Cada noche Demelza rezaba porque Verity no viniese.
Cuando llegó la respuesta y se enteró de que su prima política había aceptado la invitación y esperaba hallarse bastante repuesta el siguiente fin de semana, el corazón le dio un vuelco y se le subió a la garganta. Trató de ocultar su pánico a los ojos de Ross y aceptar las divertidas expresiones de confortamiento que él le prodigaba. Durante el resto de la semana sus temores se expresaron en un frenesí de limpieza y arreglos domésticos, de modo que ni una habitación fue descuidada; y todas las mañanas, cuando veía a su ama, Prudie elevaba al cielo sus ásperas quejas.
Pero por mucho que trabajase no podía evitar que se aproximara el sábado, y con él la llegada de Verity. Solo podía desear que la tía Agatha tuviese un ataque, o que ella misma enfermase de sarampión exactamente un día antes.
Verity llegó poco después de mediodía, asistida por Bartle, que transportaba dos valijas atadas a la espalda.
Ross, que no veía a su prima desde hacía varios meses, se sintió impresionado por el cambio. Se le habían hundido las mejillas, y había desaparecido del todo el saludable bronceado. Se hubiera dicho que tenía cuarenta años y no veintinueve. Sus ojos ya no mostraban el brillo de la vitalidad y la inteligencia aguda. Solo conservaba la voz, y los cabellos rebeldes.
Las rodillas de Demelza, flojas durante toda la mañana, ahora tenían la rigidez y la inmovilidad de sus labios. Permaneció de pie en la puerta con su sencillo vestido rosado, tratando de no parecer una vara tiesa, mientras Ross ayudaba a desmontar a su prima y la besaba.
—¡Ross, cuánto me alegro de volver a verte! Te agradezco la invitación. ¡Qué buen aspecto tienes! La vida te favorece. —Se volvió y sonrió a Demelza—. Hubiera querido asistir a tu boda, querida. Fue una de mis mayores desilusiones.
Demelza ofreció su mejilla fría al beso de Verity, y se apartó para ver a la visitante y a Ross entrar en la casa. Después de unos instantes los siguió al interior de la sala. Ahora no es mi habitación, pensó; ya no es mía y de Ross, alguien nos la ha quitado. En medio de nuestro feliz verano.
Verity estaba quitándose la capa. Demelza advirtió interesada que su vestido era muy simple. No era una mujer bella, como Elizabeth, sino bastante vieja y fea. Y tenía una boca parecida a la de Ross, y a veces el tono de su voz.
—… al final —decía Verity—, no creo que a mi padre le importase tanto. Estaba muy cansado. —Suspiró—. Si no hubiera fallecido de un modo tan repentino, te habríamos llamado. Oh, sí, eso ya terminó, ahora lo único que deseo es descansar. —Sonrió levemente—. Me temo que no seré una invitada muy divertida, pero nada deseo menos que molestaros. Vivid como de costumbre, y dejad que yo me adapte. Es mi mayor deseo.
Demelza se devanó los sesos buscando las frases que había preparado durante la mañana. Se restregó las manos y logró decir:
—¿Querrá beber algo ahora, después de montar?
—Me recomendaron beber leche por la mañana, y cerveza negra por la noche. ¡Y odio las dos cosas! Pero ya bebí mi leche antes de salir, de modo que gracias, no deseo nada.
—No es propio de ti estar enferma —dijo Ross—. ¿Qué tienes, además de la fatiga? ¿Qué dice Choake?
—Un mes me sangra, y al siguiente me dice que padezco anemia. Después, me receta brebajes que me enferman, y vomitivos que no producen efecto. Dudo de que sepa más que las viejas de la feria.
—Cierta vez conocí a una vieja que… —comenzó a decir Demelza impulsivamente, y luego se interrumpió.
Los dos esperaron a que ella continuase.
—No importa —dijo Demelza—. Iré a ver si la habitación está lista.
Demelza se preguntó si la debilidad de la excusa era tan evidente para Ross y Verity como para ella misma. Pero por lo menos no formularon objeciones, de modo que, agradecida, escapó y entró en el antiguo dormitorio de Joshua, destinado ahora a Verity. Allí, retiró el cubrecama y se volvió y examinó las dos valijas, como si hubiera querido penetrar el contenido. Se preguntaba cómo lograría pasar la semana siguiente.
II
Toda esa tarde y el día siguiente se estableció entre ellos una situación de tirantez, como una niebla otoñal que ocultaba las señales familiares. Demelza tenía la culpa, pero no podía evitarlo. Se había convertido en una intrusa: dos se acompañaban, pero tres eran una multitud. Ross y Verity tenían mucho que decirse, y él estaba con su prima más de lo que hubiera sido prudente. Siempre que Demelza entraba en la sala, Verity y Ross interrumpían su conversación. No era que guardasen secretos, sino que el tema estaba fuera de la esfera de conocimientos de Demelza, y prolongar la charla hubiera equivalido a ignorarla.
En las comidas siempre era difícil hallar un tema que incluyese a Demelza. Muchas cosas no podían interesarle; las actividades de Elizabeth y Francis, los progresos de Geoffrey Charles, las noticias de amigos comunes de quienes Demelza jamás había oído hablar. Ruth Treneglos florecía en su papel de castellana de Mingoose. La señora Chynoweth, la madre de Elizabeth, sufría molestias en los ojos y los médicos aconsejaban una operación. Uno de los hijos pequeños del primo William-Alfred había muerto de sarampión. El nuevo libro de Henry Fielding hacía furor. Estos y muchos otros temas constituían gratos tópicos de conversación entre Verity y Ross, pero nada significaban para Demelza.
Verity, que era tan susceptible como cualquiera, hubiera deseado excusarse y partir al tercer día, si hubiese tenido la certeza de que la rigidez de Demelza era resultado del desagrado o los celos. Pero Verity creía que el asunto tenía otro origen, y odiaba la idea de alejarse, sabiendo que quizá jamás nunca regresara. Le desagradaba igualmente el pensamiento de que estaba interponiéndose entre Ross y su joven esposa; pero si se marchaba ahora, su nombre quedaría definitivamente unido a esta visita, y nunca volvería a mencionársela entre ellos. Lamentaba haber venido.
De modo que insistió en quedarse, confiando en que las cosas mejorarían, aunque sin saber cómo lograrlo.
Su primera iniciativa fue permanecer acostada por la mañana, y levantarse solo cuando tenía la certeza de que Ross había salido de la casa; entonces, se encontraba accidentalmente con Demelza y conversaba con la joven o la ayudaba a terminar las tareas que ella estaba realizando. Si quería resolver el problema, tendría que hacerlo con Demelza mientras Ross estuviese fuera de la casa. Abrigaba la esperanza de que ella y Demelza acabarían siendo amigas aunque nada se dijeran. Pero después de dos o tres mañanas descubrió que su propia actitud de desembarazo comenzaba a ser muy evidente.
Demelza trataba de mostrarse amable, pero pensaba y hablaba bajo la protección de un escudo. Los intentos destinados a tranquilizar ese sentimiento de inferioridad fácilmente podían interpretarse como actitudes protectoras.
El jueves por la mañana Demelza había salido desde el alba. Verity desayunó en la cama y se levantó a las once. Era un día hermoso pero nublado, y en la sala ardía un pequeño fuego, que como de costumbre merecía los favores de Tabitha Bethia. Verity se acomodó en el taburete, y se estremeció y comenzó a remover los leños para conseguir que ardieran. Se sentía vieja y cansada, y el espejo de su habitación revelaba un débil matiz amarillento en su piel. A decir verdad, no era que le importase si parecía o no vieja… Pero siempre estaba tan absorta, tan agobiada de dolores, que a lo sumo podía hacer la mitad del trabajo que era habitual en ella un año antes. Se acomodó mejor en el taburete. La cosa más agradable del mundo era permanecer sentada, como hacía ahora, la cabeza apoyada en el tapizado de terciopelo, y sentir en los pies el calor del fuego, y no tener nada que hacer y nadie en quien pensar…
Después de dormir toda la noche, y de estar despierta a lo sumo tres horas, volvió a adormecerse, uno de los pies enfundados en las pantuflas extendido hacia el fuego, una mano colgando sobre el brazo de madera del asiento, y Tabitha enroscada junto a sus pies, ronroneando suavemente.
Demelza entró con una brazada de hojas de haya y botones de rosas silvestres.
Verity se enderezó en el asiento.
—Oh, disculpa —dijo Demelza, disponiéndose a salir otra vez.
—Entra —dijo Verity, confundida—. No tiene sentido que duerma a esta hora. Por favor, háblame y ayúdame a despertar.
Demelza sonrió reservadamente, y depositó en una silla la brazada de flores.
—¿No sientes la corriente de aire de esta ventana? Debiste cerrarla.
—No, no, por favor. No creo que el aire del mar me perjudique. Déjala.
Demelza cerró la ventana y se pasó la mano por los cabellos desarreglados.
—Ross nunca me lo perdonaría si te resfriases. Estas malvas están muertas, todas las flores están mustias; las enterraré. —Levantó el vaso y lo retiró de la habitación, y cuando regresó lo traía lleno de agua fresca. Comenzó a disponer las hojas de haya. Verity la miraba.
—Siempre te gustaron las flores, ¿verdad? Recuerdo que Ross me lo dijo cierta vez.
Demelza la miró.
—¿Cuándo te lo dijo?
Verity sonrió.
—Hace años. Poco después de que llegaste. Admiré las flores que había aquí, y me dijo que tú las traías frescas todos los días.
Demelza se sonrojó levemente.
—De todos modos, hay que tener cuidado —dijo con voz neutra—. No todas las flores permiten que las pongan en un cuarto. Algunas parecen bonitas, pero huelen mal cuando uno las arranca. —Aseguró las ramas de algunos botones de rosa. Las hojas de haya comenzaban a mostrar un delicado amarillo, y armonizaban con el amarillo, anaranjado y rojo de los botones—. Las recogí fuera de nuestras tierras. Me metí en la propiedad de los Bodrugan. —Retrocedió un paso para apreciar el efecto—. A veces las flores no van bien unas con otras, y por mucho que uno haga para convencerlas no quieren compartir el mismo vaso.
Verity se movió en su asiento. Debía afrontar el riesgo de un ataque frontal.
—Querida, tengo que agradecerte lo que hiciste por Ross.
El cuerpo de Demelza cobró cierta rigidez, como un alambre que recibe el primer estirón.
—Más bien puede hablarse de lo que él hizo por mí.
—Sí, quizás estás en lo cierto —convino Verity, y ahora su voz trasuntaba algo de su antiguo espíritu—. Sé que él te educó… y todo eso. Pero tú lograste… que se enamorase de ti, y eso… cambió toda su vida…
Las miradas de las dos mujeres se encontraron. La de Demelza mostraba una expresión defensiva y hostil, pero también desconcertada. Le pareció que las palabras de Verity escondían cierto antagonismo, pero no podía determinar en qué consistía exactamente.
—No sé a qué te refieres.
Era una situación definitiva entre ellas.
—Debes saber —dijo Verity— que cuando regresó estaba enamorado de Elizabeth… mi cuñada.
—Lo sé. No necesitas decírmelo. Lo sé tan bien como tú. —Demelza se volvió para salir de la habitación.
Verity se puso de pie. Había que afrontar la situación.
—Quizá me expresé mal desde que vine aquí. Quiero que comprendas… desde el día en que volvió… desde el día en que Ross regresó y descubrió que Elizabeth estaba comprometida con mi hermano, temía que él lo… que él no afrontase la situación como lo hubiera hecho un hombre común. En nuestra familia somos un tanto extraños. Generalmente no aceptamos compromisos con la vida. Después de todo, si una parte de uno… si te arrancan una parte de ti misma, el resto poco importa. El resto nada significa… —Recobró la voz y después de un momento continuó—: Temí que malgastase su vida, que nunca hallara una felicidad real, de modo que… Siempre tuvimos una relación más estrecha que la que suele existir entre dos primos. Ya ves, yo lo quiero mucho.
Demelza la miraba. Verity continuó:
—Cuando supe que se había casado contigo pensé que era un expediente promisorio. Algo que podía consolarlo. E incluso eso me alegró. Incluso una relación así es mucho mejor que una vida que se agota y se pierde. Me consoló pensar que tendría compañía, alguien que le diese hijos y envejeciera con él. A decir verdad, el resto no importaba tanto.
Volvió a interrumpirse, y Demelza quiso hablar, pero cambió de idea. Una flor de malva muerta yacía entre ellas, sobre el suelo.
—Pero desde que llegué —dijo Verity—, vi que de ningún modo es un mal arreglo. Es algo real. Y eso es lo que te agradezco. Eres tan afortunada. No sé cómo hiciste. Y él es tan afortunado. Perdió lo que era más importante en su vida… y volvió a encontrarlo en otra persona. Eso es todo lo que importa. Lo principal es que alguien nos ame y… amarlo. La gente que no lo consiguió, o no lo tuvo, no cree lo que ahora te digo, pero es la verdad. Mientras la vida no afecte eso, estás a salvo del resto…
De nuevo su voz se había debilitado y Verity se interrumpió para recuperar fuerzas.
—No vine aquí para odiarte —dijo—. Ni para adoptar una actitud protectora. Ross ha cambiado mucho, y todo es obra tuya. ¿Crees que me importa de dónde viniste, o cuál es tu familia, o si sabes hacer reverencias? Eso es todo.
Demelza había vuelto los ojos hacia las flores.
—Yo… a menudo he querido saber cómo se hacen reverencias —dijo en voz baja—. A menudo he querido saberlo. Desearía que me lo enseñaras… Verity.
Verity se recostó en el asiento, terriblemente fatigada a causa del esfuerzo que le había costado hablar. Al borde de las lágrimas, se miró las pantuflas.
—Querida, tampoco yo sé mucho de eso —replicó, insegura.
—Iré a buscar más flores —dijo Demelza, y huyó de la habitación.
III
Ross había pasado la mayor parte del día en la mina, y cuando volvió a comer a casa, a las cinco de la tarde, Demelza había ido a Sawle con Prudie, para comprar mechas y velas, y un poco de pescado para la cena del día siguiente. Regresó tarde porque había estado mirando otra captura de sardinas, de modo que Ross y Verity cenaron solos. Ninguno de los dos aludió a Demelza. Verity dijo que Francis aún iba tres o cuatro noches por semana a Truro, para jugar whist y faro. La cosa ya era bastante desagradable durante los meses de invierno, pero en verano parecía inadmisible.
—Creo —dijo Verity— que somos una familia peculiar. Francis tiene casi todo lo que desea, y ahora se comporta como si no pudiese sentar cabeza, y corre a las mesas de juego y se endeuda cada vez más. Ross, ¿qué tenemos que nos hace tan intratables…?
—Querida, nos calumnias. Ocurre que, como la mayoría de las familias, no podemos ser felices todos al mismo tiempo.
—Se muestra inquieto e irritable —se quejó Verity—. Mucho más que yo. No tolera interferencias con sus deseos, y se irrita rápidamente. Hace apenas una semana él y la tía Agatha se insultaron a gritos durante la cena, y la señora Tabb escuchaba con la boca abierta.
—¿Y venció la tía Agatha?
—Oh, sin la menor duda. Pero qué mal ejemplo para los criados.
—¿Y Elizabeth?
—A veces consigue convencerlo, y otras no. Creo que no se llevan muy bien. Quizá no debiera decirlo, pero es mi impresión.
—¿Cuál es la causa?
—No sé. Ella quiere mucho a su hijo, y él también. Sin embargo… Dicen que los niños aseguran el matrimonio. Pero me parece que ellos no se llevan tan bien desde que nació Geoffrey Charles.
—¿Hay otro en camino? —preguntó Ross.
—Todavía no. Elizabeth estuvo enferma todos estos meses.
Durante un tiempo los dos callaron.
—Ross, estuve revisando la vieja biblioteca. En el rincón que quedó sin ordenar, hay cosas que pueden servirte. Además, ¿por qué no sacas la espineta de tu madre? Quedaría muy bien en ese rincón, y mejoraría el aspecto de la sala.
—Está muy deteriorada, y aquí nadie la usa.
—Sería posible arreglarla. Y Prudie me dice que Demelza siempre practica. Además, puedes tener hijos.
Ross la miró a los ojos.
—Sí. Es posible.
Demelza llegó a las siete, entusiasmada con la nueva captura que había visto.
—La marea llevó el cardumen hacia la costa, y la gente se metió en el agua hasta las rodillas, y con los cubos recogía las sardinas. Después los peces se acercaron todavía más, y saltaban sobre la arena. No es una cosecha tan grande como la última; de todos modos, lamento que no haya luna, porque habríamos podido ir a mirarlos otra vez.
Ross pensó que al fin se la veía menos tensa, y el cambio le satisfizo. Durante los últimos días se había sentido muy incómodo, y dos veces había estado al borde de decirles algo; pero ahora se alegraba de no haber hablado. Si se arreglaban, como dos gatas metidas en un canasto, sin interferencia externa, quizá todo resultaría bien.
Se proponía formular una pregunta a Demelza, pero olvidó hacerlo hasta que ya estuvieron acostados; y entonces le pareció que Demelza dormía. Decidió recordarlo al día siguiente, y ya estaba adormeciéndose cuando la joven se volvió en el lecho y se sentó. Comprendió inmediatamente que ella no había estado durmiendo.
—Ross —dijo Demelza en voz baja—, háblame de Verity, ¿quieres? De Verity y el capitán… ¿cómo se llama? ¿Qué ocurrió? ¿Se pelearon? ¿Y por qué ellos… los separaron?
—Ya te lo dije —dijo Ross—. Francis y Charles desaprobaban la unión. Vamos niña, duérmete.
—No, no. Por favor, Ross. Quiero saber. Estuve pensando. Nunca me explicaste qué ocurrió realmente.
Ross extendió un brazo y estrechó a Demelza contra su propio cuerpo.
—No tiene importancia. Creí que mi familia no te interesaba.
—Ahora sí. Esto es distinto. Cuéntame.
Ross suspiró y bostezó.
—No me agrada satisfacer tus caprichos a esta hora de la noche. Eres más inconsecuente que la mayoría de las mujeres. Querida, ocurrió así: Francis conoció al capitán Blamey en Truro, y lo invitó a la boda de Elizabeth. Allí, él conoció a Verity y los dos simpatizaron…
No le agradaba evocar el lamentable asunto. Estaba muerto y enterrado, en ese episodio nadie hacía buen papel, y ahora que volvía a relatarlo evocaba recuerdos de todo el infortunio, la irritación y la autocrítica de aquel momento. Después, nunca se había mencionado el asunto: ese estúpido duelo, cumplido sin recaudos apropiados en el calor de una reyerta vulgar… la reunión a la cual debía asistir, en casa de Ruth Teague… Una cosa se encadenaba con otra; y todo ese período de infortunio y malentendido. En verdad, su propio matrimonio lo había separado del pasado, y parecía haberle suministrado un punto de partida nuevo y distinto.
—… y así terminó todo —dijo—. El capitán Blamey se marchó, y después nada supimos de él.
Hubo un silencio prolongado y Ross pensó que tal vez ella se había dormido durante el relato. Pero entonces Demelza se movió.
—Oh, Ross, qué vergüenza para ti… —Las últimas palabras fueron dichas en voz baja y quebrada.
—¿Qué? —dijo él sorprendido—. ¿Qué quieres decir?
Ella se apartó del brazo de Ross, y se sentó bruscamente en la cama.
—Ross, ¿cómo pudiste hacer eso?
—Déjate de adivinanzas —dijo él—. ¿Sueñas o tienes conciencia de lo que dices?
—Permitiste que se separaran así. Que Verity regresara a Trenwith. Eso seguramente le destrozó el corazón.
Ross comenzó a irritarse.
—¿Crees que el asunto me agradó? Sabes lo que siento por Verity. No me complació en absoluto ver que su asunto fracasaba, exactamente como el mío.
—No, ¡pero debiste impedirlo! Tenías que apoyarla, en lugar de unirte a ellos.
—¡No apoyé a nadie! No sabes lo que dices. Duérmete.
—Quedarte neutral era apoyar a Charles y Francis. ¿No comprendes? Debiste interrumpir el duelo y hacerles frente, en lugar de permitir que destruyeran todo. Si hubieras ayudado a Verity ellos no se habrían separado y…
—Sin duda —dijo Ross—, el asunto te parece muy sencillo. Pero como no conoces a los protagonistas, y no estuviste allí, puedes suponer que tu juicio está equivocado. El sarcasmo de Ross era algo que ella aún no podía soportar. Buscó la mano de su esposo, la encontró y la apoyó contra su propia mejilla.
—Ross, no te burles de mí. Quiero saberlo todo. Y si tú miras el asunto como un hombre, yo lo juzgo como una mujer. Esa es la diferencia. Sé lo que Verity sintió. Sé lo que debió sentir. Amar a alguien y ser amada. Y luego, quedar sola…
Después de un instante de inmovilidad, la mano de Ross comenzó a acariciar lentamente el rostro de Demelza.
—¿No te dije que eras la mujer más inconsecuente? Pues todavía me quedé corto. Cuando sugiero que Verity nos visite, casi te echas a llorar. Y todos estos días, desde que ella vino, estabas tiesa como un palo. Y ahora, eliges esta ocasión absurda para tomar partido por Verity en una disputa muy antigua, y darme un sermón acerca de mis defectos.
¡Duérmete antes de que te retuerza las orejas!
Demelza apretó contra su boca la mano de Ross.
—No me pegaste nunca cuando lo merecía, de modo que no tengo motivos para temer ahora que no lo merezco.
—Esa es la diferencia entre tratar con un hombre y hacerlo con una mujer.
—Pero un hombre —dijo Demelza—, aunque sea bueno, a veces es cruel sin saberlo.
—Y una mujer —dijo Ross, obligándola a acostarse—, nunca sabe cuando tiene que dejar un tema.
Demelza permaneció inmóvil contra el cuerpo de Ross; había pensado una réplica, pero prefirió callarla.