Capítulo 7

El otoño se prolongó, como satisfecho de su propia perfección. En noviembre no soplaron los fuertes vientos de costumbre, y las hojas de los altos olmos flotaron en las aguas del arroyo, amarillas, pardas y carmesí, hasta que llegó la Navidad. La vida en Nampara seguía su curso con la misma calma imperturbable. Los dos amantes tan distintos convivían, con armonía y buena voluntad, y trabajaban y dormían y comían, se amaban y reían y coincidían, creando así alrededor una fina concha de actividad que el mundo exterior no intentaba quebrar. La rutina de la vida en común era parte de su felicidad cotidiana.

Jinny Carter llegó a la casa trayendo consigo en un canasto a una niña de ojos azules y cabellos rojos. Trabajaba bien, sin hablar, y la niña no molestaba. Llegaban todas las mañanas a las siete, y a las siete de la tarde Jinny recogía su carga y retomaba el camino de Mellin. Había pocas noticias de Jim. Cierto día Jinny mostró a Ross un mensaje con faltas de ortografía que ella había recibido; escrito por un compañero de celda de Jim, le decía que él estaba bastante bien. Y le enviaba cariños. Ross sabía que Jinny vivía con su madre, y enviaba su sueldo a Jim con toda la frecuencia posible. Uno nunca sabía cuánto se embolsaba el carcelero; y se había necesitado todo el poder de persuasión de la señora Zacky, y su autoridad de madre para evitar que Jinny caminase los cuarenta kilómetros hasta Bodmin, durmiese entre los matorrales y regresara también a pie al día siguiente.

Ross proyectaba hacer ese viaje después de Navidad.

Demelza, aliviada de muchas tareas rutinarias pero siempre muy atareada, tenía más tiempo para tocar la espineta. Ahora podía arrancar al instrumento algunos sonidos agradables, y descubrió que también podía ejecutar ciertas melodías sencillas; y como las conocía bien, además podía cantarlas. Ross dijo que al año siguiente mandaría afinar la espineta y que ella debía recibir lecciones.

La casa de Nampara recibió una sorpresa el veintiuno de diciembre, pues el niño Bartle llegó con una nota de Francis, que invitaba a Ross y a Demelza a pasar la Navidad en Trenwith.

«Estaremos solos», escribía Francis; «es decir, los miembros de nuestra familia. El primo William-Alfred está en Oxford, y el señor y la señora Chynoweth están pasando la Navidad con su primo, el deán de Bodmin. Me parece lamentable que nuestras dos familias no reconozcan en esta celebración su verdadero parentesco. Además, Verity nos ha hablado mucho de tu esposa (nuestra nueva prima) y quisiéramos conocerla. Vengan en la tarde de la víspera de Navidad y quédense unos días».

Ross meditó acerca del mensaje antes de mostrarlo a Demelza. El tono de la nota era cordial, y no suscitaba la impresión de que se había escrito por incitación de otra persona, que podía ser Verity o Elizabeth. Ross no deseaba ensanchar la brecha que aún podía existir, y le parecía lamentable rechazar un gesto cordial y sincero, sobre todo si venía del hombre que había sido su amigo de la infancia.

Por supuesto, las conclusiones de Demelza eran distintas. Para ella, Elizabeth estaba detrás de todo el asunto; Elizabeth los había invitado para examinarla, para conocer a Demelza, para ver cómo se había desarrollado en su condición de esposa de Ross, para poner a Ross en una atmósfera en la cual él comprendería qué error había cometido casándose con una muchacha de clase baja, y para humillar a la propia Demelza con un despliegue de modales refinados.

Pero a esta altura de las cosas Ross había comenzado a comprender que aceptar la invitación tenía ventajas reales. De ningún modo estaba avergonzado de Demelza. Los Poldark de Trenwith nunca se habían aferrado a las convenciones, y Demelza tenía un extraño encanto que no habría podido obtenerse ni siquiera con la más refinada educación que el mundo ofrecía. Como conocía mejor a Elizabeth, no creía que descendiese a un gesto tan trivial de hostilidad, y además, deseaba que ella viese que el propio Ross no se había contentado con un sustituto vulgar.

Pero todo esto no tranquilizaba a Demelza.

—No, Ross —movió la cabeza—. Puedes ir si lo crees necesario, pero yo no. No pertenezco a la misma clase que ellos. Estaré perfectamente en mi casa.

—Por supuesto —dijo Ross—, vamos ambos o ambos nos quedamos. Bartle está esperando, y debo darle un regalo de boda. Mientras subo a buscar dinero, decídete y trata de demostrar que eres una prima que conoce sus obligaciones.

Demelza adoptó una actitud de rebeldía.

—No quiero ser una prima que conoce sus obligaciones.

—En ese caso, una esposa que conoce sus obligaciones.

—Pero Ross, será terrible. Aquí soy la señora Poldark. Puedo dar cuerda al reloj cuando lo deseo, puedo hacerte bromas y tirarte del cabello y gritar y cantar si me agrada, y tocar la vieja espineta. Comparto tu cama, y por la mañana cuando despierto, respiro hondo y tengo grandes pensamientos. Pero allí… no todos son como Verity, tú mismo me lo dijiste. Me harán preguntas, y dirán «caramba, caramba», y me enviarán a comer con Bartle y su nueva esposa.

Ross la miró de reojo.

—¿Crees que son mucho mejores que tú?

—No, no dije eso.

—¿Crees que yo debería avergonzarme de ti?

Cuando discutían, Ross siempre usaba armas que ella no podía contrarrestar. Demelza veía y sentía, pero no atinaba a formular las razones que demostraban el error de Ross.

—Oh, Ross, son gente de tu propia clase —dijo—. Yo no lo soy.

—Tu madre te engendró igual que a ellos la suya —dijo Ross—. Reaccionamos del mismo modo, y tenemos los mismos apetitos y humores. Y ahora, mi humor me dice que debo llevarte a Trenwith esta Navidad. Hace apenas seis meses juraste solemnemente obedecerme. ¿Qué puedes decir a eso?

—Nada, Ross. Excepto que no quiero ir a Trenwith.

Él se echó a reír. Ahora las discusiones entre ellos generalmente terminaban en risas; era una característica grata que realzaba las relaciones de los dos esposos.

Ross se acercó a la mesa.

—Escribiré una nota breve agradeciéndoles y explicándoles que mañana les contestaremos.

Al día siguiente Demelza cedió de mala gana, como solía ocurrir en los asuntos importantes. Ross escribió diciendo que irían la víspera de Navidad, y que pasarían en Trenwith todo el día siguiente. Pero lamentablemente los trabajos de la mina lo obligaban a regresar en la tarde de la Navidad.

Habían aceptado la invitación, de modo que nadie podía sentirse ofendido, pero si la nota de Francis no era del todo sincera, Ross y Demelza no corrían el riesgo de prolongar demasiado su estancia. Demelza tendría oportunidad de reunirse con ellos en un plano de igualdad, pero no se prolongaría demasiado el esfuerzo de exhibir una conducta impecable.

Demelza había aceptado, porque si bien los argumentos de Ross no la convencían, rara vez podía negarse a la insistencia de su marido. Pero hubiera preferido mucho más ponerse en manos del barbero de la mina y permitir que le extrajera seis muelas.

En realidad, no temía a Francis, ni a la anciana tía; Demelza siempre había sabido aprender con rapidez, y a lo largo de todo el otoño había ido afirmándose. El espantajo era Elizabeth. Elizabeth, Elizabeth, Elizabeth. La víspera de Navidad los pasos de Demelza y Ross repetían el nombre mientras cortaban camino a través de los campos que se extendían detrás de la casa, y seguían el sendero a lo largo del arrecife.

Demelza miraba de reojo a su marido, que caminaba junto a ella con su paso largo y desenvuelto, del cual había desaparecido hasta el último atisbo de la cojera. A decir verdad, ella nunca lograba adivinar el pensamiento de Ross; sus reflexiones más profundas se disimulaban bajo ese rostro extraño e inquieto, con su pálida cicatriz en una mejilla, como la marca de una herida espiritual que él hubiera sufrido. Ella sabía únicamente que ahora Ross era feliz, y que ella misma era la condición de su felicidad. Sabía que ambos eran felices juntos, pero ignoraba cuánto duraría ese estado de felicidad, y también intuía que frecuentar a la mujer que antaño él había amado tan profundamente era desafiar el destino.

Sobre todo, la sobrecogía el pensamiento de que tanto dependía de la conducta que ella mostrase los dos días siguientes.

Era un día luminoso, y un viento intenso y frío barría el campo. El mar aparecía liso y verde, y se oía el retumbo de la marejada. La línea larga y pareja de una ola avanzaba lentamente, y luego, cuando la rozaba la áspera brisa del sureste, su larga cresta comenzaba a encresparse como las plumas cortas de un ganso, y se agitaba más y más hasta que toda la línea se desplomaba y el sol de invierno formaba una docena de arco iris con la espuma que se dispersaba en el aire.

En el camino a la caleta de Sawle se vieron demorados por Garrick, que estaba convencido de que Demelza no podía salir sin él, y también de que si insistía lo suficiente, el buen carácter de la joven la llevaría a compartir esa opinión. Cada pocos metros, una áspera voz de mando lo inducía a aplastar sobre el suelo el cuerpo grande y ancho, y allí permanecía en actitud de total y sumisa entrega, mientras un ojo inyectado de sangre, con gesto de reproche, demostraba que el animal aún tenía vida; pero pocos pasos más allá veían que se había incorporado y los seguía con paso tardo y desmañado. Felizmente encontraron a Mark Daniel, que regresaba por el mismo sendero. Mark Daniel no era hombre de soportar tonterías, y fue visto por última vez caminando en dirección a Nampara, y llevando de la oreja a Garrick.

… Atravesaron la faja de arena y piedras de la caleta de Sawle, y se cruzaron con una o dos personas que afablemente les dieron los buenos días, y del otro lado subieron la colina de rocas. Antes de internarse tierra adentro se detuvieron a tomar aliento y a contemplar una bandada de plangas que se zambullían en busca de peces frente a la playa. Las plangas maniobraban más allá de la marejada, y las grandes alas blancas, con las puntas pardas, les permitían mantener el equilibrio a pesar de la fuerza del viento; después se zambullían en picado, desaparecían con un chasquido, y reaparecían a veces con un pececillo que se debatía en el largo pico curvo.

—Si yo fuera un pez —dijo Demelza—, odiaría la vista de una planga. Mira cómo pliegan las alas cuando se zambullen. Y cuando remontan vuelo y no consiguieron nada, qué aire inocente, como si no lo hubiera hecho en serio.

—Nos vendría bien que lloviese —dijo Ross, elevando los ojos al cielo—. Las plantas necesitan crecer.

—Ross, antes de morir me gustaría viajar en barco. Ir a Francia, a Cherburgo, a Madrid, y quizás a América. Supongo que en el mar hay toda clase de pájaros extraños, más grandes que las plangas. Dime, ¿por qué nunca hablas de América?

—El pasado a nadie sirve. Solo importan el presente y el futuro.

—Mi padre conoció a un hombre que había estado en América. Nunca hablaba de otra cosa. Creo que para él era casi un cuento de hadas.

—Francis fue afortunado —dijo Ross—. Pasó un verano entero viajando por Italia y el Continente. Yo creía que me gustaba viajar. Después llegó la guerra y fui a América. Cuando regresé, solo deseaba vivir en mi rincón de Inglaterra. Es extraño.

—Me gustaría ir un día a Francia.

—Podríamos visitar Roscoff o Cherburgo en una de las goletas de Santa Ana. Lo hice cuando era niño.

—Preferiría un barco grande —dijo Demelza—. Y no temer a los hombres de la aduana.

Siguieron su camino.

Verity estaba en la puerta de la casa Trenwith, esperando para recibirlos. Se adelantó corriendo para besar a Ross, y luego a Demelza. Demelza la apretó fuertemente un momento, después respiró hondo y entró.

II

Los primeros minutos fueron difíciles para todos, pero el momento de prueba pasó. Felizmente, tanto Demelza como los habitantes de Trenwith mostraron una excelente conducta. Cuando estaba de humor, Francis tenía cierto encanto natural; y la tía Agatha, fortificada por un vaso de ron de Jamaica y tocada con una de sus mejores pelucas, se mostró afable y tierna. Elizabeth sonreía, y su rostro luminoso parecía más encantador gracias a un delicado sonrojo. Geoffrey Charles, de tres años, se acercó vacilante en su traje de terciopelo y permaneció de pie, el dedo en la boca, mirando a los desconocidos.

Al comienzo la tía Agatha suscitó algunas dificultades, pues negó que le hubieran hablado del matrimonio de Ross, y exigió una explicación concreta. Después, quiso conocer el nombre de soltera de Demelza.

—¿Qué? —dijo—. ¿Carkeek? ¿Cardew? ¿Carne? ¿Dicen que Carne? ¿De dónde viene? ¿De dónde sales, niña?

—De Illuggan —dijo Demelza.

—¿De dónde? Oh, cerca de Bassett, ¿no es así? Seguramente conoces a sir Francis. Dicen que es un joven inteligente, pero le interesan demasiado los problemas sociales. —La tía Agatha se palmeó el vello del mentón—. Ven aquí, flor. No muerdo. ¿Cuántos años tienes?

Demelza permitió que le tomase la mano.

—Dieciocho. —La joven miró a Ross.

—Hum. Bonita edad. Es agradable tener esa edad. —La tía Agatha también miró a Ross, y sus ojillos tenían un aire perverso en medio del ramillete de arrugas—. ¿Sabes cuántos años tengo?

Demelza movió la cabeza.

—Noventa y uno. Los cumplí el jueves pasado.

—No sabía que fueras tan vieja —dijo Francis.

—Muchacho, no lo sabes todo. Noventa y uno el jueves pasado. ¿Qué me dices, Ross?

—Y siempre maravillosa —le dijo Ross al oído.

La tía Agatha sonrió complacida.

—Siempre fuiste un mal muchacho. Como tu padre. He conocido cinco generaciones de Poldark. No, seis. Estaba la vieja abuela Trenwith. La recuerdo bien. Era una Rowe. Muy presbiterianos ellos. Su padre, Owen, era amigo de Cromwell: dicen que fue uno de los cincuenta y uno que firmaron la sentencia de muerte de Ricardo. Durante la Restauración perdieron todas sus tierras. La recuerdo bien. Murió cuando yo tenía diez años. Solía contarme episodios de la Plaga. Aunque ella no la vio.

—Señora, cierta vez tuvimos la plaga en Illuggan —dijo Demelza.

—Después, estuvo Ana-María, mi madre, que se casó con un Poldark. Era hija única. Yo era vieja cuando ella murió. Se casó con Charles Vivian Poldark. Él era un vagabundo. Un inválido que dejó la marina después de la batalla de La Haya, antes de conocer a mamá, y él apenas tenía veinticinco años. Ahí tienes su retrato, capullito. El de la barbita. Demelza miró el retrato.

—Después, estaba Claude Henry, mi hermano, que se casó con Matilda Allen Peter de Treviles. Murió diez años antes que su mamá. Enfermo de vómitos y disipación. Ross, ese fue tu abuelo. Contigo y Francis son cinco, y el pequeño Geoffrey seis. Seis generaciones, y apenas he comenzado a vivir.

Demelza pudo desprender la mano, y se volvió para saludar al niño que la miraba fijamente. Geoffrey Charles era un niñito regordete, de rostro tan liso que uno no alcanzaba a imaginar que podía distenderse en una sonrisa franca. Un niño apuesto, como cabía esperarlo de tales padres.

El encuentro de Ross con Elizabeth después de seis meses no había suscitado un sentimiento tan neutro o indiferente como él había esperado y querido. Ross había pensado que ya podía considerarse inmune, como si su matrimonio y su amor a Demelza hubieran sido la vacuna que lo precavía de cierta fiebre de la sangre, y como si el encuentro hubiese sido un gesto intencional destinado a demostrar la curación. Pero descubrió entonces que Demelza no era una vacuna, aunque bien podía ser una forma particular de fiebre. En el curso de ese primer encuentro se preguntó si, después de todo, el impulso que había movido a Demelza a rechazar esa invitación no era quizá más sensato que su propia actitud.

El encuentro de Elizabeth y Demelza dejó en Ross cierto sentimiento de insatisfacción; la actitud de cada una frente a la otra externamente era muy cordial, y en el fondo muy cautelosa. Ignoraba si el modo en que ambas se trataban podía engañar a otros; en todo caso, sabía a qué atenerse. Ninguna de las dos mujeres se mostraba natural.

Sin embargo, Demelza y Verity habían necesitado varios días para crear una relación amistosa. Las mujeres eran así: por encantadoras que parecieran individualmente, el primer encuentro con otra persona de su propio sexo era un proceso intuitivo de comprobación y búsqueda.

Elizabeth les había reservado uno de los mejores dormitorios, que daba al suroeste, en dirección a los bosques.

—Es una bella casa —dijo Demelza, mientras se quitaba la capa. Pasada la primera prueba se sentía mejor—. Nunca vi nada parecido. Ese vestíbulo es como una iglesia. Y este dormitorio. Mira los pájaros en las cortinas; como los zorzales, solo que los puntitos equivocaron el color. Pero, Ross, ¿qué te parecen todos esos cuadros que cuelgan abajo? En la oscuridad, yo tendría miedo. Dime, ¿pertenecen todos a tu familia?

—Así me han dicho.

—Me parece incomprensible que a la gente le agrade vivir en medio de tantos muertos. Ross, cuando yo muera no quiero que me cuelguen a secar como las sábanas de la semana pasada. No quiero mirar eternamente a un montón de personas a las que nunca conocí, a mis bisnietos y a mis tataranietos. Preferiría que me entierren y me olviden.

—Es la segunda vez en el día que hablas de morir —dijo Ross—. ¿No te sientes bien?

—No, no; me siento perfectamente.

—Entonces, hazme el favor de conversar de temas más agradables. ¿Qué es esta caja?

—¿Eso? —dijo Demelza—. Oh, algo que pedí a Jud que nos trajera con nuestros camisones.

—¿Qué contiene?

—Un vestido.

—¿Para ti?

—Sí, Ross.

—¿El vestido de montar que compraste en Truro?

—No, Ross, es otro. No querrás que aparezca mal vestida frente a todas tus bisabuelas, ¿verdad?

Él se echó a reír.

—¿Un vestido que encontraste en la biblioteca y reformaste?

—No… Verity y yo lo compramos en Truro, el mismo día.

—¿Ella lo pagó?

—No, Ross. Pagamos con el dinero que nos diste para la casa.

—Fue un engaño, flor. Y tan inocente y pura que parecías.

—¿Estás copiando el nombre que me dio la tía Agatha?

—Creo que me gusta. Pero ahora estoy descubriendo el gusano en la flor. Engaño y duplicidad. De todos modos, me alegro de que Verity no pagara. Déjamelo ver.

—No, Ross. ¡No! Ross. ¡No, Ross! —La voz de Demelza se convirtió en un grito mientras trataba de impedir que él llegara a la caja. Ross consiguió alcanzarla, pero ella le rodeó el cuello con los brazos y lo apretó para impedir que realizara su propósito. Él la alzó por los codos y la besó, y después le dio dos palmadas en el trasero y la dejó caer.

—¿Dónde está tu buena conducta, flor? Creerán que te estoy pegando.

—Lo cual es la verdad. La pura verdad. —Se apartó de él, y con movimientos ágiles describió un círculo, sosteniendo la caja tras la espalda.

—Ahora, Ross, te pido que bajes. ¡Tú no debías saber nada! Quizá no lo use, pero quiero probármelo, y dentro de una hora servirán la cena. Baja y conversa con la tía Agatha, y cuéntale los pelos del mentón.

—No se trata de un baile —dijo Ross—. No es más que una cena en familia; no necesitas tirar la casa por la ventana.

—Es Nochebuena. Pregunté a Verity y me dijo que era apropiado cambiarse de ropa.

—Oh, haz lo que quieras. Pero trata de estar lista a las cinco. Y —agregó, como si se le hubiera ocurrido en ese momento— no te ajustes demasiado el miriñaque, porque te incomodará. Aquí comen bien, y yo conozco tu apetito.

Ross salió del dormitorio, y ella quedó sola para hacer sus preparativos.

De todos modos, le parecía que esa noche no necesitaba la advertencia final de Ross. Todo el día había sufrido accesos de náusea. La cena de Trenwith no constituía una amenaza: el único riesgo estaba en lo poco que podría ingerir. Confiaba en que esa noche no haría una escena. Que ocurriese algo por el estilo podía ser trágico. Ojalá no tuviera que levantarse a toda prisa de la mesa, en busca del retrete más próximo.

Se quitó el vestido, pasándolo sobre la cabeza, dejó caer al suelo la enagua y permaneció un momento en la ropa interior que Verity le había prestado, y miró el reflejo de su propia imagen en el espejo límpido y claro de la mesa del tocador. Hasta ahora nunca se había visto reflejada de un modo tan claro y total. Lo que veía no le parecía demasiado vergonzoso, pero se preguntaba cómo había tenido el descaro de moverse de un lado para el otro y vestirse en presencia de Ross cuando aún tenía la ropa interior que ella misma y Prudie habían confeccionado. Jamás volvería a usarla. Había oído murmuraciones en el sentido de que muchas mujeres de la clase alta de la ciudad usaban medias blancas, sin calzones. Caramba, si vestían faldas con miriñaque era repugnante, y merecían la muerte.

Se estremeció. Pero muy pronto no sería un espectáculo agradable, y poco importaría cómo se vistiera. Por lo menos, así lo creía. Le sorprendía el hecho de que hasta ahora nada hubiese cambiado. Todas las mañanas usaba un pedazo de cordel con un nudo y se medía. Pero, aunque pareciese increíble, hasta ahora solo había engrosado un par de centímetros. Quizás el nudo se había corrido.

Gracias a la crianza en la aldea, tenía poco que aprender de los hechos corrientes del embarazo y el nacimiento; pero cuando se trataba de ella misma, descubría que en su saber había lagunas. Su madre había engendrado otros seis niños, pero Demelza recordaba muy poco de lo ocurrido antes de cumplir los ocho años.

Debía preguntar a Verity. Ella era ahora la fuente de consulta en todos los problemas que la desconcertaban. Tenía que preguntar a Verity. No se le ocurría a Demelza que en ciertos asuntos quizá Verity sabía menos que la propia Demelza.