Ese año la sardina llegó tarde a la costa. El retraso había provocado ansiedad, porque en los tiempos que corrían la llegada de los peces representaba no solo un importante medio de vida de mucha gente, sino prácticamente la posibilidad de sobrevivir. En las islas Scilly y el extremo sur, ya se estaba trabajando a tope, y siempre había sabelotodos y pesimistas dispuestos a predecir que ese año los cardúmenes evitarían las costas más septentrionales del condado para enfilar directamente hacia Irlanda.
Un suspiro de alivio saludó la noticia de que se había realizado una captura en Saint Ives, pero el primer cardumen fue avistado frente a Halse en la tarde del seis de agosto.
Un vigía, apostado en el arrecife, y que montaba guardia desde hacía varias semanas, vio la conocida mancha rojo oscura a gran distancia mar adentro, y el aviso que emitió con su vieja trompeta de latón conmocionó a la aldea. Los botes provistos de redes salieron instantáneamente, con siete hombres en cada uno de los botes que iban a la cabeza y cuatro en el acompañante.
Hacia la tarde se supo que ambos equipos habían obtenido capturas muy superiores al promedio, y la noticia se difundió velozmente. Los hombres que trabajaban en la cosecha dejaron en seguida las herramientas y marcharon presurosos hacia la aldea, seguidos por todas las personas libres de Grambler y muchos de los mineros a medida que terminaban su turno.
Jud había estado en Grambler esa tarde, y regresó para comunicar la noticia a Demelza, quien la trasmitió a Ross durante la cena.
—Estoy muy contenta —dijo ella—. Toda la gente de Sawle tenía la cara muy larga. Se sentirán muy aliviados; y oí decir que se pesca mucho.
Los ojos de Ross la siguieron cuando ella se levantó de la mesa y fue a cortar las mechas de las velas, antes de encenderlas. Ross había estado todo el día en la mina, y le había complacido esa cena en la sala penumbrosa, mientras caía la tarde en la habitación y alrededor de ella. No había una diferencia esencial entre ese momento y esa noche, dos meses antes, en que él había vuelto derrotado y comenzó todo. Jim Carter continuaba en la prisión. Nada había cambiado realmente en la futilidad de su propia vida y sus esfuerzos.
—Demelza —dijo.
—¿Qué?
—A las once baja la marea —dijo Ross— y sale la luna. ¿Te gustaría que vayamos remando hasta Sawle, y miremos cómo echan la red?
Los ojos de la joven se iluminaron.
—¡Ross, eso sería maravilloso!
—¿Llevamos a Jud para que nos ayude a remar? —Esto lo decía para burlarse.
—No, no, vamos solos, ¡nosotros solos! Tú y yo, Ross. —Demelza casi brincaba delante de la silla de su esposo—. Yo remaré. Soy tan fuerte como Jud. Iremos solos.
Ross rio.
—Cualquiera diría que te invité a un baile. ¿Crees que remando puedo llevarte tan lejos?
—¿Cuándo salimos?
—Dentro de una hora.
—Bien, bien, bien. Prepararé comida, y brandy, no sea que haga frío y… una alfombra para mí, y un canasto para traer pescado. —Salió corriendo de la habitación.
Poco después de las nueve salieron para la caleta de Nampara. Era una noche tibia y serena, y la luna en cuarto creciente ya estaba alta. En la caleta de Nampara retiraron el botecito de la cueva donde lo guardaban, y lo arrastraron sobre la arena pálida y firme hasta el borde del mar. Demelza subió, y Ross empujó el bote atravesando la línea de olas rumorosas que venían a morir en la playa, y saltó al interior de la embarcación apenas esta comenzó a flotar.
El mar estaba muy calmado esa noche, y la liviana embarcación mantenía un buen equilibrio mientras avanzaba hacia el mar abierto. Demelza manejaba el timón, y observaba a Ross y miraba alrededor, y pasaba una mano sobre la borda para sentir el agua deslizarse entre los dedos. Tenía un pañuelo escarlata en los cabellos, y una abrigada chaqueta de piel que había pertenecido a Ross cuando era jovencito, y que ahora se ajustaba bien a las medidas de la joven.
Rodearon los altos y sombríos arrecifes entre la caleta de Nampara y la bahía de Sawle, y las rocas salientes se perfilaban nítidas contra el cielo iluminado por la luna. El agua rompía y se deslizaba en la base de las rocas. Dejaron atrás dos caletas que eran inaccesibles, excepto con un bote, porque estaban rodeadas por empinadas paredes de roca. Para Ross todo eso era tan conocido como la forma de su propia mano, pero Demelza nunca lo había visto. Antes, solo una vez había salido en bote. Pasaron frente al Peñón de la Reina, donde muchos buenos barcos habían llegado a su fin, y después rodearon un promontorio, y entraron en la bahía de Sawle y encontraron a los primeros pescadores.
Los hombres ya habían tirado la red. Era una malla fina y fuerte de gran longitud, provista de corchos sobre el lado superior y plomo sobre el inferior, a cierta distancia del promontorio, y a casi un kilómetro de la costa. Con esta gran red, las traínas habían encerrado aproximadamente una hectárea de agua, y esperaban que a muchos peces. Por supuesto, siempre existía la posibilidad de que el hombre encaramado en el arrecife, el único que podía ver los movimientos del cardumen, los hubiese dirigido mal, o que una irregularidad del lecho marino impidiera que la red cayese bien y dejase espacio para la fuga de los peces. Pero si se exceptuaban tales accidentes, todo permitía esperar una buena captura. Y aunque con buen tiempo y usando anclotes podía mantenerse la red en posición durante diez días o una quincena, nadie tenía la menor intención de depender del buen tiempo un minuto más de lo necesario.
Esa noche había luna.
A medida que se aproximaba la marea baja, el bote llamado seguidor, que llevaba la red de recogida, entró arrimando cautelosamente en el área cerrada, señalada por los corchos que sostenían la gran red de contención. A fuerza de remos el bote entró en el área, mientras se bajaba la red de recogida y se la aseguraba en distintos puntos. Hecho esto, los hombres comenzaron a levantar de nuevo la segunda red.
En ese momento crucial, Ross y Demelza se acercaron a la escena. No eran los únicos espectadores. Todo lo que flotaba y todos los seres humanos que podían ocupar los botes habían venido desde Sawle para mirar. Y los que no tenían embarcación o estaban demasiado enfermos, permanecían en la playa, y lanzaban gritos aconsejando o alentando. Se habían encendido luces y linternas en los cottages de Sawle, y a lo largo de la barra de piedras, y subiendo y bajando sobre las aguas blanco azuladas de la caleta. La luna iluminaba la escena con un resplandor irreal.
Las gaviotas marinas aleteaban y gritaban a baja altura. Nadie prestó mucha atención a los recién llegados. Uno o dos les dirigieron un saludo amistoso. La llegada de Ross a la escena no los inquietó, como podría haber sido el caso si se hubiera tratado de otro miembro de la clase alta.
A fuerza de remos acercó el bote al lugar en que el jefe de los pescadores estaba de pie en su embarcación, impartiendo breves órdenes a los hombres que ya se encontraban en el interior del círculo, manipulando la red. Cuando fue evidente que la red pesaba mucho, se hizo un breve silencio. Pocos instantes después se sabría si la pesca era buena o mala, si habían capturado una parte considerable del cardumen o si eran peces demasiado pequeños que no podrían salarse y exportarse, o si por obra de la mala suerte habían atrapado un cardumen de sardinetas, como les había ocurrido un par de años atrás. Del resultado que se revelaría pocos minutos después dependía la prosperidad de la mitad de la aldea.
Ahora, el único ruido era el burbujeo y el chasquido del agua que golpeaba cincuenta quillas y el profundo coro de «¡Yoy…jo! ¡Yoy…jo!», el coro de los hombres que esforzaban sus músculos para levantar la red.
La red subió poco a poco. El jefe de los pescadores había olvidado sus órdenes y consejos, y estaba allí, de pie, mordiéndose los dedos y mirando las aguas que aún cubrían la red de recogida, en busca del primer signo de vida.
No tardó en llegar. Primero uno de los espectadores dijo algo, y después otro profirió una exclamación. Y después, un murmullo se difundió por los botes, y se convirtió en lo que era más un grito de alivio que de alegría.
El agua había comenzado a hervir, como si hubiera sido una sartén gigantesca; hervía, se movía y agitaba, y de pronto se abrió y desapareció, y se convirtió en una masa de peces. Era la repetición del milagro de Galilea a la luz de una luna de Cornwall. Ya no había agua: solo peces, grandes como arenques, amontonados por millares, saltando, retorciéndose, resplandeciendo, luchando y tratando de escapar.
La red subía y se inclinaba, y los grandes botes se ladeaban mientras los hombres se esforzaban por sostener el peso. La gente hablaba y gritaba, y se oían chasquidos de los remos, y el clamor excitado de los pescadores; comparado con esto, el ruido anterior nada significaba.
Ahora habían asegurado la segunda red y los pescadores ya estaban hundiendo sus canastos y retirándolos llenos de peces, y dejándolos en el fondo del bote. Se hubiera dicho que todos tenían conciencia de la prisa que era necesaria para aprovechar bien la buena suerte. Era como si una tormenta estuviera esperando detrás de la cima del arrecife más próximo. Se acercaron dos grandes embarcaciones de fondo plano, parecidas a chalanas, y los hombres inclinados sobre la borda comenzaron a trabajar furiosamente para llenarlas. Otros botes algo más pequeños rodearon rápidamente la red para participar también en la captura.
A veces, la luz de la luna parecía convertir a los peces en pilas de monedas, y Ross tuvo la sensación de que semejaban sesenta u ochenta pigmeos sub humanos de rostros oscuros hundiendo las manos en un inagotable saco de plata.
Pronto los hombres se encontraron hundidos hasta los tobillos en sardinas, y después hasta las rodillas. Los botes se apartaron del grupo y enfilaron buscando ansiosamente la playa; la borda sobresalía apenas unos centímetros sobre el agua quieta. En la playa la actividad no era menor; había linternas por doquier, y el pescado se volcaba en carretillas, despachadas inmediatamente a los depósitos de salazón, donde se lo inspeccionaba y seleccionaba. Entretanto, los pescadores continuaron trabajando sobre la red, en medio de los peces relucientes que brincaban.
En el otro extremo de la bahía estaban extrayendo otra captura, un poco menor que la primera. Ross y Demelza comieron sus pasteles y bebieron un trago de brandy del mismo recipiente, y comentaron en voz baja lo que veían.
—¿Volvemos a casa? —dijo Ross.
—Esperemos un poco —propuso Demelza—. La noche es tan tibia. Me encanta estar aquí.
Ross hundió suavemente los remos y enfiló la proa del bote contra el suave vaivén del mar. Se habían apartado de la flotilla de embarcaciones, y a él le agradaba contemplar la escena desde cierta distancia.
Sorprendido, advirtió que se sentía feliz. Feliz no solo por la felicidad de Demelza, sino por la suya propia. No atinaba a determinar por qué. Simplemente, así lo sentía.
… Esperaron y miraron hasta que la red quedó casi vacía, y los pescadores se disponían a bajarla otra vez. Después, quisieron ver si la segunda recogida era tan importante como la primera. Cada vez que pensaban alejarse, algún hecho nuevo los retenía. El tiempo transcurrió sin que lo advirtieran, mientras la luna en su curso descendente se acercaba a la línea de la costa, y formaba una raya de plata sobre el agua.
Finalmente, Ross impulsó lentamente los remos y el bote comenzó a desplazarse. Cuando pasaba cerca del grupo, Pally Rogers los reconoció y gritó:
—¡Buenas noches! —Otros se detuvieron, empapados en sudor por el esfuerzo, y también gritaron.
—Buena pesca, ¿eh, Pally? —dijo Ross.
—Hermosa. Creo que es más de un cuarto de millón de peces, y aún no hemos terminado.
—Me alegro mucho. El próximo invierno lo pasarán mejor.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches.
Continuaron alejándose, y a medida que aumentaba la distancia se atenuaban los sonidos de las voces y la actividad humana, y se reducían a un espacio más pequeño, convirtiéndose en un murmullo confinado en medio de la gran noche. Remaron en dirección al mar abierto, y a los ásperos riscos y las rocas negras y chorreantes.
—Esta noche todos se sienten felices —dijo Ross, medio para sí mismo.
El rostro de Demelza resplandeció junto al timón.
—Simpatizan contigo —dijo en voz baja—. Todos simpatizan contigo.
Él emitió un gruñido.
—Tontita.
—No, es verdad. Lo sé, porque soy una de ellos. Tú y tu padre erais distintos de los demás. Pero sobre todo tú. Eres… eres… —vaciló—. Eres mitad caballero y mitad uno de ellos. Y como trataste de ayudar a Jim Carter, y diste comida a la gente…
—Y me casé contigo.
Pasaron a la sombra de los arrecifes.
—No, eso no —dijo Demelza serenamente—. Quizás eso no les gusta. Pero igual simpatizan contigo.
—Tienes sueño, y por eso dices tonterías —dijo Ross—. Tápate la cabeza y descansa hasta que lleguemos a la playa.
Ella no lo obedeció, y en cambio continuó mirando la línea oscura, donde terminaba la sombra de la tierra y comenzaba el centelleo del agua. Hubiera preferido estar allí. La sombra se había alargado mucho después que iniciaron el paseo, y ella habría preferido hacer un amplio rodeo para mantenerse al amparo de la luz propicia de la luna. Volvió los ojos hacia la oscuridad profunda de una de las caletas desiertas frente a las cuales pasaban. Nadie visitaba jamás esos lugares. Eran recintos desolados y fríos. Demelza imaginaba que allí vivían seres malignos, los espíritus de los muertos, las cosas que salían del mar. Se estremeció y movió la cabeza.
Ross dijo:
—Bebe otro trago de brandy.
—No. —Movió la cabeza—. No, no es frío, Ross.
Pocos minutos después entraron en la caleta de Nampara. El bote surcó el último espejo de agua y tocó la arena. Ross desembarcó, y cuando ella se disponía a seguirlo, él la tomó de la cintura y la llevó a tierra firme. La besó antes de bajarla.
Después de arrastrar el bote hasta la caverna, y de esconder los remos donde los vagabundos no pudieran hallarlos, se reunió con Demelza que lo esperaba a pocos metros de la orilla. Durante un rato, ninguno de los dos hizo el menor movimiento, los ojos fijos en la luna que estaba ocultándose. Cuando la luna se acercó al agua, comenzó a deformarse y decolorarse como una naranja demasiado madura comprimida entre el cielo y el mar. La espada de plata recostada sobre el mar se desdibujó y encogió, hasta que desapareció, y solo quedó la imagen de costumbre, manchada y oscura, hundiéndose en la bruma.
Después, sin palabras, se volvieron y caminaron entre la arena y las piedras, cruzaron el arroyo por el vado y tomados de la mano salvaron el kilómetro escaso que los separaba de la casa.
Ella estaba muy silenciosa. Él jamás se había comportado como esa noche. Siempre que la había besado, lo había hecho movido por la pasión. Pero esto era distinto. Sabía que esa noche su intimidad con ella era más estrecha que nunca. Por primera vez estaban en el mismo plano. No eran Ross Poldark, caballero rural de Nampara, y su doncella, con quien se había casado porque eso era mejor que vivir solo. Eran un hombre y una mujer, y no los separaba ninguna desigualdad. Ella tenía más edad que sus años y él menos; y ahora volvían a la casa, tomados de la mano, atravesando las sombras oblicuas de la reciente oscuridad.
Soy feliz, volvió a pensar Ross. Algo me ocurre, algo nos ocurre y transforma nuestro mezquino y pequeño asunto amoroso. Hay que conservar esta situación, hay que aferrarla. No retroceder a lo antiguo.
En el camino de regreso, el único sonido fue el burbujeo de las aguas del arroyo al lado del sendero que ellos recorrían. La casa los acogió cálidamente. Las polillas volaban en dirección a las estrellas, y los árboles se mantenían silenciosos y sombríos.
La puerta principal crujió cuando la cerraron, y subieron la escalera en actitud de conspiradores. Cuando llegaron al dormitorio los dos reían de buena gana ante la idea absurda de que podían despertar a Jud y a Prudie con tan discretos ruidos. Ella encendió las velas y cerró las ventanas para evitar la entrada de las mariposas, se quitó la gruesa chaqueta y se soltó los cabellos. Oh, sí, esa noche se la veía hermosa. Ross la abrazó, el rostro todavía infantil a causa de la alegría, y ella le sonrió a su vez, la boca y los dientes relucientes y húmedos a la luz de las velas. Entonces, se desvaneció la sonrisa de Ross, y él la besó.
—Ross —dijo ella—. Querido Ross.
—Te amo —dijo él—, y quiero servirte. Demelza, mírame. Si antes te hice mal, déjame compensarte.
Así, él comprobó que lo que hasta cierto punto había despreciado no era despreciable, que lo que había sido en su caso la satisfacción de un apetito, una aventura grata pero vulgar en el marco de la decepción, implicaba extrañas y esquivas profundidades que no había conocido antes, y en su esencia traía el conocimiento de la belleza.