Capítulo 6

Ross no había regresado. Demelza no sabía muy bien si deseaba verlo. El reloj indicaba las ocho. Muy pronto Jud y Prudie se acostarían a dormir. Era lógico que ella permaneciera levantada y le sirviera la cena. Pero si Ross no llegaba pronto significaba que había decidido pasar la noche en Truro. Zacky y Jinny habían regresado. Jack Cobbledick los había visto, y la noticia se había difundido. Pobre Jim. Todos lo compadecían, y reinaba un sentimiento de hostilidad contra Nick Vigus. Todos compadecían a Jinny y los dos chicos. Los hombres cambiaban mucho en la cárcel.

Demelza se miró el vestido, se mordió el labio y volvió a mirarse. Después, se puso rápidamente un delantal, mientras Prudie ascendía laboriosamente la escalera.

—Querida, voy a acostarme —dijo Prudie, con una botella de gin en la mano—. Si no me acuesto, seguro que me desmayo. Muchas veces, cuando era más joven, perdía el sentido, así, repentinamente. Si mi madre supiera lo que tengo que soportar ahora, se revolvería en la tumba. Saldría caminando. Muchas veces pensé que la veía caminar. Puedes atender la cena del amo, ¿verdad?

—Sí, yo me ocuparé de ello.

—No creo que venga esta noche. Eso le dije a Jud, pero la vieja mula me contradice. Quiere esperar veinticinco minutos más. Y no puedo convencerlo.

—Buenas noches —dijo Demelza.

—¿Buenas noches? No creo que pueda pegar los ojos.

Demelza la vio subir la escalera, y después se quitó el delantal y examinó de nuevo el vestido. Unos instantes más tarde lo cubrió nuevamente y bajó.

En la cocina había un agradable olor a pastel. Jud estaba sentado frente al fuego, tallando un pedazo de madera dura para obtener un nuevo atizador destinado a eliminar la carbonilla adherida al horno de barro. Mientras tallaba canturreaba la melodía:

«Eran dos viejos, y los dos eran pobres twidle, twidle, twii».

—Jud, ha sido un hermoso día —dijo Demelza. Él la miró con sospecha.

—Demasiado calor. No está bien en esta época del año. Ahora empezará a llover. Las golondrinas vuelan bajo.

—No deberías sentarte tan cerca del horno.

—¿Qué dijo tu padre?

—Quería que fuera a pasar unas semanas con ellos.

Jud gruñó:

—¿Y quién hará tu trabajo?

—Le dije que no podía.

—Lo mismo creo. Empieza el verano. —Levantó el cuchillo—. ¿No es un caballo? Creo que es el señor Ross, y justo cuando yo no lo esperaba.

Demelza sintió un sobresalto. Jud dejó el pedazo de madera y salió para llevar a Morena al establo. Después de unos segundos, Demelza fue detrás del viejo y atravesó el vestíbulo. Ross acababa de desmontar, y estaba desatando de la silla los paquetes y los artículos que había comprado. Sus ropas estaban cubiertas de polvo. Parecía muy cansado, y tenía el rostro enrojecido, como si hubiese estado bebiendo. Alzó los ojos cuando ella apareció en la puerta, y sonrió levemente pero sin interés. El sol acababa de ponerse sobre el borde occidental del valle, y la línea del horizonte estaba iluminada por un vivo resplandor anaranjado. Alrededor de la casa cantaban los pájaros.

—… más comida —decía—. Le dieron muy poco. Uf, no corre aire esta noche. —Se quitó el sombrero.

—¿Todavía me necesita? —preguntó Jud.

—No. Acuéstate si quieres. —Se acercó lentamente a la puerta, y Demelza se apartó para darle paso—. Tú también. Sírveme la cena y vete.

Sí, había bebido; para Demelza eso era evidente. Pero no podía decir cuánto. Ross entró en la habitación donde le habían preparado la mesa. Ella oyó que trataba de quitarse las botas, y entró silenciosamente con las pantuflas de su amo, y le ayudó a realizar la operación. Él levantó los ojos y le agradeció con un gesto.

—Como sabes, todavía no soy viejo.

Demelza se sonrojó y fue a retirar del horno el pastel. Cuando regresó, Ross estaba sirviéndose una copa. Depositó el pastel sobre la mesa, cortó un pedazo, lo puso sobre el plato de su amo, le cortó varias rebanadas de pan, y esperó sin hablar mientras él se sentaba y empezaba a comer. Todas las ventanas estaban abiertas. El resplandor rojizo sobre la colina se había diluido. En el cielo, a gran altura, un fleco de nubes tenía matices azafranes y rosados. Los colores en la casa y el valle se destacaban vívidamente.

—¿Enciendo las velas?

Él levantó los ojos, como si la hubiera olvidado.

—No, todavía no. Yo lo haré más tarde.

—Volveré para encenderlas —dijo Demelza—. Todavía no me acostaré.

La joven se deslizó fuera de la habitación, atravesó el vestíbulo bajo y cuadrado y entró en la cocina. Había arreglado las cosas de modo que podía volver. No sabía qué hacer. Deseaba rezar para conseguir algo que, bien lo sabía, merecía la desaprobación del Dios de la viuda Chegwidden. Se arrodilló y acarició a Tabitha Bethia, y se acercó a la ventana, y miró en dirección a los establos. Recogió algunos restos para Garrick, y de ese modo consiguió convencerlo de que entrara en una caseta, donde lo encerró. Regresó a la cocina y avivó el fuego. Se apoderó del atizador de madera de Jud, y con el cuchillo del hombre cortó una astilla. Sentía débiles las rodillas, y tenía las manos heladas. Llevó el cubo a la bomba y lo llenó de agua fresca. Uno de los terneros se quejaba. Un grupo de gaviotas volaba lentamente hacia el mar.

Esta vez Jud la acompañó de regreso a la cocina, silbando entre sus dos grandes dientes. Morena tenía alimento y agua. El viejo dejó el cuchillo y la estaca.

—Por la mañana no querrás levantarte.

Demelza sabía muy bien quién tenía mayores posibilidades de no levantarse por la mañana, pero por esta vez decidió no contestarle. Jud salió, y ella lo oyó subir la escalera. Lo siguió. En su habitación volvió a mirarse el vestido. Hubiera dado cualquier cosa por una copa de brandy, pero no había nada que hacer. Si él olía algo en su aliento, sería el fin. Ross se limitaría a mostrarle un rostro de expresión dura y fría, y ella tendría que huir como un topo en busca de su madriguera. La cama tenía un aire acogedor. Demelza solo necesitaba cambiar de idea al mismo tiempo que de ropa, y meterse en su lecho. Pero el día siguiente estaba cerca. El mañana no ofrecía esperanza.

Buscó su fragmento de peine, y se acercó al pedazo de espejo que había encontrado en la biblioteca, y comenzó a arreglarse los cabellos.

II

Había encontrado el vestido en el fondo del segundo baúl de hojalata, y desde el comienzo le había seducido, exactamente como la manzana había seducido a Eva. Era una prenda de satén celeste, con la pechera baja y cuadrada. Bajo la estrecha cintura, el vestido se ensanchaba detrás como un hermoso repollo azul. Demelza creía que era un traje de noche, pero en realidad era una prenda que Grace Poldark había comprado para una reunión vespertina formal. Tenía el largo apropiado para Demelza, y en las tardes lluviosas ella había realizado algunas reformas. Era emocionante probárselo, pese a que nadie la vería con el vestido puesto. Pero ahora…

Se miró a la media luz y trató de ver. Se había peinado hacia arriba los cabellos, dividiéndolos al costado y separándolos de las orejas para reunidos sobre la coronilla. En cualquier otra ocasión su aspecto la habría complacido, y ella se hubiese pavoneado caminando de aquí para allí, gozando con el fru-frú de la seda. Pero ahora contempló su imagen, cavilosa y tensa. A diferencia de una auténtica dama, no tenía polvo, ni rouge, ni perfume. Se mordió los labios para enrojecerlos. Y esa pechera. Quizá la madre de Ross era distinta, o tal vez usaba un chal de muselina. Demelza sabía que si la viuda Chegwidden llegaba a verla, al instante abriría su boquita de labios tensos para proferir la palabra: «¡Babilonia!».

Demelza se preguntaba qué diría Ross.

Se irguió. Había decidido ir. No tenía alternativa, no podía retroceder.

Manipuló torpemente el pedernal y el acero, y con dificultad logró encender la vela. Finalmente ardió una llama, y el vívido color del vestido se destacó con mayor intensidad. Oyó el roce de la seda mientras se acercaba a la puerta, y luego, lentamente, con la palmatoria en la mano, bajó la escalera.

A la puerta de la sala se detuvo, tragó saliva dificultosamente, se mojó los labios y entró.

Ross había concluido su comida, y estaba sentado en la semipenumbra, frente al hogar vacío. Tenía las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada. Se movió apenas cuando ella entró, pero no la miró.

—Traje la luz —dijo Demelza, con una voz distinta de la normal; pero él no advirtió nada.

Demelza se acercó lentamente, consciente del sonido de su falda, y encendió las dos velas. Con cada vela que encendía la habitación se iluminaba mejor, y los cuadrados de las ventanas se oscurecían un poco. Sobre la colina, todo el cielo tenía un tono azulino, brillante, claro y vacío como un estanque helado.

Ross volvió a moverse y se enderezó en la silla. Su voz golpeó los oídos de Demelza.

—¿Sabes que Jim Carter fue condenado a dos años?

La joven encendió la última vela.

—Sí.

—Dudo que sobreviva.

—Usted hizo todo lo posible.

—No estoy muy seguro de ello. —Habló como si pensara en voz alta, en lugar de dirigirse a ella.

Demelza comenzó a correr las cortinas sobre las ventanas abiertas.

—¿Qué más hubiera podido hacer?

—No sé argumentar muy bien —dijo Ross—, porque tengo demasiada conciencia de mi propia dignidad. Demelza, el tonto digno no puede competir con el sinvergüenza suave y conciliador. Hubiera tenido que apelar a cumplidos gentiles y obsequiosos, y en cambio traté de enseñarles su oficio. Fue una lección de táctica. Pero quizá Carter lo pague con su vida.

La joven cerró la última cortina. Una polilla entró volando, y sus alas rozaron el damasco verde.

—Nadie habría hecho lo que usted hizo —dijo ella—. Otro caballero no habría hecho lo mismo. Usted no tiene la culpa de que él haya ido a cazar y lo detuvieran.

Ross gruñó.

—En verdad, no creo que mi intervención haya cambiado nada. Pero eso no es lo que… —Se interrumpió. La miró fijamente. Había llegado el momento.

—No traje las otras velas —atinó a decir Demelza—. No tenemos muchas, y usted dijo que hoy compraría algunas.

—¿Volviste a beber?

Ella habló con desesperación:

—No bebí una gota desde que usted me habló. Lo juro por Dios.

—¿Dónde conseguiste ese vestido?

—… De la biblioteca… —Olvidó las mentiras que había preparado.

—¿De modo que ahora usas las ropas de mi madre?

Ella balbuceó:

—Usted nunca me dijo nada. Dijo que no debía beber, y no volví a probar una gota. ¡Nunca me dijo que no tocara esta ropa!

—Te lo digo ahora. Ve a quitarte eso.

La situación no podía haber tenido peor desenlace. Pero en las profundidades del horror y la desesperación se alcanza una renovada serenidad. Ya no es posible caer más bajo.

Avanzó un paso o dos hacia la luz amarillenta de la vela.

—Bien, ¿no le agrada?

Él volvió a mirarla.

—Ya te dije lo que pienso.

Ella se acercó al extremo de la mesa, y la polilla pasó volando frente a las velas y al azul de su vestido, y agitó sus alas inquietas sobre la alacena, contra la pared.

—¿No puedo… sentarme y conversar un momento?

El cambio era asombroso. Los cabellos peinados hacia arriba conferían al rostro una forma distinta, más oval. Los rasgos juveniles estaban bien definidos; tenía la expresión de una adulta. Ross se sentía como la persona que ha adoptado un cachorro de tigre e ignora en qué se convertirá. La sospecha de que en todo eso había una actitud de obstinada falta de respeto hacia su propia posición le daba ganas de reír.

Pero el incidente no era divertido. Si lo hubiera sido, Ross habría reído de buena gana. Ignoraba por qué no era divertido.

Dijo con voz tensa:

—Entraste en esta casa para ser doncella, y has trabajado bien. Por eso se te permitieron ciertas libertades. Pero eso no incluye la libertad de vestirte con la ropa que ahora estás usando.

La silla en la cual él había estado sentado frente a la mesa estaba a pocos centímetros de Demelza, y esta se acomodó sobre el borde. Sonrió nerviosamente, pero con más espíritu que lo que ella misma pensaba.

—Por favor, Ross, ¿puedo quedarme? Nadie lo sabrá. Por favor… —Las palabras burbujearon en sus labios, afluyeron en un murmullo—. No hago nada malo. Es lo mismo que ya hice muchas noches. Me he puesto estas ropas sin mala intención. Estaban arruinándose en el viejo arcón. Me pareció que era una vergüenza dejar que tantas cosas bonitas se echaran a perder. Lo único que quería era complacerlo. Pensé que quizá le agradaría. Si puedo quedarme aquí hasta la hora de acostarme…

Ross dijo:

—Vete inmediatamente a la cama y no hablaremos más del asunto.

—Tengo diecisiete años —dijo ella, en actitud de rebeldía—. Hace varias semanas que tengo diecisiete años. ¿Y siempre me tratará como una niña? No aceptaré que me trate como una niña. Ahora soy una mujer. ¿No puedo hacer lo que quiero cuando termino mi trabajo?

—No puedes hacer todo lo que quieres cuando se trata de tu conducta.

—Creí que usted me tenía simpatía.

—Así es. Pero no para permitirte que dirijas la casa.

—Ross, no deseo dirigir la casa. Solo quiero sentarme aquí y conversar con usted. Tengo solamente ropas viejas, mi ropa de trabajo. Esto es tan… tener algo como esto para…

—Obedece, o mañana te vuelves a la casa de tu padre.

A partir de un comienzo desesperadamente tímido, ella había logrado desarrollar un sentimiento de agravio contra él; por lo menos ahora creía realmente que se trataba de saber si se le otorgarían ciertos privilegios.

—Muy bien —dijo—, ¡écheme!, ¡écheme ahora mismo! No me importa. Pégueme si quiere. Como hacía mi padre. Voy a emborracharme y con mis gritos despertaré a toda la casa, ¡y entonces tendrá motivos para pegarme!

Se levantó y recogió el vaso que Ross había dejado sobre la mesa. Se sirvió un poco de brandy y bebió un trago. Después, esperó a ver qué efecto había producido en él.

Ross se inclinó rápidamente hacia delante, levantó el atizador de madera y le aplicó un fuerte golpe en los nudillos, de modo que la copa se rompió y volcó su contenido sobre el vestido que era motivo de la disputa.

Durante un momento ella pareció más sorprendida que lastimada, y después se llevó los nudillos a la boca. La joven adulta y desafiante de diecisiete años se convirtió en una niña abrumada y reprendida injustamente. Miró el vestido, cuya falda estaba manchada con brandy. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y formaron cuentas sobre las pestañas oscuras y espesas hasta que, parpadeando, consiguió liberarse de ellas, y volvieron a formarse y temblaron sobre el borde sin caer. Su intento de coquetería había sido un lamentable fracaso, pero la naturaleza venía en su ayuda.

—No debí hacer eso —dijo él.

Ross no sabía por qué había hablado, o por qué debía disculparse después de una reprensión justa y necesaria. Le parecía que estaba sobre arenas movedizas.

—El vestido —dijo ella—. No debió arruinar el vestido. Era tan bonito. Me iré mañana. Me iré apenas amanezca.

Demelza se puso de pie, trató de decir algo, y de pronto se arrodilló al lado de la silla, la cabeza junto a las rodillas de Ross, sollozando.

Él la miró, contempló la cabeza con los espesos cabellos negros que comenzaban a desordenarse, y el brillo del cuello. Tocó los cabellos con sus sombras claras y oscuras.

—Tontita… —dijo—. Quédate si lo deseas.

Ella intentó secarse los ojos, pero volvían a llenarse de lágrimas. Por primera vez él la sujetó, y la obligó a ponerse de pie. Un día antes el contacto nada hubiera significado.

Sin una intención directa, ella acabó sentándose en la rodilla de Ross.

—Vamos. —Extrajo su pañuelo y le limpió los ojos. Después, la besó en la mejilla y le palmeó el brazo, tratando de sentir que su gesto tenía un carácter paternal. Su autoridad se había esfumado. Eso poco importaba.

—Eso me gusta —dijo Demelza.

—Quizás. Ahora vete y olvida esto.

La joven suspiró y tragó saliva.

—Tengo mojadas las piernas. —Se levantó el frente de la enagua rosada y comenzó a limpiarse las rodillas. Ross observó irritado:

—Demelza, ¿sabes lo que la gente dice de ti?

Ella movió la cabeza.

—¿Qué?

—Si te comportas así, lo que dicen de ti llegará a ser cierto.

Ella lo miró, ahora ingenuamente, sin coquetería y sin temor.

—Ross, yo vivo solo para usted.

Un movimiento de la brisa alzó la cortina de una de las ventanas abiertas. Afuera, los pájaros se habían callado al fin, y estaba oscuro. Él la besó de nuevo, ahora en la boca.

Demelza sonrió insegura entre los restos de sus lágrimas, y la luz de la vela confirió una magia áurea a su piel.

Entonces, en un gesto casual, ella alzó una mano para recogerse los cabellos, y el gesto evocó en Ross el recuerdo de su madre.

Ross se puso de pie, y la soltó tan bruscamente que ella casi cayó, se acercó a la ventana, y permaneció de espaldas a la joven.

No era el gesto, sino el vestido. Quizás el olor, algo que le traía el gusto y los sabores del ayer. Su madre había vivido y respirado en ese vestido, en la misma habitación, en esa silla. El espíritu de aquella mujer se movía y agitaba entre ellos.

Espectros y fantasmas de otra vida.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

Ross se volvió. La joven estaba de pie al lado de la mesa, aferrando el borde, la copa rota a sus pies. Trató de recordarla como una mocosita delgada que recorría los campos, seguida por Garrick. Pero era inútil. La niña abandonada había desaparecido para siempre. De la noche a la mañana había florecido, no la belleza, sino el encanto de la juventud, que era una forma de belleza por derecho propio.

—Demelza —dijo, e incluso su nombre le pareció extraño—. Yo no te quité a tu padre… para… para…

—¿Qué importa para qué me llevó?

—Tú me entiendes —dijo él—. Vete. Vete.

Ross sintió la necesidad de suavizar lo que había dicho, la necesidad de explicar. Pero el más mínimo movimiento de su parte destruiría todas las barreras.

La miró, y ella no habló. Quizás admitía el silencio de la derrota, pero él no lo sabía, no podía interpretar su actitud. Los ojos de Demelza eran los ojos de una extraña que había usurpado un terreno conocido. Lo miraban con un desafío que ahora había llegado a ser levemente hostil, como agraviado.

Ross dijo:

—Ahora, voy a acostarme. Tú también acuéstate, y trata de entender.

Ross alzó uno de los candelabros y, dejando una vela encendida, apagó todas las demás. La miró un instante, y esbozó una semisonrisa.

—Buenas noches, querida.

Tampoco ahora ella habló ni se movió. Cuando la puerta se cerró tras él, permaneció sola en la habitación silenciosa, con la única compañía de la polilla frustrada; se volvió, y también ella levantó un candelabro, y una por una comenzó a soplar las velas que él había dejado encendidas.

III

En su dormitorio, Ross sintió que lo dominaba una oleada de cinismo y de sorprendente violencia. ¿Acaso estaba convirtiéndose en un monje, en un anacoreta? El espectro de su propio padre parecía elevarse y murmurar: «¡Joven melindroso!».

Ahogó una exclamación. ¿Se había trazado un código moral especial para él, y por eso tenía que hacer tan delicadas distinciones? Uno podía malgastar toda su juventud analizando las minúsculas diferencias entre una obligación moral y otra. La esbelta y refinada Elizabeth, la alta y lasciva Margaret, Demelza con su doncellez floreciente. Una niña apasionada rodando en el polvo con su monstruoso perro; una joven en pos de los bueyes; una mujer… ¿acaso importaba otra cosa? Nada debía a nadie, y ciertamente no a Elizabeth. Ella ya no significaba nada para Ross. Aquí no se trataba de buscar ciegamente una sensación para calmar el dolor, como había ocurrido la noche del baile. Dios mío, jamás había estado tan borracho y con tan poco brandy. Ese antiguo y almidonado vestido de seda, parte de un amor más antiguo…

Se sentó inseguro en la cama y trató de pensar. Procuró reflexionar acerca de los incidentes del día. Frustración al principio, y también al final. «Francamente, señor Poldark, me inclino a concordar con mi amigo, el doctor Halse. Sin duda es lamentable que el detenido padezca esa enfermedad…». Solo un estúpido podía haber esperado que los magistrados no concordasen entre sí. «Hay que respaldarse mutuamente, espíritu de cuerpo, el bien de la comunidad, el bien de la clase». Eso es lo que él había ignorado. No era posible ocupar el estrado de los testigos y criticar a la propia clase en público, y menos frente a una turba de vagabundos de los tribunales. No, eso era imposible. Bien, él tenía sus propias normas de conducta, aunque nadie lo creyera así. No era de extrañar que los jóvenes caballeros de la zona tumbaran sobre la paja a las criadas de la cocina. Claro que no las secuestraban cuando eran menores de edad. En fin, ahora ella era mayor, y tenía edad suficiente para saber a qué atenerse, e inteligencia bastante para comprender lo que él pensaba, incluso antes de saberlo él mismo. ¿Qué le pasaba? ¿No tenía sentido del humor que avivase su vida? ¿Debía mostrarse siempre mortalmente serio, como quien lleva un peso sobre la cabeza y en las manos? El amor era una recreación; todos los poetas hablaban de su alegría, de su brevedad; solo un insufrible aguafiestas podía alzar obstáculos de credo o de conciencia.

Esa noche la atmósfera estaba irrespirable. No era muy frecuente que se mantuviese esa temperatura incluso después de anochecer.

Por lo menos, en cierto modo había merecido la creciente gratitud de Jinny. Para ella esos años serían más largos que para Jim. ¿Conseguiría soportarlos? «Por Dios, siempre el mismo tonto sentimental. Y renegado. Amigo de los indios y enemigo de los blancos. Traidor a su propia posición en la vida…». «Ven, ven y bésame, dulce y tierna…». «La belleza es solo una flor devorada por las arrugas…». «Preocupado por un vulgar peón que tose sin descanso. Sí, debe de estar mal de la cabeza. Después de todo, uno tiene que aceptar lo bueno con lo malo. El año pasado, cuando mi mejor yegua se infectó…». «El hombre que está en sus cabales sabe a qué atenerse».

Se puso de pie y se acercó a la ventana que daba al norte para comprobar si estaba abierta. Los sofismas de los poetas. Esa noche no entendía nada. ¿Acaso los dulces cantores eran los mejores consejeros? Sí, la ventana estaba abierta de par en par. Corrió la cortina y contempló la noche. A lo largo de veintisiete años él había conseguido idear una especie de filosofía de la conducta: ¿era lógico desecharla a la primera dificultad? Se oyó un golpe en la puerta.

—Adelante —dijo.

Se volvió. Era Demelza, que traía una vela en la mano. La joven no habló. La puerta se cerró detrás de ella. No se había cambiado, y los ojos oscuros eran como dos puntos de fuego.

—¿Qué pasa? —preguntó Ross.

—Este vestido.

—¿Sí?

—La pechera se abre en la espalda.

—¿Y?

—Yo… no consigo soltar los ganchos.

Él la miró un momento con el ceño fruncido. Demelza se acercó lentamente, se volvió, y con gesto vacilante depositó la palmatoria sobre una mesa.

—Lo siento.

Él comenzó a desabrochar el vestido. La joven sintió el aliento de Ross en el cuello.

Aún quedaba una cicatriz de las que él había visto en el camino de regreso desde la feria de Redruth.

Las manos de Ross rozaron la piel fría de la espalda femenina. Bruscamente se deslizaron bajo la tela y se cerraron sobre la cintura. Ella inclinó la cabeza contra el hombro de Ross, y él la besó hasta que la habitación se oscureció ante sus ojos.

Pero incluso en ese momento final, cuando ya todo estaba decidido, ella tuvo que confesar su engaño. No podía morir en pecado.

—Mentí —murmuró y ahora estaba llorando de nuevo—. Mentí cuando hablé de los ganchos. Oh, Ross, no me tomes si me odias. Yo mentí… yo mentí…

Él nada dijo, porque ahora nada importaba, ni mentiras, ni poetas, ni principios, ni escapatorias espirituales o sentimentales.

La soltó y encendió otra vela.