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Lunes, 10 de enero

Noche polar

09.30 horas. Laponia central

Era el día más extraordinario del año, el que alumbraba todas las esperanzas de la humanidad. Al día siguiente renacería el sol. Desde hacía cuarenta días, los hombres y las mujeres del vidda sobrevivían con el corazón encogido, privados de esa fuente de vida.

Klemet, policía y racional, y racional por ser policía, veía en ello la intangible señal de un pecado original. ¿Por qué, de lo contrario, se habría de imponer a los seres humanos semejante sufrimiento? Cuarenta días sin arrojar sombra, aplastados contra el suelo como los insectos al arrastrarse.

¿Y si al día siguiente no aparecía el sol? Klemet era racional puesto que era policía. El sol saldría de nuevo. El Finnmark Dagblad, el diario local, incluso había anunciado en su edición de la mañana a qué hora acabaría la maldición. Qué bello era el progreso. ¿Cómo pudieron soportar sus antepasados no poder leer en el periódico que el sol iba a reaparecer tras el fin del invierno? Tal vez no sabían qué era la esperanza.

Al día siguiente, entre las 11.14 y las 11.41 horas, Klemet volvería a convertirse en un hombre con sombra. Y, un día más tarde, conservaría su sombra cuarenta y dos minutos más. Cuando el sol se ponía manos a la obra, las cosas iban deprisa.

Las montañas recuperarían su relieve y su magnificencia. El sol se derramaría por el fondo de los valles, daría vida a perspectivas adormiladas y despertaría la dulce y trágica inmensidad de las mesetas semidesérticas de la Laponia interior.

Pero, de momento, el sol no era más que un brillo de esperanza que se reflejaba en las nubes anaranjadas y rosáceas que corrían por encima de las cumbres de nieve azulada.

Como en todas las ocasiones en que se hallaba frente a ese espectáculo, Klemet pensó en su tío Nils Ante, reconocido como uno de los mejores cantantes de yoiks de la región. Con su punzante canto gutural, su tío relataba los misterios y las maravillas del mundo.

Nils Ante había mecido toda la infancia de Klemet con sus mágicos yoiks, unos cuentos fascinantes que superaban con creces los libros que los pequeños noruegos leían en sus casas. Klemet no había necesitado libros. Había tenido al tío Nils Ante, pero, a diferencia de él, nunca había sabido cantar y estimaba que era indigno describir con palabras la naturaleza que lo rodeaba.

—¿Klemet?

A veces, cuando, al igual que ese día, patrullaba por aquella inmensa meseta desértica llamada vidda, se regalaba una pequeña pausa nostálgica. Sin embargo, abrumado por el recuerdo del yoik y nulo para la poesía, callaba.

—¿Klemet? ¿Me sacas una foto, con las nubes detrás?

Su joven colega le tendió la pequeña cámara que había sacado de su mono azul marino.

—¿Crees que es un momento oportuno para hacer fotos?

—No es peor que fantasear —le respondió ella pasándole el aparato.

Klemet refunfuñó. Ella siempre tenía respuesta para todo. A él, en cambio, las buenas respuestas siempre le venían a la cabeza demasiado tarde. Se quitó las manoplas. Sería mejor acabar con aquello cuanto antes. El cielo estaba despejado y, por ello, el frío era aún más riguroso. La temperatura rondaba los veintisiete grados bajo cero.

Nina se quitó el gorro de piel de foca y pelo de zorro y liberó su cabellera rubia. Se subió a su motonieve y, de espaldas a las compactas nubes, dirigió su amplia sonrisa al objetivo. Sin ser de una belleza despampanante, era graciosa y atractiva, con unos ojos grandes y expresivos que delataban hasta su menor sentimiento. A Klemet eso le parecía muy práctico. El policía tomó la foto mal encuadrada a propósito. Nina había llegado a la policía de los renos hacía tres meses, pero esa era su primera patrulla. Hasta entonces había estado destinada en la comisaría de Kiruna, el cuartel general situado en el lado sueco, y luego en Kautokeino, en el lado noruego.

Harto de sus incesantes peticiones de fotos, Klemet se las apañaba para poner siempre un dedo delante del objetivo. Cuando luego Nina le mostraba el resultado, le explicaba con su amable sonrisa que tenía que procurar colocar los dedos en los lados. Como si él tuviera diez años. No soportaba su tono, pero renunció a poner delante los dedos. Ya encontraría otro recurso.

El viento soplaba ligeramente y, sumado a aquel frío, se convertía rápidamente en una tortura. Klemet echó un vistazo al GPS de su motonieve por puro reflejo, pues conocía aquellas montañas como la palma de su mano.

—Vamos.

Se subió a la motonieve y se puso en camino, seguido de Nina. Al llegar abajo de la colina, recorrió el curso de un arroyo invisible, cubierto de hielo y de nieve. Desplazaba su cuerpo para evitar las ramas de abedul y, a fin de tener la conciencia tranquila, se volvía de vez en cuando para asegurarse de que Nina iba tras él. Había que reconocer, sin embargo, que ella ya dominaba perfectamente el vehículo. Continuaron así una hora y media, encadenando colinas y valles. Al aproximarse a la cima de Ragesvarri, la pendiente era cada vez más abrupta. Klemet se incorporó sobre la moto y aceleró, con Nina detrás. Dos minutos más tarde, se hizo el silencio.

Klemet se quitó el casco, bajo el que llevaba el gorro, y sacó unos prismáticos. De pie sobre el estribo de la motonieve, con una rodilla sobre el asiento, observó largo rato los alrededores, escrutando las crestas de las colinas en busca de manchas movedizas sobre la nieve. Luego sacó un termo y le ofreció café a Nina. Ella avanzó hacia su motonieve, hundiéndose hasta las pantorrillas en la nieve en polvo, y llegó hasta él trabajosamente. Los ojos de Klemet centelleaban con malicia, pero contenía su sonrisa. Esto por la foto, se dijo.

—Parece bastante tranquilo, ¿verdad? —constató ella entre dos sorbos.

—Sí, eso parece. Johan Henrik me ha dicho que su manada empezaba a dispersarse. Sus renos ya no tienen suficiente comida y, si cruzan el río, el testarudo de Aslak volverá a ponerse hecho una furia; conozco a ese tío.

—¿Aslak? ¿El que vive bajo una tienda? ¿Crees que sus manadas se van a mezclar?

—En mi opinión, ya se han mezclado.

El teléfono de Klemet sonó. El policía se tomó su tiempo para colocarse el teléfono debajo de la orejera de su gorro de piel.

—Policía de los renos, Klemet Nango al habla —respondió.

Escuchó un buen rato, al mismo tiempo que sostenía su taza con ambas manos y, entre sorbo y sorbo, asentía de vez en cuando con un gruñido.

—Sí, estaremos allí en unas horas. O quizá mañana. ¿De verdad no has visto ni rastro de él?

Klemet bebió otro sorbo mientras escuchaba, y luego colgó.

—Bueno, finalmente han sido otra vez los renos de Mattis los que se han largado primero. Era Johan Henrik. Dice que ha visto una treintena de renos de Mattis que han cruzado la carretera y están en sus tierras. Vamos para allá.