Capítulo 11

Regresaron al día siguiente, después de cenar temprano, caminando como habían venido, y siguiendo el sendero del arrecife, la aldea de Sawle y la caleta de Nampara. Se habían despedido de sus parientes, y de nuevo estaban solos, atravesando juntos el páramo cubierto de brezos.

Conversaron un rato como lo habían hecho la noche anterior, distraídos y confidentes, riendo juntos y silenciosos. Esa mañana había caído una lluvia intensa, sin viento, pero había cesado mientras cenaban, y el cielo estaba limpio. Ahora, de nuevo se había nublado. Había una fuerte marejada.

Demelza se sentía tan alegre porque su prueba había terminado —e incluso podía decirse que de un modo bastante honroso— que apresó el brazo de Ross y comenzó cantar. Daba largos pasos, casi masculinos, para marchar a la par de su marido, pero de tanto en tanto daba saltitos para recuperar el terreno perdido. Armonizaba los saltos con el canto, de modo que su voz se elevaba bruscamente al mismo tiempo que los pies.

Sentada en la orilla bajo el sol

En la Navidad (salto)

En la Navidad (salto)

Sentada a la orilla bajo el sol

En la mañana de Navidad.

Vi llegar (salto) tres barcos

En la Navidad

En la Navidad

Vi llegar (salto) tres barcos

En la mañana de Navidad.

Antes de ponerse el sol, el cielo sombrío se abrió en el horizonte, y el mar y la tierra se inundaron de luz. A causa de la súbita tibieza bajo las nubes bajas, todas las olas cobraron formas desordenadas y avanzaron adoptando perfiles confusos, con las crestas que se alzaban y resplandecían al sol.

Demelza pensó: «sin duda, ahora estamos más cerca que nunca. Qué ignorante era esa primera mañana de junio en que creí que todo era seguro. Incluso esa noche de agosto, después que llegó la sardina, incluso esa vez fue nada comparado con esto. Todo el verano pasado me dije que estaba tan segura como nunca. Lo sentía así. Pero anoche fue distinto. Después de siete horas enteras en compañía de Elizabeth, él aún me quería. Después de una conversación a solas, en que ella le hacía ojitos como una gata, aún vino a mí. Quizás ella no es tan mala. Quizás en realidad no es una gata. Quizá la compadezco. ¿Por qué Francis tiene un aire tan hastiado? Quizá, después de todo la compadezco. La buena de Verity ayudó. Espero que mi bebé no tenga ojos de bacalao como Geoffrey Charles. Creo que estoy adelgazando, no engordando. Confío en que no ocurrirá nada malo. Ojalá no me sintiera tan enferma. Ruth Treneglos es peor que Elizabeth. No le gusta que yo tenga que ver con su marido, el hombre de las liebres y los sabuesos. Como si él me importara. Aunque, la verdad, no me gustaría encontrarlo en un camino oscuro, y yo sola. Creo que ella sintió celos de mí, pero en otro sentido. Quizá quería a Ross por esposo. Sea como fuere, vuelvo a casa, a mi casa, al pelado Jud y la gorda Prudie y la pelirroja Jinny y Cobbledick, el de las piernas largas; vuelvo a casa para engordar y afearme yo también. Y no me importa. Verity tenía razón. Él me será fiel. No porque deba serlo, sino porque lo desea. No debo olvidar a Verity. Seré tan astuta como una serpiente. Me encantaría ir a una de las partidas de naipes de George Warleggan. Quisiera saber si alguna vez podré. Quisiera saber si Prudie recordó que tenía que dar de comer a los terneros. Quisiera saber si quemó el pastel. Quisiera saber si va a llover. Dios mío, quisiera saber si voy a enfermar».

Llegaron a Sawle, cruzaron la barra de piedra y treparon la colina, del otro lado.

—¿Estás cansada? —preguntó Ross, porque ella parecía rezagarse.

—No, no. —Era la primera vez que le hacía esa pregunta.

El sol había descendido, y el cielo se veía oscuro. Después de su breve desorden, las olas se habían reorganizado y avanzaban hacia la playa, mostrando largas concavidades verdes cuando se curvaban para romperse.

De nuevo Ross se sintió feliz —de un modo distinto y menos efímero que antes—. Experimentaba un extraño sentimiento de iluminación. Le parecía que toda su vida había avanzado para llegar a ese eje del tiempo, recorriendo los hilos dispersos de un período de veinte años; desde su propia niñez, cuando corría despreocupado y descalzo al sol, sobre las arenas de Hendrawna, desde el nacimiento de Demelza en la sordidez de un cottage de minero, desde las llanuras de Virginia y la concurrida feria de Redruth, desde los complejos impulsos que habían regido la decisión de Elizabeth en favor de Francis, y desde la sencilla filosofía de la fe de la propia Demelza, todo había concurrido a un mismo propósito, y ese propósito era un momento de iluminación, de entendimiento y totalidad. Alguien —un poeta latino— había definido la eternidad simplemente como esto: aferrar y poseer la integridad de la vida en un momento, aquí y ahora, el pasado y el presente, y lo por venir.

Pensó: si pudiera detener la vida durante un rato, la detendría aquí. No cuando llegue a casa, ni cuando salí de Trenwith, sino aquí, cuando estoy llegando a la cima de la colina, en las afueras de Sawle, y el crepúsculo desdibuja los bordes de la tierra y Demelza camina y tararea a mi lado.

Sabía que muchas cosas reclamaban su atención. Toda la vida era un ciclo de dificultades que había que resolver, y obstáculos que era necesario superar. Pero en esa hora del atardecer de la Navidad de 1787, no le preocupaba el futuro, solo el presente. Pensó: no tengo hambre ni sed, ni lascivia ni envidia; no me siento desconcertado, o cansado, o pesaroso, y no tengo ambiciones. Allí mismo, en el futuro inmediato, está esperándome una puerta abierta y una casa tibia, sillas cómodas y quietud y compañía. Trataré de conservarlo.

En la lenta semipenumbra rodearon la caleta de Nampara y comenzaron la última y breve ascensión, al costado del arroyo, en dirección a la casa.

Demelza empezó a cantar, con picardía y voz grave:

Había un par de viejos, y ambos eran pobres,

Twidl, twidl, twí.

FIN