Capítulo 7

Demelza despertó al alba. Extendió los brazos y bostezó, y al principio no tuvo conciencia del cambio. Después, vio las vigas del techo, dispuestas de distinto modo…

La pipa y la caja de rapé de plata sobre el borde de la chimenea, el manchado espejo oval encima. El dormitorio de Ross. Se volvió y miró incrédula la cabeza del hombre, con los cabellos oscuros y cobrizos sobre la almohada.

Ella permaneció inmóvil, los ojos cerrados, mientras su mente repasaba todo lo que había ocurrido en ese cuarto; y solo su respiración agitada y dolorosa demostraba que no dormía. Las aves estaban despertando. Otro día cálido. Bajo los aleros, los pinzones emitían sonidos líquidos como el agua que gotea en un estanque.

Demelza se acercó silenciosa al borde de la cama, y se deslizó al suelo, temerosa de despertarlo. En la ventana miró las casillas que se extendían hasta el mar. El mar casi había terminado de crecer. La bruma formaba un chal grisáceo sobre la línea de los arrecifes. Las olas que rompían sobre las rocas formaban líneas oscuras en el agua gris plata.

Su vestido —ese vestido— formaba un confuso montón en el suelo. Lo alzó y lo arrolló alrededor de su cuerpo, como si de ese modo pudiera ocultarse de sí misma. Caminó de puntillas hasta su propio dormitorio. Se vistió mientras se iluminaba lentamente el rectángulo de la ventana.

En la casa no se oía ningún movimiento. Demelza era siempre la primera en levantarse, y a menudo llegaba al extremo del valle, buscando flores, antes de que Jud y Prudie contemplasen renuentes la luz del nuevo día. Hoy necesitaba ser la primera en salir de la casa.

Bajó descalza los cortos peldaños y cruzó el vestíbulo. Abrió la puerta principal. Detrás de la casa se extendía el mar antiguo y gris, pero en el valle estaba todo el calor y la fragancia que la tierra había acumulado durante la breve noche estival. Salió y el aire tibio la envolvió. Llenó sus pulmones de aire. Aquí y allá, en el cielo, las nubes formaban flecos finos, inmóviles y abandonados como si los hubiera dispersado el movimiento de una escoba caprichosa.

Sus pies desnudos no sintieron frío el pasto húmedo. Atravesó el jardín, en dirección al arroyo, se sentó en el puente de madera, de espalda a la baranda, y hundió los dedos en el hilo de agua. Los espinos que crecían a orillas del arroyo estaban florecidos, pero las flores habían perdido su blancura, y habían virado al rosa y se desprendían, de modo que el arroyo estaba colmado de minúsculos pétalos móviles, como los restos de una boda. Allí donde ella estaba sentada, la dulce fragancia de la flor del espino perfumaba la respiración.

Le dolían la cintura y la espalda; pero los temibles recuerdos de la noche comenzaron a desdibujarse ante la rememoración de sus triunfos. No tenía remordimientos de conciencia por el modo en que había alcanzado su propósito, porque vivir y cumplir el propósito de la vida parecía absolverlo todo. Ayer parecía imposible. Hoy, ya había ocurrido. Nada podía cambiarlo; nada.

Pocos minutos más tarde saldría el sol, iluminando los bordes del valle, detrás de los cuales se había puesto pocas horas antes. Levantó las piernas y permaneció un momento sentada sobre el puente; después se arrodilló, recogió agua en las manos y se lavó la cara y el cuello. Un instante más tarde se puso de pie, y en un súbito desborde de sentimiento brincó y saltó corriendo en dirección a los manzanos. Un zorzal y un tordo estaban compitiendo desde ramas vecinas. Bajo los árboles, algunas hojas le rozaron el cabello y le mojaron con rocío la oreja y el cuello. Demelza se inclinó y comenzó a recoger algunas de las campanillas que formaban una alfombra irregular bajo los árboles. Pero apenas había recogido una docena cuando renunció a su propósito, y se sentó apoyada en un tronco revestido de líquenes, la cabeza echada hacia atrás, los tallos finos y jugosos de las campanillas apretados contra el pecho.

Tal era su inmovilidad —el cuello curvado en un gesto laxo, la falda recogida, las piernas desnudas en contacto sensual con el pasto y las hojas—, que un pinzón se posó cerca y comenzó a emitir su grito al lado de la mano de Demelza. Sintió un vivísimo deseo de acompañarlo, pero sabía que solo podía producir una suerte de graznido.

También descendió un gran moscardón y se posó en una hoja cerca del rostro de la joven; tenía dos nudos redondos y pardos sobre la cabeza, y a tan corta distancia parecía enorme, un animal prehistórico que habitase la jungla de un mundo olvidado. Primero se apoyó en las cuatro patas delanteras y con sinuosa desenvoltura frotó las dos traseras, arriba y abajo, sobre las alas; después se apoyó en las cuatro patas traseras y frotó las dos delanteras como un tendero obsequioso.

—¡Buzz, buzz! —dijo Demelza. Se alejó con un súbito zumbido, pero regresó casi inmediatamente a la misma posición, y esta vez comenzó a frotarse la cabeza como si estuviera lavándosela sobre un cubo.

Sobre la cabeza de Demelza, la tela de una araña se destacaba con finas cuentas de humedad. El tordo que estaba cantando interrumpió su concierto, se balanceó un momento con una cola parecida al abanico de una dama y salió volando. Dos últimos pétalos de una flor de azahar pardo rosada, perturbados por el movimiento, descendieron indolentes hasta el suelo. El pinzón comenzó a picotear uno de ellos.

Demelza extendió la mano y emitió un sonido seductor, pero el pájaro no se dejó engañar, y voló de costado hasta una distancia más segura. En los campos, una vaca mugió. Todavía era esa hora temprana que separaba al mundo de los hombres. Y en el trasfondo, el murmullo de los pájaros era la serenidad de un mundo que aún no había despertado.

Una corneja voló bajo, su deslucido plumaje con reflejos dorados, las alas que emitían un sonido áspero al batir el aire. El sol se elevó e inundó el valle, y creó sombras silenciosas y húmedas, y rayos de luz pálida entre los árboles.