Capítulo 8

En la gran sala, Ross encontró únicamente a Elizabeth y Geoffrey Charles. Estaban sentados frente al fuego, el niño sobre las rodillas de su madre, que le leía un cuento. Ross escuchó la voz medida y cultivada, y se sintió complacido. Pero ella alzó los ojos, vio quién era e interrumpió la lectura.

—Otra vez, mami. Cuéntamelo otra vez.

—Dentro de un rato, querido. Tengo que descansar. Aquí está tu tío Ross, y para variar él te contará un cuento.

—Los únicos que conozco son cuentos verdaderos —dijo Ross—. Y todos son tristes.

—Estoy segura que no todos —dijo Elizabeth—. Tu propia historia debe ser muy feliz, con una mujer tan encantadora.

Ross vaciló, porque no estaba muy seguro de que le agradara comentar la persona de Demelza, ni siquiera con Elizabeth.

—Me alegro de que simpatices con ella.

—Ha cambiado mucho desde la última vez que la vi, hace apenas siete meses, y creo que aún cambiará más. Debes presentarla en sociedad, y salir con ella.

—¿Y afrontar los desaires de mujeres como la señora Teague? Gracias. Prefiero vivir como ahora.

—Eres demasiado sensible. Además, quizás ella quiera salir. Las mujeres saben afrontar esas cosas, y ella es aún tan joven.

—Me costó mucho persuadirla de que viniese.

Elizabeth sonrió, los ojos fijos en los cabellos rizados de su hijo.

—Es comprensible.

—¿Por qué?

—Oh… era una reunión de familia, ¿verdad? Y ella es todavía un poco gauche[11]. Quizás esperaba que nos mostráramos hostiles.

—Otra vez, mami. Otra vez, mami.

—Todavía no. Dentro de un rato.

—Mami, el hombre tiene una marca en la cara.

—Calla, querido. No debes decir esas cosas.

—Pero la tiene. Pero la tiene, mami.

—Y me la lavé muchas veces, y no sale —le aseguró Ross. Cuando vio que el hombre le hablaba, Geoffrey Charles se hundió en un mutismo absoluto.

—Verity ha llegado a quererla mucho —dijo Elizabeth—. Ross, ahora que se ha roto el hielo, debes visitarnos más.

—¿Cómo están tus asuntos? —preguntó Ross—. Ya veo que el pequeño Geoffrey se encuentra muy bien.

Elizabeth adelantó sus pequeños pies enfundados en pantuflas y dejó que su hijo se deslizara del regazo al piso. Allí, el niño permaneció un segundo como dispuesto a huir, pero al ver los ojos de Ross fijos en él se sintió dominado por un nuevo sentimiento de timidez, y hundió el rostro en la falda de la madre.

—Vamos, querido, no seas tonto. Es el tío Ross; como el tío Warleggan, pero un tío verdadero. Es tu único tío, y no debes avergonzarte. Levántate de una vez y salúdalo.

Pero Geoffrey Charles no quería mover la cabeza.

Elizabeth dijo:

—No he estado muy bien de salud, pero todos nos sentimos muy preocupados por mi pobre madre. Los ojos la molestan mucho. El cirujano Park, de Exeter, vendrá a examinarla en Año Nuevo. El doctor Choake y el doctor Pryce creen que se trata de una dolencia grave.

—Lo siento.

—Dicen que es un desarreglo recurrente del ojo. El tratamiento es muy doloroso, le atan al cuello un pañuelo de seda y lo ajustan hasta que casi la estrangulan, de modo que toda la sangre va a la cabeza. Después, la sangran detrás de las orejas. Ahora, fue a descansar un poco con su prima, en Bodmin. Me preocupa mucho.

Ross hizo una mueca.

—Mi padre no confiaba en los médicos. Espero que muy pronto mejore.

Los dos callaron. Elizabeth se inclinó y murmuró al oído de Geoffrey. Durante un momento el niño no reaccionó; después, con una mirada rápida y peculiarmente dirigida a Ross, el pequeño se volvió y salió corriendo de la habitación.

Los ojos de Elizabeth lo siguieron.

—Geoffrey está en una edad difícil —dijo—. Hay que curarlo de sus pequeños caprichos. —Pero su voz tenía un matiz indulgente.

—¿Y Francis?

Una expresión que él jamás había visto se dibujó fugazmente en el rostro de Elizabeth.

—¿Francis? Oh, más o menos bien, gracias, Ross.

—El verano pasó con tal rapidez… pensaba venir a verte. Tal vez Francis te dijo que le hablé una vez.

—Ahora tienes tus propias preocupaciones.

—No excluyen todas las restantes.

—Bien, nosotros hemos conseguido sobrevivir todo el verano —Elizabeth, lo dijo con un tono que concordaba con su expresión. El pronombre personal podía haberse referido a las finanzas de la casa, o a las flaquezas de su propio espíritu.

—No logro entenderlo —dijo Ross.

—Somos como nacemos. Parece que Francis tiene alma de jugador. Si no se anda con cuidado, perderá en el juego todo lo que heredó, y morirá en la pobreza.

Todas las familias, pensó Ross, tenían sus libertinos y sus manirrotos, y la herencia se transmitía con todo lo demás; eran como extraños movimientos de impulso y perversidad. Era la única explicación. Pero Joshua, el propio Joshua, que había sido un hombre bastante excéntrico y que se desvivía por las mujeres, había tenido la sensatez de asentarse cuando conoció a la mujer que necesitaba, y de mantener una línea de conducta hasta que la naturaleza se la había arrebatado.

—¿Dónde pasa la mayor parte de su tiempo?

—Siempre en la casa de los Warleggan. Solíamos divertirnos mucho, hasta que las apuestas llegaron a ser muy elevadas. Desde que Geoffrey nació estuve allí solo dos veces. Ahora ya no me invitan.

—Pero, sin duda…

—Oh, sí, por supuesto, si le pidiese a Francis que me llevara. Pero él dice que se ha convertido en un círculo casi exclusivamente masculino. Asegura que no me gustaría.

Elizabeth contemplaba los pliegues de su vestido azul. Era una Elizabeth nueva, que hablaba con tanta franqueza, con un acento tan objetivo, como si una experiencia dolorosa le hubiese enseñado la lección de mantenerse a cierta distancia de la vida.

—Ross.

—¿Sí?

—Creo que, si quisieras, podrías ayudarme…

—Dímelo.

—Corren rumores acerca de Francis. No tengo modo de saber qué parte de verdad hay en todo eso. Podría preguntar a George Warleggan, pero hay una razón particular que me lo impide. Sabes bien que no tengo derecho a pedirte nada, pero te agradecería muchísimo que intentes descubrir la verdad.

Ross la miró. Había sido poco sensato de su parte ir a esa casa. No podía conversar con esa mujer en una atmósfera de serena intimidad, sin que se repitiesen antiguas sensaciones.

—Haré todo lo que pueda. Y con el mayor placer. Lamentablemente no actúo en el mismo ambiente que Francis. Mis intereses…

—Eso puede arreglarse.

Ross la miró.

—¿Cómo?

—Puedo conseguir que George Warleggan te invite a una de sus fiestas. George simpatiza contigo.

—¿Qué dicen los rumores?

—Que Francis está relacionado con otra mujer. No sé qué verdad hay en ello, pero es evidente que no puedo decidir de pronto que deseo asistir a estas fiestas. No puedo… espiarlo.

Ross vaciló. ¿Elizabeth comprendía lo que estaba pidiendo? Sí, rehusaba espiar personalmente, pero esa sería la tarea de Ross, de hecho, si no en apariencia. ¿Y con qué fin? ¿De qué modo su intervención podía apuntalar un matrimonio, si los cimientos mismos ya estaban carcomidos?

—Ross, no lo decidas ahora —dijo ella en voz baja—. Deja estar la cosa. Piénsalo. Sé que te pido mucho.

El tono de Elizabeth lo indujo a mirar alrededor, y entonces advirtió que Francis entraba en la habitación. A Ross se le ocurrió que quien estuviese un tiempo sentado en esa sala espaciosa y agradable pronto llegaría a identificar los pasos de todos los habitantes de la casa cuando se acercaban a la puerta.

—¿Un tête-à-tête? —preguntó Francis, enarcando el ceño—. ¿Y sin beber, Ross? Nuestra hospitalidad es muy pobre. Te prepararé un ponche que te ayudará a combatir el frío del invierno.

—Ross me explicaba cómo prospera su mina —dijo Elizabeth.

—Dios nos ampare; qué tema de conversación en Nochebuena. —Francis se ocupó en la preparación de la bebida—. Ven a vernos en enero… o quizás en febrero… y hablaremos de eso, Ross. Pero ahora no. Ahora no, te lo imploro. Sería muy tedioso pasar la velada comparando informaciones acerca de las muestras de cobre.

Ross advirtió que su primo había estado bebiendo, aunque los signos eran muy leves.

Elizabeth se puso de pie.

—Cuando los primos están separados mucho tiempo —dijo con expresión agradable—, es difícil hallar temas de conversación. En realidad, Francis, no nos haría daño pensar un poco más en Grambler. Pero ahora debo acostar a Geoffrey. —Se separó de los dos hombres.

Francis se acercó con la bebida. Vestía un traje verde oscuro, y el encaje de los puños estaba sucio. Eso era raro en el inmaculado Francis. No había otros signos del deterioro del libertino. Los cabellos cuidadosamente peinados, como siempre; el corbatín bien ajustado; los gestos revestidos de suprema elegancia. Tenía el rostro más lleno, de modo que parecía más viejo, y había una expresión distraída en su mirada.

—Elizabeth atribuye una tremenda seriedad a la vida —observó—. ¡Aj!, como diría mi padre.

—La elegancia de la expresión es algo que siempre admiré en ti —dijo Ross.

Francis alzó los ojos y sonrió.

—No quise ofender. Estuvimos separados mucho tiempo. ¿Para qué sirve el malhumor en este mundo? Si tuviésemos en cuenta todos los agravios, solo conseguiríamos agriarnos la vida. Bebamos.

Ross aceptó la invitación.

—No tengo agravios. El pasado está muerto, y me alegro de que así sea.

—Tanto mejor —dijo Francis, los labios sobre el borde de su vaso—. Me gusta tu esposa. Después de escuchar a Verity, pensé que me gustaría. Camina como una potrilla nerviosa. Y después de todo, mientras sea una muchacha de espíritu vivaz, ¿qué importa que venga del castillo de Windsor o de los barrios bajos?

—Tú y yo tenemos mucho en común —dijo Ross.

—Así solía creerlo. —Francis hizo una pausa—. ¿Quieres decir en los sentimientos o en las circunstancias?

—Aludo a los sentimientos. Es evidente que desde el punto de vista de las circunstancias me llevas ventaja. La casa y los intereses de nuestros antepasados comunes, la esposa, digamos… que ambos elegimos; dinero suficiente para jugar en la mesa de naipes y el reñidero; un hijo y heredero…

—Alto —dijo Francis—, o me harás llorar de envidia ante mi propia buena suerte.

—Francis, nunca pensé que en tu caso eso representara un peligro evidente.

La frente de Francis exhibía arrugas de preocupación. Dejó sobre la mesa el vaso.

—No, ni en mi caso ni en cualquier otro. La humanidad acostumbra a juzgar a otros sin saber de qué habla. Cree que…

—En ese caso, salva mi ignorancia.

Francis lo miró unos instantes.

—¿Y quejarme en Nochebuena? Dios no lo permita. Te aseguro que te parecería muy tedioso. Como la tía Agatha cuando habla de sus riñones. Termina tu bebida, hombre, y bebe otra copa.

—Gracias —dijo Ross—. A decir verdad, Francis…

—A decir verdad, Ross —Francis lo imitó burlonamente desde la sombra del trinchante—. Todo es como tú dices, ¿verdad? Una hermosa esposa, bella como un ángel… más aún, tal vez un ángel antes que una esposa… el hogar de nuestros antepasados, adornado por sus extraños rostros… oh, sí, ya vi que Demelza los admiraba con la boca abierta… un hermoso hijo educado como es debido: honra a tu padre y recibe la veneración de tu madre, de modo que vivas mucho tiempo en la tierra que el Señor tu Dios te dio. Y finalmente, dinero para malgastar en la mesa de naipes y el reñidero. Malgastar. Me agrada la palabra. Tiene un sonido muy expresivo. Evoca la idea del príncipe de Gales gastando un par de miles de guineas en White.

—Es un término relativo —dijo Ross con ecuanimidad—. Como muchos otros. Si se trata de un caballero rural y vive en los páramos occidentales, cuando gasta cincuenta guineas puede decirse que las malgasta, exactamente como cuando George pierde dos mil.

Francis se echó a reír.

—Había olvidado que hablas por experiencia. Tanto tiempo has representado el papel del agricultor, que lo había olvidado por completo.

—En efecto —dijo Ross—. Yo diría que en nuestro caso el azar es mucho más grave, no solo proporcionalmente, sino porque no tenemos un Parlamento benévolo que vote 160 000 libras esterlinas para pagar nuestras deudas, o 10 000 libras anuales para gastar en la amante del momento.

—Estás bien informado de los asuntos de la corte.

—Las noticias vuelan, trátese de un príncipe o de un caballero local.

Francis se sonrojó.

—¿Qué quieres decir?

Ross alzó su vaso.

—Que este licor calienta bien las entrañas.

—Quizá te desilusiones al saber —dijo Francis— que no me interesa lo que un montón de viejas charlatanas y picadas de viruela murmuran frente a su fuego de turba. Sigo mi camino, y las dejo que se asfixien con los gases ponzoñosos que más les agraden. Ninguno de nosotros está a salvo de sus mordiscos. Ross, recuerda tu propia experiencia.

—Me interpretas mal —dijo Ross—. No me interesan los chismes o los cuentos de las viejas. Pero el interior de una cárcel para deudores es húmedo y hediondo. A nadie perjudicará que lo tengas en cuenta antes de que sea demasiado tarde.

Francis encendió su larga pipa y fumó varios segundos antes de decir palabra. Devolvió al fuego un pedazo de brasa y dejó las tenazas.

—Sin duda, Elizabeth estuvo contándote algo.

—No necesito sus confidencias para conocer una situación que todo el distrito comenta.

—En ese caso, el distrito conoce mejor que yo mis propios asuntos. Tal vez me digas cuál es la solución. ¿Debo unirme a los metodistas y alcanzar la salvación?

—Mi querido amigo —dijo Ross—, me gustas y me interesa tu bienestar. Pero por lo que a mí respecta puedes irte al infierno por el camino más corto. La fortuna puede ofrecer tierras y familia, pero no sensatez. Si quieres perder todo lo que tienes, destrúyelo y que te cuelguen.

Francis lo miró con cinismo un momento, y después dejó su pipa y apoyó una mano sobre el hombro de Ross.

—Has hablado como un Poldark. Nunca fuimos una familia muy amable. Pero maldigamos y disputemos con afecto. Después podemos emborracharnos juntos. Tú y yo, ¡y al demonio con los acreedores!

Ross alzó su vaso vacío y contempló el fondo con expresión grave. El buen humor de Francis bajo el interrogatorio evocaba una cuerda sensible. Fuera cual fuese la causa, la desilusión había encallecido a su primo, pero no había modificado al individuo esencial que él conocía y con quien simpatizaba.

En ese momento entró Bartle trayendo dos candelabros. Las llamas amarillas parpadearon impulsadas por el viento, y fue como si la luz del fuego del hogar se hubiese difundido súbitamente por toda la habitación. La rueca de hilar de Elizabeth se destacó en el rincón, con sus carretes brillantes. Al lado del sofá yacía una muñeca de trapo, con el relleno que le salía del vientre. Sobre un sillón estaba un canasto de mimbre con labores de aguja y un marco con una labor medio terminada. La luz de las velas era cálida y cordial; con las cortinas corridas, el ambiente trasuntaba un sentido de comodidad y serena riqueza.

En la habitación se manifestaban todos los signos de la presencia femenina, y en esos pocos minutos de conversación se había expresado un espíritu masculino profundo que unía a los dos hombres con el vínculo de una comprensión más general, más amplia y más tolerante. Entre ellos se establecía la francmasonería de su sexo, la unidad de la sangre y el recuerdo de antiguas amistades.

En ese momento Ross pensó que una parte de las inquietudes de Elizabeth podía imputarse al eterno espantajo femenino de la inseguridad. Francis bebía. Francis jugaba y perdía. Habían visto a Francis con otra mujer. No era una historia agradable. Pero tampoco muy original. En este caso a Ross se le antojaba inconcebible, y para Elizabeth tenía las proporciones de una tragedia. Pero no era lógico perder el sentido de la perspectiva. Otros hombres bebían y jugaban. Estaba de moda contraer deudas. Otros hombres tenían ojos para admirar la belleza que no les pertenecía por derecho conyugal, y no hacían caso de la belleza conocida que les pertenecía. De ello no se deducía que Francis estaba siguiendo el camino más corto que llevaba a la perdición.

De todos modos era Navidad, y ese día estaba destinado a presenciar la reunión de la familia, no a iniciar una nueva separación.

No era posible ir más lejos. Había que dejar el tema. Ross pensó en Demelza, que estaba en el dormitorio ataviándose, desbordante de juventud y buen ánimo. Abrigaba la esperanza de que la joven no exagerase. Le alegraba que Verity se ocupara de ayudarla. El recuerdo de Demelza reconfortó y animó su espíritu, del mismo modo que la llegada de los candelabros había iluminado la habitación.

Al demonio con las inquietudes ajenas. La Navidad no era el momento apropiado para ese género de cosas. Podía retomar el asunto en enero, si todo eso aún tenía poder suficiente para irritar y perturbar.