Capítulo 17

En el desarrollo de la inteligencia de Demelza, una habitación de Nampara representó un papel particular. Esa habitación era la biblioteca.

Demelza necesitó mucho tiempo para dominar su desconfianza frente a la escuálida y polvorienta habitación llena de trastos; era una desconfianza que provenía de la noche que había pasado en la gran cama encajonada, o mejor dicho, al lado de la misma. Después, había descubierto que la segunda puerta de ese dormitorio llevaba a la biblioteca; y parte del miedo de ese primer momento se vinculó con la habitación contigua.

Pero el miedo y la fascinación caminan tomados de la mano, como bueyes de paso desacorde pero que tiran en la misma dirección; y una vez que entró en ese cuarto, nunca se cansó de volver. Después de su regreso, Ross había evitado ese lugar, porque todo lo que allí había evocaba recuerdos de la niñez, de la madre y el padre, de sus voces y sus pensamientos, y sus propias esperanzas olvidadas. Para Demelza no había recuerdos, solo descubrimientos.

Nunca había visto siquiera la mitad de las cosas que ahí estaban. En algunos casos ni su ingenioso cerebro podía discernir la posible aplicación; y como no sabía leer, de nada le servían las pilas de papeles amarillentos y los pequeños signos y rótulos garabateados y adheridos a ciertos objetos.

Estaba el mascarón de proa de la Mary Buckingham, que según le explicó Jud había encallado en la costa en 1760, tres días después del nacimiento de Ross. A Demelza le gustaba seguir con el dedo las líneas de la talla. Estaba el arcón marino grabado de la pequeña goleta que se había partido sobre Punta Damsel, y después había derivado sobre la playa Hendrawna, y que durante varias semanas había oscurecido las arenas y las dunas con polvo de carbón. Había muestras de mineral de estaño, cobre, muchas ya sin rótulos, y de cualquier modo todas inútiles. Había retazos de lienzo para emparchar velas, y cuatro cofres con aplicaciones de hierro, cuyo contenido ella a lo sumo podía conjeturar. Había un gran reloj de pie al que faltaba parte del mecanismo. Demelza dedicó horas a manosear las pesas y las ruedas, tratando de descubrir cómo funcionaba.

Había una armadura de cota de malla, terriblemente oxidada y antigua, dos muñecas de trapo y un caballito con balancín de fabricación casera, seis o siete mosquetes inutilizados, una espineta que otrora había pertenecido a Grace, dos cajas de rapé francesas, y una cajita de música, un rollo de tela de tapiz comida por las polillas que provenía de algún barco, un pico y una pala de minero, una linterna sorda, medio barrilito de pólvora para explosiones, y un mapa colgado de la pared que indicaba la extensión de las galerías de Grambler en 1765.

Los descubrimientos que más la excitaron fueron la espineta y la cajita de música. Cierto día, después de trabajar una hora, logró que la cajita funcionase, y pudo oír dos minués agudos y temblorosos. Excitada y triunfante, bailó sobre una pierna alrededor del instrumento, y Garrick, creyendo que era un juego, también brincó y le mordió la falda. Después, una vez concluida la música, se apresuró a esconder la caja en un rincón, no fuese que alguien la hubiera oído y viniera a ver qué pasaba. La espineta fue un descubrimiento más importante, pero tenía el inconveniente de que ella no lograba ni sabía tocarla. Una o dos veces, segura de que no había nadie cerca, se atrevió a intentarlo, y los sonidos la fascinaron, pese a su discordancia. Se sintió perversamente seducida por ellos, y quiso oírlos una y otra vez. Cierto día descubrió que cuanto más se desplazaban hacia la derecha sus dedos, más agudo era el sonido, y le pareció que había resuelto el misterio. Llegó a la conclusión de que era mucho más sencillo extraer melodías de ese artefacto que hallar sentido a esas horribles patas de mosca que la gente llamaba escritura.

II

Charles Poldark hizo un esfuerzo obstinado para recuperarse del ataque cardíaco, pero se vio confinado en la casa el resto del invierno. Su peso continuó aumentando. Muy pronto, lo único que pudo hacer fue descender penosamente la escalera por la tarde, y permanecer sentado, jadeante, eructando y rojo frente al fuego del salón. Allí permanecía horas casi sin hablar, mientras la tía Agatha manejaba la rueca de hilar o leía para sí la Biblia en voz baja pero audible. A veces, por las noches, Charles hablaba con Francis, y le formulaba preguntas acerca de la mina, o acompañaba en sordina, con golpecitos sobre el brazo del sillón, cuando Elizabeth tocaba una melodía en el arpa. Rara vez hablaba a Verity, salvo para quejarse de que algo no era de su agrado, y generalmente dormitaba y roncaba en su sillón antes de permitir que lo llevaran a la cama.

El hijo de Jinny Carter nació en marzo. Como el niño de Elizabeth, fue un varón; y con la debida autorización, se le bautizó Benjamín Ross.

Quince días después del bautizo, Ross recibió una visita inesperada; Eli Clemmow había caminado bajo la lluvia todo el trayecto desde Truro. Hacía diez años que Ross no lo veía, pero reconoció instantáneamente su andar desgarbado.

A diferencia de su hermano mayor, Eli tenía un cuerpo delgado y enjuto, y sus rasgos exhibían un lejano aire mongólico. Cuando hablaba, farfullaba entre dientes, como si sus labios hubieran sido olas que golpeaban contra las rocas medio sumergidas por la marea.

Al principio se mostró amable, y preguntó acerca de la desaparición de su hermano, interesado en saber si no se había hallado ningún rastro. Después pareció complacido, y mencionó satisfecho la buena situación que había alcanzado. Era el servidor personal de un abogado; ganaba una libra mensual y estaba cómodo; un cuartito agradable, el trabajo liviano y una ración de ponche todos los sábados por la noche. Después, cuando sacó a colación el asunto de las pertenencias de su hermano, y Ross le dijo sin rodeos que podía llevarse todo lo que hubiera en el cottage, aunque dudaba de que encontrara algo que valiese la pena transportar, los ojos de Eli traicionaron la malicia que desde el primer momento había venido disimulando a cubierto de sus actitudes obsequiosas.

—Sin duda —dijo chupándose los labios—, todos los vecinos se habrán llevado cosas de valor.

—No protegemos a los ladrones —observó Ross—. Si desea formular observaciones de esa clase, hágalas a los propios acusados.

—Bien —dijo Eli parpadeando—, no diré más que lo justo si afirmo que a mi hermano lo echaron de su casa como resultado de las lenguas maliciosas.

—Su hermano abandonó la casa porque no pudo aprender a controlar sus apetitos.

—¿E hizo algo?

—¿Cómo?

—Algo malo.

—Pudimos impedirlo.

—Sí, pero lo echaron de su casa sin que hubiera hecho nada, y quizá murió de hambre. Ni siquiera la ley dice que usted puede castigar a un hombre antes de que cometa delito.

—Hombre, nadie lo echó de su casa. —Eli manoseó su gorro.

—Naturalmente, todos saben que usted siempre nos quiso mal. Usted y su padre. Su padre casi manda detener a Reuben, y por nada. Es difícil no recordarlo.

—Felizmente para usted —dijo Ross—, no ha recibido algo que recordaría mejor. Le doy cinco minutos para salir de mi propiedad.

Eli tragó saliva y volvió a chuparse los labios.

—Caramba, señor, usted acaba de decir que podía ir a buscar las cosas de mi hermano que valiesen la pena. Acaba de decirlo. Es justicia elemental.

—No interfiero en la vida de mis inquilinos, a menos que interfieran en la mía. Vaya al cottage y retire lo que le parezca. Después, vuelva a Truro y quédese allí, porque usted no es bienvenido en este distrito.

Los ojos de Eli Clemmow centellearon, y pareció dispuesto a decir algo, pero cambió de idea y salió de la casa sin pronunciar palabra.

Y así ocurrió que Jinny Carter, que estaba amamantando a su bebé junto a la ventana del primer piso, vio al hombre subir la colina bajo la lluvia, con su paso lento y largo, y entrar en el cottage contiguo. Permaneció dentro una media hora, y después la joven lo vio salir con una o dos cosas bajo el brazo.

Lo que ella no vio fue la expresión pensativa en el astuto rostro mongólico. Para la aguda percepción de Eli, era evidente que el cottage había sido habitado por alguien días atrás.

III

Esa noche el viento sopló con violencia, y continuó así todo el día siguiente. A la noche siguiente, alrededor de las nueve, llegó la noticia de que había un barco en la bahía, y estaba derivando hacia la costa entre Nampara y Sawle.

Demelza había pasado la mayor parte de la tarde como habría de hacer muchas veces en que la lluvia intensa impedía el trabajo al aire libre, exceptuadas, claro está, las tareas más urgentes. Si Prudie hubiera sido una mujer industriosa, habría enseñado a la joven no solo la costura bien hecha, aunque primitiva, que Demelza ya conocía; hubiera podido aprender además a hilar y tejer, y a retorcer y empapar mechas para las candelas. Pero todo eso excedía el concepto de Prudie acerca de las tareas domésticas. Cuando el trabajo era inevitable, lo aceptaba, pero cualquier excusa era buena para sentarse, quitarse las pantuflas y beber una taza de té. De modo que poco después de la comida, Demelza se deslizó en la biblioteca.

Y esa tarde, absolutamente por casualidad, realizó el principal de sus descubrimientos. En el mismo instante en que se iniciaba el prematuro atardecer, descubrió que uno de los grandes arcones no estaba en realidad cerrado con llave, y solo estaba asegurado con un cierre. Alzó la tapa y encontró el interior lleno de ropa. Había vestidos y pañuelos, sombreros tricornes, guantes forrados de piel, una peluca y medias rojas y azules, y un par de pantuflas verdes de encaje para dama con tacos azules. Había también un pañuelo de muselina y una pluma de avestruz. Halló además una botella con líquido que olía a gin, la única bebida alcohólica que ella conocía, y otra medio llena de perfume.

Aunque ya se había quedado más tiempo que de costumbre, no podía decidirse a salir, y continuaba revolviendo los terciopelos, los encajes y las sedas, acariciándolos y sacudiendo los restos de lavanda seca. No podía dejar las chinelas de encaje y tacos azules, eran demasiado exquisitos para ser reales. Olió la pluma de avestruz y la apretó contra su mejilla. Después, se la puso alrededor del cuello y se probó un sombrero de piel y bailoteó sobre las puntas de los dedos e hizo reverencias, fingiendo ser una gran dama, con Garrick, que arrastrándose trataba de acercarse a sus talones.

Caía la noche y ella vivía en un sueño, hasta que despertó y advirtió que ya no podía ver y que estaba sola en la oscuridad, y que soplaba un viento frío y la lluvia se filtraba a través de las persianas.

Atemorizada, corrió hacia el arcón, metió todo lo que pudo encontrar y se deslizó a través del gran dormitorio, y de allí pasó a la cocina.

Prudie había tenido que encender las velas, y dirigió a Demelza un discurso malhumorado; pero la chica, que no tenía muchos deseos de acostarse, hábilmente esquivó la reprimenda hasta que el discurso se convirtió en una continuación de la historia de la vida de Prudie. De modo que hacía pocos minutos que Demelza había subido a su cuarto, y aún no dormía, cuando Jim Carter y Nick Vigus aparecieron para decir que había una nave en dificultades. Cuando Ross, que había interrumpido la lectura de su libro, se preparó para acompañarlos, descubrió que Demelza, con un pañuelo sobre la cabeza y dos viejas chaquetas sobre los hombros, lo esperaba para pedirle que le permitiera ir.

—Sería mejor que te acostaras —dijo Ross—. Pero si quieres mojarte, date el gusto.

Partieron hacia la playa, y Jud llevaba una fuerte cuerda por si se presentaba la oportunidad de prestar socorro.

La noche era tan oscura que no se veía nada. Tan pronto salieron del resguardo de la casa, el viento comenzó a asestarles golpes en una sucesión casi ininterrumpida. Trataron de contrarrestarlo avanzando paso a paso. Uno de los fanales se apagó, el otro tembló y parpadeó, emitiendo un hilo de luz que los acompañaba brincando, e iluminaba apenas las botas que chapoteaban en el pasto mojado. Varias veces el viento sopló con tal fuerza que todos interrumpieron la marcha, y Demelza, que pugnaba en silencio junto al grupo, tuvo que aferrarse del brazo de Jim Carter para no perder terreno.

Cuando estaban acercándose al arrecife se reanudó la lluvia, los empapó en pocos segundos y se descargó sobre la boca y los ojos de todos. Tuvieron que volver la espalda y acurrucarse detrás de un seto hasta que escampó.

Había gente sobre el borde del arrecife. Las linternas centelleaban aquí y allá como luciérnagas. Descendieron por un estrecho sendero hasta que llegaron a un grupo de gente instalado sobre una ancha cornisa. Todos miraban hacia el mar.

Antes de que hubieran podido ver mucho, apareció una figura que subió por el sendero que llegaba a la playa, y que emergió de la oscuridad como un demonio que sale de un pozo. Era Pally Rogers de Sawle, desnudo, el cuerpo hirsuto y la barba cuadrada chorreando agua.

—Es inútil —gritó—. Hace apenas quince minutos que… —El viento borró su voz—. Si estuvieran más lejos podríamos arrojarles una cuerda. —Comenzó a ponerse los pantalones.

—¿Intentaron llegar a ellos? —gritó Ross.

—Tres de los nuestros quisieron nadar. Pero el Señor no nos ayudó. No durará mucho. Se tumbó de costado y hace agua. Al amanecer no quedará nada.

—¿Algún tripulante llegó a la playa?

—Dos. Pero el Señor se llevó sus almas. Y habrá cinco más antes de que salga el sol.

Nick Vigus estaba entre ellos, y un movimiento de la linterna reveló un rostro sonrosado y brillante, con su inocencia desdentada y picada de viruelas.

—¿Qué carga trae?

—Ninguna para ti, porque es contra la ley. —Pally Rogers se exprimió el agua de la barba y frunció el ceño—. Dicen que papel y lana de Padstow.

Ross se apartó del grupo, y acompañado de Jud descendió entre las rocas. Cuando ya estaba cerca de la playa advirtió que Demelza los había seguido.

Aquí estaban protegidos del viento, pero con pocos segundos de intervalo las olas rompían sobre la defensa de rocas y los rociaban de espuma. La marea estaba subiendo. Debajo, sobre los últimos metros cuadrados de arena, había un racimo de linternas donde los hombres todavía esperaban que el mar se calmara un poco para arriesgar la vida y llegar nadando al barco naufragado. Desde allí podía distinguirse una masa oscura que podía haber sido una roca; pero ellos sabían que no era tal. No había luces a bordo, ni signos de vida.

Ross perdió pie sobre el sendero resbaladizo, y Jim Carter le aferró el brazo.

Ross se lo agradeció.

—Aquí no hay nada que hacer —murmuró.

—¿Cómo dice, señor?

—No hay nada que hacer aquí.

—No, señor, creo que regresaré. Tal vez Jinny está poniéndose nerviosa.

—Ahí viene otro —gritó muy cerca una vieja—. Miren, flotando como un corcho, primero la cabeza y después los pies. ¡Vaya con lo que nos encontraremos por la mañana! ¡Buena resaca tendremos!

Como un enjambre de insectos, una lluvia de espuma cayó sobre el grupo.

—Llévate contigo a la muchacha —dijo Ross.

Demelza abrió la boca para protestar, pero llegó un golpe de viento y espuma y le quitó el aliento.

Ross los miró mientras subían hasta que desaparecieron de la vista, y luego bajó a reunirse con el pequeño grupo con linternas sobre la arena.