Capítulo 5

Esa noche, el vaso de flores de avellano recién cortadas que había en su dormitorio, indicó a Verity que con sus nerviosas manifestaciones de la mañana había conseguido al fin superar las defensas de Demelza. Pero cuando formulaba ese juicio en realidad estaba subestimando a Demelza. Quizá la joven carecía de sutileza, pero si adoptaba una decisión lo hacía sin ningún género de renuencia. Tampoco carecía de valor para confesar sus propios errores.

De pronto, Verity se encontró muy solicitada. Nada más se dijo, pero en el curso de un solo día la rigidez se convirtió en amistad. Ross, que desconocía las causas, observaba y cavilaba. En lugar de ser la principal tortura del día, las comidas se convirtieron en un torneo de conversación. Desapareció del todo la necesidad de hallar temas. Si Verity o Ross hablaban de algo que Demelza desconocía, la joven inmediatamente los acribillaba a preguntas, y ellos le respondían. Si se mencionaba algún asunto muy local, sin que nadie lo preguntase Demelza le explicaba a Verity. Asimismo, había más alegría que la que Nampara había conocido durante muchos años; a veces, parecía no tanto consecuencia del sesgo de la conversación, como resultado de un alivio compartido por todos. Reían de la coronilla calva de Jud y sus ojos de bulldog inyectados de sangre; de la nariz enrojecida y las chinelas de Prudie; del pelaje sarnoso de Tabitha Bethia; y de la torpe amistad del enorme Garrick. Se reían unos de otros, también unos con otros, y a veces sin ningún motivo.

Durante el día, generalmente cuando Ross no estaba, Demelza y Verity cambiaban ideas acerca de las mejoras que podían introducirse en la casa, o revisaban la biblioteca y los cuartos clausurados buscando retazos de damasco o pana para decorar o volver a tapizar algunos muebles. Al principio, Verity había tratado de evitar cualquier amenaza a tan reciente amistad, y así se había abstenido de ofrecer sugerencias; pero cuando comprobó que Demelza las requería, se adaptó al espíritu de la cosa. Al principio de la segunda semana Ross regresó a la casa y descubrió que la espineta estaba de nuevo en el rincón que ocupaba cuando su madre vivía, y que las dos mujeres estaban muy atareadas tratando de repararla. Verity alzó los ojos, con un débil matiz rosado en las mejillas hundidas, y apartándose del ojo un mechón de cabello explicó sin aliento que bajo las cuerdas habían encontrado un nido de ratones.

—Nos dio demasiada pena matarlos, de modo que los metí en un cubo y Demelza los llevó al terreno que está del otro lado del arroyo.

—Como los que uno encuentra bajo el arado —dijo Demelza, que apareció detrás, aún más desgreñada—. Animalitos de la pradera. Peludos, rosados y flacos, y demasiado pequeños para correr.

—De modo que protegen a las alimañas —dijo Ross—. ¿Quién trajo aquí esta espineta?

—Nosotras —dijo Verity—. Demelza cargó casi todo el peso.

—Qué bobas —dijo Ross—. ¿Por qué no llamaron a Jud y Cobbledick?

—Oh, Jud —dijo Demelza—. No es tan fuerte como nosotras, ¿verdad, Verity?

—No tan fuerte como tú —dijo Verity—. Ross, tu mujer es muy voluntariosa.

—Pierdes el tiempo diciéndome lo que me sé de memoria —replicó él, pero se alejó satisfecho. Verity tenía mucho mejor aspecto que una semana antes. Ahora, Demelza hacía todo lo que él deseaba. Era lo que había estado esperando durante mucho tiempo.

II

Esa noche Ross despertó poco antes del alba, y encontró a Demelza sentada en la cama. Fue uno de los pocos días lluviosos de un verano y un otoño espléndidos, y podía oírse la lluvia que salpicaba y repiqueteaba en las ventanas.

—¿Qué pasa? —preguntó, somnoliento—. ¿Ocurre algo?

—No puedo dormir —dijo ella—. Eso es todo.

—No te dormirás sentada en la cama. ¿Te duele algo?

—¿A mí? No. Estuve pensando.

—Una mala costumbre. Toma un poco de brandy y se te pasará.

—Ross, estuve pensando. Ross, ¿dónde está ahora el capitán Blamey? ¿Continúa viviendo en Falmouth?

—¿Cómo puedo saberlo? Hace tres años que no lo veo. ¿Por qué tienes que torturarme con esas preguntas en medio de la noche?

—Ross. —Se volvió ansiosamente hacia él en la semioscuridad—. Quiero que me hagas un favor. Que vayas a Falmouth y veas si aún vive allí y si todavía quiere a Verity…

Ross movió la cabeza asombrado.

—¿Y empezar de nuevo todo? ¿Obligarla a recordar todo el asunto, y cuando está empezando a olvidar? ¡Antes prefiero quemarme en el infierno!

—Ross, ella no ha olvidado nada. Está igual que antes. Lo tiene en el fondo de su mente, como una herida que no se cura.

—No te entrometas en eso —le advirtió Ross—. No te concierne.

—Sí me concierne. He llegado a simpatizar con Verity…

—En tal caso, demuestra tu simpatía no interfiriendo. No sabes cuánto sufrimiento innecesario causarías.

—Pero Ross, no sería así si se unieran.

—¿Y qué me dices de las objeciones que frustraron antes esa unión? ¿Se han esfumado?

—Una de ellas sí.

—¿A qué te refieres?

—Al padre de Verity.

—¡Por Dios! —Ross aflojó el cuerpo sobre la almohada, y trató de no echarse a reír ante el descaro de Demelza—. Veo que no se te ocurrió que no me refería a las personas que se opusieron.

—¿Qué él bebe? Ya sé que es malo. Pero dijiste que ya no bebía.

—Momentáneamente. Sin duda, ha vuelto a hacerlo. Y en ese caso yo no lo culparía.

—Entonces, ¿por qué no vas a verlo? Por favor, Ross. Para complacerme.

—Para complacer a nadie —dijo él irritado—. Verity sería la última persona que desearía eso. Es mejor que esos dos vivan separados. ¿Cómo me sentiría si se unieran por mis buenos oficios y él la tratase como trató a su primera esposa?

—No lo hará, si la ama. Y Verity aún lo quiere. Yo no dejaría de quererte si hubieses asesinado a alguien.

—¿Qué? A decir verdad, maté a varios. Y sin duda eran hombres tan buenos como yo. Pero no maté a una mujer mientras estaba borracho.

—No me importaría que lo hubieses hecho, con tal de que me amaras. Y Verity aceptará el riesgo, como lo habría hecho hace tres años si la gente no se hubiera entrometido. Ross, no puedo soportar, no puedo ver que sea tan desgraciada en el fondo de su corazón, si podemos hacer algo para ayudarla. Tú querías ayudarla. Mira, podemos averiguar sin decirle una palabra. Y después veríamos qué conviene hacer.

—De una vez por todas —dijo Ross con voz fatigada—, no quiero tener nada que ver con la idea. No se pueden correr riesgos con la vida de la gente. Y quiero demasiado a Verity para obligarla a revivir lo que pasó hace un tiempo.

Demelza respiró hondo en la oscuridad, y durante algunos momentos ninguno de los dos habló.

—No es posible —dijo ella— que quieras mucho a Verity si temes ir a Falmouth, nada más que para preguntar.

La cólera lo dominó.

—¡Mira que eres una mocosa ignorante! Seguiremos discutiendo así hasta el amanecer. ¿No es posible que de una vez por todas me dejes en paz? —La tomó por los hombros y la acostó sobre la almohada. Ella dejó escapar una exclamación y permaneció inmóvil.

Se hizo el silencio. Los cuadrados goteantes de las ventanas eran apenas visibles. Después de un rato, intranquilo ante el silencio de Demelza, Ross se volvió y le miró la cara en la semipenumbra. Estaba pálida, y se mordía el labio inferior.

—¿Qué pasa? —preguntó él—. ¿Qué ocurre ahora?

—Creo —dijo ella— que después de todo… me duele un poco.

Él se sentó en la cama.

—¿Por qué no me lo dijiste? En lugar de estar ahí sentada y charlando. ¿Dónde tienes el dolor?

—Ahí… adentro. No lo sé muy bien. Me siento un poco extraña. Pero no tienes que alarmarte.

Ross bajó de la cama y buscó una botella de brandy. Después de un momento regresó con un vasito.

—Bebe esto. Bébelo todo. Por lo menos te calentará.

—Ross, no tengo frío —dijo ella puntillosamente. Se estremeció—. Uff, es más fuerte que el que acostumbro beber. Creo que estaría mejor mezclado con agua.

—Hablas demasiado —dijo Ross—. Así, es natural que te duela. Seguramente fue por mover esa espineta. —Comenzó a alarmarse—. ¿No tienes sesos en la cabeza?

—En ese momento no sentí nada.

—Pues sentirás algo de mí si me entero que volviste a tocar ese artefacto. ¿Dónde te duele? Déjame ver.

—No, Ross. Te digo que no es nada. Ahí no, ahí no. Más arriba. Déjame. Vuelve a la cama y tratemos de dormir.

—Pronto será hora de levantarse —dijo él, pero acató la sugerencia de su mujer. Permanecieron inmóviles un momento, contemplando el lento aumento de la claridad en el cuarto. Después, ella se acercó a Ross.

—¿Estás mejor? —preguntó él.

—Sí, estoy mejor. El brandy me calentó el cuerpo. Tal vez si bebo un poco más podré emborracharme y comenzaré a torturarte.

—Eso no sería novedad. Tal vez comiste algo que te hizo daño. Nosotros mismos hemos curado el jamón y el…

—Tal vez, después de todo, fue la espineta. Pero ahora me siento bastante bien, y tengo sueño…

—Antes de dormirte oirás lo que quiero decirte. No pretendo que te molestes para satisfacción de nadie. Pero la próxima vez que tengas uno de tus caprichos y desees meterte en una aventura, recuerda que tu marido es un hombre egoísta, y que debes considerar su felicidad como parte de la tuya propia.

—Sí —dijo ella—. Lo recordaré Ross.

—Prometes muy a la ligera. Lo olvidarás. ¿Me estás escuchando?

—Sí, Ross.

—Bien, yo también te prometeré algo. La otra noche hablamos del castigo. Por amor a ti, y por mi egoísmo personal, te prometo una buena paliza la próxima vez que cometas una tontería.

—Pero no volveré a hacerlo. Te dije que no lo haría.

—Bien, también vale mi promesa. Puede ser una seguridad más. —La besó.

Ella abrió los ojos oscuros.

—¿Quieres que me duerma?

—Por supuesto. Inmediatamente.

—Muy bien.

En la habitación reinó el silencio. La lluvia continuó tamborileando sobre el vidrio manchado.

III

Terminaron los quince días de Verity, y la convencieron de que se quedara una tercera semana. Parecía que al fin se había desembarazado de las obligaciones de Trenwith, y que en Nampara había encontrado el placer que el propio Ross le deseaba. Era evidente que su salud había mejorado. La señora Tabb tendría que arreglárselas sola otra semana. Y Trenwith podía irse al infierno.

Durante esa semana Ross estuvo dos días en Truro, para asistir a la primera subasta de cobre en la cual estaba representada la Wheal Leisure. El cobre que deseaban vender se había dividido en dos lotes, y ambos fueron adquiridos por un agente de la Compañía Fundidora de Cobre de Gales del Sur, a un precio total de setecientas diez guineas. Al día siguiente, ya en Nampara, Verity le dijo:

—Ross, a propósito de ese dinero… soy muy ignorante, pero me gustaría saber si te corresponde una parte. Si es así, ¿dispondrás de alguna suma? ¿Quizá diez o veinte guineas? Él la miró fijamente.

—¿Quizá deseas comprar billetes de lotería?

—Tu casa es una verdadera lotería —dijo Verity—. Desde que regresaste hiciste maravillas, con objetos de la biblioteca, retazos viejos de lienzo y cosas parecidas, pero fuera de estas cortinas veo muy pocas cosas que hayas comprado realmente.

Ross paseó la vista por la sala. Todo sugería una sordidez discretamente disimulada.

—No creas que estoy criticándote —dijo Verity—. Sé que anduviste muy escaso de dinero. Solo me preguntaba si podías destinar una pequeña suma para renovar algunas cosas. No despilfarraría el dinero.

La compañía cuprífera debía pagar la factura a fines de mes; después, se celebraría la reunión de los accionistas. Ross estaba seguro de que se dividirían las ganancias. Era la costumbre que prevalecía en ese tipo de empresas.

—Sí —dijo—. Personalmente no me interesan los objetos domésticos, pero quizá podamos ir a Truro antes de que vuelvas a Trenwith, y puedas aconsejarnos. Es decir, si estás bien de salud y puedes hacer el viaje.

Verity miró por la ventana.

—Ross, creo que Demelza y yo podríamos ir solas. No queremos que pierdas tiempo.

—¿Qué? ¿Ir a Truro sin que nadie os acompañe? —exclamó—. No tendría un momento de tranquilidad.

—Oh, Jud nos acompañaría hasta la ciudad, si estás dispuesto a privarte de sus servicios. Allí puede esperarnos en cualquier parte y regresar con nosotras.

Los dos callaron. Ross se acercó y permaneció de pie al lado de su prima, frente a la ventana. La lluvia de los últimos días había renovado el verdor del valle. Algunos árboles estaban cambiando de color, pero apenas había indicios de amarillo en los olmos.

—También en el jardín hay que renovar las plantas —dijo Ross—, a pesar de los esfuerzos de Demelza.

—Los jardines siempre sufren en otoño —dijo Verity—. Yo agregaría algunos agavanzos y balsamitas. Y te regalaré algunas plantas de ruda. Son muy bellas.

Ross dejó descansar la mano sobre el hombro de Verity.

—¿Cuánto quieres para gastar en tu expedición?