El septiembre de ese año se vio ensombrecido por la muerte de Charles. El anciano había resistido, dolorido y quejoso, durante todo el verano, y el médico lo había desahuciado media docena de veces. Y un día, perversamente, se derrumbó un momento después de que Choake hubiera presentado su informe más favorable del año; y murió antes de que fuera posible llamar nuevamente al doctor.
Ross asistió al funeral, pero ni Elizabeth ni Verity concurrieron, porque ambas estaban enfermas. El funeral fue muy concurrido, pues asistieron habitantes de la aldea, gente de las minas y caballeros locales; en efecto, se consideraba a Charles la personalidad más importante del distrito, y quienes lo habían conocido le habían cobrado en general simpatía.
El primo William-Alfred dirigió el servicio, y afectado él mismo por el duelo, predicó un sermón que, según la opinión general, tuvo notable calidad. Su tema fue «Un hombre de Dios». «¿Qué significaba esa frase? Quería decir que se fortalecían los atributos que tanto habían distinguido al propio Cristo: la verdad y la honestidad, la pureza del corazón, la humildad, la gracia y el amor. ¿Cuántos de nosotros poseemos tales cualidades? ¿Podemos examinar nuestro corazón y ver en él las cualidades necesarias que caracterizan a los hombres y a las mujeres de Dios? En tiempos como este, en que lloramos la desaparición de un hombre grande y bueno, es oportuno el examen de conciencia y la consagración renovada. Puede afirmarse que la pérdida de nuestro querido amigo Charles Poldark es la desaparición de un hombre de Dios. Siempre fue un individuo recto; nunca habló mal de nadie. De él uno solo podía esperar bondad y la cortesía de un auténtico caballero que no conocía el mal ni lo suponía en otros. La guía serena y generosa de un hombre cuya existencia fue ejemplo para todos».
Después que William-Alfred habló en este estilo durante unos cinco minutos, Ross oyó un sollozo en el escaño próximo, y vio que la señora Henshawe se frotaba sin recato la nariz. También el capitán Henshawe abría y cerraba nerviosamente los ojos azules, y otros sollozaban discretamente. Sí, era un «hermoso» sermón, que apelaba a los sentimientos e invocaba imágenes de grandeza y paz. Sin embargo, se refería al anciano decente, pero mordaz y vulgar que él conocía, ¿o el tema se había extraviado en la historia de algún santo de antaño? ¿O tal vez estaban enterrando a dos hombres que respondían al mismo apellido? Quizás uno se había mostrado como era a Ross, y en cambio el otro se había reservado para los ojos de hombres muy sagaces como William-Alfred. Ross trató de recordar a Charles antes de su enfermedad. Charles, enamorado de las riñas de gallos, con su robusto apetito, su perpetua flatulencia y la pasión por el gin, sus ocasionales generosidades, sus mezquindades, sus defectos y sus virtudes, semejante en esto a la mayoría de los hombres. Alguien había cometido un error. En fin, era una ocasión especial… Pero sin duda el propio Charles se habría divertido. ¿O quizás habría derramado una lágrima, lo mismo que el público, en memoria del hombre que había fallecido?
William-Alfred estaba llegando al fin de su discurso.
—Amigos míos, quizá no estemos a la altura del ejemplo que se levanta ante nuestros ojos. Pero en la casa del Padre hay muchas mansiones, y habrá lugar para todos los que creen. La igualdad de la vida y la igualdad de oportunidades no son cosa de este mundo. Benditos sean los humildes y los mansos, porque verán a Dios. Y Él en Su infinita sabiduría a todos nos juzgará. Benditos sean los pobres, porque entrarán en el cielo gracias a su pobreza. Benditos sean los ricos, porque entrarán en el cielo gracias a su caridad. Así, en el más allá habrá un notable concurso de personas, todas atendidas según sus diversas necesidades, todas recompensadas según sus virtudes, y todas sumidas en el único y sublime privilegio de loar y glorificar a Dios. Amén.
Se oyó un rasgueado de cuerdas cuando los tres músicos agrupados en los peldaños del altar se prepararon a tocar; los miembros del coro se aclararon la garganta, y el hijo despertó al señor Treneglos.
Ross aceptó la invitación de volver a Trenwith, con la esperanza de ver a Verity, pero ni ella ni Elizabeth bajaron. Permaneció allí el tiempo indispensable para beber un par de vasos de vino de Canarias, y después se disculpó con Francis y caminó hacia su casa.
Lamentaba no haber regresado directamente. En presencia de Ross, la actitud de algunos asistentes a la ceremonia trasuntaba cierto incómodo retraimiento. Pese a lo que él mismo había pensado cuando se casó, no estaba preparado para afrontar la situación, y se sentía tentado de reírse de sí mismo y de ellos.
Ruth Treneglos, de soltera Teague; la señora Teague. La señora Chynoweth. Polly Choake. Verdaderas aves de gallinero, con sus pretenciosas distinciones sociales y su hipócrita código ético. Incluso William-Alfred y su esposa se habían mostrado un tanto reservados. Sin duda, el matrimonio de Ross les parecía más bien el mero reconocimiento de la verdad de un antiguo escándalo. Era evidente que en su estilo bien intencionado William-Alfred tomaba muy en serio a la «familia». Joshua había acertado al decir que era su conciencia. Sin duda le agradaba que lo consultaran.
El viejo Warleggan se había mostrado muy distante, pero eso era muy comprensible. El episodio del tribunal aún estaba fresco. Y quizá también la negativa de Ross a poner en sus manos los aspectos financieros de la mina. George Warleggan prestaba mucha atención a sus modales, y nunca revelaba sus sentimientos.
Pues bien. Toda la desaprobación de esa gente le importaba un rábano. Que se cocieran en su propia salsa. Cuando se aproximaba a su propiedad, la irritación de Ross comenzó a disiparse ante la perspectiva de volver a ver a Demelza…
II
Pero sufrió una desilusión, porque cuando llegó a su casa descubrió que Demelza había ido a los cottages Mellin, con el fin de llevar algunos alimentos a Jinny y entregarle una chaquetita que había confeccionado para su bebé de pocas semanas. También Benjamín Ross había tenido dificultades con sus dientes, y el mes anterior había sufrido una convulsión.
Ross había visto poco antes a su ahijado de dos años y medio, y lo había impresionado la coincidencia de que el cuchillo de Reuben hubiera dejado en el rostro del niño una cicatriz bastante parecida a la que él tenía. Se preguntó si ese rasgo atraería la atención cuando el niño creciese.
Decidió caminar hasta Mellin, con la esperanza de encontrarse con Demelza, que regresaba.
Se encontró con su esposa a unos doscientos metros de los cottages. Como siempre, era un placer especial ver que se le iluminaba el rostro; y la joven se acercó corriendo y brincando.
—¡Ross! Qué bien. No esperaba que volvieses tan pronto.
—No fue muy divertido —dijo, tomándola del brazo—. Estoy seguro de que Charles se hubiera aburrido.
—¡Sssh! —Movió la cabeza, en actitud de reproche—. Trae mala suerte bromear acerca de esas cosas. ¿Quiénes estaban? Cuéntame.
Ross le contó los detalles, fingiendo impaciencia, aunque en realidad le agradaba el interés de Demelza.
—Y eso fue todo. Gente sumamente gris. Mi esposa debía estar allí para mejorar las cosas.
—¿Elizabeth… no fue? —preguntó Demelza.
—No. Ni Verity. Las dos están enfermas. Supongo que a causa del duelo. Francis debió ocuparse de hacer los honores. ¿Y tus inválidos?
—¿Mis inválidos?
—Jinny y el bebé.
—Oh, están bien. Una linda nena. Jinny está bien, pero se la ve muy decaída. No presta atención, y extraña al pobre Jim.
—¿Y el pequeño Benjy Ross y sus dientes? ¿Qué le pasa? ¿Acaso le crecen en las orejas?
—Querido, está mucho mejor. Llevé un poco de aceite de valeriana y le dije a Jinny… le dije a Jinny… ¿cómo se dice?
—¿Le diste instrucciones?
—No…
—¿Le recetaste?
—Sí. Le receté como si hubiera sido farmacéutica. Tantas gotas, tantas veces por día. Y Jinny abría los ojos azules y decía sí, señora y no, señora, como si yo hubiera sido realmente una dama.
—Lo eres —dijo Ross.
Ella le apretó el brazo.
—En fin, lo soy. Suelo olvidarlo. Pero no importa a quien ames, Ross, eres capaz de convertirla en una dama.
—Tonterías —dijo Ross—. La culpa es solo tuya. ¿Tuvieron noticias de Jim este mes?
—No, este mes no. Ya sabes lo que dijeron el mes pasado.
—Que estaba bien, sí. Por mi parte, lo dudo; pero santo y bueno si eso los tranquiliza.
—¿Crees que puedes pedir a alguien que vaya a verlo?
—Ya lo hice. Pero todavía no hay noticias. Es cierto que Bodmin es lo mejor dentro de lo malo; y que eso nos sirva de consuelo.
—Ross, estuve pensando…
—¿Qué?
—Me dijiste que debía emplear a alguien que ayudase en la casa, de modo que yo tuviera más tiempo. Bien, pensé llamar a Jinny Carter.
—¿Y tendremos a tres niños ocupando toda la casa?
—No, no. La señora Zacky podría cuidar de Benjy y Mary; jugarían con sus propios chicos. Jinny podría traer a la pequeña, y sentarla en un cajón al sol todo el día. No sería molestia.
—¿Qué dice Jinny?
—No le pregunté. Primero quería saber qué pensabas.
—Querida, arreglarlo entre vosotras. No me opongo.
Llegaron a la cima de la colina, junto a la Wheal Grace, y Demelza se apartó de Ross para recoger algunas moras. Se metió dos en la boca, y ofreció a su esposo un puñado. Con gesto distraído él tomó una.
—Yo también estuve pensando. Este año tienen buen sabor. Sí, yo también estuve pensando. Ahora que Charles ha muerto, Verity tiene que descansar. Me gustaría mucho invitarla una semana o dos, para que se recupere después del esfuerzo de atender a su padre.
Bajaron la ladera de la colina. Ross esperó que ella hablase, pero Demelza no lo hizo. La miró. Su rostro había perdido la vivacidad, y parte del color.
—¿Bien?
—No vendrá…
—¿Por qué lo dices?
—Toda tu familia… me odia.
—Mi familia no te odia. No te conoce. Quizá desaprueban. Pero Verity es distinta.
—¿Cómo puede serlo si pertenece a la familia?
—Pues bien, lo es. No la conoces.
Guardaron silencio durante el resto del camino. En la puerta se separaron, pero Ross sabía que la discusión no había terminado. Ahora conocía a Demelza lo suficiente para tener la certeza de que lo único que la satisfacía era una solución clara. Y en efecto, cuando él salió con el propósito de ir a la mina, Demelza corrió detrás.
—Ross.
Él interrumpió la marcha.
—¿Bien?
—Ellos creen… tu familia cree que fue una locura de tu parte casarte conmigo. No eches a perder este primer verano invitando a uno de ellos. Hace un momento me dijiste que era una dama. Pero no lo soy. Todavía no. No sé hablar bien, no como bien, y siempre me ensucio la ropa, y cuando estoy enojada tengo un lenguaje muy feo. Quizás aprenderé. Si tú me enseñas, yo aprenderé. Lo intentaré con todas mis fuerzas. Quizás el año próximo.
—Verity no es así —dijo Ross—. Ve más lejos que los demás. Ella y yo nos parecemos mucho.
—Oh, sí —dijo Demelza casi llorando—. Pero es una mujer. Tú crees que soy agradable porque eres un hombre. No es que sospeche de ella. Pero verá todos mis defectos, y te hablará de ellos, y nunca volverás a pensar como antes.
—Acompáñame hasta allí —dijo Ross serenamente.
Ella lo miró en los ojos, tratando de interpretar su expresión. Después de un momento comenzó a caminar al lado de Ross, y ambos subieron por el campo. En el portón, Ross se detuvo y apoyó los brazos en el listón de madera.
—Antes de conocerte —dijo—, cuando volví de América, todo me pareció muy sombrío. Ya conoces la causa, yo abrigaba la esperanza de casarme con Elizabeth, y al regresar descubrí que ella tenía otros planes. Ese invierno Verity fue la única que me salvó de… Bien, fui un estúpido en tomármelo tan a pecho, en realidad, nada justifica una actitud semejante; pero en ese momento yo no podía evitarlo y Verity vino y me ayudó a salir del paso. Vino tres y cuatro veces por semana, durante todo ese invierno. Jamás podré olvidarlo. Me permitió seguir adelante y es difícil pagar eso. Desde hace tres años la he descuidado de un modo vergonzoso, y quizá cuando ella más me necesitaba. Ha preferido encerrarse en su casa, y no dejarse ver; y yo no he sentido la misma necesidad de verla; Charles estaba enfermo, y ella consideró que su principal obligación era atenderlo. Pero ahora ya no es lo mismo, porque Charles ha muerto. Francis me dice que Verity está realmente enferma. Necesita salir de esa casa y cambiar de ambiente. Lo menos que puedo hacer es invitarla.
Con expresión hosca, Demelza aplastó bajo su pie la mata seca de tallos de cebada.
—¿Pero qué necesidad tiene de ti? Si está enferma, necesita un médico, y eso es todo. La cuidarán mejor en… en Trenwith.
—¿Recuerdas cuando viniste a esta casa? Solía visitarnos un hombre, el capitán Blamey.
Ella lo miró con ojos en los cuales las pupilas se habían oscurecido.
—No.
—Verity y él estaban enamorados. Pero Charles y Francis descubrieron que ese hombre se había casado antes; y se opusieron firmemente a que se uniera con Verity. Prohibieron la comunicación entre él y Verity, de modo que se reunían secretamente en mi casa. Un día, Charles y Francis los descubrieron aquí, y hubo una violenta pelea, y el capitán Blamey volvió a su casa en Falmouth, y desde entonces Verity no lo ha visto.
—Oh —dijo Demelza hoscamente.
—Como comprenderás, su enfermedad le afecta el espíritu. Es posible que esté enferma también en otros sentidos, pero ¿puedo negarle la ayuda que ella me brindó? Es posible que todo consista en lograr un cambio de ambiente, y en arrancarla de la tristeza. Tú podrías ayudarla mucho, si lo intentaras.
—¿Yo podría?
—En efecto. Tiene tan escaso interés en la vida, y el tuyo es tan profundo. Tú alientas la más profunda alegría de vivir, y ella nada tiene. Querida, tenemos que ayudarla. Y para lograrlo deseo que me ayudes con buena voluntad, sin refunfuños.
Frente al portón, ella apoyó su mano sobre la de Ross.
—A veces —dijo—, me irrito, y entonces soy mala y mezquina. Claro que lo haré, Ross. Lo que tú digas.