1693
Laponia central
Aslak trastabilló. Fue un signo de fatiga. Por lo general, su paso era firme. El anciano no soltó su fardo y rodó sobre sí mismo. El lecho de brezo amortiguó el golpe. Un lemming salió disparado. Aslak se incorporó. Echó un vistazo a sus espaldas y estimó la distancia que lo separaba de sus perseguidores. Los ladridos se aproximaban. Le quedaba poco tiempo. Retomó su silenciosa carrera. Su rostro de profundas arrugas y sus sobresalientes pómulos le conferían un aspecto místico. Tenía los ojos febriles. Sus pies hallaron de nuevo el rastro por sí solos. Su cuerpo se desdobló. Sonrió. Respiró más deprisa, hasta que la cabeza le dio vueltas, liviana, y mantuvo la mirada aguzada y el paso infalible. Sabía que no volvería a caerse. Sabía, igualmente, que no sobreviviría a esa noche fastidiosa. Le seguían la pista desde hacía demasiado tiempo. Aquello tenía que acabar. No perdía detalle de cuanto lo rodeaba: la meseta que allí se alzaba, el movimiento de las piedras, la elegante orilla del lago con forma de cabeza de oso y las montañas a lo lejos, peladas, suaves, donde sus ojos distinguían unos renos adormilados. Fluía un torrente. Se detuvo casi sin resuello. Allí. Observó el lugar. El torrente que fluía y desembocaba en el lago, las huellas de renos que se alejaban por la montaña hacia el este, donde el resplandor del sol naciente señalaba el último día de su vida. Se quedó muy serio y agarró el fardo. Un pequeño islote se alzaba en un rincón del lago. Se acercó y cortó con su cuchillo unas ramas de abedul enano. El islote estaba cubierto de brezo y arbustos. Los ladridos se aproximaban. Se descalzó y arrojó al agua las ramas para evitar dejar sus huellas en el cieno. Avanzó así hasta la roca, se encaramó a ella, apartó los brezos y escondió su fardo. Volvió sobre sus pasos y continuó su camino. Ya no temía nada. Los perros seguían a la zaga. Cada vez más cerca de él. Los hombres no tardarían en aparecer tras la cima de la colina. Aslak miró por última vez el lago, el torrente, la meseta y el islote. Los reflejos malvas y anaranjados del sol fileteaban las nubes. Corría y, sin embargo, sentía que sus pasos ya no le hacían avanzar. Pronto le dieron caza los perros, unos dogos que lo rodearon gruñendo sin tocarlo. Permaneció inmóvil. Se había acabado. Los hombres ya estaban allí, sin aliento, con los ojos desorbitados. Transpiraban; tenían aspecto maligno. Sin embargo, en sus ojos había también un destello de temor. Sus túnicas estaban desgarradas, su calzado calado, y se apoyaban en sus bastones. Aguardaban. Uno de ellos se acercó a él. El viejo lapón lo miró. Sabía. Lo había comprendido. Ya lo había visto en el pasado. El hombre evitaba la mirada del lapón y se situó tras él.
Cuando el violento golpe le hizo estallar la mejilla y le partió la mandíbula, el viejo se quedó sin resuello. La sangre brotó a chorros. Cayó de rodillas. Iban a propinarle un segundo bastonazo y el lapón se tambaleaba, conmocionado, a pesar de que había tratado de preparar su cuerpo para ello. Un hombre seco llegó a su lado. El otro detuvo su gesto y dejó su bastón en el suelo. Se quedó atrás. El hombre seco vestía de negro. Miró con frialdad a Aslak, luego al hombre del bastón, que dio dos pasos atrás, rehuyendo la mirada.
—Registradle.
Dos hombres avanzaron, satisfechos de que se hubiera roto el silencio. Le arrancaron el abrigo con brutalidad.
—Vamos, maldito salvaje, no te resistas.
Aslak permaneció en silencio. No ofreció resistencia. Sin embargo, aquellos hombres tenían miedo. El dolor lo vencía. Chorreaba sangre. Los hombres tironearon de él y lo obligaron a bajarse el pantalón de piel de reno, le arrebataron los zapatos y su gorro de cuatro picos, que uno de ellos arrojó a lo lejos tras haber escupido sobre él. El otro cogió su cuchillo de asta de reno y abedul.
—¿Dónde lo has escondido?
El viento soplaba sobre la tundra. Eso le sentó bien.
—¿Dónde, espíritu diabólico? —gritó el hombre de negro con un tono tan amenazador que incluso los que lo acompañaban dieron un paso atrás.
El hombre de negro inició una plegaria silenciosa. El viento había cesado. Los primeros mosquitos habían aparecido. El sol comenzaba a despuntar sobre la montaña. La cabeza del lapón se balanceaba, dolorida. Apenas sintió el golpe cuando el bastón le arrancó media sien.
El dolor lo despertó. Un dolor casi insoportable. Debía de haberle estallado la cabeza. El sol estaba muy alto. Sintió la pestilencia que lo rodeaba. Hombres, mujeres y niños se inclinaban sobre él. Desdentados, harapientos y con la mirada torva. Apestaban a miedo e ignorancia. El lapón estaba tendido en el suelo. Las moscas habían reemplazado a los mosquitos y se apelotonaban sobre sus heridas abiertas.
El hombre de negro avanzó y el reducido gentío se apartó. El pastor Noraeus se plantó ante él.
—¿Dónde está?
Aslak se sentía febril. La sangre empapaba su túnica sucia, cuyo olor lo aturdía. Una mujer le escupió. Los niños se rieron. El lapón pensó en su hijo enfermo, al que había tratado de salvar invocando a los dioses lapones. El pastor abofeteó al chiquillo que estaba más cerca de él.
—¿Dónde lo has metido? —gritó.
Los chavalines se escondieron detrás de sus madres. Un hombre que vestía una blusa azul celeste se aproximó y le habló al oído al pastor. Este permaneció impasible. Luego hizo una señal con la cabeza. El hombre de azul extendió la mano hacia el lapón y otros dos hombres más lo agarraron de las axilas. Aslak exhaló un grito. Su rostro reflejaba el dolor. Los hombres lo arrastraron hacia la casa baja de madera que se utilizaba como sala común del pueblo.
—Mira esos iconos inmundos —vociferó el pastor luterano—. ¿Los reconoces?
Aslak respiraba con dificultad. Sentía que la cabeza iba a estallarle. El calor aumentaba. Las moscas lo picaban una y otra vez de manera insoportable. Su mejilla desgarrada parecía hervir de vida. Los habitantes del pueblo se apretujaban en la sala, en la que el calor era sofocante.
—El cerdo ya está lleno de gusanos —refunfuñó uno de los hombres con un gesto de asco.
Le escupió. El gargajo alcanzó a Aslak como una puñalada.
—Basta —exclamó el pastor—. ¡Vas a ser juzgado, lapón! —gritó de nuevo descargando a la par un puñetazo sobre la maciza mesa de troncos de abeto para que el populacho callara.
Aquella gente le desagradaba profundamente. Solo tenía una cosa en mente, regresar cuanto antes a Uppsala.
—¡Vosotros, a callar! Respetad a vuestro señor y a vuestro rey.
Su maligna mirada se dirigió de nuevo hacia los iconos de los dioses lapones y a la representación de Tor.
—Lapón, ¿te han reportado algún beneficio esos iconos?
Aslak tenía los ojos entrecerrados. Veía de nuevo los lagos de su infancia, las montañas que tantas veces había recorrido, aquella tundra espesa donde le gustaba adentrarse, esos abetos enanos que había aprendido a esculpir.
—¡Lapón!
Aslak mantuvo los ojos cerrados. Se movió ligeramente.
—Han curado —espetó—. Mejor que tu Dios.
Un murmullo recorrió la sala.
—Silencio —vociferó el pastor—. ¿Dónde está tu escondrijo? —gritó—. ¿Dónde está? Dilo, maldito, si no quieres acabar en la hoguera. ¡Habla, criatura, habla de una vez!
—¡A la hoguera, a la hoguera! —gritó una mujer que tenía un chiquillo contra su seno blanco y flácido.
Las otras mujeres la corearon:
—¡A la hoguera, quemadlo!
—¡Silencio, silencio!
—A la hoguera, lapón… ¡A la hoguera! ¡Qué se vaya al infierno!
El pastor transpiraba y deseaba concluir. La pestilencia y proximidad de aquel diablo negruzco con el rostro ensangrentado y la de los cazurros y feos campesinos se le hacía insoportable. Dios le ponía a prueba. Tendría que recordarle a su obispo de Uppsala que en esas tierras vírgenes de Laponia había servido celosamente al Señor cuando no había ningún pastor que quisiera ir allí. Pero ahora ya tenía bastante.
—Lapón —profirió, alzando el tono y el dedo para hacer que la gente callara—, has vivido una vida de pecados y te aferras tercamente a tus supersticiones paganas.
Reinó el silencio, pero la tensión era angustiosa.
El pastor le acercó una gruesa Biblia ilustrada. Su dedo señalaba las palabras acusadoras.
—¡Quién ofrezca sacrificios a otros dioses sufrirá anatema! —gritó súbitamente, con una voz cavernosa que asustó a los presentes.
Una campesina gorda de rostro congestionado exhaló un suspiro y se desvaneció, víctima del calor. Aslak cayó al suelo.
—Este profeta o fabricante de sueños debe morir, puesto que ha predicado la apostasía hacia Yahveh, tu Dios.
Hombres y mujeres se arrodillaron murmurando oraciones, y la chiquillería contempló la escena con los ojos desorbitados; afuera soplaba el viento y arrastraba un aire caliente y pesado.
El pastor había callado. En el exterior ladraban unos perros. Poco después, también enmudecieron. Solo quedaba la pestilencia de la sala común.
—La sentencia ha sido confirmada por el tribunal real de Estocolmo. Lapón, que se cumplan la justicia divina y la real.
Dos individuos mugrientos agarraron a Aslak y lo llevaron sin contemplaciones al exterior. La hoguera ya estaba dispuesta entre la orilla del lago y la decena de casas de madera que formaban el pueblo.
A continuación, ataron a Aslak firmemente al poste que habían tenido que transportar desde la costa, por el río, puesto que en la región no se encontraban troncos de árbol que pudieran cumplir la función requerida. El pastor estaba de pie, estoico, mientras los mosquitos lo picaban.
Los aldeanos no se percataron de la llegada de un muchacho a bordo de una barca cargada de pieles para comerciar. El muchacho comprendió de inmediato el drama que tenía lugar y se quedó inmóvil contemplando la escena. Conocía al hombre que se hallaba en la hoguera. Pertenecía a un clan vecino.
Un campesino acababa de prender fuego a la hoguera. Las llamas alcanzaron rápidamente las ramas. Aslak gimió. Trató de abrir su párpado sano.
Frente a él distinguió el lago y la colina. Consiguió ver la silueta del joven lapón, que parecía petrificado. Las llamas comenzaban a lamerlo.
—¡Ha salvado a los demás, que se salve a sí mismo! —se burló un tuerto al que también le faltaba una mano.
El pastor lo golpeó.
—¡No blasfemes! —le gritó, y volvió a pegarle.
El hombre huyó sosteniéndose la cabeza con su única mano.
—Lapón, lapón, vas a arder en el infierno —gritó mientras se daba a la fuga—. ¡Maldito seas, maldito seas!
Un chiquillo se echó a llorar.
Súbitamente, el lapón chilló. Atrapado por las llamas, deliraba y aullaba con unos gritos inhumanos, punzantes, que eran el alarido de un hombre que ya no era un hombre. El grito se alargó en un borborigmo insoportable hasta que pareció alcanzar una frecuencia más allá del dolor, como si su voz hubiera cambiado de dimensión. Algo parecido a una inesperada armonía se desprendió del mismo, afligida por el sufrimiento pero cristalina para quien sabía filtrar el tormento.
—¡El maldito está cantando a sus dioses! —espetó un aldeano atemorizado llevándose las manos a la cabeza.
El pastor permanecía impasible. Sus ojos acechaban la mirada del lapón, como si este fuera a revelarle a través de las llamas dónde estaba escondido lo que había ido a buscar.
El grito de Aslak petrificó al muchacho lapón de la barca. Reconoció, fascinado y aterrorizado, la voz gutural de un cántico lapón. Era el único allí que podía comprender la letra. El canto, lacerante y gutural, lo transportó fuera del mundo. El yoik se volvía cada vez más entrecortado y precipitado. El lapón condenado a la hoguera infernal quería, en un último impulso, transmitir lo que debía transmitir.
Luego la voz se calló. Se impuso el silencio. El joven lapón también permaneció mudo. Había dado media vuelta remando mientras en su cabeza resonaba la letanía del agonizante. Se le había helado tanto la sangre que se le había hecho palmaria una evidencia. Sabía qué debía hacer. Y qué debería hacer su hijo después de él. Y el hijo de su hijo.