Capítulo 1

Una ventosa tarde de abril de 1787 seis caballeros estaban sentados alrededor de la mesa del salón de Nampara.

Habían cenado y bebido bien, y el menú había incluido parte de un gran bacalao, un lomo de cordero, un pastel de pollo, algunas palomas, filete de ternera con mollejas asadas, tarta de damascos, una fuente de crema, y almendras y pasas de uva. Estaban reunidos el señor Horace Treneglos, de Mingoose; el señor Renfrew, de Santa Ana; el doctor Choake, de Sawle; el capataz Henshawe, de Grambler; el señor Nathaniel Pearce, notario de Truro; y el anfitrión, que era el capitán Poldark.

Se habían reunido para aprobar las labores preliminares ejecutadas en la Wheal Leisure, y para decidir si convenía que todos arriesgaran oro para extraer cobre. Era una ocasión importante, y había logrado que el señor Treneglos se apartase de su griego, el doctor Choake de las excursiones de caza y el señor Pearce del fuego que aliviaba su gota.

—Bien —dijo el señor Treneglos, que por su posición y su edad ocupaba la cabecera de la mesa—, bien, no intentaré refutar la opinión de un experto. Hemos venido hablando y demorándolo dos años, y si el capataz Henshawe dice que deberíamos empezar, caramba, él arriesga su dinero tanto como yo el mío, y sin duda sabe lo que dice.

Se oyeron murmullos de asentimiento, y algunos comentarios reticentes. El señor Treneglos aplicó una mano tras la oreja para tratar de entender fragmentos de los comentarios.

El doctor Choake tosió.

—Por supuesto, todos respetamos la experiencia minera del capataz Henshawe. Pero el éxito de esta empresa no depende de la explotación de la veta, porque si así fuera habríamos comenzado hace doce meses. Debemos determinar nuestro curso de acuerdo con las condiciones de la industria. Pues bien, hace apenas una semana atendimos a un paciente de Redruth que tenía un absceso. En realidad, no era nuestro paciente, sino del doctor Pryce, que nos llamó en consulta. El pobre hombre estaba muy mal cuando llegó a su lujosa casa, que tenía un hermoso camino de acceso, una escalera de mármol y otras demostraciones de buen gusto y de los medios necesarios para satisfacerlo; pero entre los dos pudimos aliviar su condición. Este caballero era accionista de la mina Dolly Koath, y dejó deslizar la información de que se había decidido cerrar todos los niveles inferiores.

Se hizo el silencio.

El señor Pearce, rojo y sonriente, acotó:

—Pues bien, yo oí algo muy parecido. Fue la semana pasada. —Se interrumpió un momento para rascarse bajo la peluca, y el doctor Choake agregó:

—Si la mina más grande del mundo reduce su actividad, ¿qué posibilidades tiene nuestra pequeña empresa?

—Esa conclusión no es forzosa si los gastos generales son reducidos —dijo Ross, que estaba en el extremo opuesto de la mesa, el rostro huesudo y distinguido un poco congestionado por la comida y la bebida. Se había dejado crecer las patillas, y así ocultaba parcialmente la cicatriz, pero aún podía verse un extremo de la misma, que formaba una línea parda más clara sobre la mejilla.

—El precio del cobre puede descender aún más —dijo el doctor Choake.

—¿Qué dice usted? ¿Cómo es eso? —preguntó el señor Treneglos—. No pude oírlo —dijo para sí—. Deseo que hable más alto.

Choake alzó la voz.

—O también puede subir —fue la respuesta.

—Les diré mi opinión, caballeros —dijo Ross. Aspiró una bocanada de su larga pipa—. De acuerdo con las apariencias, el momento es malo para todas las empresas, grandes o pequeñas. Pero hay algunos aspectos favorables que deben tenerse en cuenta. La oferta y la demanda rigen los precios del mineral. Ahora bien, este año suspendieron los trabajos dos minas importantes y varias pequeñas. Es posible que muy pronto la Dolly Koath haga lo mismo que la Wheal Reath y la Wheal Fortune. La producción de la industria de Cornwall se reducirá a la mitad, de modo que disminuirá la oferta en los mercados, y es probable que aumente el precio del cobre.

—Eso mismo —dijo el capataz Henshawe.

—Concuerdo con el capitán Poldark —dijo el señor Renfrew, que hablaba por primera vez. El señor Renfrew, de Santa Ana, era abastecedor de las minas, y por lo tanto estaba doblemente interesado en la empresa; pero hasta ese momento se había sentido un tanto intimidado por la presencia de tantos caballeros en la reunión.

Henshawe, un hombre de ojos azules, no padecía ese género de timidez.

—Tonelada por tonelada, nuestros costos no llegarán a la mitad de los que tiene la Wheal Reath.

—Lo que desearía saber —dijo el señor Pearce, con expresión desaprobadora—, y por supuesto hablo en nombre de las personas a quienes represento, la señora Jacqueline Trenwith y el señor Aukett, así como en mi propio nombre, es qué cifra debemos alcanzar si deseamos que nuestro mineral crudo nos dé ganancia. ¿Qué dice usted?

El capataz Henshawe se escarbó los dientes.

—El rendimiento es una verdadera lotería. Todos sabemos que las compañías refinadoras están dispuestas a conseguir el producto muy barato.

Ross dijo:

—Si obtenemos nueve libras por tonelada en nada nos perjudicaremos.

—Bien —dijo el señor Treneglos—, veamos el plan sobre el papel. ¿Dónde está el mapa de las viejas galerías? Así todo se aclarará mejor.

Henshawe se puso de pie y trajo un gran rollo de pergamino, pero Ross lo detuvo.

—Antes levantaremos la mesa. —Tocó una campanilla de mano, y apareció Prudie seguida de Demelza.

Era la primera aparición de Demelza, y fue objeto de una serie de miradas curiosas. Excepto el señor Treneglos, que vivía en su propio mundo, todos sabían algo de su historia y de los rumores que corrían a propósito de su presencia en la casa. Se trataba de viejos chismes, pero era difícil que el escándalo se acallara del todo cuando no se eliminaba la causa.

Vieron a una joven de apenas diecisiete años, alta, los cabellos oscuros desordenados y grandes ojos negros que despedían un centelleo desconcertante cuando su mirada se cruzaba con la de otra persona. Ese resplandor sugería una vitalidad particular y cierta latente fogosidad; por lo demás, no había nada especial que observar en ella.

El señor Renfrew la miró con sus ojos astigmáticos entrecerrados y el señor Pearce, al mismo tiempo que mantenía ostentosamente fuera de peligro los pies gotosos, se atrevió a levantar sus impertinentes cuando creyó que Ross no miraba. Después, el señor Treneglos se desabrochó el botón superior de los pantalones, y todos se inclinaron para examinar el mapa que el capataz Henshawe estaba desenrollando sobre la mesa.

—Bien —dijo Ross—. Aquí tenemos las antiguas galerías de la Wheal Leisure, y la dirección de la veta estannífera. —Continuó explicando la situación, el ángulo de los tubos de ventilación, y los socavones que se abrirían a partir de la ladera del monte Leisure con el fin de desaguar la mina.

—¿Qué es esto? —El señor Treneglos apoyó un dedo manchado de rapé en un rincón del mapa.

—Es el límite de los trabajos de la mina Trevorgie, o por lo menos eso se cree —dijo Ross—. Todos los mapas exactos se han perdido. Esas galerías ya eran viejas cuando mi bisabuelo llegó a Trenwith.

—Hum —dijo el señor Treneglos—. En los viejos tiempos sabían lo que hacían. Sí —repitió sotto voce[10]—, sabían lo que hacían.

—¿Qué quiere decir, señor? —preguntó el señor Renfrew.

—¿Qué quiero decir? Condenación, si nuestros antecesores estuvieron sacando estaño aquí y aquí, quiere decir que ya explotaban las estribaciones de la veta Leisure antes de que se la descubriera en mi propiedad. Eso quiere decir.

—Creo que está en lo cierto —dijo Henshawe, su interés súbitamente avivado.

—¿Y eso, de qué nos sirve? —preguntó el señor Pearce, rascándose.

—Significa únicamente —aclaró Ross— que los antiguos no habrían llegado tan lejos por nada. Acostumbraban evitar el trabajo a mucha profundidad. No podían proceder de otro modo. Si llegaron hasta ahí seguramente fue porque obtenían un buen rendimiento a medida que avanzaban.

—Usted cree que todo forma una gran veta, ¿no? —dijo el señor Treneglos—. Henshawe, ¿pudo haber llegado tan lejos? ¿A veces se extiende tanto?

—Señor, no lo sabemos ni lo sabremos. A mi juicio, buscaban estaño y encontraron cobre. Esa es mi opinión. Es muy posible.

—Siento un gran respeto por los antiguos —dijo el señor Treneglos, mientras abría su caja de rapé—. Recuerden a Jenófanes. Y a Plotino. O a Demócrito. Eran más sabios que nosotros. No me avergüenza seguir sus pasos. ¿Cuánto nos costará, estimado muchacho?

Ross y Henshawe se miraron.

—Estoy dispuesto a desempeñar las funciones de administrador y tesorero inicialmente sin pago; y el capataz Henshawe supervisará las primeras tareas por un sueldo nominal. El señor Renfrew nos suministrará la mayor parte de las máquinas y los implementos con el mínimo margen de ganancia. He llegado a un acuerdo con el Banco de Pascoe en el sentido de que pague, hasta un máximo de trescientas guineas, las facturas de compra de cabrias y otros equipos pesados. Cincuenta guineas por cabeza cubrirán los gastos de los tres primeros meses.

Hubo un momento de silencio, y Ross miró los rostros de los presentes con una leve expresión de cinismo en su propio ceño. Había reducido al mínimo posible la cifra inicial, pues sabía que un pedido elevado podía acabar en otro impasse.

—Ocho de cincuenta —dijo el señor Treneglos—. Y trescientos de Pascoe, hacen un total de setecientos. Un capital de setecientos con un desembolso de cincuenta me parece muy razonable, ¿eh? Esperaba por lo menos cien —agregó para sí—. Sí, esperaba por lo menos cien.

—Es solamente el primer desembolso —dijo Choake—. Por los tres primeros meses.

—De todos modos, es muy razonable, caballeros —dijo el señor Renfrew—. Todo está muy caro en estos tiempos. Sería imposible participar con menos en una empresa comercial.

—Muy cierto —dijo el señor Treneglos—. En ese caso, propongo que se inicie inmediatamente. Votemos levantando la mano, ¿eh?

—Ese préstamo del banco de Pascoe —preguntó con aspereza el doctor Choake—, ¿significa que trabajaremos siempre con ellos? ¿Por qué no con Warleggan? ¿No puede ofrecernos mejores condiciones? George Warleggan es nuestro amigo personal.

El señor Pearce dijo:

—Yo también, señor, me proponía preguntar eso. Ahora bien, si…

—George Warleggan también es mi amigo —dijo Ross—. Pero no creo que la amistad tenga nada que ver con los negocios.

—No, si perjudica los negocios —dijo el médico—. Pero Warleggan es el principal banco del condado. Y el más moderno. Pascoe tiene ideas anticuadas. Pascoe no ha progresado desde hace cuarenta años. Conocí a Pascoe cuando era un chico. Es un individuo retrógrado, y siempre lo fue.

El señor Pearce dijo:

—Creo que mis clientes suponían que se trataba del banco Warleggan.

Ross llenó su pipa.

El señor Treneglos se aflojó otro botón de los pantalones.

—No —dijo—, para mí tanto da un banco como otro, con tal de que sea solvente, ¿eh? Ese es el asunto, ¿no les parece? Supongo, Ross, que usted tenía un motivo para ir al banco de Pascoe. ¿Cuál fue?

—No hay desacuerdos entre los Warleggan, padre o hijo, y yo. Pero ese banco ya es dueño de muchas minas. No deseo que lleguen a apoderarse de la Wheal Leisure.

Choake frunció sus espesas cejas.

—Será mejor que los Warleggan no se enteren de que usted dijo eso.

—Tonterías. No digo nada que no sepan todos. Entre ellos y sus testaferros poseen directamente una docena de minas, y tienen importantes participaciones en una docena más, entre ellas la Grambler y la Wheal Plenty. Si mañana deciden clausurar la Grambler pueden hacerlo, como ya cerraron la Wheal Reath. No hay ningún misterio en esto. Pero si se empieza a trabajar en la Wheal Leisure, prefiero que los asociados conserven su poder de decisión. Las grandes empresas son amigos peligrosos para el pequeño patrón.

—Coincido del todo, caballeros —afirmó nerviosamente el señor Renfrew—. La clausura de la Wheal Reath provocó resentimiento en Santa Ana. Sabemos que no era económico mantener la mina, pero ello no impidió que los accionistas hayan perdido su dinero, y que los doscientos mineros carezcan de trabajo. ¡Pero permite que la Wheal Plenty pague salarios de hambre y ofrece al joven Warleggan la posibilidad de obtener una bonita ganancia!

El tema había avivado un recuerdo doloroso en la memoria del señor Renfrew. Se generalizó la discusión, y todos hablaron al mismo tiempo.

El señor Treneglos golpeó la mesa con su vaso.

—Que se vote —gritó—. Es el único modo razonable. Pero ante todo el asunto de la mina. Que los vacilantes den la cara antes de que sigamos adelante.

Se votó, y todos apoyaron la iniciación de los trabajos.

—¡Magnífico! ¡Espléndido! —dijo el señor Treneglos. «Marte odia al que se demora…». Parece que al fin empezamos. Ahora, el problema del banco, ¿eh? Los que están en favor de Pascoe…

Renfrew, Henshawe, Treneglos y Ross votaron por Pascoe.

Choake y Pearce lo hicieron por Warleggan. Como Pearce sumaba al suyo los votos de sus representados, el resultado fue un empate.

—¡Maldición! —masculló el señor Treneglos—. Sabía que ese abogaducho volvería a embrollarnos. —El señor Pearce no pudo dejar de oír la observación y se esforzó todo lo posible por mostrarse ofendido.

Pero secretamente trataba de conseguir que se le encomendaran los asuntos legales del señor Treneglos; y cuando advirtió que el señor Treneglos se mantenía firme, consagró los diez minutos siguientes a virar hacia la posición del anciano.

Choake había quedado solo y cedió, y los ausentes Warleggan fueron derrotados. Ross sabía que su empresa era tan pequeña que difícilmente podía merecer la atención de una gran firma bancaria; pero no le cabía la menor duda de que su iniciativa había llamado la atención. George debía sentirse molesto…

Una vez resueltas las principales dificultades, el resto del asunto se despachó con bastante rapidez. El capataz Henshawe estiró sus largas piernas, se puso de pie, y con la aprobación de Ross pasó el jarrón de vino alrededor de la mesa.

—Caballeros, estoy seguro de que disculparán la libertad que me tomo. Nos hemos sentado a esta mesa como iguales, y somos socios iguales en esta empresa. No, porque si bien soy el más pobre, mi parte es mayor en el conjunto, ya que arriesgo mi reputación además de las cincuenta guineas. De modo que brindo. Por la Wheal Leisure.

Los demás se pusieron de pie y chocaron los vasos.

—¡Por la Wheal Leisure!

—¡Por la Wheal Leisure!

—¡Por la Wheal Leisure!

Vaciaron los vasos.

En la cocina, Jud, que había estado recortando un pedazo de madera y tarareando su tonada favorita, alzó la cabeza y por sobre la mesa envió al fuego una certera escupida.

—Parece que al fin el asunto se mueve. Que me cuelguen si no parece que finalmente van a abrir la maldita mina.

—Gusano negro y sucio —dijo Prudie—. Esta vez casi escupiste dentro del caldero.