11.30 horas. Laponia central
Nina iba encorvada sobre la motonieve y apretaba el acelerador a fondo. Las ramas de los abedules enanos le fustigaban el rostro. El potente vehículo ascendía por la abrupta pendiente con facilidad. La espesa capa de nieve allanaba el relieve y facilitaba el avance. Llegó al gumpi solo unos segundos después de Klemet y, a media altura de una suave colina enclavada en un pequeño valle. Siempre le sorprendía que los ganaderos pudieran vivir en gumpis tan precarios durante varias semanas y en pleno invierno, con temperaturas que descendían hasta treinta y cinco grados bajo cero e incluso a cuarenta bajo cero, completamente aislados, a decenas de kilómetros del pueblo más cercano. El viento había ido en aumento y nada en aquellas montañas peladas y desérticas parecía frenarlo, aunque el gumpi estaba ligeramente al abrigo, en la falda de la cima.
Tras quitarse el casco, se ajustó el gorro de piel y observó el gumpi. Era una mezcla de caravana y de barraca de obras, pero de tamaño más reducido. De la chimenea de hojalata salía humo. De color blanco, estaba montado sobre unos grandes patines que permitían remolcarlo. Los laterales se habían reforzado con chapas de metal. Era feo, pero poco importaba la estética en medio de la tundra.
Nina contempló el batiburrillo delante del refugio: la motonieve del ganadero, un somero banco para cortar leña con una hacha plantada en uno de los troncos, bidones de hierro o de plástico, dos cajas metálicas apiladas en un remolque de motonieve, trozos de cuerda plastificada aquí y allá e, incluso, la piel y la cabeza de un reno tirados delante del gumpi. La sangre manchaba la nieve. Las vísceras estaban esparcidas entre bolsas de basura desgarradas, sin duda, por un zorro. Nina pasó por la estrecha puerta siguiendo a Klemet, que había entrado sin llamar.
Mattis se incorporó lentamente, restregándose las mejillas.
—Bores —lo saludó Klemet.
Como tenía por costumbre, Klemet había aprovechado que aún había cobertura, junto al lago, para llamar a Mattis y avisarle de su llegada.
Nina avanzó a su vez y se inclinó hacia Mattis.
—Buenos días. Nina Nansen. Acabo de empezar en la policía de los renos, patrulla P9 con Klemet.
Mattis le tendió la mano grasienta y ella se la estrechó con una sonrisa.
La joven policía miró a su alrededor, impresionada por el desorden y la suciedad del lugar. El mobiliario era espartano. A lo largo de la pared, a la izquierda, había unas estanterías repletas de bidones de líquidos de colores, latas de conserva y utensilios colgados de clavos, correas de cuero y cuchillos tradicionales. Pensándolo bien, se dijo Nina, la estantería se encontraba relativamente ordenada. Esos objetos debían de ser muy importantes para el pastor. También había una litera.
A la derecha vio una estufa y un banco-arcón. Entre la litera y el banco, una mesa larga y estrecha. La cama de arriba estaba llena de bolsas de plástico de las que sobresalían prendas de vestir y latas de comida. Cuerdas, mantas, un mono de motorista, un grueso capote de piel de reno, varios pares de guantes y un gorro de piel formaban una verdadera pila sucia y desordenada. Mattis estaba tendido en la cama de abajo, medio cubierto por un grueso saco de dormir extendido sobre pieles de reno. Sobre el saco había varias mantas rasgadas y manchadas de comida y de grasa.
Una gran cacerola hervía a fuego lento sobre la pequeña estufa. A sus pies, otra marmita estaba llena de nieve que se derretía.
Colgados de una cuerda suspendida que atravesaba el gumpi, se secaban dos botines de piel de reno y varios pares de calcetines de dudosa limpieza, así como dos trozos de piel de reno a los que les habían quitado el pelo. Dos pares de gruesas botas de invierno sobresalían de debajo de la estantería.
Nina recorría con los ojos muy abiertos el modesto gumpi. Le habría gustado tomar unas fotos, pero no se atrevía a hacerlo. Estaba sucio, daba repelús. Y era fascinante. Se dio cuenta de que acababa de poner los pies en un mundo desconocido. Aquello sobrepasaba sus entendederas. ¿Cómo se podía vivir así en Noruega, en su propio país? Le recordó un reportaje que había visto en la televisión sobre un campamento gitano en Rumanía. Solo faltaban los niños medio desnudos. Nina se sentía incómoda, aunque no sabía muy bien por qué. En cambio, Klemet parecía a sus anchas, pero él era de esa región. Él la conocía. Eso era una de las caras del reino escandinavo. Klemet le había explicado que Mattis no vivía allí de forma permanente. ¡Pero ni por esas! ¿Era eso Noruega? En el pueblo de Nina, en el sur de Noruega, los pescadores tenían unas cabañas sobre el agua poco más grandes que aquello. Allí guardaban su barca y sus redes. De niña, a veces iba allí a esconderse para observar los grandes barcos de pesca atracados en el pueblo y a los que su madre le prohibía acercarse. Los hombres traen el pecado consigo, le decía. Su madre veía el pecado por todas partes.
Pero en las cabañas de los pescadores no reinaba aquella pobreza. En ese gumpi tampoco, se dijo Nina unos instantes después. Allí se respiraba desamparo.
Su madre habría sabido ocuparse de aquella pobre alma. Siempre sabía qué decisión tomar, distinguir entre el bien y el mal. Nina se preguntó si Klemet se planteaba las mismas reflexiones o si su colega ya estaría curtido. O si pensaba que semejantes condiciones eran normales.
Mattis los contemplaba a los dos con incertidumbre. Tenía una mirada huidiza.
—Menudo susto que me has dado cuando me has telefoneado —le dijo a Klemet, que se instaló frente a él, en la banqueta—. Cuando me has llamado, has dicho «Policía». Vaya canguelo. Habrías podido decir policía de los renos.
Klemet se rio mientras sacaba dos tazas de su mochila.
—Es verdad —prosiguió Mattis—. Si te llama la policía, nunca se sabe en qué marrón te van a meter. Con la policía de los renos, por lo menos, siempre se intuye que no será nada grave. ¿No es cierto?
Klemet parecía contento de su jugada. Sacó una botella de plástico que contenía un líquido transparente.
—¡Ajá! —exclamó Mattis—. ¡A mí no me la vas a pegar!
—No, esta vez es agua —aseguró Klemet.
Mattis se había distendido. Empezó a canturrear, abriendo los brazos hacia Nina, un canto gutural lacerante, entrecortado, áspero a veces, del que Nina no comprendía nada. Debía de ser un yoik de bienvenida. Klemet sonreía escuchándolo.
Nina fue a instalarse en la punta de la banqueta, salpicada de múltiples manchas.
—Antes de sentarte, trae la marmita que hay sobre la mesa —le dijo Mattis.
Nina le dirigió una mirada torva. El otro no había hecho gesto alguno de levantarse.
—Por supuesto —dijo ella sonriendo—. Pareces muy cansado. Era bonito eso que cantabas.
Nina notó que Mattis mostraba signos de ebriedad. No le gustaba ver a la gente en ese estado. Le hacía sentirse incómoda. Se quitó el gorro y buscó un sitio más o menos limpio donde dejarlo; luego se incorporó graciosamente y llevó la marmita hasta la mesa. Sin esperar, Mattis hundió su tenedor en ella y sacó un pedazo de carne que empezó a masticar; la salsa goteaba sobre el saco de dormir, del que no había salido.
—Yo también tenía un tío que era cantante de yoiks —dijo Klemet.
—Sí, es verdad, tu tío Nils Ante era un buen cantante de yoiks.
—Era capaz de improvisar un canto así allí mismo, delante de ti, para describir un lugar, una persona o algo que acababa de ver y que le había llegado a lo más hondo. Incluso cuando hablaba tenía una voz un poco desgarrada. Yo veía cómo le centelleaban los ojos cuando se disponía a cantar.
—¿Y a qué se dedica ahora tu tío?
—Es viejo. Ya no canta.
Klemet hundió un cuchillo para atrapar un trozo de carne, que puso sobre su fiambrera. Nina le dejaba obrar a su aire. Él estaba acostumbrado a tratar con los ganaderos. Con ellos siempre había que tomarse su tiempo, le había dicho. Nina se preguntó si Mattis tenía en verdad derecho a matar a un reno.
Klemet se inclinó sobre la fiambrera, evidentemente sin prisa alguna por entablar conversación, y vio una tibia.
—¿Puedo? —preguntó a Mattis.
El otro asintió con un gesto del mentón mientras sacaba un paquete de tabaco.
Klemet se disponía a partir la tibia de reno de un golpe de mango del puñal cuando el móvil comenzó a sonar.
—¡Satán! —masculló.
Miró un instante el fino hueso, como si aguardara una respuesta de él. Solo lo recubrían unos trozos de carne hervida en agua salada. Enfurruñado, se volvió hacia Mattis. El sami acababa de liarse un cigarrillo. En su barbilla relucían manchas de caldo, y un trocito de carne se había quedado enredado en su barba. Klemet hizo una mueca con el hueso y el puñal aún en mano. Entre timbre y timbre del móvil solo se oía aquel insensato viento siberiano que helaba el Finnmark desde hacía dos días. Como si los treinta grados bajo cero no fueran bastante.
Mattis aprovechó para sacar un bidón de tres litros de debajo de su cama. Lo dejó sobre la mesa y llenó su taza.
El teléfono seguía sonando. Incluso en pleno vidda, a veces disponían de cobertura telefónica.
De repente, el teléfono dejó de sonar. Klemet miró la pantalla y no dijo nada. Nina lo contempló con insistencia. Su compañero acabó por tenderle el móvil. Nina leyó el nombre que allí aparecía.
—Llamaré más tarde —dijo escuetamente Klemet.
Era evidente que los ganaderos se ponían enseguida nerviosos y se impacientaban cuando dos manadas se mezclaban.
Mattis empujó el bidón hacia Klemet.
—No, gracias.
Miró a Nina, que le dijo que no con la cabeza y le dio las gracias con una sonrisa. Mattis vació la mitad de su taza y entornó los ojos con una mueca.
Klemet volvió a coger la tibia y la partió en dos. Se la tendió a Nina. Ya no había ni rastro de la sonrisa en la cara de la joven, que se había puesto cómoda, medio tendida sobre la banqueta, y se había abierto un poco el mono. En el gumpi reinaba una temperatura casi aceptable.
—¿Te apetece?
—No —respondió ella secamente.
Sentía que, al final, no iba a librarse de la broma favorita de Klemet.
Él se llevó el hueso despacio a la boca, observándola fijamente. Aspiró de forma ruidosa una porción de tuétano y se limpió con la manga. Le guiñó un ojo a Mattis y se volvió hacia Nina con los ojos brillantes.
—¿Sabes que esto es la Viagra de los lapones?
Con una mirada ambigua, Mattis examinaba a uno y otro policía, hasta que Klemet se echó a reír.
Nina lo contempló. Sí, pensó, ya se lo había oído por lo menos en dos ocasiones durante aquellos cuatro días de patrulla.
Mostrando una boca desdentada, también Mattis se carcajeó con una risa de loco que sorprendió a Nina. Este tomó, a su vez, el hueso y aspiró el tuétano con avidez.
—¡Ja, ja, la Viagra de los lapones!
Reía sin poder parar, con la boca muy abierta y los dientes cariados a la vista. De su boca saltaban trozos de carne. Nina se preguntaba qué hacía ella allí, pero no dejó que ello trasluciera. Sabía que Klemet jugaba un poco con ella y esperaba que supiera no pasarse de la raya. Se sentía aún demasiado novata en ese entorno de ganaderos para decirle a Mattis lo que pensaba.
El ganadero le tendió el hueso chorreante a Nina, mientras de la comisura de los labios le caía la baba.
—¡Venga, vamos, la Viagra de los lapones!
Y se echó de nuevo a reír mientras dirigía un rápido vistazo a Klemet. Luego se lanzó a cantar otro yoik, puntuando sus efectos con la mano y con la mirada puesta en Nina, aunque cabía suponer que no la veía realmente. Klemet parecía divertirse con aquella situación. Se enjugaba los lagrimales y observaba a Mattis con una sonrisa.
Sentada aún en un extremo de la banqueta, Nina había doblado las rodillas bajo su mentón y cruzado los brazos alrededor de las piernas. Vestida con el mono de motorista, no era algo tan sencillo. Era su posición de enfurruñada. Ponía mala cara, pero por diplomacia gratificó al ganadero con una educada sonrisa que expresaba su rechazo. Estaba claro que este no debía de ver a menudo a mujeres por allí.
—Pues yo me siento ya en plena forma —insistió Klemet con una mirada pícara a Nina.
Y Mattis volvió a ponerse a reír palmeándose los muslos.
—Sí que es guapa, sí —exclamó.
Klemet se incorporó de repente y se sirvió un cucharón de caldo. Al verlo serio de nuevo, Mattis dejó de reír de golpe. Nina se había inclinado para servirse un café, tras rechazar el caldo de reno. Mattis contempló de reojo y con insistencia a la joven, cuyo jersey azul marino marcaba groseramente la forma de sus senos. Luego miró un instante a Klemet y bajó la vista.
Nina se sentía incómoda. Aquel ganadero, con su aire libidinoso, le repugnaba, aunque sabía que sobre todo debía inspirarle piedad.
—Resulta, Mattis, que tus renos han cruzado la carretera. ¿Sabes que están en las tierras de Johan Henrik? Nos ha llamado.
A Mattis le sorprendió el brusco cambio de Klemet. Lo examinó, nervioso, y luego a Nina, pasando de su cara a sus senos.
—¿Ah, sí? —dijo con aparente inocencia.
Se frotaba la nuca, escudriñando a Klemet de reojo.
El teléfono volvió a sonar. Klemet lo cogió sin dejar de mirar a Mattis y colgó aún más rápido que antes. Esta vez, en la pantalla se leía que la llamada provenía de la comisaría de Kautokeino. Deberían esperar.
—¿Y bien? —prosiguió Klemet.
Nina observó al ganadero. Tenía los pómulos altos y el mentón prominente, el rostro de rasgos marcados y una barba bastante poblada para un lapón. Cuando se disponía a hablar, daba la impresión de que iba a comenzar con una mueca, con los ojos entornados y el labio inferior encabalgado sobre el superior; luego abría una boca y unos ojos muy grandes. A pesar del repelús que le inspiraba aquel hombre, Nina se sentía bastante fascinada. Nunca había conocido a un personaje así. En su pequeño pueblo del sur, a orillas de un fiordo a dos mil kilómetros de allí, no se veía a gente como él. ¡No existía!
—Pues no sé.
Klemet abrió su mochila y sacó unos mapas militares a escala 1:50 000. Apartó la marmita y las latas de judías llenas de colillas. Mattis aprovechó para apurar su taza, con una nueva mueca, y acto seguido volvió a llenarla al ras.
—Mira, estamos aquí. Esto es el río y ahí está el lago por el que tú te diriges al norte durante la trashumancia. En estos momentos, Johan Henrik tiene a sus renos aquí y aquí, en los bosques.
—¿Ah, sí? —dijo Mattis con un bostezo.
—Y los tuyos han cruzado por el río.
—El río…
Rio, hipó y volvió a ponerse serio.
—Ya, pero es que mis renos no saben leer los rastros, ¿sabes?
—Mattis, entiendes perfectamente lo que quiero decir. Tus renos no deben estar en ese lado del río. Sabes que esta primavera será de nuevo un infierno cuando tú y Johan Henrik tengáis que separar las manadas. Os pelearéis, como de costumbre. Ya sabes el trabajo que comporta separarlas.
—Y vigilarlas cuando uno está solo, en pleno invierno en la tundra, ¿acaso no lleva mucho trabajo?
—¿Dónde están tus pastos de invierno? —preguntó Nina.
La joven policía tenía aún una visión teórica de la cría de renos, adquirida rápidamente durante su formación en Kiruna. De niña, a menudo había pastoreado las pocas ovejas que su madre criaba. Lo hacía por puro placer, pues estas apacentaban solas al fondo del fiordo. En su casa, ser pastor no era un oficio, sino, como mucho, un pasatiempo. Que uno tenga que pasar la noche en plena tormenta helada para cuidar unos renos le parecía increíble. Necesitaba basarse en datos concretos y mesurables para comprender.
Mattis volvió a bostezar, se frotó los ojos y bebió un trago de aguardiente. Ignoró así la pregunta de Nina.
—¿Y por qué Johan Henrik se queja tanto? —dijo mirando a Klemet—. No tiene más que llevar sus renos hacia la colina. Él tiene gente.
—Mattis —dijo Nina—, te he preguntado dónde están tus pastos.
La joven había hablado muy tranquila. No podía imaginar que Mattis hubiera pasado por alto expresamente su pregunta.
—Sí, tiene gente —respondió Klemet—, pero de todas formas estás en sus tierras. Así son las cosas. Eres responsable de tu manada.
—¿Y qué? Esas fronteras no las tracé yo. Eso lo hacen los malditos funcionarios de la oficina de gestión de los renos, con sus bonitos lápices de colores y sus rectas reglas en sus calientes despachos.
Mattis bebió un trago, esta vez sin pestañear. Estaba enfadado.
—Me he pasado casi la noche entera vigilando la manada. ¿Crees que es divertido?
—Mattis, ¿podrías, por favor, mostrarme los límites de tus pastos?
Nina le habló con voz dulce.
—¿No tienes a nadie que te eche una mano? —continuó Klemet.
—¿Echarme una mano? ¿Quién?
—A veces te ayuda Aslak.
—Pues esta vez no. Ha sido un invierno de mierda para todo el mundo. Aún debe de estar de morros. Y encima los renos no tienen suficiente comida. No logran romper el hielo y comer el liquen. Y además estoy harto. Y no tengo dinero para comprarles pienso. Así que mis renos van allí donde hay qué pastar. Se comen el musgo de los troncos de los árboles, en los bosques. ¿Qué puedo hacer yo?
Bebió un trago más largo.
—Pero luego iré a echar un vistazo.
Vació la taza y bostezó largamente.
—¿Quiere la señorita que le lea el futuro?
—A la señorita le habría gustado que le enseñaras los límites de tus pastos.
—Klemet te lo dirá. ¿No quieres saber el futuro? Pues en ese caso me voy a dormir.
Y, sin más cumplidos, volvió a meterse en su saco de dormir.
Klemet alzó la vista y le hizo a Nina una señal de que se marchaban.
Una vez fuera, Klemet fue a echar un vistazo a la motonieve de Mattis, tocó el motor y permaneció un instante observando el vehículo.
—Klemet, ¿por qué Mattis no me contestaba?
—Ya te lo puedes imaginar; aquí el ambiente es muy machista. No están muy acostumbrados a ver mujeres en la tundra en pleno invierno, y menos aún de uniforme. No saben muy bien cómo comportarse.
—Vaya. Y tú sí sabes cómo comportarte.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, nada. Y bien, ¿dónde están los límites de esos pastos? Tu amigo ha dicho que me los enseñarías.
Volvía a nevar, a pesar del frío. Klemet desplegó el mapa sobre el asiento de la motonieve y le mostró a Nina los pastos.
—En ese caso, si lo que ahora necesita es un bosque, podría llevar su manada hacia el noroeste. Allí hay un bosque grande y está en medio de su zona, lejos de Johan Henrik.
—Sí, tal vez. Quizá ya hayan estado allí. Y a lo mejor la mayor parte de su manada se ha quedado. Si quieres, podemos ir a echar un vistazo —dijo Klemet—. Y luego iremos a ver a Johan Henrik.
Volvieron a montarse en las motonieves. Algunos minutos más tarde, Klemet se detuvo en medio del lago. Sabía que en aquel sitio su teléfono tenía cobertura. El primer mensaje era de Johan Henrik. Parecía muy enfadado. El segundo mensaje, de la comisaría de Kautokeino, aún era más seco. La patrulla P9 debía dejarlo todo y regresar de inmediato. Johan Henrik debería seguir esperando.