En definitiva, había sido la velada de Demelza. Había afrontado una prueba severa, y la había pasado con notable éxito. Solo ella sabía que el éxito respondía en parte a las náuseas que había sentido durante la cena, y en parte a cinco copas de oporto en un momento crucial de la velada; y no había revelado a nadie el secreto.
Dos horas después, cuando dieron las buenas noches a sus parientes y subieron la ancha escalera, al lado de la galería de cuadros, Ross tenía conciencia de esta nueva faceta de su carácter que Demelza había revelado. Durante toda la velada Ross se había sentido sorprendido y divertido al mismo tiempo. El encanto, casi podía decirse la belleza de Demelza, con su vestido nuevo y a la moda, la impresión que había provocado; su dignidad serena y discreta durante la cena, precisamente cuando él había esperado verla nerviosa y estirada, o estridente e inmoderada. Demelza en presencia de las inesperadas visitas, escuchando y replicando sin comprometer su propia dignidad, y entonando esas canciones atrevidas con su voz grave y ronca, y el suave acento nativo. Demelza coqueteando con John Treneglos en las narices mismas de Ruth, y para el caso en las del propio Ross.
Demelza, a quien con mucha dificultad y derrochando tacto fue posible alejar de la botella de oporto, una vez que los visitantes se hubieron marchado. (Mientras estaban en un juego de naipes, que la joven no sabía jugar, Ross la había visto deslizarse hacia el aparador y servirse disimuladamente un par de copas. Demelza, que ahora subía serenamente la ancha escalera, al lado del propio Ross, erguida y pulcra con su vestido de seda malva y verde manzana, del cual emergía su cuello fuerte y esbelto, y los hombros blancos como el cogollo de una flor).
Demelza, más distanciada de él de lo que jamás la había visto. Esa noche él se había separado un poco de su mujer, la había visto con ojos diferentes. Allí, sobre un trasfondo desconocido para ella, pero que para Ross representaba asociaciones y normas definidas, ella se había puesto a prueba, y no se la había hallado en falta. Ahora Ross no lamentaba haber aceptado la invitación. Recordaba las palabras de Elizabeth: «Debes presentarla en sociedad, tienes que salir con ella». Incluso eso podía no ser imposible si la propia Demelza lo deseaba. Quizás ambos pudieran iniciar una vida nueva. Se sentía complacido, entusiasmado y orgulloso ante el desarrollo de la personalidad de su joven esposa.
Demelza hipó levemente cuando llegaron al dormitorio. También ella tenía algunas sensaciones diferentes de las habituales. Se sentía como una jarra de sidra que fermenta, desbordante de burbujas y aire, la cabeza aturdida, el humor levantisco, y tan poco interesada en dormir como el propio Ross. Contempló el hermoso cuarto con su empapelado crema y rosado y las cortinas de brocado.
—Ross —dijo—. Me gustaría que esos pájaros no tuvieran tantas pintitas. Los zorzales nunca tienen esas pintas. Si quieren pintar manchas en los pájaros que adornan las cortinas, ¿por qué no usan el color debido? Ningún pájaro tiene pintitas rosadas. Y ningún pájaro tiene tantas.
Se apoyó en Ross, que se recostó sobre la puerta que acababa de cerrar, y le palmeó la mejilla.
—Niña, estás achispada.
—Claro que no. —Demelza recuperó el equilibrio y atravesó la habitación con fría dignidad. Con movimientos un tanto pesados se sentó en un sillón frente al fuego, y se quitó los zapatos. Ross encendió el resto de las velas con la que traía, y después de un intervalo las velas comenzaron a arder e iluminaron toda la habitación.
Demelza permaneció sentada, los brazos detrás de la cabeza, los pies extendidos hacia el fuego, mientras Ross se desvestía lentamente. De tanto en tanto cambiaban algunas palabras, se reían de la versión que ofrecía Ross de las payasadas de Treneglos con la rueca de hilar; Demelza le hacía preguntas acerca de Ruth, los Teague, y los Warleggan. Hablaban en voz baja, con acentos cálidos y confidenciales. Era la intimidad de una limpia camaradería.
La casa se había silenciado. Aunque no tenían sueño, el calor y la comodidad tan agradables orientaban imperceptiblemente los sentidos de ambos hacia el sueño. Ross tuvo un momento de satisfacción completa. Recibía amor, y lo ofrendaba en igual y generosa medida. En ese momento, la relación de ambos esposos no tenía fisuras.
Después de ponerse la bata de Francis, Ross se sentó en el taburete, al lado del sillón que ocupaba Demelza, y extendió las manos hacia el resplandor del fuego.
Los dos callaron.
De pronto, del centro de la felicidad de Demelza surgió una antigua decisión.
—Ross —preguntó—, ¿me comporté bien esta noche? ¿Me comporté como lo habría hecho la señora Poldark?
—Tu conducta fue monstruosa —dijo él—, y un verdadero triunfo.
—No te burles. ¿Crees que fui buena esposa?
—Moderadamente buena. Muy moderadamente.
—¿Canté bien?
—Estabas inspirada.
Otra vez el silencio.
—Ross.
—¿Sí, flor?
—Otra vez capullo —dijo ella—. Esta noche me llamaron flor y florecilla. Espero que dentro de pocos años no empiecen a llamarme arveja o algo por el estilo.
Ross se echó a reír, en silencio pero largamente.
—Ross —volvió a decir Demelza, cuando al fin él recuperó la seriedad.
—¿Sí?
—Si fui buena esposa, tienes que prometerme algo.
—Muy bien —dijo Ross.
—Debes prometerme que antes… antes de Pascua irás a Falmouth y verás al capitán Blamey, para saber si todavía ama a Verity.
Hubo unos instantes de silencio.
—¿Cómo puedo saber a quién ama? —preguntó Ross irónicamente. Se sentía demasiado feliz para discutir con ella.
—Pregúntale. Fuiste su amigo. No mentirá en un asunto como este.
—¿Y luego?
—Si aún la ama, podemos organizar un encuentro.
—¿Y luego?
—Y después no necesitaremos hacer más.
—Eres muy insistente, ¿verdad?
—Solo porque tú eres tan obstinado.
—No podemos arreglar vidas ajenas.
Demelza hipó.
—No tienes corazón —dijo—. Eso es lo que no entiendo. Me amas, pero no tienes corazón.
—Quiero mucho a Verity, pero…
—¡Ah, tus peros! Ross, no tienes fe. Los hombres no comprenden. ¡No tienes la menor idea de lo que le ocurre a Verity! Te lo aseguro.
—¿Y tú?
—No la necesito. Me conozco a mí misma.
—Bien puedes imaginar que existen mujeres distintas de ti.
—¡Ton-te-rías! —dijo Demelza—. No me asustas con tus palabras hinchadas. Sé que Verity no nació para solterona, para secarse y encogerse mientras cuida la casa y los niños de otra persona. Ella preferirá afrontar el riesgo de unirse con un hombre que no sabe controlarse cuando bebe. —Se inclinó hacia delante y comenzó a quitarse las medias.
Él la miró.
—Parece que desde que te casaste conmigo has desarrollado una filosofía.
—No, no es así… nada de eso —dijo Demelza—. Pero sé lo que es el amor.
La observación pareció llevar la discusión a un plano distinto.
—Sí —convino él con voz serena—. Lo mismo digo.
Se hizo un silencio más prolongado.
—Si amas a alguien —dijo Demelza—, no importan algunos roces. Lo que importa es si el otro retribuye tu cariño. Si lo hace, solo puede lastimar tu cuerpo. No herirá tu corazón. Demelza enrolló sus medias e hizo una pelota, y se recostó de nuevo en la silla, al mismo tiempo que acercaba los pies al fuego. Ross levantó el atizador y removió las cenizas y las brasas, hasta que dieron llama.
—Entonces, ¿irás a Falmouth a ver? —preguntó Demelza.
—Lo pensaré —dijo Ross—. Lo pensaré.
Demelza era demasiado sensata para insistir después de obtener esta promesa. Otra lección, por cierto de menor jerarquía, que ella había aprendido en la vida de casada era que si con persistencia y discreción suficiente procuraba engatusar a su marido, en definitiva, a menudo se salía con la suya.
Ahora que estaban más atentos a los pequeños ruidos, les pareció que el silencio de la casa era menos total que un rato antes. Se había convertido en el silencio débil y crujiente de las viejas maderas y pizarras, viejas en la historia de los Poldark y los Trenwith, los seres cuyos rostros olvidados estaban colgados en el vestíbulo desierto, cuyas esperanzas y cuyos amores olvidados habían alentado y florecido aquí. Geoffrey Trenwith, que había construido esa casa con fe y entusiasmo; Claude, profundamente comprometido en la Rebelión de los Evangelios; Humphrey, con su gorguera isabelina; Charles Vivian Poldark, que había regresado herido a su hogar después de surcar los mares; la pelirroja Anna-María; la presbiteriana Joan; actitudes y credos contradictorios; generaciones de niños, poseídos por la alegría de la vida, que habían crecido, habían aprendido y desaparecido. El silencio grávido de la vieja casa era más poderoso que el silencio vacío de la juventud que ella había albergado. Los paneles todavía sentían el roce de la seda enmohecida, las tablas del piso aún crujían bajo la presión del pie olvidado. Durante un momento algo se interpuso entre el hombre y la joven sentados frente al fuego. Lo sintieron, y eso los separó uno del otro, y los dejó a solas con sus pensamientos.
Pero ni siquiera la fuerza del pasado podía separarlos mucho tiempo. En cierto modo, y a causa de la naturaleza del ser de ambos, el antiguo y peculiar silencio dejó de ser un obstáculo y se convirtió en un medio de comunicación. Durante un momento el tiempo los había sobrecogido. Y después, el tiempo volvió a ser su amigo.
—¿Estás dormida? —preguntó Ross.
Ella se movió, y apoyó un dedo sobre el brazo de Ross.
Él se puso de pie lentamente y se inclinó sobre Demelza, tomó el rostro de la joven en sus manos y la besó en los ojos, la boca y la frente. Con una extraña laxitud felina, ella le dejó hacer lo que quería. Y de pronto, el blanco cogollo de la flor se liberó de sus pétalos.
Solo entonces ella elevó sus manos hacia el rostro del hombre, y a su vez lo besó.