Bajo el cálido sol de esa tarde de principios del verano, Demelza y Prudie estaban escardando alrededor de las jóvenes plantas de nabos sembradas en la parte inferior del Campo Largo.
Prudie se quejaba a cada momento, pero si Demelza la oía, en todo caso no le prestaba atención. Se movía rítmicamente con su azada y arrancaba las malezas jóvenes al mismo tiempo que dejaba espacio para que las plantas crecieran. De tanto en tanto se detenía, las manos en las caderas, para mirar en dirección a la playa Hendrawna. El mar estaba muy tranquilo bajo el sol cálido.
A veces también ella canturreaba por lo bajo, porque le agradaba el calor, y sobre todo la calidez del sol. Con gran desaprobación de Prudie, se había quitado el bonete azul, y ahora trabajaba cubierta solo por una combinación azul, con las mangas arrolladas, las piernas desnudas y calzada con zuecos de madera.
Con un gemido y apretándose el cuerpo con las manos, como si se tratase de un movimiento que no hacía a menudo, Prudie se enderezó y permaneció inmóvil un momento. Con un dedo sucio se quitó el bonete, y desprendió un mechón de cabellos negros.
—Mañana no podré moverme. Hoy ya no puedo hacer más. ¡Mi cintura! No podré dormir en toda la noche. —Limpió la suela de una pantufla, que estaba llena de tierra—. Será mejor que tú termines. Tengo que alimentar a las terneras, y no puedo hacerlo todo… ¿qué es eso?
Demelza se volvió, y entrecerró los ojos para ver mejor.
—Caramba, es… ¿qué habrá venido a buscar?
Soltó la azada, y corriendo atravesó el campo en dirección a la casa.
—¡Padre! —llamó.
Tom Carne la vio y se detuvo. La joven corrió hacia él. Desde la última visita del hombre, cuando le había anunciado su futuro matrimonio, los sentimientos de Demelza habían variado. Se había disipado el recuerdo de los malos tratos, y ahora que ya no eran tema de disputa entre ambos, ella estaba dispuesta a olvidar el pasado y a brindarle afecto.
El hombre permaneció de pie, el sombrero redondo encasquetado en la cabeza, los pies bien afirmados en la tierra, y permitió que Demelza le besara los pelos de la negra barba. Ella advirtió en seguida que tenía los ojos menos sanguinolentos, y que estaba vestido con ropas respetables: una chaqueta de áspera tela gris, un chaleco gris, con gruesos pantalones doblados en las bocamangas, que revelaban los calcetines pardos de lana, y los pesados zapatos con brillantes hebillas de bronce. Había olvidado que la viuda Chegwidden tenía un buen temple.
—Bien, hija —dijo él—, de modo que aún estás aquí.
Ella asintió.
—Y soy feliz. Espero que puedas decir lo mismo.
Él se mojó los labios.
—Así, así. Muchacha, ¿hay algún sitio dónde podamos hablar?
—Aquí nadie puede oírnos —respondió ella—. Excepto los cuervos, y a ellos no les interesa.
Al oír esto, él frunció el ceño y miró en dirección a la casa, cercana e iluminada por el sol.
—No sé si este es un lugar para que viva mi hija —dijo ásperamente—. Realmente no lo sé. Me preocupas mucho.
Ella se echó a reír.
—¿Qué tiene que ver la casa con que sea hija tuya? —Comenzaba a recuperar el acento que ya estaba perdiendo—. ¿Y cómo están Luke, y Samuel, y William y John y Bobbie y Drake?
—Bastante bien. No es en ellos en quienes pienso. —Tom Carne movió los pies y se afirmó mejor. La suave brisa le rozó los bigotes—. Mira, Demelza. Hice todo el camino para verte, y pedirte que vuelvas a casa. Vine a ver al capitán Poldark para explicarle la razón.
Mientras él hablaba, Demelza tuvo la sensación de que algo se helaba en su interior. El reciente afecto filial sería una de las primeras víctimas si había que volver a lo mismo. Seguramente no sería necesario. Pero ese hombre era un padre diferente, más razonable que el que había conocido. No fanfarroneaba, no gritaba, y ni siquiera bebía como todos. Se acercó más para comprobar si tenía olor a alcohol. Sería más peligroso si no podía demostrar fácilmente que defendía una mala causa.
—El capitán Poldark está en Truro. Pero ya te dije antes que deseaba quedarme aquí. ¿Y cómo está… cómo está la… la viuda… tu…?
—Está bien. En parte ella es la que cree que estarás mejor con nosotros que aquí en esta casa, con todas las tentaciones del mundo y la carne, y el demonio. Tienes apenas dieciséis años y…
—Diecisiete.
—No importa. Eres demasiado joven para vivir sin una guía. —Carne avanzó el labio inferior—. ¿Siempre vas a la iglesia o a la capilla?
—No con mucha frecuencia.
—Quizá si regresas con nosotros podamos salvarte. Bautizarte en el Espíritu Santo.
Demelza abrió sorprendida los ojos.
—¿Qué pasa? ¿Cómo es posible que hayas cambiado así, padre?
Tom Carne miró desafiante a su hija.
—Cuando me dejaste yo estaba en la oscuridad y la sombra de la muerte. Era el esclavo del demonio, y estaba poseído por la iniquidad y el alcohol. El año pasado me convencí de que pecaba, gracias al señor Dimmick. Ahora soy otro hombre.
—Oh —dijo Demelza. De modo que finalmente la viuda Chegwidden había logrado su propósito. Había subestimado a la viuda. Pero quizás en efecto había algo más que la viuda. Se habría necesitado «Algo Terrible» para cambiar al hombre que ella conocía…
—El Señor —dijo Tom Carne— me ha arrancado de un horrible pozo de arcilla y barro, y afirmó mis pies sobre una roca, y puso una nueva canción en mis labios. Ya no bebo, ni vivo en pecado, hija. Vivimos una vida buena, y estamos dispuestos a darte la bienvenida. Es tu lugar natural en el mundo.
Demelza miró un momento el rostro congestionado de su padre, y luego clavó los ojos en sus propios zapatos. Tom Carne esperó.
—¿Y bien, muchacha?
—Es muy amable de tu parte, padre. Me alegro mucho del cambio. Pero hace tanto tiempo que estoy aquí que ahora esta es mi casa. Si vuelvo con vosotros sería como abandonar mi casa. Aquí aprendí muchas cosas del campo y otras tareas. Soy parte de la casa. No podrían arreglarse sin mí. Ellos me necesitan, no tú. Uno de estos días iré a verte… a ti, y a los chicos. Pero vosotros no me necesitáis. Ella te cuida. Nada puedo hacer, como no sea gastar tu comida.
—Oh, sí puedes. —Carne volvió los ojos hacia el horizonte—. El Señor ha bendecido nuestra unión. Nellie ya lleva seis meses, y dará a luz en agosto. Nuestra casa es el sitio que te corresponde, y tu deber es volver y cuidarnos.
Demelza comenzó a sentir que se había metido en una trampa que apenas comenzaba a mostrar los dientes afilados.
Los dos callaron. Un chorlito había descendido en el campo, y avanzaba dando cortas carreras, la cabeza inclinada, y emitiendo su sonido agudo y triste. Demelza miró a Prudie, que había recogido sus herramientas y caminaba desmañadamente hacia la casa. Contempló el campo de nabos, en parte limpio, una mitad aún sin trabajar. Después miró la arena y las dunas hasta el arrecife, donde se habían levantado dos chozas y los hombres se movían como hormigas bajo el cielo estival. La Wheal Leisure.
No podía abandonar esto. Por nada del mundo. Había llegado a considerar ese rincón del mundo, con los seres vivos y las cosas inanimadas, todo por igual, como el centro de su existencia y su ambiente natural. Se sentía profundamente unida a ello. Y por supuesto, a Ross. Si se hubiera tratado de algo que se le pedía hacer por él, habría sido distinto; en cambio, se pretendía que lo abandonase. En verdad, ella había comenzado a vivir después de llegar a esa casa. Y aunque Demelza no razonaba conscientemente, la primera parte de su vida había sido como una sombría pesadilla prenatal, pensada e imaginada y temida más que vivida.
—¿Dónde está el capitán Poldark? —dijo Tom Carne, con voz que había recuperado su dureza a causa del silencio de la hija—. Vine a verlo. Tengo que explicarle el asunto y él comprenderá. Esta vez no habrá motivo para pelear.
Era cierto. Ross no impediría que ella se marchase. Quizás incluso esperaba que ella lo hiciera.
—No está en casa —dijo ásperamente Demelza—. No volverá hasta el oscurecer.
Carne se movió en círculo para encontrar la mirada de la joven, como otrora lo había hecho para atacar a un antagonista.
—No puedes impedirlo. Tienes que venir.
Ella lo miró. Por primera vez comprendió qué tosco y vulgar era en realidad. Las mejillas le colgaban flojamente, y tenía la nariz surcada por minúsculas venas rojas. Pero por lo demás, no todos los caballeros eran como el hombre a quien ella servía.
—No puedes pretender que después de todos estos años diga «sí», sin más, y me marche. Tengo que ver al capitán Ross. Él me empleó por todo el año. Veré lo que dice y te lo comunicaré. —Así tenía que hacer. Alejarlo de la granja antes de que Ross regresara, apartarlo y darse tiempo para pensar.
Tom Carne miraba de hito en hito a su hija, y en su actitud había un matiz de sospecha. Solo ahora empezaba a comprender todo el cambio sobrevenido en ella, el modo en que había progresado y madurado, hasta convertirse en una mujer. No era hombre que esquivase los problemas.
—¿Hay pecado entre tú y Poldark? —preguntó con voz grave y dura, con la antigua voz del antiguo Tom Carne.
—¿Pecado? —preguntó Demelza.
—Sí. No te hagas la inocente.
Demelza apretó los labios. El instinto derivado de un antiguo temor, salvó al hombre de una réplica que él no podía esperar de los labios de una hija… pese a que Demelza había aprendido de él las palabras que hubiera utilizado en ese caso.
—Entre nosotros hay solo lo que debe haber entre amo y criada. Pero tú bien sabes que estoy empleada por todo el año. No puedo irme así como así.
—Se habla de ti —dijo él—. Y los rumores llegan hasta Illuggan. Mentira o verdad, no es justo que se hable así de una joven.
—Lo que la gente dice nada tiene que ver conmigo.
—Tal vez. Pero no deseo que el nombre de mi hija se mencione cuando la gente habla. ¿Cuándo regresará?
—Ya te dije que no antes de la noche. Fue a Truro.
—Bien, para mí es mucha distancia. Dile lo que te dije, y luego ven a Illuggan. Si no te veo antes de fin de semana regresaré aquí. Si este capitán Poldark pone obstáculos, conversaré con él.
Tom Carne se levantó los pantalones y manipuló la hebilla de su cinturón. Demelza se volvió y caminó lentamente hacia la casa, y él la siguió.
—Después de todo —dijo él en un tono más conciliador—, no te pido sino lo que hay derecho a pedir de una hija.
—No —dijo ella. (¡El extremo del cinturón dónde está la hebilla, llagas en la espalda, las costillas tan visibles que podían contarse, suciedad y piojos, nada más que lo que puede pedirse de una hija!).
Cuando llegaron a la casa, Jud Paynter apareció con un cubo de agua. Enarcó el ceño lampiño cuando vio al viejo Carne. Tom Carne preguntó:
—¿Dónde está su amo?
Jud se detuvo, dejó el cubo, miró a Carne y escupió.
—Fue a Truro.
—¿A qué hora volverá?
Demelza contuvo la respiración. Jud movió la cabeza.
—Tal vez esta noche. O mañana.
Carne gruñó y siguió caminando. Frente a la casa, ocupó el asiento y se quitó la bota. Al mismo tiempo que se quejaba de sus callos, comenzó a apretar la bota para darle una forma más cómoda. Demelza sintió deseos de gritar. Jud había dicho la verdad, según él la conocía, pero Ross había explicado a la joven que esperaba estar de regreso para tomar la cena a las seis. Y ya eran las cinco pasadas.
Tom Carne comenzó a hablarle de sus hermanos. Los cinco mayores trabajaban en las minas —o por lo menos lo habían hecho hasta que la Wheal Virgin cerró—. El menor, Drake, comenzaría a trabajar la semana siguiente, como ayudante de forja de un carpintero de carretas. John y Bobbie habían escogido el camino de la salvación y se habían incorporado a la sociedad, e incluso Drake asistía casi siempre a las reuniones, aunque era demasiado joven y aún no podían aceptarlo. Solamente Samuel se había desviado. Su convicción se había debilitado, y el Señor no había creído conveniente compadecerlo. Cabía esperar que cuando ella, Demelza, se reintegrase a la familia, pronto merecería la bendición.
En otra ocasión, ella se habría regocijado silenciosamente con ese nuevo estilo verbal, que pese a toda su facundia le sentaba tan mal como un traje de domingo. Escuchó las noticias de sus hermanos, a quienes tenía tanto afecto como ellos le habían permitido tener. Pero sobre todo sentía la necesidad de que se marchase. Hubiera deseado darle de puntapiés para que moviese ese cuerpo grande y lento, y caer sobre él con sus uñas y trazar marcas rojas en el rostro tosco y complacido. Incluso cuando él se marchara, Demelza no sabría qué hacer. Pero por lo menos dispondría de tiempo para pensar. Tendría tiempo. Pero si continuaba hablando hasta que Ross volviera, este lo escucharía esa misma noche, y sería el fin de todo. Ross invitaría a Tom Carne a dormir allí, y los dos tendrían que partir juntos por la mañana.
Permaneció de pie, temblando, y lo miró mientras se inclinaba para calzarse la bota; irritada, le ofreció abrocharla, dio un tirón a la bota y de nuevo se apartó, silenciosa, mirando mientras él recogía su bastón y se preparaba para partir.
Lo acompañó, marchando dos pasos delante, hasta el puente, y allí él volvió a detenerse.
—No has dicho mucho —observó el hombre, mirándola de nuevo—. No es propio de ti mostrarte tan silenciosa. ¿Aún anida en tu corazón la enemistad y la falta de compasión?
—No, padre —se apresuró a decir Demelza—. No, padre. No.
Él tragó saliva y volvió a resoplar. Quizá también él sentía que era un tanto extraño hablar en un lenguaje tan florido con la niña a quien solía ordenar y mangonear. Antaño, un gruñido y una maldición habían bastado.
Dijo con voz pausada, haciendo un esfuerzo:
—Te perdono completamente por haberme abandonado cuando te fuiste, y pido perdón, el perdón de Dios, por el mal que te hice con el cinturón cuando estaba bebido. Hija, eso no se repetirá. Te acogeremos como a la oveja descarriada que vuelve al redil. También Nellie. Nellie será una madre para ti… lo que te faltó tantos años. Ha sido una madre para mis hijos. Y ahora Dios le da un hijo.
Se volvió y empezó a cruzar el puente. Apoyándose primero en un pie y después en el otro, ella lo miró subir lentamente entre los verdes pastos del valle, y rezó con voz premiosa e irritada —¿al mismo Dios?— que en el camino no se cruzara con Ross.
II
—Hay que alimentar a los terneros —dijo Prudie—. Y mis pobres pies duelen mucho. A veces me gustaría cortarme los dedos uno por uno. Sí, me los cortaría con esa vieja sierra del jardín.
—Aquí tienes —dijo Demelza.
—¿Qué es esto?
—El cuchillo de trinchar. Córtate los dedos y te sentirás mejor. ¿Dónde está el potaje?
—Te gusta bromear —dijo Prudie, limpiándose la nariz con la mano—. La ignorancia siempre se burla. No te burlarías cuando el cuchillo comenzara a rascar el hueso. Y yo lo haría si no tuviese en cuenta al pobre Jud. En la cama dice que mis pies son como un calentador: no, mejores, porque no se enfrían a medida que avanza la noche.
Si tenía que irse, pensó Demelza, no necesitaba apresurarse. Él había hablado de agosto. El día siguiente era el último de mayo. Bastaba que se quedase un mes; y después podía regresar a sus tareas acostumbradas.
Movió la cabeza. Las cosas no se harían así. Cuando volviese a su familia tendría que quedarse allí. Y aunque la fuerza dominante fuese el cinturón de cuero o el fervor religioso, ella sospechaba que su tarea sería la misma. Trató de recordar qué aspecto tenía la viuda Chegwidden, detrás del mostrador de su tienda. Una mujer morena, pequeña y gruesa, los cabellos esponjosos bajo un gorro de encaje. Como una de esas gallinitas negras de cresta roja que nunca ponían los huevos en el nido, y siempre los ocultaban, y después, antes de que uno se enterase dónde los escondían, estaban empollando una docena. Había sido una buena esposa para Tom Carne; ¿sería una buena madrastra? Quizá mucho peor… quizá.
Demelza no deseaba una madrastra, y tampoco recuperar a su padre, o incluso a su colección de hermanos. No temía al trabajo, pero volver allí significaba trabajar en un hogar donde jamás se le había mostrado bondad. Aquí, pese a todas sus obligaciones, era libre; y trabajaba con gente con la cual había llegado a simpatizar, y para un hombre a quien adoraba. Su modo de ver las cosas había cambiado; en su vida había formas de felicidad que ella había llegado a comprender solo cuando pudo experimentarlas. Al calor de esa nueva realidad su alma había florecido. La capacidad para razonar, pensar y hablar era algo nuevo en su caso… o se había desarrollado de un modo que equivalía a la novedad, desde los tanteos de un animalito preocupado solo por su alimento, su seguridad y algunas necesidades esenciales. Todo eso se frustraría. Esos nuevos focos de luz se apagarían; los capuchones sofocarían las llamas de las velas, y ella ya no volvería a ver más.
Sin prestar atención a Prudie, volcó el potaje en un cubo y salió en busca de los seis terneros. La recibieron ruidosamente, y le empujaron las piernas con sus hocicos húmedos y blandos. Demelza permaneció allí, mirándolos mientras comían.
Al preguntarle si había pecado entre ella y Ross, por supuesto su padre aludía exactamente a lo mismo que pensaban las mujeres de Grambler y Sawle, que a veces se volvían y la miraban con ojos codiciosos y extraños. Todos pensaban que Ross…
El rostro enrojecido, se encogió levemente de hombros, desdeñosa, en las sombras.
La gente siempre estaba pensando cosas; lástima que no se le ocurriera pensar algo más probable. Era tan imposible como convertir el cobre en oro. ¿Creían acaso que si ella… que si Ross… ella hubiera vivido y trabajado como una criada común? No. Eso la habría enorgullecido tanto que todos habrían sabido la verdad sin necesidad de murmurar, espiar y entrometerse.
El cobre en oro. Ross Poldark enredado con la niña a quien había protegido y bañado bajo la bomba, y reprendido, y enseñado, y con quien había bromeado en Sawle a propósito de las sardinas. Era hombre, y quizá necesitaba sus placeres como cualquier otro hombre, y tal vez los obtenía en sus visitas a la ciudad. Pero ella sería la última persona a quien él acudiría; ella, a quien Ross conocía tan bien, que no tenía misterios, ni bonitos vestidos, ni polvos, ni pintura, ni tímidos secretos que él no pudiese ver. Era tonta la gente que se imaginaba idioteces y absurdos de esa clase.
Los seis terneros se movían alrededor de Demelza, frotando la cabeza contra el cuerpo de la joven, buscando sus brazos y el vestido con las bocas húmedas y carnosas. Ella los apartó, y los animales volvieron a la carga. Se parecían a los pensamientos, los ajenos y los propios, que presionaban sobre ella, inquietándola sin descanso, astutos, imposibles y sugestivos, inoportunos y cordiales y esperanzados.
¡Qué tonto era su padre! Con la súbita lucidez de una sabiduría cada vez más amplia, lo comprendía así por primera vez. Si hubiera existido algo entre ella misma y Ross, como él daba a entender, ¿habría considerado siquiera por un instante la posibilidad de regresar? Habría dicho: «¿Regresar? ¡Jamás volveré! ¡Este es el lugar que me corresponde!».
Quizás así era. Tal vez Ross no le permitiera partir. Pero él no tenía sentimientos profundos hacia la joven, a lo sumo un interés bondadoso. Muy pronto se acostumbraría a su ausencia, como se había acostumbrado a que ella estuviera allí. No era suficiente, ciertamente no lo era…
Uno de los terneros tropezó con el cubo y lo envió rodando hasta el fondo del establo. Demelza fue a buscarlo, lo recogió, y en la oscuridad del lugar, en el rincón más alejado de la luz, concibió el pensamiento más terrible de su vida. Tanto la sorprendió que volvió a soltar el cubo.
El cubo golpeó el piso, rodó y se detuvo. Durante varios minutos ella permaneció allí, aferrada al tabique, con un sentimiento de helado temor.
Absurdo. Pensaría que ella estaba borracha, y la echaría de la casa, como había amenazado hacer después de la pelea con Jud.
Y entonces tendría que irse; ya no habría remedio… Ya nada serviría.
Pero tendría que irse abrumada por el desprecio de Ross. Sería un precio muy alto. Y aunque tuviese éxito, merecería su desprecio. Pero ella no quería irse. Volvió a recoger el cubo y lo aferró con los nudillos blancos por el esfuerzo.
Los terneros volvieron sobre ella, presionando sobre su vestido y sus manos… Se sintió agobiada. Lo que le inquietaba no era el acierto o el error de su actitud. Era el temor de que él la despreciara. La Idea misma era mala. Había que desecharla. Olvidarse. Enterrarla.
Con un gesto impaciente apartó los animales, salió del establo y caminó en dirección a la cocina. Prudie seguía allí, y se frotaba los pies chatos y deformes con una toalla sucia. La cocina olía a pies. La mujer continuaba gruñendo y quizá ni siquiera había advertido la ausencia de Demelza.
—Uno de estos días me moriré de pronto. Y entonces la gente lamentará haberme maltratado. Todos se compadecerán. Pero ¿de qué me servirá, eh? ¿De qué servirá derramar amargas lágrimas sobre un cadáver frío? Lo que necesito ahora, mientras todavía respiro, es un poco más de bondad. —Levantó la vista—. Ahora no vengas a decirme que tienes fiebre. No me vengas con esa.
—Estoy perfectamente.
—Sí, eso debe ser. Estás transpirando terriblemente.
—Hace calor —dijo Demelza.
—¿Y por qué entras en la cocina con ese cubo?
—Oh —dijo la joven—. Lo había olvidado. Lo dejaré afuera.