Capítulo 18

Jinny Carter se agitó en su cama. Había estado soñando, un semisueño en el que ella cocinaba al horno un pastel de pescado, y de pronto todos los peces parpadeaban y se convertían en bebés y empezaban a llorar. Ahora estaba completamente despierta, pero el llanto le seguía resonando en los oídos. Se sentó en la cama y prestó atención a su bebé, acostado en la cuna de madera que Jim había fabricado, pero no oyó nada. Seguramente había sido su imaginación incitada por el repiqueteo de la lluvia sobre las persianas bien cerradas, y por el aullido del vendaval que se abalanzaba entre los cottages y rugía adentrándose en la región.

¿Por qué Jim había dejado su cómoda cama y había salido en esa noche de borrasca impulsado solo por la esperanza de recoger restos del naufragio? Ella le había rogado que no saliera, pero él no le había hecho caso. Así era siempre: ella le pedía que no fuera, y él siempre encontraba una excusa y salía. Se ausentaba dos o tres noches por semana… y en la madrugada regresaba con un faisán o una perdiz gorda bajo el brazo.

Había cambiado bastante durante los últimos meses. A decir verdad, todo había comenzado en enero. Una semana había debido faltar a su trabajo en la mina y permanecer acostado, tosiendo sin cesar. La semana siguiente había salido con Nick Vigus dos noches seguidas, y había regresado trayéndole alimentos que en vista de la pérdida de sus salarios no hubiera podido comprar. Era inútil explicarle que ella prefería mil veces renunciar a los alimentos antes que correr el riesgo de que lo sorprendieran infringiendo la ley. Jim no pensaba lo mismo, y se mostraba ofendido y decepcionado porque ella no se sentía complacida.

Con un estremecimiento, Jinny bajó de la cama y se acercó a las persianas. No intentó abrirlas, porque la lluvia hubiera inundado el cuarto; pero mirando a través de una rendija por la cual se filtraba el agua, comprobó que la noche estaba tan oscura como antes.

Le pareció oír un ruido en el cuarto de la planta baja. Todas las maderas del cottage crujían y se movían bajo los golpes del viento. Jinny pensó que se sentiría más tranquila si Jim regresaba.

Volvió a la cama y se tapó hasta la nariz. Las malas costumbres de Jim en realidad eran culpa de Nick Vigus. Era una mala influencia, con su perverso rostro de bebé. Le metía en la cabeza ideas que Jim jamás hubiera concebido, ideas acerca de la propiedad y el derecho de apoderarse del alimento ajeno. Por supuesto, Nick usaba esos argumentos solo para justificar las fechorías que lo ponían al margen de la ley. Pero Jim los aceptaba muy seriamente; ahí estaba el problema. Jamás se le habría ocurrido robar para comer, pero empezaba a creer que tenía derecho a robar para alimentar a su familia.

Un fuerte chubasco golpeó la persiana; era como si un gigante se apoyara sobre la casa y tratara de derribarla. Dormitó un minuto, y soñó con una vida feliz en la cual abundaba la comida y los niños crecían alegres, porque no necesitaban trabajar apenas comenzaban a caminar. De pronto se despertó del todo, y advirtió que en alguna parte había luz. Vio tres o cuatro puntos de luz que se filtraban por las tablas del piso, y experimentó un cálido sentimiento de placer porque Jim había retornado. Pensó bajar para ver qué lo había inducido a volver tan temprano, pero la calidez de la cama y las corrientes de aire del cuarto hicieron que renunciara a su propósito. Volvió a dormitar y de pronto la despertó el ruido de un objeto que cayó al piso de la planta baja.

Tal vez Jim había traído algo interesante, y estaba depositándolo en un rincón. Por eso había regresado tan pronto. Era extraño que hubiese venido solo; no se oían las voces de Nick o del padre de la propia Jinny. Quizá los demás se habían quedado en la playa. Pero al amanecer eran mayores las posibilidades de aprovechar los restos del naufragio. Abrigaba la esperanza de que todos hubieran procedido con prudencia. Hacía menos de dos años que Bob Tregea se había ahogado mientras intentaba arrojar una cuerda a un barco, y había dejado una viuda e hijos pequeños.

Jim no la llamó. Naturalmente, creía que estaba dormida. Jinny abrió la boca para hablarle, y en el mismo instante se preguntó con una ingrata sensación de angustia en el corazón, si el hombre que estaba abajo en realidad era Jim.

Un movimiento torpe había engendrado la duda. Jim era tan ágil y cuidadoso. Ahora se sentó en la cama y aguzó el oído.

Si era Jim, estaba buscando algo, y lo hacía con torpeza, como si estuviera bebido. Pero el día del casamiento Jim había bebido a lo sumo un jarro de cerveza. Esperó, y una idea que la había asaltado de pronto germinó y creció…

Se le ocurrió que solamente un hombre podía entrar así en el cottage mientras Jim estaba ausente, moviéndose con la misma torpeza, y de un momento a otro comenzaría a trepar por la escalera —y ese hombre había desaparecido varios meses antes, y todos lo creían muerto—. Hacía tanto tiempo que nadie lo veía, que la nube que oscurecía la mente de Jinny había terminado por disiparse.

Se agazapó junto a la cama y escuchó el sonido del viento y los movimientos del visitante. No hizo el menor ademán, por miedo de llamar la atención. Le parecía que el estómago y los pulmones se le helaban lentamente. Esperó. Tal vez si no oía el menor ruido se marcharía. Tal vez no subiría, y no la hallaría sola. Tal vez Jim regresara muy pronto.

… O quizás aún estaba junto a las rocas, observando los esfuerzos que se hacían para salvar a hombres a quienes jamás había visto, mientras en el cottage su esposa yacía petrificada en la cama y un loco lascivo y medio muerto de hambre se movía en el cuarto del piso bajo.

… Y entonces el niño comenzó a llorar.

Abajo cesaron los movimientos. Jinny trató de bajar de la cama, pero parecía que ya no tenía huesos; estaban paralizados, no podía tragar. El niño calló, y volvió a llorar, ahora con más intensidad; un llanto agudo que competía con el rugido del viento.

Al fin consiguió bajar de la cama, alzó al pequeño, y casi lo dejó caer a causa de la prisa y la torpeza de sus manos.

Abajo, la luz se estremeció y parpadeó. Se oyó un crujido en la escalera.

Jinny ya no tenía palabras para rezar, ni modo de huir y ocultarse. Permaneció de pie al lado de la cama, la espalda contra la pared, el niño agitándose débilmente en sus brazos rígidos, mientras se elevaba lentamente la trampilla.

Apenas vio la mano que sostenía la madera nudosa de la trampilla comprendió que su instinto no la había engañado, que ahora tenía que afrontar algo diferente de lo que había conocido antes.

II

A la luz de la vela que él sostenía en la mano, podían verse los cambios provocados por meses de vivir en cuevas solitarias. Se le había encogido la carne del rostro y los brazos. Vestía harapos y estaba descalzo, tenía la barba y los cabellos revueltos y húmedos, como si acabara de salir de una caverna sumergida. Y sin embargo, era el mismo Reuben Clemmow que ella había conocido siempre, con los ojos claros abstraídos, la boca insegura y las arrugas blancas en el rostro curtido por el sol.

Jinny trató de dominar un sentimiento de náusea, y lo miró fijamente.

—¿Dónde está mi sartén? —preguntó él—. Robaron mi sartén.

El niño que Jinny sostenía en los brazos se contorsionó, tratando de respirar, y volvió a llorar.

Reuben subió los últimos peldaños y la trampilla se cerró nuevamente. Por primera vez vio el bulto que ella sostenía. Tardó en reconocerla. Cuando lo hizo, reapareció todo lo demás, el recuerdo del agravio que se le había inferido, por qué debía huir de la gente y frecuentar su cottage solo por la noche, la herida recibida diez meses atrás que continuaba torturándolo, su deseo de ella, el odio a Ross Poldark, al hombre que había dado a Jinny ese niño que ahora lloraba.

—Lirio —murmuró—. Lirio blanco… pecado…

Tanto tiempo había vivido separado de la gente que había perdido la facultad de hacerse entender. Hablaba un idioma que solo él comprendía.

Se enderezó con dificultad, porque los músculos se habían contraído alrededor de la herida.

Jinny había recomenzado sus rezos.

El hombre avanzó un paso.

—Lirio puro… —dijo, y entonces algo en la actitud de la joven evocó en su cerebro un antiguo y olvidado canturreo de su niñez. «Por qué estás tan lejos y ocultas tu rostro en la necesidad y el dolor. El impío por su propia lascivia nos persigue; que él caiga en la astuta trampa que ellos imaginaron. Pues el impío se vanaglorió del deseo de su corazón, y exaltó la hipocresía». Desenfundó el cuchillo, un viejo cuchillo trampero, la hoja reducida a unos diez centímetros por años de afilarlo y usarlo. Durante todos esos meses de aislamiento, el deseo de poseerla se había confundido con la venganza. En la sensualidad siempre hay elementos de conquista y destrucción.

La vela comenzó a temblar, y Reuben la depositó en el suelo, donde la corriente de aire agitaba la llama y la inclinaba hacia las tablas del piso. «Se acurrucó acechando en los rincones más oscuros de las calles, y entre las sombras asesinó al inocente».

Jinny perdió la cabeza y empezó a gritar. Su voz se elevó cada vez más en sucesivos alaridos.

Cuando él avanzó otro paso, con un esfuerzo supremo ella obligó a sus piernas a moverse; estaba a medio camino de la cama cuando Reuben la aferró y lanzó una puñalada al chico; ella paró parcialmente el golpe, pero el cuchillo salió manchado de rojo.

El grito de la muchacha cambió de tono, cobró un acento más animal. Reuben miró el cuchillo con apasionado interés, y reaccionó al ver que ella se acercaba a la trampilla. Jinny se volvió cuando él se abalanzó. Esta vez él dirigió la cuchillada a la joven, y ella sintió la penetración de la hoja. Luego, todo lo que en el interior de Reuben había sido como un foco duro, tenso y ardiente, se disolvió repentinamente y comenzó a circular por sus venas; soltó el cuchillo y la vio caer.

Una ráfaga más intensa apagó la vela.

Reuben gritó y quiso abrir la trampilla. Su pie resbaló sobre una sustancia grasienta, y su mano tocó el cabello de una mujer. Retrocedió y gritó, y golpeó las tablas del cuarto; pero allí estaba encerrado definitivamente con el horror que él mismo había creado.

Se enderezó al lado de la cama, dio algunos pasos vacilantes y encontró las persianas de la ventana. Manipuló desesperadamente, pero no pudo encontrar el cerrojo. Entonces, volcó todo el peso de su cuerpo, y los goznes cedieron. Con la sensación del que escapa de una cárcel, se arrojó por la ventana y huyó de la cárcel, huyó de la vida, hacia los adoquines que lo esperaban abajo.