Capítulo 16

Charles tuvo la desconsideración de no recuperar el sentido a tiempo para satisfacer a los invitados al bautismo. Cuando Ross salió de la casa extrañamente tranquila, su última visión fue la figura de la tía Agatha que seguía acunando al bebé, con un delgado hilo de saliva que le corría por una de las arrugas del mentón, mientras murmuraba:

—Sí, seguro que es un presagio. Me gustaría saber qué ocurrirá.

Sin embargo, en el camino de regreso a su casa Ross no pensaba en la enfermedad de Charles o en el futuro de Geoffrey Charles…

En Nampara habían estado preparándose para el invierno, y con ese fin habían cortado algunas ramas de olmo, que después utilizarían como astillas. Habían decidido talar uno solo de los árboles; sus raíces, que se hundían en el suelo blando al lado del río, no estaban firmes después de los vendavales de otoño. Jud Paynter y Jack Cobbledick habían atado una cuerda a una de las ramas más altas, y estaban cortando el tronco con una sierra de dos mangos. Después de trabajar algunos minutos se apartaban y tiraban de la cuerda, para comprobar si el tronco caía. El resto de la casa había salido a mirar en la media luz del atardecer. Demelza corría de un lado para otro tratando de ayudar, y Prudie, con sus brazos musculosos cruzados como las nudosas raíces del árbol, estaba de pie cerca del puente, ofreciendo consejos que nadie solicitaba.

Prudie se volvió y, mirando a Ross, frunció el ceño espeso.

—Yo guardaré a la yegua. Y cómo estuvo el bautizo, ¿eh? ¿Bebieron mucho? Y el mocoso, Dios me asista, se parece al señor Francis, ¿no?

—Bastante. ¿Qué le pasa a Demelza?

—Uno de sus caprichos. Ya le dije a Jud que esa chica se meterá en líos por sus caprichos. Está así desde que se marchó el padre.

—¿El padre? ¿Qué vino a hacer aquí?

—Apareció apenas media hora después que usted se fue. Esta vez vino solo, y con los pantalones del domingo. «Quiero ver a mi hija», dijo, tranquilo como un oso viejo; y ella salió de la casa corriendo para hablarle.

—¿Y bien?

—Tienen que tirar del árbol desde el otro lado —aconsejó Prudie con voz resonante—. No caerá porque le den unos tironcitos.

La respuesta de Jud felizmente se disipó en el viento. Ross se acercó lentamente a los hombres, y Demelza vino corriendo a recibirlo, con el brinco ocasional que daba al mismo tiempo que corría cuando estaba excitada.

De modo que la ausencia había curado las heridas, y al fin el padre y la hija se reconciliaban. Sin duda, la chica deseaba volver, y en ese caso, la murmuración tonta y maliciosa no tendría asidero.

—No caerá —dijo Demelza, volviéndose cuando llegó adonde estaba Ross, y recogiéndose el mechón de cabellos para mirar el árbol—. Es más fuerte de lo que creímos.

Rumores tontos y maliciosos. Rumores sucios, perversos e injustificados. Hubiera podido retorcer el absurdo cuello de Polly Choake.

No había conseguido a Elizabeth, pero aún no había caído tan bajo que se dedicara a seducir a su propia criada. Nada menos que Demelza, la rústica moza cuyo cuerpecito sucio y flacucho él había rociado con agua fría el día que la trajo —un episodio del cual, según le parecía, no lo separaban tantos meses—. Después, la chica había crecido. Quizá las murmuraciones del distrito no admitían la posibilidad de que el hijo de Joshua viviese la vida de un célibe. Algunas mujeres tenían una cloaca en lugar de cerebro, y si no había mal olor necesitaban crearlo.

Demelza se movió y lo miró inquieta, como si hubiera advertido que él la escudriñaba. A Ross ella le recordaba una becerra inquieta, con sus patas largas y los ojos desviados. Cuando estaba de ánimo caprichoso, como decía Prudie, era imposible prever lo que haría un momento después.

—Tu padre vino a verte —dijo Ross. El rostro de Demelza se iluminó.

—¡Sí! Me arreglé con él. ¡Y eso me hace muy feliz! —Su expresión cambió, y trató de leer el pensamiento de Ross—. ¿Hice mal?

—Claro que no. ¿Cuándo quiere que vuelvas?

—Si hubiese querido eso, yo no habría podido reconciliarme, ¿no? —Se rio complacida, con una risa contagiosa y burbujeante—. No quiere que vuelva, porque volvió a casarse. ¡El lunes pasado volvió a casarse! Así que ahora quiere ser amigo, y yo no necesito pensar todas las noches qué está haciendo el hermano Luke y si el hermano Jack me extraña. La viuda Chegwidden lo cuidará mejor que yo. La viuda Chegwidden es metodista, y cuidará muy bien de todos.

—Oh. —De modo que, en definitiva, no se vería libre de su pupila.

—Creo que quiere reformar a mi padre. Ella piensa que puede obligarlo a dejar la bebida. Creo que en eso se equivoca.

Después de aserrar algunos minutos, los dos hombres se acercaron solemnemente al extremo de la cuerda y comenzaron a tirar. Ross se unió a ellos y sumó su fuerza. Lo complacía la lealtad que le demostraba la chica, y también le agradaba el placer que ella sentía. En su fuero íntimo, un espíritu maligno se alegraba porque veía cerrado el camino fácil para acallar las lenguas viperinas. ¡Qué todos hablasen hasta que se les gastase la lengua!

Pero estaba seguro de que Elizabeth no podía creer semejante historia. Debía aclarar todo el asunto con Elizabeth.

Dio un tirón más fuerte a la cuerda, y esta se cortó donde la habían atado a una rama del árbol. Cayó sentado al mismo tiempo que los dos hombres. Garrick, que se había dedicado por su cuenta a cazar un conejo y se había perdido el espectáculo, llegó corriendo desde el valle y se arrojó sobre los tres hombres, y lamió la cara de Jud mientras este se arrodillaba.

—¡Maldito sea ese perro infernal! —dijo Jud, y escupió en el suelo.

—Es una cuerda de mala calidad —dijo Ross—. ¿Dónde la encontraste?

—En la biblioteca…

—Estaba deshilachada en un extremo —dijo Demelza—. El resto está bien.

Recogió la cuerda y como un gato juguetón comenzó a trepar el árbol.

—¡Vuelve! —dijo Ross.

—Ella la ató la primera vez —dijo Jud, al mismo tiempo que trataba de alcanzar a Garrick con un puntapié.

—No tiene que hacerlo. Pero ahora… —Ross se acercó—. ¡Demelza! ¡Baja!

Esta vez ella lo oyó, y suspendió el ascenso para espiar entre las ramas.

—¿Qué pasa? Ya casi he llegado.

—Entonces, átala en seguida y baja.

—La ataré a la rama siguiente. —Levantó el pie y subió varios centímetros.

—¡Baja!

Se oyó un crujido ominoso.

—¡Cuidado! —gritó Jud.

Demelza se detuvo y miró hacia abajo, parecida más que nunca a un gato que comprueba que está mal apoyado. Emitió un grito cuando el árbol comenzó a caer. Ross se apartó del camino.

El árbol cayó con un ruido prolongado, igual al desplome de una carga de tejas. Durante unos instantes el ruido dominó todo, y un momento después se hizo el silencio total. Ross corrió hacia delante, pero no pudo llegar muy cerca a causa de las ramas más largas. En medio de la fronda apareció bruscamente Demelza, abriéndose paso con movimientos lentos entre las ramas. Prudie vino con su andar ruidoso desde los establos, gritando:

—¡Mis plantas! ¡Mis plantas!

Jack Cobbledick llegó primero hasta la chica, pero tuvieron que cortar algunas ramas para desprenderle las ropas. Salió gateando y riendo. Tenía las manos arañadas y le sangraban las rodillas, la pantorrilla de una pierna estaba surcada de raspaduras, pero por lo demás no había sufrido daño.

Ross la miró con severidad.

—En el futuro harás lo que te diga. Aquí no quiero que nadie se rompa una pierna.

La risa de Demelza se esfumó ante la mirada de Ross.

—No. —Se lamió la sangre de una mano, y luego examinó su propio vestido—. Dios mío, me rompí el vestido. —Dobló el cuello en un ángulo imposible, para ver la espalda.

—Llévate a la niña y atiende sus heridas —dijo Ross a Prudie—. Esta chica es imposible.

II

En la casa Trenwith el día tocaba a su fin. Cuando al fin se retiraron los invitados que no pensaban pasar la noche en la casa, una suerte de chatura y de letargia se difundió por toda la residencia. Gracias a la falta de viento y a las brasas resplandecientes del gran fuego de leños, reinaba en el salón una atmósfera desusadamente grata, y en cinco sillones bien acolchados, de respaldo alto, se habían instalado los parientes, formando un semicírculo y bebiendo oporto.

Arriba, en el gran lecho rodeado de cortinas, Charles Poldark, que llegaba al fin de su vida activa, emitía jadeos breves y ansiosos, para absorber el aire viciado que era todo lo que la ciencia médica le permitía. En otro cuarto, a cierta distancia sobre el corredor que miraba hacia el oeste, Geoffrey Charles, que iniciaba su vida activa, estaba tomando el alimento que su madre podía ofrecerle, y que aún no había podido ser manipulado ni modificado por la ciencia médica.

Durante el mes anterior Elizabeth había conocido toda clase de sensaciones nuevas. El nacimiento de su hijo había sido la experiencia suprema de su vida, y ahora, mientras contemplaba la coronilla de la cabeza pálida y cubierta de vello de Geoffrey Charles, tan próxima a su propia piel blanca, la dominaba un inquietante sentimiento de orgullo, de poder y realización. Al nacer su hijo, la existencia de Elizabeth cambió; había aceptado, había incorporado a su propio ser una misión maternal vitalicia, una orgullosa y absorbente tarea, al lado de la cual las obligaciones corrientes parecían carecer de importancia.

Después de un prolongado período de acentuada debilidad, de pronto Elizabeth había comenzado a reaccionar, y durante la última semana se había sentido mejor que nunca. Pero también se sentía desganada, indolente, feliz porque podía descansar un poco más y pensar en su hijo, y mirarlo, y dejarlo dormir apoyado en su brazo. Le había inquietado mucho saber que cuando se quedaba en la cama descargaba más responsabilidades sobre Verity; pero aún no lograba decidirse a romper el encantamiento de la invalidez, y a trabajar como antes. No podía soportar la idea de separarse de su hijo.

Esa tarde Elizabeth yacía en el lecho y escuchaba el ruido de los movimientos en la vieja casa. Durante su enfermedad, con su oído muy aguzado, había llegado a identificar todos los ruidos; cada puerta tenía un sonido distinto cuando se la abría: el crujido agudo y grave de los goznes sin aceitar, el chasquido y el raspado de los diferentes cerrojos, la tabla floja aquí y el rincón sin alfombras allá, de modo que ella podía seguir los movimientos de todos en el sector oeste de la casa.

La señora Tabb le trajo la cena —una rebanada de pechuga de capón, un huevo cocido a fuego lento y un vaso de leche tibia—, y alrededor de las nueve Verity entró y se sentó unos diez minutos. Elizabeth pensó que Verity había reaccionado muy bien después de su desilusión. Parecía un poco más serena, un tanto más atenta a la vida de la casa. Tenía un carácter maravillosamente firme y seguro. Elizabeth le estaba agradecida por su coraje. Le parecía, aunque en eso se equivocaba de medio a medio, que ella misma poseía muy escaso valor, y admiraba esa cualidad en Verity.

Verity le explicó que su padre había abierto los ojos una o dos veces, y que habían logrado que tragase un sorbo de brandy. Parecía no reconocer a nadie, pero dormía más tranquilo, y ella tenía esperanza. Pensaba sentarse al lado de la cama, por si él necesitaba algo. Sin duda podría dormitar un poco en el sillón.

A las diez, la señora Chynoweth subió e insistió en dar las buenas noches a su hija. Habló del pobre Charles con voz tan firme que despertó a su nieto; después, continuó hablando mientras se alimentaba al niño, algo que Elizabeth odiaba. Pero al fin se marchó y el pequeño volvió a dormirse, y Elizabeth estiró las piernas en la cama, y escuchó feliz los movimientos de Francis en la habitación contigua. Poco después vendría a despedirse, y luego comenzaría un largo período de oscuridad y paz, hasta la mañana siguiente.

Francis entró, caminando con cuidado exagerado y deteniéndose un momento para espiar al niño que dormía; después, se sentó en el borde de la cama y tomó la mano de Elizabeth.

—Mi pobre esposa, a quien descuido, como de costumbre —dijo—. Tu padre estuvo hablando varias horas sin descanso, y criticando a Fox y Sheridan, mientras tú estabas aquí y te perdías los placeres de la conversación.

En su ironía había cierto grado de sentimiento auténtico —lo había irritado un poco que ella hubiera ido a acostarse tan temprano— pero al verla su fastidio se disipó, y volvió a imponerse su amor.

Durante unos minutos conversaron en voz baja, y después él se inclinó hacia delante para besarla. Ella le ofreció los labios sin pensarlo, y solo cuando él la abrazó, comprendió que esa noche no bastaba el saludo breve y amistoso.

Después de un minuto Francis volvió a sentarse, y le dirigió una sonrisa un tanto desconcertada.

—¿Ocurre algo?

Ella esbozó un gesto en dirección a la cuna.

—Francis, seguramente lo despertarás.

—Oh, acaba de comer. Cuando está satisfecho duerme profundamente. Tú misma lo dijiste.

Elizabeth dijo:

—¿Cómo está tu padre? ¿Mejoró algo? Es difícil explicarlo pero no creo que…

Francis se encogió de hombros, porque sentía que ella lo había colocado en una situación de culpabilidad. No le alegraba el ataque sufrido por su padre; no se mostraba indiferente al resultado, pero se trataba de un asunto completamente distinto. Las dos cosas existían simultáneamente. Hoy él la había bajado en brazos, complacido al sentir su peso, y lamentando que ella no fuera más pesada, pero feliz de sentir la firmeza del cuerpo bajo la aparente fragilidad. A partir de ese momento, el aroma del cuerpo de Elizabeth parecía habérsele pegado a la nariz. Aunque fingía que se ocupaba de los invitados, en realidad él no había tenido ojos para nadie más.

Elizabeth dijo:

—Esta noche no me siento bien. La enfermedad de tu padre me ha conmovido mucho.

Él luchó con sus sentimientos, tratando de mostrarse razonable. Como todos los hombres orgullosos, detestaba que lo desairasen así. Se sentía como un escolar lascivo.

—¿Llegará el día —preguntó— en que vuelvas a sentirte bien?

—Francis, eso no es justo. No tengo la culpa de no ser muy fuerte.

—Tampoco yo la tengo. —El recuerdo de la abstención que había tenido que soportar durante esos meses se le manifestó con vívidos perfiles. Eso y otras cosas—. Vi que no te mostrabas contrariada ni débil con Ross esta tarde.

Los ojos de Elizabeth centellearon indignados. Desde el comienzo mismo, las cosas que Ross le dijera le habían parecido excusables y justificadas. Había dejado de verlo, y lo compadecía; durante los meses del embarazo había pensado mucho en Ross, en su soledad, en sus ojos claros y el rostro áspero y tajeado. Como todos los seres humanos, no podía abstenerse de comparar ociosamente lo que tenía con lo que podía haber tenido.

—Por favor, no lo mezcles con esto —dijo.

—¿Por qué no? —replicó Francis—. Puesto que tú lo haces…

—¿Qué quieres decir? Ross nada significa para mí.

—Quizás estás comenzando a lamentarlo.

—Francis, debes estar borracho si me hablas así.

—Mira el escándalo que hiciste al verlo esta tarde. «Ross, siéntate aquí, a mi lado». «Ross, ¿te parece bonito mi bebé?». «Ross, prueba esta torta». Dios mío, cuánta agitación.

Elizabeth dijo, casi demasiado irritada para hablar:

—Eres absolutamente infantil.

Francis se puso de pie.

—Estoy seguro de que Ross no sería infantil.

Ella dijo, tratando de herirlo intencionadamente:

—No, estoy segura de que no lo sería.

Se miraron hostiles.

—Bien, ahora te muestras bastante franca, ¿verdad? —dijo, y se apartó de ella.

Francis entró bruscamente en su propio cuarto, y cerró la puerta con un fuerte golpe, sin consideración por el enfermo o por el niño que dormía. Después, alcanzó a desvestirse, dejó caer la ropa sobre el suelo y se metió en la cama.

Durante una hora o más permaneció con la cabeza apoyada en las manos, los ojos abiertos; y finalmente se durmió. Ardía de decepción y celos. El amor y el deseo se le habían convertido en amargura, aridez y desolación.

Nadie podía decirle que se equivocaba cuando sentía celos de Ross. Nadie podía explicarle que poco antes había aparecido otro rival más poderoso. Nadie podía prevenirlo acerca de Geoffrey Charles.