Capítulo 6

Así, el primer miércoles de octubre Demelza y Verity cabalgaron hasta Truro para hacer algunas compras, escoltadas, o más bien seguidas —no por obediencia a las normas de la cortesía, sino porque la huella era demasiado estrecha y no permitía el paso simultáneo de tres jinetes—, por Jud, que parecía interesado pero al mismo tiempo molesto.

Le agradaba tener el día libre, pero se había ofendido un poco ante las amenazas de Ross, a propósito de lo que ocurriría si las dos damas regresaban y lo encontraban irremediablemente borracho. Opinaba que era absurdo e inútil amenazar la delicada piel de su espalda por un delito que no tenía la más mínima intención de cometer.

Era la cuarta vez que Demelza iba a Truro.

En su fuero interno se sentía muy excitada, pero cuando iniciaron el trayecto trató de mostrar un semblante sereno. Como solo disponía de sus ropas de trabajo, Verity tuvo que prestarle un vestido de montar gris, que le sentaba bastante bien. Sobre todo, la ayudaba a verse como una dama y a comportarse con la dignidad que correspondía a una persona de ese carácter. Cuando partieron, Demelza observaba a Verity, y trataba de imitar su apostura en la silla y la posición erguida de la espalda.

En la localidad era día de mercado de ganado, y cuando entraron, un rebaño de novillos bloqueaba la estrecha calle, y Demelza tuvo dificultades para dominar a Morena, que sentía un profundo desagrado por el ganado vacuno. Jud estaba demasiado lejos y no podía prestar auxilio, pero Verity adelantó su caballo de modo que quedó frente al otro animal. La gente se detenía para mirar, pero poco después Morena se tranquilizó y pudieron pasar.

—Yegua tonta —dijo Demelza, sin aliento—. Uno de estos días me arrojará al camino. —Cruzaron el puente—. Oh, qué multitud; parece una feria. ¿Hacia dónde vamos?

Estaba próximo el día de la acuñación del estaño, y al fondo de la calle principal había grandes pilas de láminas de estaño, preparadas para recibir el cuño oficial. Cada uno de estos grandes bloques dejados a la intemperie pesaba hasta tres quintales, y las pilas brillaban oscuramente al sol. Había mucha gente alrededor; y al borde del albañal, multitud de mendigos; el mercado abierto en el centro de la localidad era una colmena activa; los hombres y las mujeres formaban grupos en la calle y comentaban la actividad del día.

—¿Dónde están los establos? —preguntó Demelza—. No podemos dejar los caballos aquí, entre esta gente.

—Al fondo —dijo Verity—. Jud los llevará. Jud, nos encontraremos contigo aquí, a las cuatro.

La lluvia intensa de los últimos días había afirmado el polvo, sin formar demasiado barro, de modo que no era desagradable caminar por la calle; y los angostos hilos de agua a los costados burbujeaban alegremente y se unían para formar corrientes más anchas. Verity se detuvo para gastar un chelín y seis peniques en una docena de naranjas, y después las dos mujeres doblaron por la calle Kenwyn, donde estaban las mejores tiendas. También allí había mucha gente, además de los tenderos y los buhoneros, aunque la multitud no era tan densa como alrededor de los mercados.

Verity se cruzó con algunas personas conocidas, pero con gran alivio de Demelza no se detuvo para conversar. Poco después, se abrían paso hacia una tienda pequeña y oscura, ocupada casi hasta el cielorraso con muebles antiguos, alfombras, cuadros al óleo y objetos de bronce. De la semioscuridad surgió un hombrecillo con el rostro picado de viruela y una peluca rizada, que vino a recibir a sus clientas. Tenía uno de los ojos deformados por un accidente o una enfermedad, y ese rasgo le confería una extraña expresión de duplicidad, como si una parte de su persona se abstrajese del resto y se ocupase de cosas que el cliente no podía percibir. Demelza lo miró fascinada.

Verity preguntó por una mesita, y el hombre las condujo a un cuarto de la trastienda, donde se apilaba una serie de mesas nuevas y usadas. Verity pidió a Demelza que eligiese la que prefería, y después de bastante discusión se cerró el trato. Compraron otras cosas. El pequeño tendero corrió presurosamente al sótano en busca de un biombo indio especial que deseaba vender.

—¿Cuánto te dio para gastar? —preguntó Demelza en voz baja mientras esperaban.

—Cuarenta guineas. —Verity movió su bolso.

—Cuarenta… ¡uf! ¡Somos ricas! ¡Podemos… no olvides la alfombra!

—Aquí no. Si conseguimos una alfombra tejida en la localidad sabremos lo que compramos. —Verity volvió los ojos hacia un rincón oscuro—. No sé cómo llevan el tiempo en Nampara. Necesitan un reloj.

—Oh, nos guiamos por el sol y la luz del día. Eso jamás nos falla. Y Ross tiene el reloj de su padre… cuando le da cuerda.

El tendero reapareció.

—Ahí tiene dos relojes bastante lindos —dijo Verity—. Encienda otra vela, para que podamos verlos. ¿Cuánto cuestan?

II

En la calle, las dos jóvenes pestañearon un poco cuando salieron a la luz del sol. Era difícil decir cuál de ellas se sentía más feliz.

Verity dijo:

—Ahora, necesitas también ropa de cama, y cortinas para dos cuartos, y un poco de vajilla y copas.

—Elegí este reloj —dijo Demelza— porque era muy bonito. El tic tac es tan solemne como en el otro, pero cuando dio las horas me pareció precioso. Whirr-r-r-bong, bong, bong, como un viejo amigo que nos da los buenos días. Verity, ¿dónde venden ropa blanca?

Verity la miró pensativa un momento.

—Creo que antes —dijo— te compraremos un vestido. Estamos a pocos pasos de mi modista.

Demelza enarcó el ceño.

—Vestidos no son muebles.

—Son adornos. ¿Crees que la casa estaría bien adornada sin su ama?

—¿Está bien gastar su dinero sin consentimiento?

—Creo que podemos prescindir de su aprobación.

Demelza se pasó por los labios la punta de una lengua roja, pero no habló.

Habían llegado a una puerta y una ventana en arco de poco más de un metro de ancho, revestida de encaje.

—Es aquí —dijo Verity.

La muchacha más joven la miró insegura.

—¿Te encargarás de elegir?

Adentro estaba una mujercita regordeta, con lentes de marco de acero.

¡Caramba, señorita Poldark! Qué honor después de tanto tiempo. Creo que cinco años. No, no, quizá no tanto, pero pasó mucho tiempo. Verity se ruborizó levemente y mencionó la enfermedad de su padre. Sí, dijo la modista, había oído decir que el señor Poldark estaba gravemente enfermo. Confiaba en que… Oh, Dios mío, dijo la mujer, no se había enterado; ¡qué lamentable! Bien, de todos modos era agradable volver a ver a una antigua clienta.

—Hoy no he venido por mí, sino por mi prima, la señora Poldark, de Nampara. Llevada de mi consejo vino aquí para comprar un vestido o dos, y estoy segura de que usted la servirá con la misma atención que siempre me dispensó.

La modista parpadeó y sonrió a Demelza, después se ajustó los lentes e hizo una reverencia. Demelza resistió el impulso de responder del mismo modo.

—Mucho gusto —dijo.

—Desearíamos —dijo Verity— ver algunas telas nuevas, y después podemos conversar de un vestido sencillo, para el día, y un traje de montar parecido al que lleva ahora.

—Sí, ciertamente. Por favor, señora, tome asiento. Y usted también, señora. Aquí, la silla está limpia. Llamaré a mi hija.

Pasó el tiempo.

—Sí —dijo Verity—. Llevaremos cuatro yardas de linón para las camisas del traje de montar.

—¿A dos chelines y seis peniques la yarda, señora?

—No, a tres chelines y seis peniques. Después, necesitamos media yarda de muselina acordonada para los volados. Y un par de guantes negros. Dime, prima, ¿qué sombrero prefieres? ¿El que tiene pluma?

—Es demasiado caro —dijo Demelza.

—El que tiene pluma. Es elegante, y no muy ostentoso. Veamos un poco las medias…

Pasó el tiempo.

—Y para la tarde —dijo Verity— creo que estaría bien algo de acuerdo con este estilo. Es elegante, y no se atiene exageradamente a la moda. El miriñaque no debe ser muy grande. El vestido, me parece, de seda malva pálida, con la enagua delantera y el corpiño verde manzana con flores, un poco engolillado. Las mangas apenas encima del codo, y realzadas un poco con encaje color crema. Hum… por supuesto, una pañoleta blanca y un ramillete en el pecho.

—Sí, señorita Poldark, eso le quedará muy bien. ¿Y sombrero?

—Oh, no necesito —dijo Demelza.

—Llegará la ocasión en que lo necesitarás —dijo Verity—. Un pequeño sombrero negro de paja, quizá con un toque de escarlata. ¿Puede confeccionar algo en ese estilo?

—Oh, ciertamente. Es lo que yo misma hubiera sugerido. Mi hija comenzará a trabajar esta misma mañana. Gracias. Muy honradas por su visita, y confiamos en que continuarán favoreciéndonos. Buenos días, señorita. Buenos días, señora.

Habían estado en la tienda casi dos horas, y ambas tenían el rostro un tanto enrojecido, con una expresión culpable, como si se hubieran regalado con algún placer no del todo respetable.

El sol ya no iluminaba la estrecha calle, y arrancaba reflejos rojizos a las ventanas de un primer piso, en la vereda de enfrente. Había tanta gente como antes, y de una taberna cercana llegaba la canción de un borracho.

Verity parecía un tanto pensativa mientras ambas mujeres se abrían paso entre montones de basura, para cruzar la calle.

—Debemos darnos prisa si queremos terminar antes de las cuatro. No quisiera que de regreso nos sorprenda la noche. Tal vez convenga dejar por hoy las copas y la ropa blanca, y comprar directamente las alfombras.

Demelza la miró.

—¿Gastaste demasiado dinero en mí?

—No fue demasiado, querida… Y además, Ross jamás se enterará de que la ropa blanca no es nueva…

III

Hallaron a Jud gloriosamente borracho.

A pesar del alcohol recordaba parte de las amenazas de Ross, de modo que no estaba tendido en la calle; pero dentro de esos límites había trabajado bien.

Un peón del establo lo había llevado hasta la posada del «León Rojo». Ahí esperaban atados los tres caballos, y Jud disputaba amigablemente con el hombre que le había ayudado a llegar allí.

Cuando vio acercarse a las damas hizo una profunda reverencia, en el estilo de un grande de España, sosteniéndose con una mano del poste que había frente a la entrada de la posada. Pero la reverencia fue extravagante, y se le cayó el sombrero, y flotando comenzó a alejarse sobre el agua que corría entre los adoquines. Jud profirió un juramento, inquietando a los caballos con el tono de su voz, y fue en busca de su sombrero; pero resbaló y cayó sentado en la calle. Un niño le devolvió el sombrero y recibió un sermón como premio a sus esfuerzos. El peón del establo ayudó a montar a las damas, y después acudió en auxilio de Jud.

Pero esta vez un grupo de gente se había reunido para verlos partir. El peón consiguió incorporar a Jud, y cubrió la tonsura y la línea de cabellos con el sombrero húmedo.

—Vamos, amigo, ajústeselo sobre la cabeza. Necesitará las dos manos para agarrarse del caballo, se lo aseguro.

Jud se quitó instantáneamente el sombrero, herido en lo vivo.

—Quizás usted cree —dijo—, porque he tenido la desgracia de un resbalón accidental en un poco de bosta de vaca, que por lo tanto soy tan incapaz como un bebé recién nacido, que es lo que usted cree, sin ninguna duda, piensa que estoy aquí para que me vistan y me desvistan, me pongan y me quiten el sombrero como un espantapájaros en un campo de papas, porque tuve la desgracia de resbalar en una bosta de vaca. Sería mucho mejor que ustedes se arrodillasen a limpiar. No es justo dejar las calles frente a nuestra propia casa sucias con bosta de vaca. No es justo. No es limpio. No está bien. No es higiénico, no es bastante bueno.

—Vamos, vamos —decía el peón del establo.

—Frente a la puerta de la casa —dijo Jud a la gente—. Frente a su propia casa. Si cada uno de ustedes limpiase la calle frente a su propia puerta, no habría bosta de vaca. Maldita ciudad. Recuerden lo que dice el Libro Santo: «No cambiarás de lugar el mojón de tu vecino». Piensen en eso, amigos. «No cambiarás de lugar el mojón de tu vecino». Piénsenlo y aplíquenlo a las pobres bestias. Jamás…

—Lo ayudaré a montar su caballo, ¿quiere? —dijo el peón.

—En mi vida nadie se mostró tan ofensivo —dijo Jud—. Me ponen el sombrero en la cabeza como si yo fuera un bebé. ¡Y mojado! Mojado con toda la roña de la calle, y me chorrea sobre la cara. Es para morirse. Me chorrea por la cabeza: uno toma frío, y ¡pif! se muere. Amigos, limpien sus umbrales, eso es lo que siempre digo. Cuiden de ustedes mismos, y entonces nunca estarán en el lugar de esta miserable rata, que tiene que atacar a sus mejores clientes que se resbalan en una bosta de vaca, metiéndole un maldito sombrero mojado en la cabeza, mojado con la porquería que corre en el arroyo frente a su propia puerta, lo cual nunca debía ocurrir, nunca debía ocurrir, queridos amigos, recuérdenlo. —Ahora Jud tenía el brazo alrededor del cuello del peón.

—Vamos, iremos sin él —dijo Verity a Demelza, que se había llevado una mano a la boca, y sin poder evitarlo reía convulsivamente.

De la posada salió otro criado, y entre los dos consiguieron montar a Jud sobre el caballo.

—Pobre alma perdida —dijo Jud, mientras palmeaba la mejilla del peón—. Pobre alma perdida y errante. Mírenlo, amigos. ¿Acaso sabe que se ha perdido? ¿Sabe que irá al infierno? ¿Sabe que se le caerá la carne como la grasa de un ganso? ¿Y por qué? Yo les diré por qué. Porque vendió su alma al propio Belcebú. Lo mismo que todos ustedes. Lo mismo hicieron todos los que no atienden a lo que dice el Buen Libro. ¡Paganos! ¡Paganos! No debes cambiar de lugar el mojón de tu vecino. No debes…

Aquí los dos hombres lo alzaron y lo depositaron sobre la montura. Después, el peón pasó del lado opuesto, y Jud se encontró sostenido firmemente por un hombre de cada lado. Ramoth, viejo y ciego, soportó todo sin hacer un solo movimiento. Después, metieron los pies de Jud en los estribos, y dieron una palmada a Ramoth para indicarle que echara a andar.

Mientras cruzaba el puente y todo el camino que llevaba a la polvorienta colina, fuera de la ciudad, Jud se mantuvo en la montura como si lo hubieran pegado con cola, y arengaba a los transeúntes, invitándolos a arrepentirse antes de que fuera demasiado tarde.

IV

Las jóvenes recorrieron muy lentamente sobre sus cabalgaduras el camino de regreso, sumergidas en un glorioso atardecer; a veces, algunos fragmentos de canciones o una elocuente maldición les indicaba que Jud aún no se había caído del caballo.

Al principio hablaron poco, pues cada una estaba absorta en sus propios pensamientos, y complacida por las emociones del día. Esa salida les había permitido entenderse mucho mejor.

Cuando el sol se puso detrás de Santa Ana, el cielo entero se tiñó con vividos colores rojizos y anaranjados. Las nubes que habían ascendido en el cielo reflejaban el resplandor, y cobraban formas extrañas y adquirían colores fantasmagóricos. Era como la promesa del Segundo Advenimiento, el mismo que en ese mismo instante, a lo lejos, Jud predecía a grito pelado.

—Verity —dijo Demelza—. A propósito de esa ropa.

—¿Sí?

—Una libra, once chelines y seis peniques me parece horriblemente caro por un par de corsés.

—Son de buena calidad. Te durarán bastante.

—Nunca tuve un buen corsé. Temí que necesitaran desvestirme. Mi ropa interior es terrible.

—Te prestaré algo cuando vengas a probarte.

—¿Vendrás conmigo?

—Sí. Podemos encontrarnos en el camino.

—¿Por qué no te quedas en Nampara hasta ese día? Faltan solo dos semanas.

—Querida, me halaga mucho tu invitación, y te lo agradezco. Pero me necesitan en Trenwith. ¿No sería mejor que viniese a visitarte en primavera?

Continuaron la marcha en silencio.

—Y veintinueve chelines por ese sombrero de montar. Y esa linda seda para el vestido verde y púrpura. Creo que no debimos gastar en eso.

—Tu conciencia es muy puntillosa.

—Bien, hay otra razón. Debí decírtelo antes.

—¿Decirme qué?

Demelza vaciló.

—Que quizá mis medidas no serán mucho tiempo las mismas. De modo que no podré usar esa ropa, y será dinero malgastado.

Verity tardó un momento en comprender el significado de las palabras, porque Demelza había hablado con rapidez. Allí, el camino era angosto y desigual, y los caballos avanzaban en fila india. Cuando volvieron a aparearse Verity dijo:

—Querida, eso significa que…

—Sí.

—Oh, me alegro mucho por ti —Verity tropezaba con las palabras—. Debes sentirte muy feliz.

—Mira que no estoy completamente segura —dijo Demelza—. Pero soy regular como un reloj, y ciertas cosas se han interrumpido, y la noche del domingo pasado no pude dormir, y me sentía muy extraña. Y esta mañana sentía las mismas náuseas que Garrick cuando come lombrices.

Verity se echó a reír.

—Y te preocupas por unos pocos vestidos. Ross… Ross estará encantado.

—Oh, todavía no puedo decírselo. En ciertas cosas es un tanto particular. Si creyera que estoy enferma me obligaría a guardar cama todo el día, lo cual me parece muy tedioso. La luz más intensa había desaparecido del cielo, y ahora las nubes exhibían una suerte de resplandor color ciruela. Todo el campo estaba impregnado de esa cálida luminosidad; pero las cabras que pastaban en los páramos, las gavillas que se habían cortado, las chozas de madera de las minas, los cottages de pizarra gris y adobe y los rostros de las jóvenes bajo los anchos sombreros también resplandecían, lo mismo que los hocicos de los caballos.

Había cesado la brisa, y la tarde estaba silenciosa, salvo el ruido que ellos mismos hacían al pasar. El chasquido de los dientes de los caballos sobre los frenos, el crujido de la montura de cuero, el golpeteo de los cascos. En el cielo comenzaba a dibujarse la luna en cuarto creciente, y Demelza la contemplaba. Verity se volvió y miró hacia atrás. Jud estaba como a medio kilómetro de distancia, y Ramoth se había detenido para mordisquear el pasto. Jud cantaba:

—Y ahora vamos a la casa de verano, a la casa de verano en mayo…

Llegaron a Bargus. Allí, en ese rincón cubierto de brezos oscuros y resecos se enterraba a los asesinos y los suicidas. La cuerda del patíbulo colgaba vacía, como lo había hecho durante meses; pero el lugar tenía un aire desolado, y ambas se alegraron de dejarlo atrás antes de que comenzara a oscurecer.

Ahora que estaban en terreno conocido, los caballos quisieron iniciar un trote, pero las jóvenes los contuvieron, no fuese que Jud quedara muy rezagado.

—Tengo un poco de miedo —dijo Demelza, hablando un poco para sí misma, pero en voz alta.

Verity la miró, y comprendió que no se refería a espectros ni salteadores.

—Querida, comprendo perfectamente. Pero, después de todo, eso pronto concluirá y…

—Oh, no me refiero a eso —dijo Demelza—. No temo por mí, sino por Ross. Mira, no hace mucho que le agrado. Y ahora me verá fea durante meses y meses. Quizá cuando me vea caminando por la casa, pesada como un pato viejo, olvide que alguna vez le agradé.

—No tienes nada que temer. Ross jamás olvida algo. Creo —Verity fijó los ojos en el cielo del atardecer—, creo que es una característica de nuestra familia.

Cabalgaron en silencio los últimos cinco kilómetros. La luna comenzaba a desaparecer. Pronto se ocultó, dejando en el cielo apenas un recuerdo espectral. Demelza observó a los pequeños murciélagos que planeaban y aleteaban cerca del camino.

Se sintieron reconfortadas cuando atravesaron el bosquecillo cercano a la Wheal Maiden y penetraron en su propio valle. A derecha e izquierda se levantaban las parvas recién armadas de su propia producción, dos de trigo y una de avena; iluminadas por el sol de la mañana, unas oro oscuro y otra oro pálido. Al fondo del valle, resplandecían las luces de Nampara.

Ross estaba en el umbral, esperando para ayudarlas a desmontar y darles la bienvenida.

—¿Dónde está Jud? —preguntó—. Acaso él…

—Ya viene —dijo Demelza—. Viene cerca, se está lavando la cara en el arroyo.