Capítulo 8

Ross despertó tarde. Dieron las siete antes de que comenzara a moverse en el lecho.

Cuando se levantó tenía un sabor desagradable en la boca. El licor que vendían en la posada del Gallo de Riña era mediocre.

Demelza… La seda vieja y tiesa del vestido… —los ganchos—. ¿Qué espíritu maligno la había impulsado? Él estaba embriagado, pero ¿era con el licor? El despliegue del espíritu en un universo de vergüenza es la lascivia en acción… más allá de la odiada razón… ¿cómo seguía? No había pensado en ese soneto la noche anterior. Los poetas le habían jugado una mala pasada. Extraño asunto.

Por lo menos había existido un despliegue del espíritu…

Y las viejas chismosas de tres aldeas a lo sumo habían anticipado la verdad. No era que eso importara. Importaban Demelza y él mismo. ¿Cómo la encontraría esa mañana? ¿Sería la cordial muchacha que trabajaba durante el día, o la extraña de tiernos labios que él había imaginado a través de la noche estival?

Ella se había salido con la suya, y en definitiva había parecido que temía.

El colmo de la futilidad era lamentar un placer ya vivido, y él no tenía la menor intención de seguir ese camino. Lo hecho, hecho estaba. La experiencia modificaría la esencia misma de sus costumbres personales; sería como un intruso en la amistad cada vez más firme de ambos, un acto capaz de deformar todos los gestos y las imágenes, y de introducir falsos valores.

Rechazarla como lo había hecho en el salón había sido la única actitud sensata. Pudibunda si uno quería, pero ¿hasta dónde la pudibundez y los límites se confundían en la mente del cínico?

Esa mañana su razonamiento era una sucesión de preguntas sin respuesta.

Por donde mirase el asunto, había algo desagradable en el recuerdo de la noche anterior: no la culpa de Demelza, ni la suya, sino algo que provenía de la historia de la relación entre ambos. ¿Podía decirse que todo eso era una tontería? ¿Qué habría dicho su padre? «Palabras altisonantes para explicar una estupidez».

Se vistió con esfuerzo. Durante un rato dejó que su mente se demorase en el desenlace. Bajó la escalera y metió la cabeza bajo el agua de la bomba, y de tanto en tanto volvía los ojos hacia el arrecife lejano, donde podían verse los trabajos de la Wheal Leisure.

Volvió a vestirse y desayunó, atendido por Prudie, cargada de espaldas y murmurando sin cesar. La mujer parecía un pescador a la pesca de simpatía. Pero esa mañana nadie mordía su anzuelo. Cuando Ross terminó, mandó llamar a Jud.

—¿Dónde está Demelza?

—No sé. Debe estar por ahí. La vi salir de la casa hace una hora.

—¿Vinieron los Martin?

—En el campo de nabos.

—Bien, Prudie y Demelza pueden reunirse con ellos cuando ella esté lista. Esta mañana no iré a la mina. Trabajaré contigo y Jack en el heno. Ya es hora de empezar.

Jud gruñó y se alejó con paso tardo. Después de permanecer sentado unos minutos, Ross pasó a la biblioteca y trabajó media hora en los asuntos de la mina. Luego tomó una hoz del cobertizo y comenzó a afilarla en la piedra. El trabajo como disolvente de los pesares de la noche. El despliegue del espíritu en un universo de vergüenza… La noche anterior, cuando aún no se había desencadenado el episodio final, Ross pensó que el día había comenzado con una frustración, y concluido con otra. Esa mañana todos sus controles revivían para persuadirlo de que su juicio aún era válido. La vida parecía enseñarle que la satisfacción de la mayoría de los apetitos llevaba en sí misma la simiente de la frustración, y que todos los hombres solían engañarse cuando imaginaban otra cosa.

Los primeros principios de esa lección habían echado raíces diez años atrás. Pero en aquel momento Ross no era un sensualista, de modo que quizá no podía juzgar. Su padre había sido un sensualista y un cínico; su padre aceptaba el amor como una cosa inmediata, por lo que pudiera valer. La diferencia sin duda no consistía tanto en que él era frígido por naturaleza (lejos de ello), sino en que pretendía demasiado.

El sentimiento de que estaba distanciado del resto de los seres humanos, el sentimiento de la soledad, pocas veces había sido tan intenso como esta mañana. Se preguntaba si en realidad existía verdadera satisfacción en la vida, si el sentimiento de desilusión inquietaba a todos los hombres tanto como a él mismo. No siempre había sido así. Su niñez había sido bastante feliz, en la forma irreflexiva que suele caracterizar a esa etapa de la vida. Hasta cierto punto le habían agradado la aspereza y los peligros del servicio activo. Pero desde el momento de su regreso, la veta maligna del descontento se había insinuado en él, y había frustrado sus intentos de hallar una filosofía propia, y había convertido en cenizas todo lo que él deseaba aferrar.

Apoyó la hoz en su hombro y se encaminó al campo de heno, que se extendía sobre el lado noreste del valle, después de los manzanos, y se prolongaba hasta la Wheal Grace. Cubría una superficie considerable que no estaba delimitada por muros o setos, y su heno constituía una buena cosecha, mejor que la del año anterior, amarilla y seca por la última semana de sol. Se quitó la chaqueta y la colgó sobre una piedra en un rincón del campo. Tenía la cabeza descubierta, y sentía el calor del sol sobre los cabellos y el cuello abierto. Le parecía natural que antaño los hombres fueran adoradores del sol; sobre todo en Inglaterra, un país de brumas y nubes y lluvias irregulares donde el sol se mostraba esquivo y caprichoso, y siempre era bien acogido.

Comenzó a cortar, ligeramente inclinado hacia delante y usando el cuerpo como pivote, describiendo con el brazo un amplio semicírculo. El heno caía de mala gana, y las altas plantas se inclinaban y se hundían lentamente en la tierra. Al mismo tiempo que el heno, caían ramilletes de escabiosas púrpuras y margaritas, perifollos y ranúnculos amarillos, que florecían clandestinamente y padecían el destino común.

Llegó Jack Cobbledick, que subió al campo con largos pasos, y después vino Jud, y los tres trabajaron toda la mañana, mientras el sol ascendía en el firmamento y los bañaba con sus rayos. De tanto en tanto, uno de ellos interrumpía el trabajo para afilar la hoz en una piedra. Hablaron poco, porque todos preferían reservarse sus pensamientos, a salvo de cualquier interferencia. Dos alondras los acompañaron la mayor parte de la mañana, como puntos canoros en el alto firmamento, cantando, planeando y cantando.

A mediodía interrumpieron la labor y se sentaron juntos entre el heno cortado, y bebieron largos tragos de suero de manteca y comieron tortas de carne de conejo, y pasteles de cebada; y mientras comían, Jack Cobbledick observó, con una voz tan lenta y arrastrada como su andar, que ese tiempo lo secaba tanto a uno que necesitaba beber más de lo que podía contener con justicia, y que había oído decir que el casamiento del mes siguiente en Mingoose sería la fiesta más importante en muchos años: toda la gente distinguida; y había encontrado al viejo Joe Triggs la tarde anterior, y había dicho que era una gran vergüenza que Jim Carter se pudriese en la cárcel mientras Nick Vigus estaba completamente libre, y mucha gente pensaba lo mismo; y se decía que mandaban a Carter a la cárcel de Bodmin, que según afirmaban era una de las mejores de la región occidental, porque allí no había tanta fiebre como en Launceston o en los buques prisión de Plymouth. ¿Era verdad? ¿El capitán Poldark sabía algo? Ross dijo que sí, que era cierto.

Jack Cobbledick afirmó que, según todos decían, si el capitán Poldark no hubiese comparecido ante el tribunal y exhortado a los magistrados, Carter habría recibido destierro de siete años, y la gente decía que los jueces estaban muy irritados por el asunto.

Jud dijo que había conocido a un hombre enviado a Bodmin por casi nada, y el primer día que estuvo allí enfermó de fiebre, y al segundo murió.

Cobbledick sostuvo que la gente decía que si ciertos caballeros hubieran sido como «Alguien Que Todos Conocían», no hubiera existido tanta hambre, ni tantas minas cerradas, ni tanta necesidad de pan.

Jud afirmó que la fiebre había sido tan grave en Launceston en el 83 que el carcelero y su esposa enfermaron la misma noche, y antes de amanecer los dos estaban muertos.

Cobbledick informó que los Greet y los Nanfan querían reunir a los hombres para echar del distrito a Nick Vigus, pero que Zacky Martin había dicho que eso no era posible; dos males no hacían un bien, y nunca lo harían.

Jud sostuvo su firme creencia de que el tercer hijo de Jim Carter nacería póstumamente.

Poco después se pusieron de pie y reanudaron el trabajo. Ross se adelantó a sus compañeros, impulsado por la necesidad íntima de aislarse. Cuando el sol comenzó a declinar, se detuvo de nuevo algunos minutos y advirtió que casi habían, terminado la tarea. Le dolían los antebrazos y la espalda a causa del ejercicio, pero había conseguido eliminar cierto sentimiento de insatisfacción. La regularidad del movimiento de la hoz, el desplazamiento circular del cuerpo, el progreso constante alrededor del borde del campo, abriendo avenidas en el heno y acercándose gradualmente al centro, habían contribuido a alejar a los incómodos espectros del descontento. Soplaba una leve brisa del norte, y el calor del sol se había convertido en suave tibieza. Respiró hondo varias veces y se enjugó la frente, y miró a los hombres que venían detrás. Después, volvió los ojos hacia la figura empequeñecida de uno de los Martin que se acercaba desde la casa.

Era Maggie Martin, de seis años, una alegre niña que tenía los cabellos rojos de la familia.

—Por favor, señor —canturreó con su fina vocecita—, hay una dama que vino a verlo.

Ross puso un índice bajo el mentón de la niña.

—¿Cómo es la dama, querida?

—La señorita Poldark, señor. De Trenwith.

Hacía meses que Verity no lo visitaba. Quizás era la reanudación de la antigua amistad. Nunca la había necesitado tanto.

—Gracias, Mag. Iré en seguida.

Recogió su chaqueta, y con ella y la hoz sobre el hombro bajó la colina en dirección a la casa. Según parecía, esta vez Verity había venido a caballo.

Dejó la hoz junto a la puerta, y con la chaqueta colgando del brazo entró en la sala. Una joven estaba sentada en una silla. Sintió que se le oprimía el corazón.

Elizabeth llevaba un largo vestido de montar de paño pardo oscuro, con botones de plata y fino encaje en los puños y el cuello. Calzaba pequeñas botas pardas de montar, y un sombrero de tres picos con reborde de encaje, que destacaba el óvalo de su rostro y coronaba la pátina brillante de sus cabellos.

Le ofreció la mano con una sonrisa que reavivó en Ross el recuerdo del pasado. Era una dama, y muy bella.

—Caramba, Ross, recordé que hacía un mes que no te veíamos, y como pasaba por aquí…

—No te disculpes por venir —dijo él—. Solo por no haber venido antes.

Ella se sonrojó levemente, y los ojos trasuntaron un atisbo de placer. La maternidad no había cambiado su fragilidad y su encanto. Cada vez que la veía, él volvía a sorprenderse.

—Es un día caluroso para montar —dijo Ross—. Ordenaré que te traigan una bebida.

—No, gracias, estoy bien. —Y en efecto, así lo parecía—. Primero dime cómo estás, qué estuviste haciendo. Te vemos tan poco.

Consciente de su camisa empapada y los cabellos en desorden, él le explicó lo que había estado haciendo. Elizabeth parecía un tanto inquieta. Ross vio que su mirada recorría una o dos veces la habitación como si intuyera una presencia extraña, o como si se sintiera sorprendida ante el aire cómodo, aunque un poco sórdido, de los muebles. Los ojos de la joven se posaron en un vaso de anémonas y helechos sobre el borde de la ventana.

—Verity me dijo —explicó Elizabeth— que no pudiste conseguir una sentencia más leve para tu peón. Lo siento.

Ross asintió.

—Sí, fue una lástima. El padre de George Warleggan era el presidente del tribunal. Nos separamos con sentimientos de mutua antipatía.

Ella lo miró brevemente bajo las pestañas.

—George lo lamentará. Quizá si le hubieses hablado habría podido arreglarse el asunto. Aunque tengo entendido que el muchacho fue sorprendido robando, ¿verdad?

—¿Cómo está mi tío? —Ross cambió de tema, porque pensó que sus opiniones acerca del episodio de Carter podían ofenderla.

—No mejora. Tom Choake lo sangra regularmente, pero lo único que consigue es un alivio temporal. Todos habíamos abrigado la esperanza de que el buen tiempo lo ayudase a sanar.

—¿Y Geoffrey Charles?

—Está espléndido, gracias. El mes pasado temimos que hubiera enfermado de sarampión, después de evitar la epidemia; pero fue únicamente un sarpullido a causa de la dentición. —El tono de Elizabeth era mesurado, pero en él había algo que sorprendía un poco a Ross. Antes, nunca había percibido en ella esa inflexión reservada y al mismo tiempo posesiva.

Conversaron varios minutos en una atmósfera que era una suerte de ansiosa simpatía mutua. Elizabeth inquirió acerca de los progresos de la mina, y Ross le explicó detalles técnicos que seguramente ella no entendía; en todo caso, estaba seguro de que la joven no sentía el interés que demostraba. Elizabeth habló de la próxima boda, dando por entendido que él había sido invitado, y Ross no tuvo valor para rectificarla. Francis deseaba que ella fuese a Londres ese otoño, pero Elizabeth pensaba que Geoffrey Charles no podía quedarse solo. Francis pensaba, etc… Francis creía…

El rostro pequeño y regular de Elizabeth se ensombreció, y mientras se quitaba los guantes dijo:

—Ross, quisiera que vieses con más frecuencia a Francis.

Ross concordó amablemente en que era una lástima que él no tuviese más tiempo para visitar a su primo.

—No, no me refiero a una visita común. En realidad me gustaría que trabajaseis juntos. Tu influencia sobre él…

—¿Mi influencia? —preguntó Ross, sorprendido.

—Le habría ayudado a sentar cabeza. Sí, creo que le habría inducido a mostrarse más sensato. —Lo miró con expresión dolorida, y luego desvió los ojos—. Te parecerá extraño que hable así. Pero estoy preocupada. Somos tan amigos de George Warleggan, hemos vivido en su casa de Truro, y también en Cardew. George es muy amable. Pero tiene mucho dinero, y para él jugar no es más que un pasatiempo agradable. No es nuestro caso ahora; no es así para Francis. Cuando uno apuesta más de lo que puede… Es como si Francis no pudiese evitarlo. Como si fuese el aire que respira. Gana un poco y después pierde tanto. Charles está demasiado enfermo y no puede impedirlo; y Francis controla todo. No podemos seguir así. Como sabrás, Grambler está perdiendo dinero.

—No olvides —observó Ross— que yo también perdía dinero antes de ir a América. Quizá mi influencia no sea tan positiva como tú crees.

—No debía hablarte de esto. No era mi intención. No tengo derecho a descargar mis dificultades sobre tus espaldas.

—Considero que tu actitud es un verdadero cumplido.

—Pero cuando mencionaste a Francis… Y nuestra antigua amistad… Siempre fuiste muy comprensivo.

Ross advirtió que Elizabeth estaba realmente turbada, y se volvió hacia la ventana para darle tiempo a reaccionar. Deseaba justificar la fe que ella le demostraba; hubiera dado cualquier cosa con tal de poder formular una sugerencia que calmase la angustia reflejada en el rostro de la joven. El resentimiento provocado por el matrimonio de Elizabeth se había esfumado. Ella había ido a pedirle ayuda.

—A veces me pregunto si debería hablar con Charles —dijo Elizabeth—. Pero temo mucho que se agrave… y eso de nada serviría.

Ross movió la cabeza.

—No lo hagas. Primero hablaré con Francis. Dios sabe que no tengo muchas posibilidades de éxito donde… donde otros fracasaron. En realidad, no alcanzo a comprender…

—¿Qué?

Pero ella intuyó algo de lo que él no quería decir.

—Se muestra razonable en muchas cosas, pero en esto no logro influir sobre él. Yo diría que interpreta mi consejo como una interferencia.

—En tal caso, seguramente adoptará la misma actitud frente al mío. Pero lo intentaré.

Ella lo miró un momento.

—Ross, tienes un carácter fuerte. Así lo comprobé hace un tiempo. Lo que un hombre rechaza en su… en su esposa, quizá lo acepte de un primo. Sabes explicar tus ideas. Creo que si quieres puedes influir mucho sobre Francis.

—En tal caso, quiero.

Elizabeth se puso de pie.

—Perdóname, no había querido decir tanto. No sabes cuánto aprecio el modo en que me has recibido.

Ross sonrió.

—Quizá prometas venir con más frecuencia.

—De buena gana. Yo… habría deseado visitarte antes, pero pensé que no tenía derecho.

—No vuelvas a pensar lo mismo.

Se oyeron pasos en el vestíbulo, y Demelza apareció trayendo un gran ramo de campanillas recién cortadas.

Se detuvo bruscamente cuando vio que interrumpía una conversación. Vestía un sencillo vestido de lino azul, de confección casera, con el cuello abierto y un bordado que adornaba la cintura. Tenía un aire salvaje y desaliñado, porque olvidada desvergonzadamente de Prudie y los nabos, había pasado toda la tarde echada en otro campo de heno, en las tierras altas que se extendían al oeste de la casa, mirando a Ross y a los hombres que trabajaban en la colina opuesta. Había estado allí, oliendo la tierra y mirando entre las plantas como un perro joven, y finalmente se había acostado de espaldas y se había dormido en la dulce calidez de la tarde. Tenía desordenados los cabellos oscuros, y sobre el vestido de lino azul había briznas de pasto y agujas.

Miró a Ross, y contempló asombrada a Elizabeth. Después murmuró una disculpa y se volvió para salir.

—Esta es Demelza, de quien me has oído hablar —dijo Ross—. La señora Elizabeth Poldark. —Dos mujeres, pensó. ¿De la misma sustancia? Barro y porcelana.

Elizabeth pensó: «Dios mío, de modo que realmente hay algo entre los dos».

—Querida —dijo— Ross me habló muchas veces de ti.

Demelza pensó: «Llega un día tarde, solo un día. Qué hermosa es; y cómo la odio». Después, volvió a mirar a Ross, y por primera vez, como si hubiera sido el golpe de un cuchillo clavado a traición, se le ocurrió que el deseo de Ross la noche anterior no era más que el gesto de una pasión inconsecuente. A lo largo de todo el día se había sentido demasiado absorta en sus propios sentimientos, y no había tenido tiempo de considerar esa idea. Y ahora leía ese sentimiento en los ojos de Ross.

—Gracias, señora —dijo, esforzándose por dominar el horror y el odio que pugnaban por manifestarse—. ¿Puedo traerle algo, señor?

Ross miró a Elizabeth.

—Puedes cambiar de idea y beber una taza de té. Estará preparada en pocos minutos.

—Debo irme. De todos modos, gracias. Qué hermosas campanillas recogiste.

—¿Las quiere? —dijo Demelza—. Puede llevárselas, si es que le agradan.

—¡Eres muy amable! —Los ojos grises de Elizabeth recorrieron una vez más la habitación. «Es obra de esta muchacha, pensó; esas cortinas. Ya me parecía que a Prudie no podía ocurrírsele colgarlas así; y el terciopelo plegado sobre el escaño. Ross nunca lo hubiera pensado»—. Pero vine a caballo, y lamentablemente no puedo llevarlas. Consérvalas, querida, aunque de todos modos te agradezco la amabilidad.

—Le ataré un ramito, y puede sujetarlo a la silla —dijo Demelza.

—Creo que se deshojarán. Mira, ya están deshaciéndose. Las campanillas son así. —Elizabeth recogió su guante y el látigo. Pensó: No puedo volver aquí. Después de tanto tiempo, y ahora ya es demasiado tarde. Demasiado tarde para que yo venga aquí—. Ross, debes visitar al tío Charles. A menudo pregunta por ti. Casi todos los días.

—Iré la semana próxima —dijo él.

Se acercaron a la puerta y Ross la ayudó a montar el caballo, y ella ejecutó la maniobra con su peculiar elegancia. Demelza no los había seguido, pero desde la ventana los miraba disimuladamente.

Es más delgada que yo, pensó, a pesar de que ya ha tenido un hijo. Tiene la piel de marfil; no trabajó un solo día en toda su vida. Es una dama y Ross es un caballero, y yo soy una perra. Pero anoche no; anoche no. (El recuerdo se avivó en ella). No puedo ser una perra: soy la mujer de Ross. Ojalá engorde. Lo deseo con todo mi corazón, ojalá engorde y enferme de viruela, y le gotee la nariz y se le caigan los dientes.

—¿Piensas cumplir lo que dijiste acerca de Francis? —dijo Elizabeth a Ross.

—Por supuesto. Haré todo lo que pueda… que probablemente no es mucho.

—Ven a ver a Charles. Y podrás quedarte a comer. El día que prefieras. Adiós.

—Adiós —dijo Ross.

Era la primera reconciliación total desde el regreso de Ross; y ambos sabían, aunque ignoraban que el otro lo sabía, que esa reconciliación había llegado demasiado tarde, y ahora no importaba mucho.

Ross la vio subir lentamente por el valle. Una vez distinguió el resplandor de sus cabellos iluminados por los rayos oblicuos del sol. En ese valle sobre el cual comenzaban a posarse las sombras, las aves iniciaban sus cantos vespertinos, como coristas que ensayan sus notas en una catedral grande y silenciosa cerrada por una bóveda azul.

Ross se sentía cansado, muy cansado, y quería reposar. Pero su paz mental, adquirida con gran esfuerzo durante el día, se había esfumado con la visita de Elizabeth.

Volvió sobre sus pasos, entró en la casa y pasó a la cocina. Prudie estaba preparando la cena. Ross gruñó ante una queja de la mujer, y se dirigió a los establos.

Durante algunos minutos se ocupó de las pequeñas tareas de la granja; después, regresó a la casa y a la sala.

Demelza continuaba allí, de pie al lado de la ventana. Tenía las campanillas en los brazos. Pareció que él no advertía su presencia; con paso lento se dirigió a su sillón favorito, se quitó la chaqueta y permaneció un rato sentado, mirando la pared con expresión levemente preocupada. Después, se recostó en el respaldo del sillón.

—Estoy cansado —dijo.

Demelza se volvió, y con movimientos discretos, como si él estuviera dormido, se acercó al sillón. Se sentó en la alfombrilla, a los pies de Ross. Con movimientos distraídos, en el rostro una expresión de indefinida alegría, comenzó a componer y recomponer las campanillas en montones sobre el suelo.