05.30 horas. Kautokeino
La entrada del museo había sido arrasada. La nieve se colaba por la doble puerta entreabierta. Los cristales rotos se mezclaban con los copos ya endurecidos por el viento glacial.
El haz de los faros de una motonieve que se detuvo bruscamente frente al edificio iluminó la escena.
Con torpeza, debido a su pesada vestimenta, el conductor avanzó dificultosamente hacia la entrada y se frotó de forma enérgica las mejillas tratando de ahuyentar su presentimiento.
Él y su esposa habían aterrizado en aquel espacio ignoto del Gran Norte noruego en la época anterior a la llegada del turismo. Su fascinación por los lapones y su talento como joyeros hallaron en Kautokeino un lugar donde sus dos pasiones podían florecer. A lo largo de los años, Helmut había construido pacientemente con su mujer uno de los espacios más sorprendentes del país: una decena de edificios asimétricos adosados unos a otros, con el valle a sus pies.
Helmut cogió una linterna en la entrada e inició su penoso reconocimiento. Su «ciudad prohibida», como algunos la bautizaron, había desconcertado a ciertos estetas de la laponidad y despertado el recelo de los artesanos sami. No obstante, Helmut aprendió las técnicas laponas para trabajar la plata y se convirtió en uno de los mejores expertos de la región. Gracias a ello, había dado carta de hidalguía a ese arte desperdigado por el nomadismo y le había ofrecido un ambicioso espacio de exposición. El día en que Isak Mattis Sara, jefe de la siida de Vuorje, un poderoso clan lapón al oeste de Karasjok, le trajo la cuna de abedul de su infancia para que la expusiera en el edificio dedicado al modo de vida lapón, comprendió que había ganado la partida. Ahora contaba con una de las mejores colecciones del norte de Europa.
Helmut atravesó la sala siguiente, consagrada a las colecciones de Asia Central. Las joyas de plata y las cerámicas continuaban allí. Todo parecía en orden.
De repente oyó un lejano ruido de pasos sobre los cristales rotos. Debían de venir de la entrada. Se detuvo para escuchar. El eco amortiguado atravesaba las salas. Contuvo la respiración, todo oídos, e, instintivamente, cogió un puñal afgano colgado de la pared y apagó su linterna.
—¡Helmut!
Le llamaban. Exhaló un suspiro de alivio.
—¡Aquí, en la sala afgana! —exclamó a su vez.
Dejó el puñal.
Al cabo de unos segundos, vio aparecer una silueta muy abrigada que avanzaba pesadamente. Por el abombado bulto de la vestimenta, reconoció de inmediato al periodista.
—¡Por Dios, Johan! ¿Qué haces aquí?
—Me ha llamado Berit. Hará media hora, ha visto marcharse una motonieve.
Helmut siguió avanzando, confuso. No parecía faltar nada. ¿Habría roto la puerta un joven borracho? Su impresión aumentó al llegar, por fin, a la última estancia, la «sala blanca», donde se guardaban los tesoros del arte lapón, las piezas de joyería más bellas, de una plata finamente cincelada.
Helmut vio entonces la puerta del almacén. Estaba abierta, con el pomo arrancado. Alguien se había encarnizado con ella. Se le encogió de nuevo el estómago.
Una luz cruda iluminó la amplia estancia. Había cajas apiladas y numeradas en estanterías de pared. El centro estaba ocupado por unas mesas viejas de pino. Todo se encontraba en orden. Bien, bien. Su mirada se dirigió entonces a la primera estantería. Dos cajas contenían unos camellos de cuerno esculpido fabricados en un taller de Kandahar. Perfecto. El estante de encima, sin embargo, estaba vacío. Sintió un fuerte dolor de vientre. ¡El estante no debería estar vacío! La caja había desaparecido.
Al ver el rostro del alemán, el periodista lo comprendió.
—¿Qué falta?
Helmut estaba boquiabierto y tenía una mirada de estupefacción.
—Helmut, ¿qué falta?
El director del centro lo miró, cerró la boca y tragó saliva.
—El tambor —logró articular.
—¡Joder!