Ross no se enteró del arresto hasta las diez de la mañana, cuando uno de los chicos Martin le llevó la noticia a la mina. Volvió inmediatamente a su casa, ensilló a Morena y cabalgó hasta la casa Werry.
Los Bodrugan eran una de las familias venidas a menos de Cornwall. El tronco principal, después de haber protagonizado una crónica no muy escrupulosa de la historia local durante casi doscientos años, se había extinguido a mediados del siglo. Los Bodrugan de Werry estaban imitando el ejemplo. Sir Hugh, el actual baronet, tenía cincuenta años y era un solterón de escasa estatura, vigoroso y macizo. Afirmaba que en el cuerpo tenía más vello que cualquier hombre viviente, y cuando estaba bebido se mostraba dispuesto, mediante una apuesta de cincuenta guineas, a poner a prueba su aserto. Vivía con su madrastra viuda, lady Bodrugan, una amazona tenaz y mal hablada de veintinueve años que tenía la casa llena de perros y olía ella misma a perro.
Ross conocía de vista a ambos, pero hubiera deseado que Jim encontrase otro lugar donde practicar la caza furtiva.
Y lo deseó con mayor fervor aún cuando llegó a la casa y vio que había una reunión de la Sociedad de Cazadores de Carnbarrow. Consciente de las miradas y los murmullos de la gente de chaquetas rojas y lustrosas botas, desmontó y se abrió paso entre los caballos y los perros que bostezaban, y subió los peldaños que conducían a la puerta principal de la casa.
Cuando terminó de subir, un criado le cortó el paso.
—¿Qué desea? —preguntó, los ojos puestos en las ásperas ropas de trabajo de Ross.
Ross lo miró a su vez.
—Ver a sir Hugh Bodrugan, y no soportar su maldita insolencia.
El criado salió del aprieto lo mejor que pudo.
—Discúlpeme, señor. Sir Hugh está en la biblioteca. ¿A quién debo anunciar?
Ross fue conducido a una sala atestada de gente que bebía oporto y vino generoso de Canarias. La ocasión difícilmente hubiera podido ser menos propicia para lo que deseaba pedir. Conocía a muchos de los presentes. Allí estaba el joven Whitworth, y también George Warleggan, el doctor Choake, Paciencia Teague y Joan Pascoe. Además, Ruth Teague con John Treneglos, el hijo mayor del señor Horace Treneglos. Miró por encima de la cabeza de la mayoría de los presentes, y vio la figura rechoncha de sir Hugh al lado del hogar, las piernas separadas y una copa en la mano. El criado se acercó y murmuró al oído de sir Hugh, y Ross oyó a sir Bodrugan preguntar impaciente:
—¿Quién? ¿Qué? ¿Qué? —Alcanzó a oír eso porque las conversaciones se habían acallado momentáneamente. Llegaría el tiempo en que aceptaría esa reacción como un hecho natural cada vez que entrase en un salón.
Saludó a algunos de los huéspedes con un gesto de la cabeza y una semisonrisa, mientras se acercaba a sir Hugh. Se oyó un súbito coro de ladridos y vio que lady Constance Bodrugan estaba arrodillada sobre la alfombrilla del hogar, vendando la pata de un perro, mientras seis spaniel negros jadeaban y se agazapaban alrededor.
—Condenación, creí que era Francis —dijo sir Hugh—. A sus órdenes, señor. La cacería comienza dentro de diez minutos.
—Solo necesito cinco —dijo amablemente Ross—. Pero quisiera que habláramos a solas.
—Salvo el retrete, esta mañana no hay lugares privados en la casa. Hable, porque hay tanto ruido que nadie podrá enterarse de sus asuntos privados.
—El hombre que dejó en el piso ese maldito vidrio —dijo la madrastra de sir Hugh—, por Dios que lo azotaría.
Ross aceptó el vino que le ofrecieron, y explicó el propósito de su visita. La noche anterior habían apresado a un cazador furtivo en la propiedad de los Bodrugan. Conocía personalmente al muchacho. Puesto que sir Hugh era magistrado, sin duda tendría algo que ver con el tratamiento del caso. Era el primer delito del muchacho, y había razones suficientes para creer que un delincuente más veterano y endurecido lo había llevado por mal camino. Ross se consideraba dispuesto a compensar cualquier daño si se soltaba al muchacho con una severa advertencia. Más aún, estaba dispuesto a considerarse responsable personalmente…
Aquí sir Hugh estalló en una carcajada. Ross se interrumpió.
—Condenación, señor, llega demasiado tarde. Sí, demasiado tarde. Ordené que compareciera ante mí a las ocho de la mañana. Ahora va camino de Truro. Lo juzgarán en la audiencia del próximo trimestre.
Ross bebió un sorbo de su vino.
—Trabajó de prisa, sir Hugh.
—Bien, no quería demorarme el día de la reunión de los cazadores. Sabía que a las nueve la casa se convertiría en un pandemonio.
—El cazador furtivo —dijo lady Bodrugan, a quien se le ocurrió la idea mientras soltaba al perro—, sospecho que él dejó caer el vidrio. ¡Por Dios, hubiera mandado atarlo a la rueda del carro, y luego lo habría azotado! Las leyes son muy benignas con esos granujas.
—Bien, durante una semana o dos no molestará a mis faisanes —dijo sir Hugh, riendo de buena gana—. No, estarán a salvo una semana o dos. Convendrá conmigo, capitán Poldark, en que es una vergüenza el número de animales que perdemos durante el año.
—Lamento haberlo molestado cuando se preparaba para la caza.
—Siento que su misión no haya tenido mejor resultado. Puedo prestarle un caballo si desea unirse a nosotros.
Ross se lo agradeció, pero rehusó. Después de un momento se excusó y salió. Nada más podía hacer allí. Cuando se retiraba, oyó decir a lady Bodrugan:
—Hughie, ¿no hubieras dejado en libertad al granuja, verdad?
No alcanzó a oír la respuesta del hijastro de la dama, pero de quienes la oyeron partió una salva de carcajadas.
Ross sabía que la actitud de los Bodrugan ante la idea de dejar en libertad a un cazador furtivo con solo una advertencia, era la misma actitud que adoptaría toda la sociedad, si bien era posible que otros la explicaran con frases más corteses. Era también el caso de la sociedad de Cornwall, que demostraba tanta tolerancia con el contrabandista. El contrabandista era un individuo astuto que se las arreglaba para privar de ingresos al gobierno y suministrar a todo el mundo brandy a mitad de precio. El cazador furtivo no solo era literalmente un intruso en la propiedad ajena, sino que metafóricamente era un intruso que infringía los derechos inalienables de la propiedad personal. Era un delincuente y un criminal. Ahorcarlo era apenas un castigo suficiente.
Ross encontró la misma actitud pocos días después, cuando habló con el doctor Choake. No era probable que juzgaran a Jim antes de la última semana de mayo. Ross sabía que, en su carácter de médico de la mina, Choake había tratado a Jim en febrero, de modo que le preguntó su opinión acerca del muchacho. Choake respondió que, en fin, ¿qué podía pretenderse en vista de que era una familia afectada por la tisis? La auscultación le había permitido descubrir cierta condición mórbida en un pulmón, pero no podía decir cuánto se había desarrollado. Por supuesto, la dolencia tenía distintas formas; antes o después podía manifestarse la mortificación del pulmón; también era posible que el muchacho viviese hasta los cuarenta años, lo cual era una edad razonable por tratarse de un minero. No era posible pronosticar la evolución.
Ross sugirió que la información podía ser útil en las audiencias trimestrales. La prueba de que el muchacho estaba gravemente enfermo, unida a un ruego del propio Ross, tal vez determinase que se desechara la acusación. Si Choake estaba dispuesto a atestiguar en el proceso…
Choake frunció el ceño, en una expresión de perplejidad. ¿Ross quería decir que…?
En efecto, Ross quería decir eso. Choake movió incrédulo la cabeza.
—Mi estimado señor, haríamos muchas cosas por un amigo, pero no nos pida que atestigüemos en favor de un joven granuja descubierto cuando cazaba en un vedado. No podríamos hacerlo. Sería una cosa antinatural, como proteger a un franchute.
Ross presionó, pero Choake no quiso ceder.
—A decir verdad, no siento la menor simpatía por su propósito —explicó—. No tiene sentido mostrarse sentimental con esa gente, pero le redactaré una nota explicando lo que le dije acerca del muchacho. Firmada por mí, y sellada como un documento legal. Será tan eficaz como asistir y sentarme en el banquillo, como si fuera un delincuente. Eso no podríamos hacerlo.
Ross aceptó de mala gana.
Al día siguiente el señor Treneglos realizó su primera visita oficial a la Wheal Leisure. Llegó desde Mingoose con un volumen de Tito Livio bajo el brazo y un polvoriento sombrero de tres picos encasquetado sobre la peluca. Había sangre de mineros en la familia Treneglos.
Vio lo que podía verse. Estaban excavándose tres tubos de ventilación, pero la tarea era dura. Casi inmediatamente encontraron piedra ferrosa. En ciertos lugares la presencia de este mineral obligaba a trabajar con taladros de acero, y después a provocar explosiones con pólvora. La veta corría de este a oeste, y parecía tener cierta importancia, de modo que era probable que las próximas semanas fueran tediosas para todos.
El señor Treneglos comentó que, en fin, ello significaría más gastos, pero la circunstancia no era desalentadora. A menudo la piedra ferrosa encerraba ricas vetas de cobre.
—La caja fuerte de la Naturaleza —dijo—. Guarda sus tesoros con llave y candado.
Se acercaron al borde del arrecife y miraron abajo; a media altura entre el lugar que ocupaban y la playa se había armado una endeble plataforma de madera; desde allí, ocho hombres en dos turnos de doce horas, cada uno a cargo de cuatro operarios, habían comenzado a practicar un socavón en el arrecife. Hacía mucho que había desaparecido de la vista, de modo que desde arriba lo único que alcanzaba a verse era un chico de doce años que de tanto en tanto aparecía con una carretilla, cuyo contenido, el mineral arrancado por los cuatro escarabajos humanos, vaciaba sobre la arena de la playa. Ross explicó que también ellos habían encontrado una pared de piedra ferrosa, y que estaban tratando de salvar el obstáculo.
El señor Treneglos emitió un gruñido y dijo que confiaba en que esas dos viejas quisquillosas, Choake y Pearce, no empezaran a quejarse de los gastos en la reunión siguiente. ¿Cuánto calculaban que les llevaría conectar el socavón con la mina?
—Tres meses —dijo Ross.
—Necesitarán seis —dijo para sí el señor Treneglos—. Necesitarán seis meses enteros —aseguró a Ross—. A propósito, ¿conoce la noticia?
—¿Qué noticia?
—Mi hijo John y Ruth Teague han decidido formalizar sus relaciones. Piensan casarse.
Ross no estaba enterado. Sin duda, la señora Teague debía sentirse muy feliz.
—Ella contrae un matrimonio ventajoso —dijo el anciano, como si por una vez hubiera expresado los pensamientos de Ross, en lugar de los propios—. John será un buen esposo, pese a que no es muy digno de confianza cuando bebe. Yo habría deseado una doncella que tuviese fortuna, porque nuestra posición no es demasiado cómoda. Aún así, en fin, la joven monta muy bien, y es bastante hábil en otras cosas. El otro día me hablaron de un tipo que tiene un asunto con una criada de su cocina. No recuerdo quién era. Quiero decir, un asunto serio, no una cana al aire. Todo depende de cómo se trate una cosa así. Recuerdo bien que John anduvo con una de las criadas y todavía no tenía dieciocho años. Me costó bastante dinero.
—Confío en que serán felices.
—¿Eh? Oh, sí. Bien, me alegrará verlo establecido. No viviré eternamente, y durante ochenta años ningún señor de Mingoose se quedó soltero.
—Usted es magistrado —dijo Ross—. ¿Qué sentencia suele aplicarse al cazador furtivo?
—¿Eh? ¿Eh? —el señor Treneglos aferró su viejo sombrero a tiempo para evitar que se lo llevase el viento—. ¿Cazador furtivo? Todo depende, estimado muchacho. Todo depende. Si descubren a un hombre con un lazo o una red, y si es la primera vez, pueden darle tres o seis meses. Si ya tiene una condena anterior, o lo sorprendieron con las manos en la masa, como suele decirse, sin duda lo deportarán. Hay que mostrarse firmes con esos bandidos, porque de lo contrario nos roban toda la caza. ¿Cómo está su tío, muchacho?
—Este mes no lo he visto.
—Dudo que él vuelva a cumplir sus deberes de magistrado. ¿Toma las cosas con calma? Quizá presta demasiada atención a la profesión médica. Por mi parte, yo desconfío de ellos. Me curo con ruibarbo. Y con respecto a los médicos: timeo danaos et dona ferentes. Ese es mi lema. Sí, ese es mi lema —agregó para sí mismo—. Y debería ser el de Charles.
II
Se realizó el proceso el día treinta de mayo.
Había sido una primavera fría e inestable, con vientos intensos y días de lluvia helada, pero a mediados de mes el tiempo comenzó a mejorar, y la última semana se estabilizó y de pronto aumentó la temperatura. La primavera y el verano se condensaron en una semana. En el curso de seis días de sol ardiente, toda la región prosperó y mostró el verde más intenso. De la noche a la mañana se abrieron las retrasadas flores de primavera, más o menos como podrían haberlo hecho en un invernadero, y poco después desaparecieron.
El día que debía celebrarse el juicio hizo mucho calor. Montado en su caballo, Ross fue temprano a Truro, acompañado todo el camino por el canto de los pájaros. La sala del tribunal habría tenido un aspecto sombrío y decrépito incluso el más luminoso de los días. Hoy los rayos del sol que atravesaban las sucias ventanas caían sobre los bancos viejos y astillados y destacaban las grandes telarañas que cubrían los rincones de la sala y colgaban de las vigas. Se posaban sobre la figura del macilento empleado del tribunal, inclinado sobre sus papeles con la gota trémula que pendía de su nariz, e iluminaba fragmentos de los miserables espectadores que estaban reunidos al fondo de la sala, y que murmuraban y tosían.
Había cinco magistrados, y Ross vio complacido que conocía un poco a dos de ellos. El presidente de la sala era el señor Nicholas Warleggan, padre de George. El otro era el reverendo doctor Edmund Halse, a quien Ross había encontrado en la diligencia. Conocía de vista a un tercero: un hombre anciano y corpulento llamado Hick, un caballero de la localidad, alcohólico empedernido. Durante la mayor parte de la mañana el doctor Halse mantuvo un fino pañuelo de batista aplicado a su nariz delgada y curva. Sin duda, había empapado el pañuelo en extracto de bergamota y romero, una precaución no desdeñable en vista de la abundancia de casos de fiebre.
Dos o tres casos fueron despachados con bastante rapidez en la atmósfera densa y viciada, y finalmente compareció James Carter. En el sector destinado al público, Jinny Carter, que había caminado los quince kilómetros con su padre, trataba de sonreír mientras su marido la miraba. Durante el período de detención, la piel de Jim había perdido su bronceado, y bajo sus ojos oscuros se destacaban claramente las ojeras profundas.
Cuando comenzó el caso, el ujier volvió los ojos hacia el gran reloj sobre la pared, y Ross comprendió que el hombre estaba pensando que tenían el tiempo indispensable para despachar ese caso antes de la pausa del mediodía.
Los magistrados eran de la misma opinión. El guardián de sir Hugh Bodrugan tenía cierta tendencia a alargar su declaración, y dos veces el señor Warleggan le ordenó secamente que se atuviese al asunto. El incidente atemorizó al testigo, y concluyó su declaración en un murmullo apresurado. El segundo guardián confirmó el relato, con lo cual se completó la prueba. El señor Warleggan alzó la vista.
—¿Hay defensa en este caso?
Jim Carter no habló.
El empleado se puso de pie, y con la mano se limpió una gota que pendía de su nariz.
—Su Señoría, no hay defensa. El acusado no tiene condenas anteriores. Aquí tengo una carta de sir Hugh Bodrugan que se queja de haber perdido muchos animales este año, y dice que es el primer cazador furtivo que han podido apresar desde enero.
Los magistrados conferenciaron en voz baja. Ross maldijo en silencio a sir Hugh.
El señor Warleggan miró a Carter.
—¿Tiene algo que decir antes de que se dicte sentencia?
Jim se humedeció los labios.
—No, señor.
—En ese caso…
Ross se puso de pie.
—Si puedo solicitar la indulgencia del tribunal…
Hubo cierto movimiento y un murmullo, y todos se volvieron para ver quién estaba perturbando el ejercicio de la magistratura.
El señor Warleggan espió a través de la sala, y Ross asintió levemente, en un gesto de reconocimiento.
—¿Tiene pruebas que apoyen la defensa de este hombre?
—Deseo ofrecer pruebas de su buen carácter —dijo Ross—. Ha sido mi criado.
Warleggan se volvió y sostuvo una conversación en voz baja con el doctor Halse. Ahora los dos lo habían reconocido. Ross continuó de pie, mientras la gente se movía y miraba por encima del hombro de los restantes espectadores, tratando de verlo. Entre los que estaban a su izquierda vio un rostro conocido, por cierto inconfundible: la boca húmeda y carnosa y los ojos oblicuos de Eli Clemmow. Tal vez había venido a regodearse con la caída de Carter. Que Ross hubiese acudido a enredarse en el asunto era algo que sin duda aquel hombre no esperaba.
—Señor, acérquese al banco de los testigos —dijo Warleggan con su voz profunda y bien modulada—. Así podrá decir lo que le parezca oportuno.
Ross abandonó su asiento y atravesó la sala en dirección al banco de los testigos. Prestó juramento, y esbozó el gesto de besar la vieja y grasienta Biblia. Después, apoyó las manos sobre el borde de la baranda, y miró a los cinco magistrados. Hick resoplaba, como si estuviera dormido; el doctor Halse jugaba distraídamente con su pañuelo, y en sus ojos no había el menor signo de reconocimiento; y el señor Warleggan examinaba algunos papeles.
Esperó a que Warleggan hubiese concluido, y entonces empezó.
—Seguramente, caballeros, sobre la base de las pruebas escuchadas ustedes no hallarán motivo para pensar que este caso es excepcional. En la larga experiencia de los miembros del tribunal sin duda hubo muchos casos, sobre todo en tiempos de necesidad como este, en que las circunstancias —el hambre, la pobreza o la enfermedad— atenuaron hasta cierto punto la gravedad del delito. Por supuesto, hay que aplicar las leyes, y yo soy el último en pedirles que el cazador furtivo, que es una molestia y motivo de gastos para todos, no reciba el castigo merecido. Pero conozco bien las circunstancias de este caso, y deseo explicarlas a ustedes. —Ross dio un resumen de las vicisitudes de Jim, destacando sobre todo su mala salud y el brutal ataque de Reuben Clemmow a su esposa y al hijo—. Tengo motivos para creer que en vista de su pobreza, el detenido comenzó a frecuentar malas compañías, y se vio llevado a olvidar ciertas promesas que me había hecho. Personalmente estoy seguro de la honestidad de este muchacho. No es él quien debería comparecer ante el tribunal, sino el hombre que lo llevó por mal camino.
Se interrumpió, y sintió que había atraído el interés de sus oyentes. Se disponía a continuar cuando alguien lanzó una risotada en medio de la sala. Varios magistrados se volvieron para mirar, y el doctor Halse frunció severamente el ceño. Ross no dudaba de la identidad del individuo que lo había interrumpido.
—El hombre que lo llevó por mal camino —repitió, tratando de reconquistar la distraída atención de sus oyentes—. Repito que Carter fue inducido por un hombre mucho mayor que él, un hombre que hasta ahora ha evitado el castigo. A él le corresponde la culpa. Con respecto a la salud actual del detenido, basta mirarlo para comprender su situación. Como confirmación de lo que digo tengo aquí una declaración del doctor Thomas Choake, de Sawle, el distinguido médico de la mina, que ha examinado a James Carter y comprobó que padece una inflamación crónica y pútrida del pulmón, probablemente fatal. Ahora bien, estoy dispuesto a tomarlo nuevamente a mi servicio y a garantizar su buena conducta futura. Pido la consideración de estos hechos por el tribunal, y que se los tenga muy en cuenta antes de dictar sentencia.
Entregó al empleado la hoja de anotador en la cual, con tinta muy aguada, Choake había garabateado su diagnóstico. Vacilante, el empleado la sostuvo en la mano, hasta que el señor Warleggan le ordenó impaciente que la entregara al tribunal. Se leyó la nota, y hubo una breve consulta.
—¿Usted afirma que el detenido se encuentra en un estado de salud que no permite enviarlo a la cárcel? —preguntó Warleggan.
—Está enfermo de mucha gravedad.
—¿Cuándo se realizó este examen? —preguntó fríamente el doctor Halse.
—Hace unos tres meses.
—¿De modo que ya estaba así cuando fue a cazar en el vedado?
Ross vaciló, consciente ahora del carácter hostil de la pregunta.
—Hace tiempo que está enfermo.
El doctor Halse volvió a su pañuelo.
—Bien, por lo que a mí respecta, creo que si un hombre está… hum… bastante bien para robar faisanes, está… hum… bastante bien para afrontar las consecuencias.
—Sí, claro que sí —se oyó una voz.
El señor Warleggan descargó un golpe sobre el escritorio.
—Otra interrupción y… —se volvió—. Vea, señor Poldark, me inclino a concordar con mi amigo el doctor Halse. Sin duda es lamentable que el detenido padezca esa dolencia, pero la ley no nos permite tener en cuenta esos detalles. El grado de necesidad de un hombre no debe determinar el grado de su honestidad. Si no fuera así, todos los mendigos serían ladrones. Y si un hombre goza de salud suficiente para errar, sin duda también tiene salud suficiente para recibir el castigo.
—Sin embargo —dijo Ross—, teniendo en cuenta el hecho de que ya ha sufrido casi cuatro semanas de cárcel… y considerando su buen carácter y su grave pobreza, no pude dejar de pensar que en este caso la clemencia serviría mejor a la justicia.
Warleggan avanzó el prominente labio superior.
—Tal vez usted piense así, señor Poldark, pero la decisión corresponde al tribunal. Durante los últimos dos años los casos de incumplimiento de la ley se han agravado mucho. Esta es también una forma de delincuencia, cuya represión es difícil y costosa, y los que son aprehendidos deben estar dispuestos a recibir el castigo que corresponde a su culpa. Tampoco podemos reducir la culpa; solo podemos tomar conocimiento de los hechos. —Hizo una pausa—. Sin embargo, en vista del testimonio médico y del testimonio que usted mismo ha ofrecido acerca del carácter anterior de Carter, estamos dispuestos a mirar el delito con mayor clemencia que lo que habríamos hecho de otro modo. Sentenciamos al detenido a dos años de cárcel.
Se oyó un murmullo en la sala del tribunal, y alguien profirió una palabra de disgusto.
Ross dijo:
—Confío en que jamás sufra la desgracia de ser objeto de la clemencia del tribunal.
El doctor Halse bajó el pañuelo:
—Tenga cuidado, señor Poldark. Tales observaciones no escapan del todo a nuestra jurisdicción.
Ross dijo:
—Solo la compasión goza de ese privilegio.
El señor Warleggan agitó la mano.
—El caso siguiente.
—Un momento —dijo el doctor Halse.
Se inclinó hacia delante, uniendo las yemas de los dedos y pasándose la lengua por los labios finos. Cada vez que se encontraban sentía crecer su antipatía por este joven y arrogante caballerete: así le había pasado en la escuela, en la diligencia y ahora en el tribunal. Le agradaba sobremanera haber podido introducir esa preguntita aguda acerca de las fechas, gracias a la cual había inclinado a los restantes magistrados hacia su propio modo de pensar. Y pese a todo el joven advenedizo trataba de quedarse con la última palabra. Pero no se lo permitiría.
—Un momento, señor. Si venimos aquí y administramos justicia de acuerdo con el código, lo hacemos con un sentido muy claro de nuestros privilegios y responsabilidades. Señor, como miembro de la Iglesia, tengo una conciencia particularmente clara de esa responsabilidad. Dios ha asignado a sus ministros que son magistrados la tarea de atemperar la justicia con la clemencia. Afronto esta obligación apelando a toda mi capacidad, sin duda escasa, y creo que así la he afrontado ahora. Sus insinuaciones en contrario me parecen ofensivas. No creo que usted tenga la menor idea de lo que está diciendo.
—Estas leyes bestiales —dijo Ross, controlando apenas su cólera—; estas leyes bestiales que ustedes interpretan sin compasión envían a un hombre a la cárcel por alimentar a sus hijos cuando tienen hambre, por buscar alimento donde puede cuando se le niega la posibilidad de ganarlo con su trabajo. El libro donde usted aprendió, doctor Halse, dice que el hombre vive no solo de pan. En estos tiempos, ustedes exigen a los hombres que vivan incluso sin pan.
Un murmullo de aprobación creció repentinamente en el fondo de la sala.
El señor Warleggan golpeó irritado con su martillo.
—Señor Poldark, el caso está cerrado. Le ruego que abandone el estrado.
—De lo contrario —dijo el doctor Halse—, lo acusaremos de menosprecio al tribunal.
Ross se inclinó levemente.
—Señor, puedo asegurarle que tal acusación sería lo mismo que leer mis pensamientos más íntimos.
Ross abandonó el estrado y salió del tribunal en medio del ruido y los gritos del ujier reclamando silencio. Afuera, en la estrecha calle, respiró el cálido aire estival. Aquí, el profundo albañal estaba colmado de desechos y el olor era repulsivo, pero parecía agradable después del olor del tribunal. Extrajo un pañuelo y se enjugó la frente. Le temblaba la mano a causa de la cólera que intentaba controlar. Se sentía enfermo de asco y decepción.
Por la calle bajaba una larga fila de mulas con los pesados canastos de estaño colgados uno a cada lado de los animales, y un grupo de mineros cubiertos de polvo del camino y marchando con paso tardo al costado de los animales. Habían andado varios kilómetros desde el alba y venían de algún distrito lejano con el estaño destinado a la casa de moneda; después, volverían a sus chozas sobre los lomos de las fatigadas mulas.
Esperó a que pasara la caravana, y se dispuso a cruzar la estrecha calle. Una mano le tocó el brazo.
Era Jinny, y detrás estaba el padre de la joven, Zacky Martin. En las mejillas de Jinny había pequeños puntos rosados, que se destacaban sobre la piel pecosa y pálida.
—Señor, quiero agradecerle lo que dijo. Fue muy amable de su parte defender así a Jim. Siempre lo recordaremos. Siempre. Y lo que usted dijo…
—De nada sirvió —dijo Ross—. Zacky, llévela a casa. Estará mejor con usted.
—Sí, señor.
Se separó bruscamente de ellos, y subió por la calle de la Casa de Moneda. Que le agradecieran el fracaso era la gota de agua que desbordaba el vaso. En parte, se sentía irritado consigo mismo porque había perdido el control. Uno podía hacer gala de independencia cuando estaba en juego su propia libertad, pero se requería mayor dominio cuando se trataba de la ajena. Se dijo que toda su actitud había sido un error. Había comenzado bien, y después se había descarriado. En tales circunstancias, era la persona menos indicada y debía fracasar. Tenía que haberse mostrado obsequioso, y derramado lisonjas sobre el tribunal. Tenía que haber ratificado y exaltado la autoridad de los jueces, como había comenzado a hacer, sugiriéndoles simultáneamente que una sentencia más benigna era el fruto natural de la benevolencia de sus corazones.
En lo más profundo de su corazón se preguntaba si incluso el verbo áureo de Sheridan les hubiese arrebatado la presa. Una técnica incluso mejor, pensó ahora, habría sido abordar a los magistrados antes del comienzo de la sesión, y haberles sugerido que al propio Ross le incomodaba mucho verse privado de su criado. Tal era el modo de liberar a un hombre; de nada servía el testimonio de los médicos o las apelaciones sentimentales a la clemencia.
Ahora estaba en la calle del Príncipe, y decidió entrar en la posada del Gallo de Riña. Allí pidió media botella de brandy, y comenzó a beber.