La cena comenzó a las cinco y continuó hasta las siete y cuarenta. Fue una comida digna de la época, la casa y la estación. En primer lugar sopa de arvejas, seguida por un cisne asado con salsa dulce; menudillos de ave y bifes de cordero, un pastel de perdices y becardones[12]. El segundo plato fue un budín de ciruelas con salsa de brandy, tartas, pastel de carne y frutas, tortas de manzana, natillas y pasteles; todo regado con vino de oporto, clarete, vino de Madera y cerveza fabricada en casa.
Ross sintió que solo faltaba una cosa: Charles. El vientre rotundo, los eructos más o menos disimulados, el áspero buen humor; en ese momento los restos corporales de esa alma maciza, mediocre, pero no desprovista de bondad, estaban pudriéndose y fundiéndose con el suelo que le había infundido vida y sustento; los humores orgánicos que lo formaban pronto contribuirían a alimentar los espesos pastos de grama que cubrían el camposanto. Pero en esta casa de la que se había alejado pocas noches durante sus sesenta y ocho años de vida, en esa casa persistía el aura tenaz de su presencia, para Ross más visible que el aura de todos los retratos de cuarenta y seis antepasados.
No era tanto que uno sintiera pena por su ausencia; se trataba más bien de la sensación de que era impropio que él no estuviese allí.
Para un grupo tan reducido, el gran salón comedor parecía demasiado espacioso y expuesto a las corrientes de aire; usaron el comedor de invierno, que daba frente al oeste y tenía las paredes revestidas de paneles hasta el cielorraso; además estaba cerca de las cocinas. La casualidad confirió un aire teatral a la llegada de Demelza. Verity se había acercado al gran salón para anunciar que la cena estaba lista. Elizabeth estaba allí, y los cuatro salieron de la sala sonriendo y charlando. En ese momento, Demelza descendía la escalera.
Se había puesto el vestido confeccionado de acuerdo con las indicaciones de Verity, el vestido de seda malva muy clara con las mangas a media altura, levemente abullonado y abierto al frente como una letra A para mostrar el corpiño verde manzana florido y la enagua.
Ross no atinaba a entender bien su apariencia y su actitud. Era natural que se sintiese complacido con ella; jamás la había visto tan encantadora. A su propio y extraño modo, esa noche rivalizaba con Elizabeth, que iniciaba cualquier competencia de ese carácter mostrando ventajas de forma y de color sobre casi todas las restantes mujeres. Cierto desafío originado en la situación había inducido a Demelza a destacar lo mejor que tenía, sus hermosos ojos oscuros, los cabellos bien peinados y atados, la piel olivácea muy pálida, con su cálido y profundo resplandor. Verity estaba francamente orgullosa de ella.
Durante la cena no rompió su miriñaque. A juicio de Ross, exageró su buena conducta, porque picoteó de muchos platos pero casi siempre se abstuvo de consumir la parte principal. Superó a Elizabeth, que siempre comía muy poco; una persona suspicaz hubiera podido pensar que estaba burlándose de su anfitriona. Ross se divertía. Esa noche ella estaba dispuesta a manifestar una conducta impecable.
Demelza era una joven conversadora durante las comidas, y siempre tenía disponible un arsenal de preguntas y reflexiones; pero esta vez apenas intervino en la conversación, rechazó el clarete que los demás bebían y aceptó solo la cerveza producida en la casa. Pero no parecía aburrida, y su actitud era siempre de interés inteligente cuando Elizabeth hablaba de personas a las que Demelza no conocía, o refería una anécdota de Geoffrey Charles. Si se la arrastraba a la conversación, respondía de un modo agradable y natural, y sin afectación. Los ocasionales exabruptos de la tía Agatha aparentemente no la desconcertaban. Demelza miraba a Ross, que estaba sentado al lado de la anciana dama, y él formulaba a gritos la respuesta. Así, tocaba a Ross afrontar la dificultad de hallar una contestación adecuada.
La conversación se orientó hacia la posible verdad del rumor que afirmaba que se había atentado nuevamente contra la vida del rey. Era indudable que el último de estos rumores había sido cierto; en efecto, Margareth Nicholson había tratado de apuñalarlo durante una recepción. Francis formuló algunos comentarios cínicos acerca de la excelente tela usada en la confección del chaleco real. Elizabeth dijo que había oído afirmar que hacía doce meses que no se pagaba a los criados de la casa del rey.
Hablaron de Francia y de la magnificencia de su corte. Francis dijo que le sorprendía que alguien no hubiese intentado clavar un cuchillo en el cuerpo de Luis, que lo merecía mucho más que el granjero Jorge. La reina francesa trataba de hallar en el magnetismo animal una cura para todas sus dolencias.
Verity dijo que pensaba ensayarlo para remediar su catarro, pues se le había dicho que bebiese diariamente medio litro de agua de mar; pero había comprobado que no lo soportaba. El doctor Choake atribuía todos los resfriados a la malignidad del aire: la carne cruda puesta sobre un asta se descomponía en cuarenta minutos, y en cambio, la misma carne mantenida en agua salada permanecía fresca largo tiempo. Ross observó que Choake era una vieja charlatana. Francis señaló que quizás esa afirmación encerraba una verdad literal, dado que Polly se mostraba tan infecunda. Elizabeth orientó la conversación hacia la enfermedad de los ojos de su madre.
Francis bebió diez vasos de oporto durante la comida, pero el vino apenas lo afectó. Ross pensó que había cambiado en comparación con los viejos tiempos, cuando siempre era el primero en caer bajo la mesa. «El muchacho no sabe aguantar la bebida», solía gruñir Charles. Ross miró a Elizabeth, pero la mirada de esta conservaba una expresión serena.
A las ocho menos cuarto, las damas se pusieron de pie y se separaron de los dos hombres, que continuaron bebiendo brandy y fumando sus pipas frente a la mesa colmada de vajilla y restos. Hablaron de asuntos de trabajo; pero no hacía muchos minutos que estaban conversando cuando la señora Tabb apareció en la puerta.
—Señor, acaban de llegar visitantes.
—¿Cómo?
—El señor George Warleggan y el señor y la señora Treneglos.
Ross se sintió contrariado. Esa noche no deseaba ver al siempre triunfante George. Además, tenía la certeza de que Ruth no habría aceptado hacer esa visita si hubiera sabido que él y Demelza estaban allí.
Pero la sorpresa de Francis fue auténtica.
—Por todos los demonios, de modo que visitas en Nochebuena, ¿eh? ¿Dónde los dejó, Emily?
—Están en el salón principal, señor. La señora Elizabeth dijo que usted vendría en seguida y ayudaría a atenderlos. No piensan quedarse mucho tiempo.
—Muy bien. Iremos inmediatamente. —Francis agitó su vaso—. Inmediatamente.
Después que la señora Tabb salió, Francis encendió su pipa.
—Imagínate una visita del viejo George, nada menos que esta noche. Creí que estaba pasando la Navidad en Cardew. Qué coincidencia. Y John y Ruth. Ross, ¿recuerdas cuando solíamos pelear con John y Richard?
Ross recordaba.
—George Warleggan —dijo Francis—. Un hombre notable. Será dueño de la mitad de Cornwall antes de que haya muerto. Él y su primo ya son dueños de más de la mitad de mí mismo. —Se echó a reír—. Codicia la otra mitad, pero no puede tenerla. Hay cosas que no se arriesgan en la mesa de juego.
—¿Su primo?
—Cary Warleggan, el banquero.
—Bonito nombre. Oí decir que es prestamista.
—¡Vaya! ¿Pretendes insultar a la familia?
—La familia tiene demasiado poder para mi gusto. Prefiero una comunidad más sencilla.
—Ross, son los hombres del futuro. No las fatigadas familias del tipo de los Chynoweth y los Poldark.
—No critico su vigor, sino el modo de usarlo. Si un hombre tiene vitalidad, que la use para enriquecer su propia alma, no para adueñarse del alma de otra gente.
—Eso podrá decirse del primo Cary, pero es un poco injusto en el caso de George.
—Concluye tu bebida y vayamos —dijo Ross, que pensaba que Demelza estaba atendiendo a los recién llegados.
—Es bastante extraño —dijo Francis—. No dudo de que los filósofos le aplican un nombre altisonante, pero a mí me parece que no es más que una desagradable perversidad de la vida.
—¿A qué te refieres?
—Oh… —Francis vaciló—. No lo sé. Envidiamos lo que otra persona tiene y no tenemos, aunque en verdad puede ser que ella no lo tenga. ¿Me explico claramente? No, ya me parecía que no. Vamos a ver a George.
Se apartaron de los restos del festín y pasaron al vestíbulo. Mientras lo atravesaban, oyeron risas que venían del salón principal.
—Están convirtiendo mi casa en una feria —dijo Francis—. ¿Es posible que el elegante George se conduzca así?
—Apuesto —dijo Ross— a que es John, el Señor de los Sabuesos.
Entraron y comprobaron que la conjetura de Ross era cierta. John Treneglos estaba sentado frente a la rueca de hilar de Elizabeth. Intentaba ponerla en marcha. Parecía una cosa bastante sencilla, pero en realidad requería práctica, y John Treneglos no la tenía. Conseguía que la rueda girara bien unos instantes, pero entonces la presión de su pie sobre el pedal se hacía irregular, y el brazo quebrado revertía súbitamente sobre sí mismo y se detenía. Mientras la máquina funcionaba bien, reinaba el silencio en la habitación, con la única interrupción de algunos diálogos entre Treneglos y Warleggan. Pero siempre que John equivocaba el movimiento, estallaba una salva de risas.
Treneglos era un hombre vigoroso y desmañado, de treinta años, los cabellos color arena, los ojos hundidos y la cara cubierta de pecas. Se lo conocía como un excelente jinete, un tirador de primer orden, el mejor luchador aficionado de dos condados, y un hombre totalmente obtuso en todos los juegos que exigían esfuerzo mental; y hasta cierto punto un individuo prepotente. Aunque se trataba de una visita social, esa noche vestía una vieja chaqueta de montar de terciopelo marrón, y fuertes pantalones de pana. Acostumbraba vanagloriarse de que incluso en la cama jamás usaba otra cosa que pantalones de montar.
Ross se sorprendió cuando advirtió que Demelza no estaba en la habitación.
—Perdiste —dijo George Warleggan—. Perdiste. Me debes cinco guineas. Hola, Francis.
—Maldición, quiero probar otra vez. Antes fue un ensayo. No me dejaré derrotar por un artefacto ridículo como este.
—¿Dónde está Demelza? —preguntó Ross a Verity, que se hallaba de pie cerca de la puerta.
—Arriba. Quiso quedarse sola un rato, de modo que bajé.
—Lo romperás, John —dijo Elizabeth, con una semisonrisa—. Aprietas demasiado.
—¡John! —exclamó su esposa—. ¡Sal de ahí inmediatamente!
Pero John había estado fortaleciéndose con buen brandy y no le prestó atención. De nuevo puso en marcha la rueda, y pareció que esta vez lo había logrado. Pero de pronto intentó aumentar la velocidad, y el brazo quebrado se invirtió y el aparato se detuvo bruscamente. George lanzó un grito de triunfo y John Treneglos se puso de pie disgustado.
—Otras tres veces y ya podría manejar esa porquería. Elizabeth, debes enseñarme. Bien, toma tu dinero. Es dinero mal ganado y se te atragantará.
—John es tan excitable —dijo la esposa—. Temí que rompiera tu rueca. Creo que todos estamos un poco achispados, y el espíritu de Navidad ha hecho el resto.
Si John Treneglos se desentendía de la moda, no podía decirse lo mismo de la nueva señora Treneglos. Ruth Teague, la jovencita mal vestida del baile de caridad de Pascua, había progresado velozmente. Durante aquel baile Ross había sospechado que en ella había más de lo que se manifestaba a primera vista. Usaba un vestido sin miriñaque, de seda rosada de Spitalfields con lentejuelas de plata en la cintura y los hombros. Era una prenda inapropiada para recorrer el campo, pero no cabía duda de que su guardarropa estaba bien provisto. Ahora, John seguramente se veía obligado a gastar en otras cosas, además de sus cazadores. Y era seguro que el buen hombre ya no se salía siempre con la suya.
—Bien, bien, capitán Poldark —dijo irónicamente Treneglos—. Somos vecinos, y sin embargo venimos a encontrarnos aquí. Por lo poco que te vemos, bien podrías ser Robinson Crusoe.
—Oh, querido, pero él tiene a su Viernes —dijo gentilmente Ruth.
—¿A quién? Oh, te refieres a Jud —dijo Treneglos, destruyendo así la malicia de la observación de su esposa—. Un verdadero mono sin pelaje. Cierta vez se me insolentó. Si no hubiera sido tu criado le habría dado una paliza. ¿Y cómo va la mina? Mi anciano padre está muy envalentonado y habla de salir a palear cobre.
—Nada ambicioso —dijo Ross—, pero hasta ahora bastante satisfactorio.
—Por Dios —dijo George—. ¿Tenemos que hablar de negocios? Elizabeth, trae tu arpa. Cantemos algo.
—No tengo voz —dijo Elizabeth, con su sonrisa dulce y lenta—. Si alguien quiere acompañarme…
—Todos te acompañaremos. —George se mostraba muy cortés—. Se adaptará perfectamente a la noche.
George no demostraba la tosquedad segura de sí misma de John Treneglos, cuyos antepasados se remontaban a Robert, conde Mortain. Era casi inconcebible que una sola generación separase el rudo y áspero viejo que vivía en un cottage, todo el día en mangas de camisa masticando tabaco y que apenas sabía escribir su nombre, de este culto joven vestido con una apretada chaqueta rosa con solapas color ante, un chaleco rosado con botones de oro, y pantalones de nanquín también color ante. El viejo herrero había legado a su nieto a lo sumo algunos rasgos: el rostro de líneas prominentes, los labios gruesos, tensos y posesivos, y el cuello corto sobre los hombros anchos.
—¿Vendrá Demelza? —preguntó en voz baja Ross a Verity—. ¿No estará impresionada por esta gente?
—No, creo que ni siquiera sabe que están aquí.
—Juguemos una mano de faro —dijo Francis—. El sábado tuve muy mala suerte. No es posible que la fortuna me vuelva siempre la espalda.
Pero todos rehusaron. Elizabeth debía tocar el arpa. Habían venido especialmente para oírla tocar. George ya estaba retirando el instrumento de su rincón, y John traía la silla que ella usaba. Estaban convenciendo a Elizabeth, que protestaba y sonreía. En ese momento entró Demelza. Ya se sentía mejor. Acababa de devolver la cena que había comido, y la cerveza que había bebido. El episodio mismo no le había sido grato, pero a semejanza de los antiguos senadores romanos, ahora se sentía mejor. Las ingratas náuseas habían desaparecido junto con los alimentos, y todo estaba en su lugar.
Después que ella entró hubo un momento de silencio. Se advirtió entonces que la mayor parte del ruido era imputable a los invitados. Entonces, Elizabeth dijo:
—Esta es nuestra nueva prima, Demelza. La esposa de Ross.
Demelza se sorprendió al ver el grupo de personas a las cuales ahora debía saludar. Recordaba a Ruth Teague por haberla visto una vez durante una visita a Ross, y dos veces había visto al marido, en el curso de una cacería. El hijo mayor del caballero de Treneglos, uno de los hombres importantes de la vecindad. La última vez que los había visto, ella era una desaliñada moza de la cocina, una jovencita de piernas largas a quien ninguno de ellos hubiera prestado la menor atención. O por lo menos, Ruth no lo habría hecho. Se sintió impresionada por ellos y por George Warleggan, que a juzgar por su traje —así pensó Demelza— debía ser por lo menos hijo de un lord. Pero Demelza estaba aprendiendo muy rápidamente que la gente, e incluso las personas bien educadas como estas, tenían una sorprendente tendencia a aceptar el valor que uno mismo se atribuía.
—Maldito sea, Ross —dijo Treneglos—. ¿Dónde estuviste escondiendo esta florecilla? Ha sido ingrato de tu parte mostrarte tan reservado. Su servidor, señora.
Como contestar «Su servidora, señor» era sin duda un error, además de que se aproximaba demasiado a la verdad, Demelza se contentó con una sonrisa de simpatía. Fue presentada a las otras dos personas, después aceptó un vaso de oporto de Verity y tragó la mitad del contenido cuando la gente no la miraba.
—De modo, Ross, que es tu esposa —dijo Ruth con voz dulce—. Venga a sentarse aquí, querida. Hábleme de usted. En junio todo el condado hablaba de usted.
—Sí —dijo Demelza—. A la gente le encantan las murmuraciones, ¿no es así, señora?
Ruth enrojeció, pero John rugió de alegría y se palmeó el muslo.
—Muy cierto, señora. Brindemos: ¡Feliz Navidad para todos y que ahorquen a los chismosos!
—Estás borracho, John —dijo Ruth con expresión severa—. Si no partimos inmediatamente no podrás montar tu caballo.
—Primero debemos escuchar a Elizabeth —dijo George, que había estado cambiando confidencias con la esposa de Francis.
—¿Usted canta, señora Poldark? —preguntó John.
—¿Yo? —preguntó Demelza, sorprendida—. No. Solo cuando me siento feliz.
—Maldición, ¿acaso ahora todos no nos sentimos felices? —preguntó John—. Señora, tiene que cantar para nosotros.
—¿Sabe cantar, Ross? —preguntó Francis.
Ross miró a Demelza, que movió enérgicamente la cabeza.
—No —dijo Ross.
Pareció que nadie prestaba atención a esa negativa. Alguien tenía que cantarles, y parecía que el asunto recaería en Demelza.
La joven vació apresuradamente su copa, y alguien volvió a llenarla.
—Solo canto para mí misma —dijo—. Quiero decir que no conozco bien las melodías. La señora… quiero decir Elizabeth… debe tocar. Quizá después…
Elizabeth estaba pasando suavemente los dedos sobre el arpa. El escarceo de las notas era como un acompañamiento líquido de la charla.
—Si me cantas algunos compases —dijo Elizabeth—, creo que podré seguir.
—No, no —dijo Demelza, y retrocedió un paso—. Primero tú. Toca primero.
De modo que Elizabeth comenzó a tocar, e inmediatamente el grupo guardó silencio, incluso John y Francis, que habían bebido bastante. Eran todos nativos de Cornwall, y la música tenía sentido para ellos.
Elizabeth tocó primero una pieza de Haendel, y después una breve sonatina de Krumpholz. Los tonos brillantes y punteados llenaron la habitación, y aparte de la música, el único sonido que se oía era el crepitar de los leños que ardían en el hogar. La luz de las velas iluminaba la cabeza fina y juvenil de Elizabeth y sus manos esbeltas, que se movían sobre las cuerdas. La luz formaba un halo alrededor de sus cabellos. Detrás de Elizabeth estaba de pie George Warleggan, robusto, cortés y duro, las manos a la espalda, los grandes ojos castaños muy separados, fijos sin pestañear en la ejecutante.
Verity se había sentado en un taburete, y sobre el piso, al lado, estaba una bandeja con copas. Sobre un trasfondo de cortinas de tabí azul, estaba sentada con las manos unidas sobre las rodillas, la cabeza erguida y mostrando la línea del cuello sobre su pañoleta de encaje. En reposo, su rostro recordaba a la Verity más joven que había sido cuatro años antes. Al lado de su hermana, Francis estaba medio recostado en una silla, los ojos entrecerrados, pero escuchando; y al lado de Francis, la tía Agatha masticaba meditativamente mientras le corría un hilo de saliva por la comisura de la boca. Ella también escuchaba, pero nada oía. Con sus adornos completamente distintos de los que usaba la vieja dama, pero teniendo algo extrañamente en común con ella por la vitalidad de su actitud, estaba Ruth Treneglos. Uno sentía que quizá carecía de belleza, pero que cuando llegara el momento, también ella se resistiría enérgicamente a la muerte.
Junto a Ruth Treneglos estaba Demelza, que acababa de terminar su tercer vaso de oporto y se sentía cada vez mejor, y un poco más lejos Ross, algo distraído, mirando a veces a los presentes con sus ojos azul grisáceos e inquietos. John Treneglos escuchaba distraídamente la música, medio sonriendo a Demelza, que parecía ejercer sobre él una fascinación especial.
La música terminó, y Elizabeth se recostó en el asiento y dirigió una sonrisa a Ross. Los aplausos fueron más serenos que lo que hubiera podido esperarse diez minutos antes. La música del arpa había evocado en ellos algo más fundamental que su bulliciosa alegría. Había aludido, no al regocijo y la diversión navideñas, sino al amor y el pesar, a la vida humana, a sus extraños comienzos y su inevitable fin.
—¡Soberbio! —declaró George—. Aunque hubiéramos cabalgado un trayecto veinte veces más largo, estaríamos más que recompensados. Elizabeth, has hecho vibrar las cuerdas de mi corazón.
—¡Bravo! —dijo John, y los demás lo imitaron.
—Elizabeth —dijo Verity—. Por favor, vuelve a tocar esa canzonetta[13]. Me encanta.
—No sirve si no se la canta.
—Sí, sí, hazlo. Tócala como hiciste el sábado pasado por la noche.
El grupo volvió a guardar silencio. Elizabeth ejecutó una pieza muy breve de Mozart, y después una canzonetta de Haydn.
Cuando concluyó, hubo un momento de silencio.
—Es mi favorita —dijo Verity—. No me canso de oírla.
—Todas son mis favoritas —dijo George—. Y toca como un ángel. Una más, se lo ruego.
—No —dijo Elizabeth, sonriendo—. Ahora es el turno de Demelza. Ahora cantará para nosotros.
—Después de oírte, no puedo hacerlo —dijo Demelza, a quien la última pieza y el fuerte vino habían afectado mucho—. Rogaba a Dios que me hubieran olvidado.
Todos rieron.
—Debemos oír esa pieza y marcharnos —dijo Ruth, mirando de reojo a su marido—. Por favor, señora Poldark, impóngase a su modestia y muéstrenos lo que puede hacer. Todos nos sentimos ansiosos.
Los ojos de Demelza se encontraron con los de Ruth, y le pareció que veía en ellos un desafío. Decidió afrontarlo. El oporto le había infundido el coraje del alcohol.
—Muy bien…
Con un sentimiento de inquietud, Ross vio que se acercaba al arpa y ocupaba el asiento que Elizabeth había abandonado. Demelza no hubiera podido arrancar una sola nota al instrumento, pero el instinto le decía que debía ocupar ese lugar. El resto del grupo la rodeó para escuchar, y en esa posición ella evitó el embarazo de estar de pie y de no saber dónde poner las manos. Pero debía haber cantado diez minutos antes, cuando todos mostraban un ánimo alegre y estaban dispuestos a acompañarla. La ejecución cultivada y precisa de Elizabeth había modificado la atmósfera. No cabía duda de que el contraste sería notorio.
Demelza se instaló cómodamente, enderezó la espalda y rasgó una cuerda con el dedo. Produjo una nota grata y reconfortante. Era como un contraste con Elizabeth. Se había esfumado el halo, y en su lugar aparecía la oscura sustancia de la humanidad.
Miró a Ross; en sus ojos bailoteaba un demonio maligno. Comenzó a cantar.
Su voz levemente ronca, casi de contralto, dulce y al mismo tiempo imperceptiblemente desafinada, no intentaba impresionar por su volumen, y más bien parecía entregar como un mensaje personal lo que tenía que decir.
Para mi amor quise arrancar una bonita rosa
quise arrancar una rosa roja que se abría
el amor que me inunda el corazón quiere mostrar
lo que tu corazón debe saber.
En mi dedo una espina se clavó
en mi dedo la herida está sangrando
rojo es mi corazón herido y olvidado
como tu corazón, que al mío necesita.
Quiero enjugar la roja sangre de mi dedo
mientras dolida espero
sufre mi corazón que anhela unirse
al tuyo en la canción.
Hubo una pausa y Demelza tosió para indicar que había terminado. Se oyeron murmullos de elogio, algunos simplemente corteses, pero otros espontáneos.
—Encantador —dijo Francis, con los ojos entrecerrados.
—Por Dios —dijo John Treneglos con un suspiro—. Me agradó.
—Por Dios —dijo Demelza, mirándolo con ojos chispeantes—. Temí que no le gustara.
—Señora, una respuesta aguda —dijo Treneglos. Comenzaba a comprender por qué Ross había cometido el solecismo de desposar a su criada—. ¿Puede ofrecernos un poco más de eso?
—¿Canciones o respuestas, señor?
—No conocía esa pieza —dijo Elizabeth—. Me emociona mucho.
—Muchacha, quiero decir canciones —contestó Treneglos, mientras levantaba los pies—. Sé que conoce las respuestas.
—John —dijo la esposa—. Es hora de que partamos.
—Estoy cómodo aquí. Gracias, Verity. Francis, este oporto es bueno. ¿Dónde lo conseguiste?
Francis se puso de pie para llenar su copa.
—En la casa Trencrom. Pero últimamente no es tan bueno. Pienso cambiar.
—El otro día compré un oporto aceptable —dijo George—. Lamentablemente, habían pagado impuesto y me cobraron casi tres guineas por trece botellas de litro.
Francis enarcó irónicamente el ceño. George era un buen amigo y un acreedor benévolo, pero no podía privarse de mencionar en una conversación el precio que pagaba por las cosas.
Era casi el único signo que le restaba de sus orígenes.
—Dime, Elizabeth, ¿cómo te arreglas ahora con la servidumbre? —preguntó Ruth, elevando la voz—. Yo tengo muchas dificultades. Mamá me decía esta mañana que no hay modo de satisfacer a los criados. Afirmaba que la generación joven tiene ideas tan absurdas… no aceptan ocupar el lugar que les corresponde.
—Por favor, Demelza, otra canción —pidió Verity—. La que estabas ensayando cuando fui a visitarte. Recuerdas, la canción del pescador.
—Me gustan todas —dijo John—. Condenación, ignoraba que teníamos amigos tan talentosos.
Demelza vació la copa que acababan de llenarle. Pasó los dedos sobre las cuerdas del arpa y les arrancó un sonido sorprendente.
—Tengo otra canción —dijo gentilmente. Miró un momento a Ross, y después a Treneglos, con los párpados entornados. El vino le había encendido los ojos y en ellos se habían metido la mitad de los demonios de un páramo de Cornwall.
Comenzó a cantar, en voz muy baja pero muy clara.
Sospeché que era bonita
sospeché que no era mía
y mi padre afirmó que era ilegal
comprendí que era atrevida
y que a nadie esperaría
la mujer más perversa
y bonita que jamás conocí.
Con la mejor intención
fui a verla al anochecer
dicen que en el amor y la guerra todo está bien
se esfumaron mis buenas intenciones
olvidé las palabras de mi padre
la mujer más perversa y bonita que jamás conocí.
Aquí Demelza hizo una pausa, y durante unos segundos abrió los ojos para mirar a John Treneglos antes de entonar la última estrofa.
Qué tibio era nuestro nido de amor
y el marido no vino a sorprendernos,
dulce e impetuosa era nuestra juventud
y ahora el cuclillo vuelve al nido
cansado de volar
la mujer más perversa y bonita que jamás conocí.
John Treneglos lanzó un rugido de alegría y se palmeó los muslos. Incluso el refinado Francis reía. Demelza se sirvió otra copa de oporto.
—¡Bravo! —dijo George—. Me gusta esa canción. Tiene ritmo ágil y agradable. ¡Y muy bien cantada!
Ruth se puso de pie.
—Vamos, John. Amanecerá antes de que lleguemos a casa.
—Tonterías, querida. —John tiró de la cadena de su cronómetro, pero el reloj rehusaba salir del profundo bolsillo—. ¿Alguien sabe la hora? No pueden ser las diez todavía.
—Señora, ¿no le gustó mi canción? —preguntó Demelza, dirigiéndose a Ruth.
Los labios de Ruth se movieron apenas para hablar.
—Sí, mucho. Me pareció sumamente instructiva.
—Son las nueve y media —dijo Warleggan.
—Por supuesto, señora —dijo Demelza—, me sorprende que usted necesite instrucción en esos asuntos.
Ruth palideció. Podía dudarse de que Demelza comprendiese todo el sentido de su observación. Pero después de beber cinco grandes copas de oporto no se sentía muy inclinada a sopesar el pro y el contra de una observación antes de formularla. Sintió que Ross se acercaba por detrás, y que su mano le tocaba el brazo.
—No me refería a eso. —La mirada de Ruth se desvió—. Lo felicito, Ross, tiene una esposa muy hábil en las artes del entretenimiento.
—No es hábil —dijo Ross, oprimiendo el brazo de Demelza—. Pero aprende con mucha rapidez.
—La elección de tutor significa mucho, ¿verdad?
—Oh, sí —concordó Demelza—. Ross es tan bueno que puede dar cierta educación aun a la más tosca de las mujeres.
Ruth palmeó el brazo de Demelza. Ahora se le ofrecía la oportunidad deseada.
—Querida, no creo que por ahora usted sea la persona más apropiada para juzgar eso.
Demelza la miró y asintió.
—No. Quizá debí decir a todas, excepto a las más groseras.
Verity se interpuso antes de que el diálogo cobrase perfiles más filosos. Los visitantes comenzaban a retirarse. Finalmente había conseguido que John abandonase su silla. Todos pasaron al vestíbulo.
Entre muchas risas y comentarios de último momento, los visitantes se pusieron los abrigos, y Ruth reemplazó sus delicados zapatos por otros de montar, con hebillas. Hubo que admirar su capa de montar, a la última moda. Pasó una media hora mientras se intercambiaban afectuosas despedidas y promesas, y se hacían bromas y se las contestaban. Finalmente, entre el repiqueteo de los cascos, el grupo se alejó por el sendero, y la gran puerta se cerró con fuerte golpe. Los Poldark estaban otra vez solos.