Capítulo 1

I

Ross y Demelza se casaron el 24 de junio de 1787. El reverendo Odgers estuvo a cargo de la ceremonia, que fue muy discreta y contó con la presencia de tan solo el número necesario de testigos. Las actas revelan que la novia declaró la edad de dieciocho años, lo cual equivalía a anticiparse a los hechos en nueve meses. Ross tenía veintisiete años.

Ross adoptó la decisión de desposar a Demelza dos días después de la primera vez que durmieron juntos. No era que la amase, sino que dicha actitud representaba la solución obvia. Si uno no hacía caso de sus orígenes, Demelza era una esposa por cierto bastante apropiada para un caballero rural empobrecido. Ya había demostrado su capacidad en la casa y en la granja, donde trabajaba eficazmente, y había llegado a participar de la vida de Ross en un grado del cual él era apenas consciente.

Con su nombre patricio, sin duda él podría haber frecuentado la sociedad y cortejado enérgicamente a la hija de un nuevo rico, para iniciar después una vida de cómodo hastío gracias a la dote matrimonial. Pero Ross no podía contemplar con seriedad una aventura de esa clase. Advertía, con un sentimiento de acre burla, que ese matrimonio en definitiva debía condenarlo a los ojos de su propia clase, pues si el hombre que se acostaba con su criada a lo sumo provocaba murmuraciones adversas, el que la desposaba se convertía en una persona inaceptable a los ojos de todos.

Pese a su promesa, no fue a cenar a Trenwith. Intencionalmente se encontró con Francis en Grambler la semana antes de la boda, y le comunicó la noticia. Francis parecía aliviado más que sorprendido. Quizá siempre había alimentado el temor profundo de que un día su primo renunciara a las formas civilizadas y decidiese arrebatarle por la fuerza a Elizabeth. Ross se sintió un tanto recompensado por esa reacción desprovista de hostilidad, y casi hasta el momento de separarse de Francis olvidó la promesa hecha a Elizabeth. De todos modos, cumplió su palabra, y los dos hombres se despidieron en una atmósfera menos cordial que la que hubiera podido preverse.

Movido por su antigua amistad con Verity, Ross habría deseado mucho que ella asistiera a la boda, pero por Francis supo que el médico le había ordenado guardar cama quince días. De modo que Ross no le envió su invitación, y en cambio le remitió una carta más extensa en la cual le explicaba las circunstancias del caso y la invitaba a pasar unos días en Nampara cuando se sintiera mejor. Verity conocía de vista a Demelza, pero apenas se había cruzado con ella los dos últimos años; y Ross suponía que la joven difícilmente podría explicarse qué dolencia senil había comenzado a afectar el cerebro de su primo.

En todo caso, Verity no dijo nada parecido en su respuesta:

Querido Ross:

Gracias por haberme escrito una carta tan detallada para explicar tu matrimonio. Soy la última persona en el mundo capaz de criticar tus sentimientos. Pero me gustaría ser la primera que te desee la felicidad que mereces. Cuando me reponga y papá mejore iré a veros a ambos.

Con cariño

Verity

La visita a la iglesia de Sawle modificó no solo el nombre de la antigua criada de la cocina. Al principio Jud y Prudie tendieron a reaccionar mal, por lo menos en la medida en que se atrevieron a demostrarlo, porque la niña que había llegado a la casa en la condición de una huérfana desvalida, infinitamente inferior a ellos mismos, ahora se convertía en el ama de ambos. Podían haber mantenido mucho tiempo la actitud de hosco resentimiento, si se hubiera tratado de una persona distinta de Demelza. Pero finalmente ella los persuadió o los hipnotizó, llevándolos a creer que ella misma había sido en parte la protegida de los dos, de modo que su ascenso social contribuía a realzar el mérito de Jud y Prudie. Y después de todo, como Prudie lo señaló en privado a Jud, eso era mejor que verse obligados a recibir órdenes de una jovenzuela de rostro bonito y cabellos rizados.

Ese año Demelza no volvió a ver a su padre. Pocos días después de publicadas las amonestaciones, convenció a Ross de que enviase a Jud a Illuggan con un mensaje verbal en el sentido de que el matrimonio debía celebrarse quince días después. Carne estaba en la mina cuando Jud llegó, de modo que solo pudo entregar el mensaje a una mujercita gruesa vestida de negro. Después no hubo noticias. Demelza temía que su padre apareciera y provocase una escena en la boda, pero todo se desarrolló sin tropiezos. Tom Carne había aceptado su derrota.

El diez de julio un hombre llamado Jope Ishbel, uno de los mineros más veteranos y astutos del distrito, descubrió una veta de cobre rojo en la Wheal Leisure. Al mismo tiempo que se descubrió la veta, apareció un caudal considerable de agua, y los trabajos se suspendieron mientras se traían equipos de bombeo. El socavón practicado desde la pared del arrecife progresaba regularmente, pero aún debía pasar un tiempo antes de que sirviera para desaguar la galería. La masa de agua que se había acumulado allí era un buen signo a juicio de quienes afirmaban saber.

Cuando Ross se enteró de la noticia, abrió un barril de brandy y ordenó llevar a la mina grandes jarras de licor. Toda la gente estaba muy excitada, y desde la mina podía verse a los pobladores que subían a la colina detrás de los cottages de Mellin, a un kilómetro y medio de distancia, y miraban para descubrir la causa del ruido.

El descubrimiento no podía haber sido más oportuno, porque una semana después se realizaba la segunda reunión de los accionistas, y Ross sabía que tendría que pedir cincuenta libras más a cada uno. El golpe de pico de Jope Ishbel le aportaba resultados concretos, porque incluso juzgando por la mediocre calidad del mineral que Ishbel había llevado a la superficie, podían presumir que conseguirían por tonelada varias libras más que con el mineral de cobre común. Se había ampliado el margen de utilidad. Si la veta tenía proporciones más o menos razonables, podían estar seguros de obtener un buen rendimiento.

Ross no dejó de destacar este punto cuando se realizó la reunión en la sobrecalentada oficina del señor Pearce, en Truro, y el efecto general fue de tal naturaleza que las nuevas contribuciones se aprobaron sin vacilar.

Era la primera vez que Ross había visto al señor Treneglos desde el gran día en Mingoose, en que el hijo del anciano desposó a Ruth Teague: y ahora el viejo estaba haciendo todo lo posible para mostrarse amable y cortés. Después de la cena se sentaron juntos y Ross temió verse obligado a escuchar una disculpa por la falta de cortesía entre antiguos vecinos, implícita en el hecho de que no lo habían invitado a la boda. Ross sabía que la culpa no era de Treneglos, de modo que procuró que la conversación se apartase del tema.

El señor Renfrew provocó un momento incómodo cuando, ya un poco achispado, y después de un brindis en honor de la feliz pareja, propuso que no olvidaran al recién casado allí presente. Hubo un silencio embarazoso, y después el señor Pearce dijo:

—En efecto, así es. Sin duda, no debemos olvidarlo.

Y el doctor Choake agregó:

—Sería una falta imperdonable.

Y el señor Treneglos, que afortunadamente había percibido el sesgo de la conversación, en el acto se puso de pie y dijo:

—Es mi privilegio, caballeros. Mi placer y mi privilegio. Caramba, nuestro buen amigo contrajo matrimonio hace poco. Propongo el brindis: Por el capitán Poldark y su joven esposa. Que sean muy felices.

Todos se pusieron de pie y bebieron.

—Hubiera sido muy desagradable que nadie lo mencionara —dijo el señor Treneglos mientras todos se sentaban; y no hablaba exclusivamente para sí mismo.

Ross pareció el menos embarazado de todos.

II

Demelza ya se había adaptado a la vida de su esposo. Eso era lo que Ross pensaba. Quería decir que ella se había adaptado a la vida de la casa, que atendía a las necesidades de Ross con entusiasmo pero ordenadamente, y que era una mujer atenta y una compañera agradable.

En la nueva situación, todo esto no cambió mucho. Aunque legalmente estaba en el mismo plano que Ross, de hecho continuaba siendo su inferior. Hacía lo que él decía, con el mismo entusiasmo, sin discutir jamás, y con una radiante buena voluntad que todo lo iluminaba. Si Ross no hubiese querido desposarla, ella no habría anhelado otra cosa; pero su decisión de dar carácter legal y permanente a la unión, el hecho de que la honrase con su nombre, era una especie de corona de oro que venía a rematar su felicidad. Esos pocos instantes de angustia, el día de la visita de Elizabeth, estaban casi olvidados, relegados a un lugar muy secundario.

Y ahora ella estaba incorporándose de distinto modo a la vida de Ross. Él no podía retroceder, aunque lo deseara; y en verdad, no lo quería. Ahora era indudable que la consideraba deseable: los hechos habían demostrado que no era el engaño de una sola noche de verano. Pero Ross todavía no podía determinar con absoluta certeza hasta qué punto la deseaba personalmente, y en qué medida todo eso era la necesidad natural de un hombre, la necesidad que ella satisfacía en su condición de mujer.

Por su parte, no parecía que ella se viese afectada por problemas sentimentales. Si antes había crecido y se había desarrollado rápidamente, ahora su personalidad floreció de la noche a la mañana.

Cuando una persona se siente tan feliz como ella lo era ese verano, es difícil que no sufran todos su influencia; y así, después de un tiempo, la atmósfera que ella creaba comenzó a manifestarse en toda la casa.

Poco a poco comenzó a ejercer las libertades propias del matrimonio. Su primer intento en ese sentido fue una discreta sugerencia a Ross en el sentido de que convenía trasladar a otro sitio el despacho de la mina, instalado en la biblioteca, porque los hombres pisoteaban los canteros de flores con sus pesadas botas. Ella fue la más sorprendida cuando una semana después vio una fila de hombres que transportaban los papeles de la mina hasta una de las cabañas de madera levantadas sobre el arrecife.

Aun así, transcurrieron varias semanas antes de que Demelza pudiese entrar en la biblioteca sin experimentar el antiguo sentimiento de culpa. Y necesitó mucha fuerza de carácter para sentarse allí, tratando de arrancar melodías a la deteriorada espineta cuando nadie la oía.

Pero tenía tanta vitalidad, que poco a poco superó los obstáculos levantados por la costumbre y el sometimiento. Con más audacia que antes comenzó a desgranar acordes y a entonar en voz baja cantos que ella misma había compuesto. Cierto día salió a caballo con Ross y de regreso trajo algunos cuadernos de versos, que aprendió de memoria y luego acompañó con sus propias melodías en la espineta, cuyos sonidos trataba de ordenar de modo que conformaran una melodía apropiada.

Como si desease colaborar con la felicidad de Demelza, el verano fue el más cálido en muchos años, e incluyó largas semanas de tiempo luminoso y sereno, y pocos días de lluvia. Después de las epidemias del invierno, el tiempo grato y tibio fue bien acogido por todos, y el nivel en que muchas familias pasaron el verano parecía de abundancia comparado con lo que había sido antes.

En la Wheal Leisure, el trabajo se desarrollaba lentamente pero sin tropiezos. El socavón avanzaba hacia las galerías, y se hacía todo lo posible por evitar el elevado costo de un motor de bombeo. Se instalaron cabrias, una al lado de la otra, y el agua elevada por este medio se depositó ingeniosamente en una gruta; de allí descendía por un canal y movía una rueda, la cual a su vez accionaba una bomba que extraía más agua. Ya estaban obteniendo cobre. Pronto habría cantidad suficiente para enviar una carga a una de las subastas de Truro.

III

… Ross pensaba que ella ya se había adaptado a la vida que él hacía.

Ahora, a menudo hubiera deseado poder separar a las dos Demelza que habían llegado a convertirse en parte de él mismo. Había una Demelza del día, una mujer práctica con la cual él trabajaba, y que desde hacía un año o más era la causa de ciertos placeres definidos derivados del compañerismo. Había llegado a simpatizar con esa mujer, a confiar en ella, y ella a su vez le dispensaba simpatía y confianza. Medio servidora, medio hermana, fraternal y obediente, la prolongación directa y calculable del año anterior, y del pendiente. Demelza, que aprendía a leer, que recogía leña para el fuego, que hacía compras con él y cultivaba el jardín, y se esforzaba constantemente.

Pero la segunda Demelza era aún una extraña. Aunque Ross era el marido y el amo de ambas, la segunda era imprevisible, con el enigma de su rostro bonito y luminoso y el cuerpo fresco y juvenil —todo lo que contribuía a la satisfacción carnal y el placer cada vez más intenso de Ross—. Al principio, esta Demelza le había merecido cierto desdén. Pero los acontecimientos habían desbordado esos límites. Hacía mucho que el desdén se había disipado… pero aún estaba allí la desconocida.

Dos personas no muy bien diferenciadas, la desconocida y la amiga. Durante el día, en los momentos creados por la rutina y el encuentro casual, le inquietaba cierto súbito recordatorio de la joven, que en cierto modo podía reaparecer con un mero acto de la voluntad, a la que él tomaba y sin embargo nunca poseía verdaderamente. Y aún más extraño era ver a veces, en la noche, mirándolo con los ojos oscuros y somnolientos de la desconocida, a la joven cordial y desaliñada que le había ayudado a atender a los caballos, y le había servido la cena. En ocasiones así, Ross se sentía inquieto, y no muy feliz, como si él mismo hubiera estado mancillando algo que era bueno por derecho propio.

Hubiera querido separar a estas dos mujeres. Le parecía que sería más feliz si lograba separarlas del todo. Pero a medida que pasaban las semanas le parecía que estaba ocurriendo exactamente lo contrario. Las dos entidades comenzaban a diferenciarse cada vez menos.

Solo alrededor de la primera semana de agosto se realizó la fusión total de las dos imágenes.