Antes de separarse de Ross, Demelza le comunicó que un rato antes había visto a Jinny Carter, y que Jim estaba enfermo de pleuresía. Pero a causa de su salud maltrecha era frecuente que Jim debiese guardar cama varios días, y Ross no prestó atención al asunto. Toda la semana siguiente estuvo ocupado en asuntos vinculados con la iniciación de los trabajos en la mina, y postergó la visita a Jim porque deseaba hallarse en condiciones de ofrecerle una tarea bien definida. No deseaba que pareciese un puesto inventado especialmente para él.
La biblioteca de Nampara serviría como despacho, y la vida doméstica de la casa se vio perturbada mientras se limpiaba y reparaba un sector. La noticia de que se abría y no se clausuraba una mina se difundió velozmente, y así se vieron asediados por mineros que venían desde treinta kilómetros de distancia, y que ansiaban trabajar a cualquier precio. Emplearon a cuarenta hombres, incluso un capataz «de superficie» y otro para las galerías; ambos estaban subordinados a Henshawe.
Al cabo de quince días, Ross vio a Zacky Martin y preguntó por Jim. Zacky le informó que Jim se había levantado, pero todavía no había regresado a la mina, pues la tos seguía molestándolo.
Ross pensó en las disposiciones que había adoptado hasta ese momento. El lunes siguiente, ocho hombres debían comenzar a excavar el socavón, partiendo de la superficie del arrecife, y otros veinte empezarían a trabajar en el primer conducto. Era el momento de incorporar al subcontador.
—Dígale que venga a verme mañana por la mañana, ¿quiere? —pidió Ross.
—Sí —dijo Zacky—. Esta noche veré a Jinny. Le diré que le pase el mensaje. Ella no lo olvidará.
II
Jim Carter no dormía, y oyó casi inmediatamente los débiles golpes en la puerta.
Con la mayor precaución, para no despertar a Jinny o a los niños, descendió de la cama y empezó a reunir sus ropas. Pisó una tabla floja del piso y permaneció inmóvil varios segundos, conteniendo un acceso de tos, hasta que la respiración regular de la joven lo tranquilizó. Después, se puso los pantalones y recogió las botas y la chaqueta.
Los goznes de la trampilla solían chirriar cuando se movían, pero él los había engrasado ese mismo día, de modo que pudo abrirla en absoluto silencio. Casi había terminado de pasar cuando una voz dijo:
—Jim.
Se mordió el labio, irritado, pero no contestó; quizás ella se limitaba a hablar en sueños. De nuevo el silencio. Después, ella continuó:
—Jim. Vas de nuevo con Nick Vigus. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque sabía que me armarías un escándalo.
—Bien, no necesitas ir.
—Sí, es necesario. Ayer lo prometí a Nick.
—Dile que cambiaste de idea.
—Pero no es así.
—Jim, el capitán Poldark quiere verte mañana. ¿Ya lo olvidaste?
—Regresaré mucho antes de la mañana.
—Quizá quiere darte una veta en la nueva mina.
Jim replicó:
—No puedo aceptar, Jinny. No saben lo que hay allí, eso es todo. No puedo renunciar a una buena veta y arriesgarme.
—Una buena veta no es buena si tienes que meterte en el agua hasta el cuello tanto al ir como al regresar. No es de extrañar que tosas.
—Bueno, cuando salgo a buscar algo, lo único que haces es quejarte.
—Jim, podemos arreglarnos. Cálmate. No deseo nada más, si lo consigues así. Se me atraganta la comida cuando pienso cómo la conseguiste.
—Yo no soy tan metodista.
—Ni yo. Hablo del peligro que corres para conseguirla.
—No hay peligro, Jinny —dijo él, con acento más suave—. No hay nada que temer. En serio, no tienes que preocuparte.
Otra vez se oyeron golpes suaves en la puerta.
—Lo hago solo cuando no puedo trabajar —dijo él—. Bien lo sabes. Cuando retorne a la veta no saldré de noche. Hasta luego.
—Jim —dijo ella con voz premiosa—. Quisiera que no salieses esta noche. Esta noche no.
—Calla, despertarás a los niños. Piensa en ellos, y en el que nacerá. Querida, tienes que comer bien.
—Prefiero morir de hambre…
Las cuatro palabras parecieron filtrarse en el interior de la cocina mientras él descendía, pero Jim no oyó más. Corrió el cerrojo de la puerta y Nick Vigus se deslizó adentro, como un pedazo de goma.
—Tardaste mucho. ¿Tienes las redes?
—Aquí están… Brrr, hace frío.
Jim se puso las botas y la chaqueta y los dos hombres salieron, mientras Nick murmuraba a su perro. Tenían que recorrer un trecho bastante largo, unos ocho kilómetros, y durante un rato caminaron en silencio.
Era una noche perfecta, estrellada y clara pero fría, con una brisa noroeste que venía del mar. Jim se estremeció y tosió una o dos veces mientras caminaba.
Se dirigieron hacia el sureste, evitaron la aldea de Marasanvose, subieron al principal camino de carruajes y luego descendieron al fértil valle que se abría más allá. Estaban entrando en las tierras de Bodrugan, una región de abundante caza pero peligrosa, y ahora comenzaron a moverse con la mayor cautela. Nick Vigus marchaba adelante, y el perro flaco era otra sombra de sus talones. Jim caminaba a pocos pasos de distancia, armado de una vara de unos tres metros de longitud y una red de fabricación casera.
Evitaron un camino de carruajes y entraron en un bosquecillo. En la sombra, Nick se detuvo.
—Esas malditas estrellas iluminan como la luna. No sé si conseguiremos algo.
—Bueno, no podemos regresar sin probar. Me parece…
—Sshh… Calla.
Se agazaparon entre los matorrales y escucharon. Después, continuaron caminando. El bosque raleó, y a unos cien metros de distancia los árboles terminaban en un gran claro de casi un kilómetro cuadrado. Sobre un costado había un arroyo, y bordeando este una espesura de matorrales y árboles jóvenes. Allí anidaban los faisanes. Los que ocupaban las ramas bajas eran presa fácil para un hombre ágil armado de red. El peligro era que en el extremo del claro se levantaba la casa Werry, hogar de los Bodrugan.
Nick se detuvo nuevamente.
—¿Qué oíste? —preguntó Jim.
—Algo —murmuró Vigus. La luz de las estrellas se reflejaba en su cabeza calva y sonrosada, y formaba pequeñas sombras en los hoyos de viruela de su rostro. Tenía la expresión de un querube corrompido—. Los guardianes. Están buscando.
Esperaron varios minutos en silencio. Jim contuvo un acceso de tos y apoyó la mano sobre la cabeza del perro. El animal se movió un instante y luego se aquietó.
—El perro está bien —dijo Nick—. Creo que fue una falsa alarma.
Reanudaron la marcha a través de la espesura. Cuando se acercaron al borde del claro, el problema no era tanto la posibilidad de atraer a los guardianes, que quizá no estaban allí, sino de no alarmar a los faisanes hasta que fuera demasiado tarde para ellos y no pudiesen volar. La claridad de la noche dificultaba el intento.
Se hablaron en murmullos y decidieron separarse; cada uno llevó una red, y se acercaron al nidal desde distintos ángulos. Vigus, que tenía más experiencia, debía hacer el rodeo más amplio.
Jim tenía el don de moverse sin hacer ruido, y se acercó muy lentamente hasta que pudo ver las formas oscuras de las aves, distribuidas en las ramas y las horquetas bajas del árbol que tenía delante. Desplegó la red que llevaba al brazo, pero decidió dar otros dos minutos a Nick, no fuese que al actuar antes de tiempo arruinase el plan que había trazado.
Desde allí podía oír el viento que movía las ramas sobre su cabeza. A lo lejos, la casa Werry era una masa oscura y extraña entre los contornos nocturnos más suaves. Aún estaba encendida una luz. Era más de la una, y Jim pensó en la gente que vivía allí, y por qué estaba despierta tan tarde.
También pensó en lo que el capitán Poldark quería decirle. Le debía mucho, pero por eso mismo creía que no podía aceptar más favores. Es decir, si conseguía recuperar la salud.
Ningún bien haría a Jinny que él imitara el ejemplo de su padre y muriese a los veintiséis años. Jinny hablaba mucho de que él tenía que mojarse para llegar todos los días a la veta, pero no comprendía que los mineros soportaran esa situación la mayor parte del tiempo. Si un hombre no podía aguantar eso, más le valía no ser minero. Por el momento no tenía que respirar el humo de la pólvora usada en las explosiones, y bien podía sentirse agradecido por ello.
Un animal se movió en la espesura, a poca distancia. Volvió la cabeza y trató de ver, pero no lo consiguió. El árbol que tenía delante era una forma retorcida y deformada. Un roble joven, según podía suponerse por las hojas muertas sobre las ramas. Colgaban allí, movidas por la brisa durante todo el invierno. Una forma extrañamente ensanchada.
Y entonces la forma varió ligeramente.
Jim aguzó la vista y miró fijamente. Un hombre estaba de pie, contra el árbol.
… De modo que la visita que habían hecho el sábado no había pasado inadvertida. Tal vez todas las noches siguientes los guardianes habían acechado pacientemente, esperando la próxima visita. Quizá ya lo habían visto. No. Pero si daba un paso lo apresarían. ¿Y Nick, que se acercaba viniendo desde el norte?
La mente de Jim estaba como paralizada por la necesidad de adoptar una decisión instantánea. Comenzó a alejarse lentamente.
Había dado apenas dos pasos cuando detrás se oyó el ruido de una rama rota. Se volvió a tiempo para evitar la mano que quería agarrarle el hombro, y se abalanzó en dirección a los faisanes, soltando la red mientras corría. En el mismo instante se oyó un movimiento del otro lado y la descarga de un mosquete: de pronto, el bosque cobró vida; los gritos de los faisanes machos y el golpeteo de las alas sobresaltadas mientras se elevaban, los movimientos de otros animales asustados, y las voces de los hombres que trataban de capturarlo.
Llegó a campo abierto y corrió, evitando la orilla del arroyo y manteniéndose todo lo posible bajo la protección de las sombras. Oyó ruido de pasos detrás, y comprendió que no estaba distanciándose; el corazón le latía fuertemente, y comenzaba a faltarle el aliento.
En un lugar en que los árboles raleaban dobló y se metió entre ellos. Ahora no estaba lejos de la casa, y advirtió que avanzaba por un sendero. Allí la oscuridad era más densa, y la espesura entre los árboles era tal que sería difícil abrirse paso sin darles tiempo para apresarlo.
Llegó a un pequeño claro; en el centro había un pabellón circular de mármol y un reloj de sol. El sendero no continuaba después del claro. Corrió hacia el pabellón, después cambió de idea y se acercó al borde del claro, donde se levantaba aislado un alto olmo. Trepó sobre el tronco, arañándose las manos y rompiéndose las uñas en la corteza. Acababa de subir a la segunda rama cuando dos guardianes irrumpieron en el espacio abierto. Permaneció inmóvil, tratando de recuperar el aliento.
Los dos hombres vacilaron y examinaron el lugar, uno con la cabeza inclinada, atento al menor ruido.
—… no está lejos… Se esconde… —Los fragmentos llegaron flotando hasta el árbol.
Se internaron furtivamente en el claro. Uno subió los peldaños y probó la puerta del pabellón. Estaba cerrada con llave. El otro retrocedió un paso y elevó los ojos hacia el techo circular en forma de cúpula. Después se dividieron y revisaron todo el espacio abierto.
Cuando uno de los hombres se acercaba al olmo, Jim sintió de pronto esa agitación peculiar del pulmón que, bien lo sabía, significaba un acceso de tos. La frente se le cubrió de sudor.
El guardián pasó caminando lentamente. Jim vio que llevaba un arma de fuego. Unos pasos después del olmo, el hombre se detuvo frente a un árbol que parecía más accesible que el resto, y comenzó a espiar entre las ramas.
Jim aspiró, se ahogó, y luego consiguió llenar de aire los pulmones y contuvo la respiración. El segundo guardián había terminado su inspección y ahora venía a reunirse con su compañero.
—¿Lo viste?
—No. El bastardo se nos escapó.
—¿Detuvieron al otro?
—No. Pensé que agarraríamos a este.
—Sí.
Los pulmones de Jim se expandían y contraían por sí mismos. La comezón se agravaba irresistible en la garganta, y de pronto sintió que se ahogaba.
—¿Qué es eso? —preguntó uno de los hombres.
—No sé. Por ahí.
Se acercaron rápidamente al olmo, pero equivocaron la dirección por varios metros y fijaron los ojos en la espesura enmarañada.
—Quédate aquí —dijo uno—. Ya veré qué pasa. —Se abrió paso entre los arbustos y desapareció. El otro se apoyó sobre el tronco de un árbol, con el arma al brazo.
Jim aferró la rama que tenía encima, en un frenético esfuerzo por contener la tos. Ahora estaba empapado de sudor, e incluso la captura parecía menos temible que esa tensión convulsiva. Le estallaba la cabeza. Hubiera dado el resto de su vida por toser.
Se oyó ruido de pasos y el crujido de ramas rotas, y el segundo guardián reapareció, mascullando su decepción.
—Creo que huyó. Veamos qué consiguió Johnson.
—¿Y si traemos los perros?
—No podemos mostrarles nada. Tal vez los atrapemos la semana próxima.
Los dos hombres echaron a andar. Pero no habían caminado diez pasos cuando los detuvo una explosión de tos exactamente encima y detrás de ellos.
Durante un momento, el ruido hueco y sonoro entre los árboles los alarmó. Después, uno de ellos reaccionó y retornó corriendo al olmo.
—¡Baja! —gritó—. Baja en seguida, o te mato.