Capítulo 2

Después que sus nuevos socios salieron, Ross abandonó la casa y atravesó sus tierras en dirección al asiento de la mina. No bajó a la playa ni caminó sobre las altas dunas, sino que siguió un desvío semicircular que le permitió no apartarse de las tierras altas. La Wheal Leisure estaba en el primer promontorio, a medio camino sobre la playa Hendrawna, donde las dunas limitaban con las rocas.

Aún había poco que ver. Dos túneles poco profundos, que se hundían en la tierra, y una serie de zanjas, todo ello fruto del trabajo de los antiguos; un nuevo túnel con una escala, y unos pocos panes de turba cortados para indicar dónde debían iniciarse los nuevos trabajos. Los conejos zigzagueaban y movían la cola mientras Ross avanzaba; un chorlito emitió su grito; el viento intenso murmuraba entre los gruesos pastos. Había poco que ver, pero hacia fines del verano la situación cambiaría.

Durante los años de planeamiento y frustración, la idea se había afirmado en su espíritu, hasta que finalmente se había convertido en su principal interés. La empresa se habría inaugurado dieciocho meses antes, de no haber sido por el señor Pearce, quien naturalmente se mostraba muy prudente cuando se trataba del dinero de sus representados, y por las vacilaciones y el pesimismo de Choake, a quien Ross lamentaba ahora haber invitado. Todos los demás eran jugadores, y podían y querían afrontar riesgos. A pesar de los excelentes argumentos esgrimidos ese día, de hecho las perspectivas no eran mejores que un año antes; pero el anciano señor Treneglos se había sentido animoso y había arrastrado al resto. De modo que en definitiva, los jugadores se habían salido con la suya. El futuro decidiría el resto.

Volvió los ojos en dirección a las chimeneas de los cottages de Mellin, apenas visibles en el fondo del valle.

Ahora podría ayudar a Jim Carter, y hacerlo sin que se sospechara que practicaba la beneficencia, algo que el muchacho jamás aceptaría. Como subcontador de la mina, podía descargar a Ross de una parte de las tareas de supervisión; y después, cuando hubiera aprendido a leer y a escribir, nada impediría que se le pagaran cuarenta o más chelines mensuales. De ese modo, Jim y Jinny olvidarían la tragedia ocurrida dos años antes.

Ross comenzó a recorrer otra vez el lugar donde debía abrirse el primer conducto. La ironía de aquella tragedia en los cottages de Mellin era que en realidad hubiera podido acarrear consecuencias físicas mucho más graves. En definitiva se había perdido una sola vida, la de Reuben Clemmow. El bebé Benjamín Ross había sufrido un corte en la cabeza y la mejilla, que a lo sumo lo desfiguraba un poco, y Jinny había salido del asunto con una puñalada que había errado por poco el corazón. Había permanecido acostada varias semanas, con hemorragias internas; y su madre, que por el momento había olvidado sus escrúpulos metodistas, juraba que la había curado con un mechón de cabellos de su abuela. Pero hacía mucho tiempo de eso, y Jinny había sanado, y después había tenido una niña a la que habían llamado Mary.

Podía haber sido mucho peor. Pero así como el pequeño Benjamín mostraría siempre en su rostro las señales del ataque, parecía que Jinny las conservaría en su espíritu. Se había convertido en una muchacha indiferente, silenciosa, de humor imprevisible. El propio Jim no estaba a menudo seguro de lo que ella pensaba. Cuando Jim estaba en la mina, la madre de Jinny llegaba al cottage y permanecía allí una hora charlando amistosamente acerca de los acontecimientos del día. Después, besaba a su hija y repetía el recorrido en dirección contraria, hacia su propia cocina, con la incómoda sensación de que Jinny no la había escuchado.

También Jim había perdido su buen ánimo a causa de la sensación de culpa de la cual no podía desembarazarse. Nunca olvidaría el momento en que, al regresar, encontró a Reuben Clemmow moribundo en el umbral del cottage, y cómo había entrado en su propio dormitorio, con el niño que lloraba en la oscuridad y el peso que tuvo que apartar de la trampilla. No podía esquivar el hecho de que si él no se hubiera alejado no habría sobrevenido la tragedia. Renunció a su relación con Nick Vigus, y en su cocina no volvieron a aparecer faisanes.

A decir verdad, ya no eran necesarios, porque todo el vecindario se interesó en ellos. Se hizo una colecta pública y recibieron toda clase de regalos, de modo que mientras Jinny guardó cama, y todavía cierto tiempo después, gozaron de una prosperidad que nunca habían conocido. Pero era un bienestar que disgustaba íntimamente a Jim; y se sintió aliviado cuando cesaron los regalos. Su veta en Grambler estaba rindiendo bien, y no necesitaba de la caridad. Lo que hubieran necesitado era algo que borrase el recuerdo de esa noche.

Ross terminó su inspección y miró la tierra arenosa. Afrontaba el enigma eterno del buscador de minerales: a saber, si esa hectárea de terreno encerraba riquezas o frustración. Se necesitaban tiempo, paciencia y trabajo…

Emitió un gruñido y elevó los ojos al cielo, que anunciaba lluvia. Bien, incluso si fracasaban totalmente, ofrecerían a algunos mineros la posibilidad de alimentar a sus familias. Todos concordaban en que la situación no podía ser peor en el condado, o para el caso en el país.

II

Todos decían que las condiciones no podían ser peores, con los títulos del tres por ciento a 56.

Toda la nación estaba descalabrada después de la lucha desigual contra Francia, Holanda y España, la perversa guerra fratricida con América, y la amenaza de que aparecieran nuevos enemigos en el norte. Era una crisis espiritual tanto como material. Veinticinco años antes estaba a la cabeza del mundo, y por eso mismo la caída había sido más dolorosa. Al fin se había concertado la paz, pero el país estaba demasiado cansado y no lograba superar los efectos de la guerra.

Un tenaz primer ministro de 27 años sostenía precariamente sus posiciones frente a todas las coaliciones formadas para derribarlo; pero las coaliciones tenían esperanzas. Había encontrado dinero, incluso para sostener la paz y acometer reformas; los impuestos habían aumentado un 20 por ciento en cinco años, y los más recientes eran peligrosamente impopulares. El impuesto sobre la propiedad, el impuesto sobre las casas, el impuesto sobre los criados, el impuesto sobre las vidrieras. Caballos y sombreros, ladrillos y tejas, tejidos de hilo y algodón. Otro impuesto sobre las velas afectó directamente a los pobres. El invierno anterior, los pescadores de Fowey habían salvado del hambre a sus familias alimentándolas con lapas.

Algunos afirmaban que se necesitarían cincuenta años antes de que las cosas se arreglaran…

Según había oído decir Ross, incluso en América prevalecía el sentimiento de desilusión. Los Estados Unidos se habían unificado solo en su desagrado por el dominio inglés, y una vez desaparecido este y enfrentados a los problemas de la posguerra, parecían dispuestos a querellarse interminablemente, como las ciudades de la Italia medieval. Se decía que Federico de Prusia, mientras tocaba con sus dedos gotosos el piano del palacio Sans Souci de Potsdam, había afirmado que ese país era tan díscolo que ahora que se había desembarazado de Jorge III la única solución era entronizar a su propio rey. La observación se difundió y llegó a los recovecos de la sociedad de Cornwall.

Los pobladores de Cornwall sabían o intuían otras cosas, gracias al constante tráfico ilícito entre sus puertos y los franceses. Inglaterra estaba deprimida, pero la situación era peor aún en Europa. De tanto en tanto llegaban desde la orilla opuesta del Canal, extraños relentes de inquietud volcánica. La antipatía por un antiguo enemigo, tanto como el idealismo suscitado por uno nuevo, había tentado a Francia a volcar su oro y sus hombres en auxilio de la libertad americana. Ahora descubría que tenía una deuda especial de guerra de mil cuatrocientos millones de libras y un caudal de conocimientos acerca de la teoría y la práctica de la revolución acumulados en la mente y la sangre de sus pensadores y sus soldados. La lápida del despotismo europeo comenzaba a resquebrajarse por su punto más débil.

Durante los dos últimos años, Ross apenas había visto a miembros de su propia familia y su clase. Lo que había alcanzado a oír en la biblioteca el día del bautizo de Geoffrey Charles lo había colmado de desprecio por esa gente; y aunque no podía aceptar la idea de que las murmuraciones de Polly Choake pudieran ejercer sobre él ningún género de influencia, el conocimiento de que no daban paz a sus lenguas venenosas lo movía a mirar con desagrado la idea de frecuentarlos. Por mera cortesía acudía una vez por mes a preguntar por la salud del inválido Charles, quien rehusaba morir o sanar; pero cuando se encontraba allí con otras personas su conversación no abordaba los temas populares. No le interesaba, como a ellos, el regreso del continente de María Fitzherbert, o el escándalo del collar de la reina de Francia. En el distrito había familias que no tenían pan y papas suficientes para vivir, y él deseaba que esas familias recibieran regalos en especie, de modo que las epidemias de diciembre y enero no hicieran tan fácil presa en ellas. Sus oyentes se sentían incómodos cuando hablaba, y lo miraban, hostiles cuando terminaba. Muchos de ellos también sufrían las consecuencias de la crisis de la minería y del aumento de los impuestos. Muchos estaban ayudando a los casos más penosos que llegaban a conocer, y si con esa actitud apenas rozaban la periferia del problema, no veían que Ross hiciera mucho más. No estaban dispuestos a aceptar que tenían una suerte de responsabilidad por los padecimientos del momento, o que pudieran sancionarse leyes gracias a las cuales se creasen formas de ayuda menos humillantes que el asilo de pobres y el carro de la parroquia. Ni siquiera Francis lo comprendía. Ross se sentía como otro Jack Tripp que predicaba la reforma encaramado en un barril vacío.

… En el camino de regreso alcanzó la cima de la colina y vio a Demelza que le salía al encuentro. Garrick trotaba tras ella como un pequeño pony Shetland.

Mientras se acercaba, de tanto en tanto la joven pegaba un brinco.

—Jud me contó —dijo—, que al fin abrirán la mina.

—Tan pronto podamos contratar a los hombres y comprar el equipo.

—¡Hurra! Garrick, fuera. Eso me gusta mucho. Señor, nos dio mucha tristeza el año pasado, cuando creíamos que todo estaba listo. Garrick, quieto. ¿Será grande como Grambler?

—Todavía no. —Lo divertía la excitación de la joven—. Al principio será una mina pequeña.

—Estoy segura de que pronto será grande, con una chimenea alta y todas esas cosas.

Descendieron juntos por el valle. Generalmente él no le prestaba mucha atención, pero el interés que otros manifestaban lo indujo a observarla disimuladamente. Era una muchacha crecida y bien formada, en la cual apenas habría podido reconocerse a la vagabunda esmirriada y medio muerta de hambre que él había metido bajo la bomba.

Durante el último año habían sobrevenido otros cambios. Ahora Demelza era una suerte de ama de llaves general. Prudie era demasiado indolente y no deseaba afrontar nada si había un modo de evitarlo. La pierna la había molestado dos o tres veces más, y cuando reanudaba sus actividades le parecía más fácil haraganear en la cocina preparándose té y realizando algunas tareas livianas que idear las comidas y cocerlas, una actividad que parecía agradar mucho a Demelza. Le quitaban un peso de encima; Demelza nunca se imponía, y se mostraba muy dispuesta a realizar además su propio trabajo, de modo que Prudie no veía razón para oponerse.

Fuera de una pelea violenta, la vida en la cocina se desarrollaba más serenamente que cuando Jud y Prudie estaban solos; entre los tres se había establecido una tosca camaradería, y parecía que a los Paynter no les molestaba la amistad de Ross con la chica. Muchas veces él se sentía solo y necesitaba compañía. Verity ya no se atrevía a venir, y Demelza ocupó su lugar.

A veces incluso se sentaba con Ross por las tardes. Había empezado con irle a pedir órdenes acerca de tareas en la granja, y se quedaba charlando; y después, sin saber muy bien cómo había empezado todo, se encontró sentada en el salón, charlando con Ross dos o tres tardes por semana.

Por supuesto, era una compañía muy adaptable, pues se mostraba dispuesta a conversar si él lo deseaba, o a continuar su propia lectura si él quería leer, o a retirarse inmediatamente si su presencia no era oportuna. Ross seguía bebiendo mucho.

Demelza no era una perfecta ama de casa. Aunque estaba bastante cerca de serlo desde el punto de vista de las necesidades normales, en ciertas ocasiones su temperamento representaba un problema. Todavía se manifestaban los «humores» de los cuales Prudie había hablado. Entonces podía jurar más vigorosamente que Jud, y cierta vez casi se le impuso físicamente. Era ciega a lo que podía significar un peligro personal; y en tales ocasiones incluso su laboriosidad estaba mal orientada.

Una sombría y lluviosa mañana de octubre, ella había decidido limpiar parte del establo de las vacas, y empezó a empujar de un lado para el otro a los animales que la molestaban. Poco después uno de ellos se ofendió, y Demelza salió hirviendo de indignación y lastimada de un modo que le impidió sentarse durante una semana entera. Otra vez resolvió mover todos los muebles de la cocina mientras Jud y Prudie estaban ausentes. Pero a pesar de su energía, no pudo controlar el movimiento de una alacena que se le vino encima. Cuando Prudie regresó la encontró aprisionada bajo el mueble, mientras Garrick ladraba su opinión desde la puerta.

El asunto de la pelea con Jud tuvo perfiles más graves, y ahora todos trataban de olvidarlo discretamente. Demelza había probado el contenido de la botella de licor hallada en el viejo arcón de hierro de la biblioteca, y como el sabor le había agradado, había terminado la botella. Después, se acercó brincando a Jud, quien infortunadamente también se había entregado a libaciones privadas. Tanto fastidió al viejo que se abalanzó sobre ella, movido por el confuso deseo de retorcerle el pescuezo. Pero Demelza se defendió como un gato salvaje, y cuando Prudie llegó los encontró luchando en el suelo. Prudie llegó instantáneamente a una conclusión errada, y atacó a Jud con la pala que se usaba para echar carbón al hogar. A su vez, Ross llegó a tiempo para impedir que la mayoría de su personal quedase fuera de combate con heridas graves.

Después, y durante varias semanas, en la cocina prevaleció una atmósfera de frígida ecuanimidad. Por primera vez Demelza soportó el ácido aguijón de la lengua de Ross, y mientras lo oía se encogía y sentía deseos de morir.

Pero eso había sido doce meses antes. Era un espectro sombrío enterrado en el pasado.

En silencio, caminaron entre los manzanos y se acercaron a la casa, atravesando el jardín al que Demelza había dedicado tantas horas el verano anterior. Todas las malezas habían desaparecido, y había mucha tierra libre y unos pocos restos de las plantas que la madre de Ross había cultivado.

Había tres plantas de lavanda, altas y desgarbadas a causa de la presión de las malezas; y también una planta de romero, liberada de la maraña y que prometía florecer. También había conseguido salvar una rosa de Damasco con sus flores anchas y luminosas, rosadas y blancas, y una rosa musgosa y dos rosas de China; y en su búsqueda en el campo había comenzado a traer semillas y raíces de los setos. No era fácil criar esas plantas: mostraban el espíritu caprichoso de las cosas salvajes, y así parecían dispuestas a prosperar en los lugares desolados que ellas mismas elegían, pero tendían a amustiarse y morir en la abundancia de un jardín. Pero el año anterior había conseguido dos hermosas plantas de lengua de buey, un cantero de claveles de los pantanos y una hilera de dedaleras carmesíes.

Allí se detuvieron, y Demelza comenzó a explicar lo que se proponía hacer aquí y allá, y dijo que pensaba usar gajos del arbusto de lavanda y procurar que arraigaran para obtener un seto. Ross miró alrededor con expresión tolerante. No le interesaban mucho las flores, pero apreciaba el orden y el color; y las hierbas que podían cocerse o prepararse en infusión eran útiles.

Poco tiempo antes había entregado a Demelza una pequeña suma para su uso personal, y ella se había comprado un pañuelo de colores vivos que llevaba atado sobre la cabeza, un lápiz para aprender a escribir, dos cuadernos, un par de zapatos con hebillas de pasta, un gran jarrón de arcilla para poner flores, una papalina para Prudie y una caja de rapé para Jud. Dos veces él le había permitido montar a Ramoth y acompañarlo a Truro; una de esas veces él había prometido visitar el reñidero de gallos y ver a Duque Real que peleaba por una bolsa de cincuenta guineas. Sorprendido y al mismo tiempo divertido, Ross comprobó que ese entretenimiento repugnaba a Demelza.

—Caramba —dijo ella—, es lo mismo que hace mi padre. —La joven había esperado que una riña de gallos que merecía el favor de los nobles y los caballeros fuese un espectáculo más refinado.

De regreso a Nampara, Demelza se mostró extrañamente silenciosa.

—¿Usted no cree que los animales sufren como nosotros? —preguntó al fin.

Ross meditó la respuesta. Algunas veces se había metido en aprietos a causa de sus respuestas irreflexivas a las preguntas de Demelza.

—No lo sé —replicó brevemente.

—Entonces, ¿por qué los verracos chillan así cuando uno les atraviesa el hocico con un anillo?

—Los gallos no son cerdos. Dios los hizo peleadores.

Durante un momento ella no habló.

—Sí, pero Dios no quiso que pelearan con púas de acero.

—Demelza, deberías haber sido abogado —comentó él, y ella volvió a callar.

Ross pensaba en todas estas cosas mientras conversaban en el jardín. Se preguntaba si Demelza sabía lo que Nat Pearce y los demás habían estado pensando mientras la miraban en el salón, un par de horas antes, y si Demelza coincidía con él en que la idea era absolutamente ridícula. Cuando él deseara esa clase de placer iría a buscar a Margaret, en Truro, o a cualquier otra de su clase.

A veces pensaba que si el placer estaba en el tosco entretenimiento que le ofrecía una prostituta, él mismo no tenía los apetitos normales de un hombre normal. Bien, había cierta extraña satisfacción en el ascetismo, un creciente conocimiento de sí mismo y una confianza cada vez más firme en sus propios recursos.

En ese período de su vida pensaba muy poco en el asunto. Tenía otros intereses y otras preocupaciones.