente a la ventanilla abierta de un coche y conversaba con el conductor. En cambio, los otros pastores no tenían tiempo para estar allí. Permanecían en el vidda, vigilando a los renos o durmiendo para recuperarse de una helada noche en vela, como sin duda Mattis en aquel momento. Tratando de olvidar que al cabo de unas horas habría que salir de nuevo al frío, con el viento fustigador, y habría que vestirse con diversas capas de ropa, olvidar la resaca, aventurarse en motonieve por la tundra sin ninguna compañía y confiando en no sufrir un accidente. Más de una vez se había hallado a algún pastor muerto de frío no lejos de su moto, empotrada contra una roca invisible bajo la nieve. Con razón se consideraba que ser pastor de renos era el oficio más peligroso del Gran Norte.

—Mira tú, qué guapa es la chiquilla —dijo Berit riendo—. ¡Vaya elemento que estás hecho, Klemet! No se deje engatusar, chiquilla —añadió dirigiéndose a Nina—. Klemet es un mujeriego. No lo parece, verdad, pero vigile el culo.

Nina miraba a Klemet con una sonrisa algo forzada. El policía se dio cuenta de que la joven parecía sorprendida por la franqueza de la gente del norte, lo que no concordaba con el comedimiento de los escandinavos del sur.

Klemet y Berit se conocían desde la infancia, y ella siempre le había chinchado.

—Berit, ¿has oído la motonieve delante del museo?

—Mira, ya se lo he contado todo a Rolf. Cuando la he oído, he pensado que sería un ganadero que venía del valle del norte, del otro lado de la colina, donde está el centro —precisó Berit a Nina—. En esa dirección hay manadas. Pero la motonieve se ha detenido delante del centro, cosa que nunca sucede de noche, con el motor en marcha y al ralentí.

—¿Qué hora era?

—Sobre las cinco de la madrugada, quizás, o algo más pronto. A menudo me despierto a esa hora y luego me vuelvo a dormir. Pero me ha despertado el ruido del motor al marcharse.

—¿Ha visto la motonieve o a la persona? —preguntó Nina.

—En un momento dado, sus faros han iluminado mi habitación como si fuera de día. En ese momento no he podido ver al piloto. En todo caso, no de cara. Pero al alejarse, de espaldas, me he fijado en que llevaba un mono más bien naranja, sabes, como el de los peones en las obras.

Era poca cosa. Al contrario de lo que pensaba el Sheriff, la desaparición del tambor no traumatizaba a Klemet más de lo normal, al margen del hecho delictivo. Klemet nunca había sido un lapón muy ortodoxo. Había un montón de razones para ello y no le gustaba demasiado removerlas. Y menos aún delante de personas que no eran laponas.

Berit había vuelto al cruce con otros manifestantes que impedían el acceso a la carretera que conducía a la iglesia.

Olaf, el más joven de ellos, pues debía de rondar los cuarenta años, avanzó hacia Klemet con paso firme y enérgico; sus mandíbulas eran poderosas y sus labios, carnosos bajo unos pómulos altos. La media melena ondulada de su cabello moreno contrastaba con el pelo castaño cortado a cepillo de Klemet.

—Mira, ya está aquí la policía.

Hablaba deprisa.

—¿Qué quieres? ¿Ya has encontrado el tambor, Klemet? Señorita, buenos días —dijo a Nina con una mirada seductora.

—Buenos días —respondió ella con una sonrisa educada.

A él, en cambio, no le pareció necesario saludarlo.

—Klemet, si aún tienes algo de sangre lapona, has de comprender que el robo de ese tambor es un verdadero escándalo. ¡Una puñalada trapera! Nosotros, los lapones, no lo aceptaremos jamás. Es la gota que colma el vaso, ¿me entiendes? ¿Puedes entender esto, Klemet, o ya has olvidado que eras lapón?

—Oye, Olaf, baja el tono de voz, ¿de acuerdo?

—¿Ha visto ese tambor? —preguntó Nina.

—No. Creo que iban a exponerlo dentro de unas semanas.

—¿Por qué es tan importante? —prosiguió Nina.

—Es el primer tambor que regresa a Laponia —respondió Olaf, mirando a uno y otro policía—. Durante décadas, los pastores suecos, daneses y noruegos nos persiguieron para confiscar y quemar los tambores de los chamanes. Les daban miedo. Imagínese, permitían hablar con los muertos o curar. Quemaron cientos de tambores. Hoy quedan poco más de cincuenta en todo el mundo, en museos de Estocolmo y en otros lugares de Europa. O en manos de coleccionistas particulares. Pero no hay ninguno aquí, en nuestra propia tierra. ¿No le parece increíble? Y por fin cuando vuelve ese primer tambor, van y lo roban. ¡Es una provocación!

—¿Quién podría tener interés en hacer algo semejante? —continuó Nina.

—¿Quién?

Olaf alzó el mentón y se pasó la mano por el cabello.

—¿Quién tiene interés, en su opinión, en que ese tambor desaparezca? Aquellos que no quieren que los lapones levanten la cabeza, por supuesto.

Klemet observaba a Olaf. El pastor le ponía nervioso con sus aires de superioridad. Aunque fuera ganadero de renos, Olaf Renson siempre encontraba tiempo para participar en ese tipo de manifestaciones. Era todo un caso. Un militante puro y duro de la causa lapona desde mediados de los años setenta. En esa época, varias empresas noruegas, chilenas, australianas y de otros países construyeron yacimientos mineros y pantanos en Laponia. Una de ellas, la chilena Mino Solo, se puso a todo el mundo en contra a causa de sus métodos poco ortodoxos y provocó unas manifestaciones en las que Olaf Renson fue una figura destacada. Allí se forjó una sólida reputación de militante y de justiciero. Regularmente lograba crearle mala conciencia a Klemet.

Dos camiones llegaron al cruce. El paso se hallaba cortado por las dos viejas laponas que, sistemáticamente, se quedaban unos segundos delante de cada vehículo y luego lo dejaban continuar. Los conductores —suecos, por las matrículas— no parecían enfadados. En el otro sentido, varios coches hacían cola. El conductor de un Volvo rojo empezó a hacer sonar el claxon y pronto lo imitó otro. Las viejecitas seguían a su ritmo y permanecían cinco segundos delante de cada vehículo.

Uno de los camiones llegó a la altura del cruce. En la cabina había dos personas. El chófer sueco parecía partirse de la risa y daba palmadas en el codo del pasajero, al que Klemet reconoció. Era Mikkel, un pastor de la zona que trabajaba para los ganaderos más ricos. El conductor bajó el cristal y a pesar del frío apoyó su brazo tatuado en la ventanilla. Klemet no estaba muy lejos y pudo oír cómo gritaba a una de las laponas un sonoro: «Eh, vieja, ¿quieres follar?».

La anciana, afortunadamente, no le entendió. Muerto de risa, el conductor chocó la mano con la de su pasajero y volvió a poner el vehículo en marcha. Klemet meneó disgustado la cabeza. Sentía vergüenza de ellos.

Entre tanto, Olaf había regresado al otro lado del cruce. Erguido, jactancioso, delante del Volvo rojo, miró al conductor de arriba abajo sin decir palabra. Volvió la vista hacia Klemet, como desafiándolo. Luego, como un gran señor, le hizo un signo al conductor para que circulara.

Johan Mikkelsen, el periodista, acababa de llegar. Tendió su micrófono a Olaf, que adoptó una pose indignada. Klemet casi podía leer en sus labios lo que decía. Olaf hacía grandes aspavientos con la mano, con esa postura encorvada que ya le conocía. Al comenzar la entrevista, llegó un minibús tocando la bocina por la calle que había frente al supermercado. El periodista dirigió el micro hacia el claxon. Aquello constituiría un buen efecto de sonido ambiente para el informativo de las seis de la tarde. Del minibús salió un hombre de gran estatura dando voces. Era el pastor de la iglesia. Tenía una cabeza enorme de rasgos duros y, con su poblada barba rubia, parecía un vociferante leñador.

Klemet y Nina atravesaron el cruce.

—¡Despejen la calle inmediatamente! ¿Pero qué se han creído?

El pastor estaba fuera de sí. Los tres viejos manifestantes que cortaban la carretera se apartaron con amabilidad para cederle el paso. El pastor se calmó enseguida.

—¿Qué sucede, amigos míos?

—¡Ay, señor pastor, es por el tambor! —dijo uno de los hombres.

El pastor frunció el ceño.

—El tambor, el tambor. Vamos, amigos, sé que eso del tambor es un fastidio, pero ya lo encontrarán. Vamos, volved a casa y no me cortéis el camino.

Olaf llegó junto al pastor al mismo tiempo que los dos policías y el periodista, que mantenía el micro abierto.

—No es tu camino, pastor, y ese tambor no es un tambor cualquiera, deberías saberlo mejor que nadie, pues fueron tus predecesores quienes quemaron los otros.

Ante el pequeño grupo, la expresión del pastor se volvió melosa, pero se mordía los labios, señal de que se sentía responsable.

—Vamos, hijos míos. Todo eso son cosas del pasado, ya lo sabes, Olaf. Y en cualquier caso, deberías saberlo en lugar de agitar a esa buena gente.

—¿Agitarles? ¡Ese tambor es nuestra alma, nuestra historia!

El pastor estalló de nuevo.

—¡Ese maldito tambor es un instrumento del diablo! Y ustedes, los de la policía, tengan la amabilidad de despejar el acceso al templo. Espero a los fieles.

Klemet no se sentía a gusto con ese pastor. Pertenecía a la secta luterana de los laestadianos, que no eran precisamente compasivos. Aquello le recordaba demasiado a su familia.

—Olaf, podéis seguir manifestándoos, pero desalojad la carretera, ¿de acuerdo? —le ordenó Klemet.

—Ah, el vendido da órdenes —se mofó Olaf—. Siempre del lado de la autoridad, ¿no es cierto, Nango? Al fin y al cabo, llevas uniforme. Vamos, vosotros, dejad paso al señor quemador de tambores.

El pastor lo fulminó con la mirada.

—Y usted, señor pastor, vuelva al templo y guárdese sus comentarios.

Era Nina quien había hablado, y todo el mundo la miró, sorprendido. Olaf le dirigió una sonrisa, pero la atención general ya se dirigía al cruce.

El ruido de las bocinas se había multiplicado. La cola seguía creciendo. Era la hora de la compra. Atrapado entre los otros vehículos, Karl Olsen se desahogaba haciendo sonar el claxon. El granjero estaba colorado de excitación. Vio a Berit Kutsi.

—Dios mío, Berit, diles que me dejen pasar de una vez.

—Ah, les diré que aceleren un poco —contestó Berit al reconocer al granjero.

—Oye, ¿no tenías tú que venir hoy a trabajar a la granja? —le preguntó él muy seco.

El granjero refunfuñó, aceleró con brusquedad y desapareció entre bocinazos.

—No parece muy amable —dijo Nina a Berit.

—Aquí la vida no siempre es amable. Pero los buenos corazones vigilan y soplan sobre el vidda. Id con Dios —saludó Berit al marcharse.