Ese verano no se iniciaron los trabajos en Wheal Leisure.
Después de algunas vacilaciones, Ross invitó a Francis a unírsele en la empresa. Francis rehusó con cierta brusquedad; pero un factor más imponderable paralizó el proyecto. El precio del cobre en el mercado abierto descendió a 80 libras esterlinas la tonelada. Iniciar una nueva explotación en condiciones tales era buscar el fracaso.
Francis se recuperó prontamente de su herida en el cuello, pero el papel representado por Ross en el asunto amoroso de Verity continuaba irritando tanto al joven como a su padre. Se rumoreaba que Poldark y su joven esposa habían estado gastando de un modo extravagante, y ahora que Elizabeth no salía mucho, Francis iba a todas partes con George Warleggan.
Ross veía poco a Verity, porque durante el resto del verano la joven apenas salió de Trenwith. Escribió a la señora Teague disculpándose por su ausencia, «imputable a circunstancias imprevistas e inevitables». No podía decir mucho más. No recibió respuesta. Después supo que la «pequeña reunión» era la fiesta de cumpleaños de Ruth, de la cual estaba destinado a ser el huésped de honor. Pero entonces ya era demasiado tarde para disculparse, y el daño estaba hecho.
Después que se postergó la iniciación de los trabajos de la Wheal Leisure, Jim Carter dejó su empleo. No era el tipo de joven de quien pudiera pretenderse que continuase trabajando como peón de campo toda su vida, y Grambler lo reclamaba.
Se presentó ante Ross una tarde de agosto, después que habían pasado todo el día segando un campo de cebada, y explicó que Jinny no podría trabajar en Grambler después de Navidad —por lo menos así sería durante un tiempo—, y ambos no podían prescindir de los ingresos de la joven. De modo que, como se sentía mejor que nunca, había decidido encargarse de una veta en la mina, a una profundidad de cuarenta brazas.
—Lamento mucho tener que marcharme, señor —dijo—. Pero es una buena veta. Lo sé. Con suerte podré ganar treinta o treinta y cinco chelines mensuales, y eso es lo que necesitamos.
Si nos permite continuar en el cottage, con mucho gusto le pagaremos alquiler.
—Lo harás —dijo Ross— cuando yo crea que estás en condiciones de afrontarlo. No te muestres tan generoso con tu dinero mientras no lo tengas en la mano.
—No, señor —dijo Jim, confundido—. No es precisamente eso…
—Lo sé, muchacho; no soy ciego. A propósito, tampoco soy sordo. Oí decir que la otra noche fuiste a cazar un venado con Nick Vigus.
Jim enrojeció. Balbuceó y pareció dispuesto a negarlo, y después dijo bruscamente:
—Sí.
—Es un pasatiempo peligroso —dijo Ross—. ¿Dónde anduvisteis?
—En las tierras de Treneglos.
Ross contuvo una sonrisa. En verdad estaba formulando una advertencia muy grave, y no tenía el menor deseo de que su efecto se debilitara.
—Jim, apártate de Nick Vigus. Sin que tú mismo lo adviertas te meterá en problemas.
—Sí, señor.
—¿Qué dice Jinny?
—Lo mismo que usted, señor… Prometí que no volvería a eso.
—En ese caso, cumple tu palabra.
—Lo hice por ella. Pensé que algo sabroso…
—¿Cómo está?
—Bien, señor, gracias. Los dos nos sentimos tan felices que no quise… en fin, es un modo de hablar… que no quise que hubiera un tercero. Bueno, también por eso Jinny se siente feliz. No es ella quien teme.
II
Sutiles cambios sobrevenían constantemente en la relación de Demelza Carne y el resto de los habitantes de Nampara. Como su mente había dejado atrás a los Paynter, comenzó a buscar información en otras fuentes, y esa actitud estrechó su vínculo con Ross, que sentía cierto placer en ayudarla. Aunque no se permitía tales expansiones, muchas veces sentía deseos de reírse de las observaciones de la joven.
A fines de agosto, durante la semana en que estaban preparándose las gavillas de las mieses, Prudie resbaló y se lastimó la pierna, de modo que tuvo que guardar cama.
Durante cuatro días Demelza desarrolló una prodigiosa actividad en la casa, y aunque Ross no estaba allí para ver lo que ella hacía, la comida del mediodía siempre se servía a su hora, y la comida de la noche, más importante que la primera, siempre los esperaba cuando retornaban fatigados al hogar. Cuando Prudie se levantó, Demelza no se aferró a la autoridad conquistada recientemente, pero la relación entre ambas nunca volvió a ser la que existe entre un ama de llaves y una doncella de la cocina. El único comentario acerca del cambio provino de Jud, que dijo a su esposa que estaba poniéndose tan sentimental como una yegua vieja.
Ross no hizo comentarios a Demelza acerca de los esfuerzos que ella había realizado durante esos cuatro días, pero la vez siguiente que fue a Truro le compró una de las capas color escarlata que estaban muy de moda en las aldeas mineras de Cornwall occidental. Cuando ella vio la prenda se quedó muda —un síntoma poco usual— y la llevó a su dormitorio para probársela. Más tarde, él la sorprendió mirándolo de modo peculiar; era como si la chica sintiera que era justo y propio que ella conociese los gustos y las necesidades de Ross —para eso estaba allí; pero que él supiese lo que ella deseaba no era cosa natural.
Ross reemplazó a Jim por un hombre mayor llamado Jack Cobbledick. Era un individuo sombrío, de pensamiento y hablar lentos, los bigotes canosos con las guías caídas, entre las cuales metía todo su alimento; y un andar tardo y pesado, como si mentalmente siempre estuviera caminando entre altos pastos. Demelza estuvo varias veces al borde de graves dificultades, después de atravesar el patio alzando sus propias piernas largas que imitaban el andar del nuevo peón.
En septiembre, cuando culminaba la temporada de la sardina, Ross cabalgaba de tanto en tanto hasta Sawle para presenciar la llegada del pescado, o para comprar medio tonel destinado a la salazón, si la calidad era buena. En esta actividad comprobó que, con su experiencia de atender las necesidades de una familia numerosa y pobre, Demelza sabía juzgar mejor que él mismo, de modo que a veces la chica cabalgaba detrás de Ross, en el mismo caballo, o iba caminando con media hora de anticipación. A veces Jud hacía el trayecto con un par de bueyes uncidos a una carreta destartalada, y por media guinea compraba una carga de pescado roto y deteriorado, que se utilizaba después como abono.
Desde la iglesia de Sawle se descendía por el camino de Stippy-Stappy, y al final había un puente estrecho e irregular, y un cuadrado verde circundado por establos y cottages era el núcleo de la aldea de Sawle. Desde aquí había pocos metros hasta la alta barra de piedra y la caleta poco profunda de la bahía.
Inmediatamente después de la barra se levantaban dos cobertizos destinados al empacado de la pesca, y en ambas construcciones se centraba la industria estival de la aldea. Aquí se seleccionaba el pescado, y se guardaba en sótanos más o menos durante un mes, hasta que perdían el aceite y la sangre, de modo que podían prepararse las conservas, exportadas en toneles al Mediterráneo.
III
El hijo de Elizabeth nació a fines de octubre. Fue un parto difícil y prolongado, pero ella soportó bien el esfuerzo y se habría recuperado con mayor rapidez si el doctor Choake no hubiese decidido sangrarla al día siguiente. El resultado fue que pasó veinticuatro horas desmayándose, lo cual alarmó a todos; y de ese trance pudo salir únicamente gracias a buen número de plumas que quemaron bajo su nariz para revivirla.
Charles estaba encantado ante el nacimiento, y la noticia de que era varón lo arrancó de su estupor posprandial.
—¡Espléndido! —dijo a Francis—. Bien hecho, muchacho. Estoy orgulloso de ti. De modo que tenemos un nieto, ¿eh? Condenación, exactamente lo que deseaba.
—Tienes que agradecérselo a Elizabeth, no a mí —dijo Francis con voz tenue.
—¿Eh? Bien, supongo que hiciste tu parte, ¿no? —Charles se estremeció de risa contenida—. No importa, muchacho, estoy orgulloso de ambos. No pensé que ya lo llevaba en su cuerpo.
¿Cómo llamarán al mocoso?
—Aún no lo hemos decidido —dijo Francis con expresión hosca.
Charles arrancó del sillón su cuerpo corpulento, y avanzó balanceándose hasta el vestíbulo, para examinar la galería de cuadros.
—Bien, en la familia tenemos una excelente colección de nombres, sin necesidad de ir muy lejos. Veamos, hay un Robert, y Claude… y Vivian… y Henry. Y dos o tres Charles. ¿Qué te parece Charles, muchacho?
—Elizabeth será quien decida.
—Sí, sí, ella se ocupará de eso, así lo espero. De todos modos, confío en que no elegirá Jonathan. Un nombre infernalmente estúpido. ¿Dónde está Verity?
—Ahora está arriba, ayudando.
—Bien, avísame cuando el mocoso esté en condiciones de recibir a su abuelo. Un varón, ¿eh? Bien por los dos.
La debilidad de Elizabeth demoró el bautizo hasta principios de diciembre, y entonces se realizó con más discreción que lo que Charles hubiera deseado. Asistieron solamente dieciocho personas, incluida la familia inmediata.
Dorothy Johns, la esposa del primo William-Alfred, se había visto sorprendida entre dos embarazos, y esta vez lo acompañaba. Era una mujercita encogida y pulcra, de cuarenta años, con una sonrisa reservada y un tanto ácida, e inhibiciones que aún no se manifestaban en esa época tan expresiva. Jamás usaba la palabra intestinos ni siquiera en la conversación privada, y había temas que no mencionaba en absoluto, una actitud que asombraba a la mayoría de sus amigas. Los dos últimos embarazos la habían afectado profundamente, y Ross pensó que se la veía tensa y arrugada. ¿Quizás Elizabeth llegaría a tener el mismo aspecto? Sin embargo, el primer hijo incluso parecía haber mejorado su apariencia.
Yacía sobre el diván adonde la había llevado Francis. Ardía un gran fuego de leños, y las llamas se elevaban y lamían la chimenea como sabuesos encadenados. La amplia habitación estaba tibia, y las miradas de la gente reflejaban la luz del fuego; afuera, el día grisáceo y frío formaba una leve niebla sobre las ventanas. Había flores en la habitación, y Elizabeth yacía entre ellas como un lirio, mientras todos se movían alrededor. Su piel fina y clara tenía un tono cerúleo en los brazos y el cuello, pero las mejillas mostraban un color más intenso que de costumbre. Era el florecimiento de invernadero del lirio.
El niño fue llamado Geoffrey Charles. Era un montoncito de seda azul y encaje, con una cabecita redonda y esponjosa, ojos de color azul oscuro y las encías de la tía Agatha. Durante el bautizo no protestó, y después fue devuelto a su madre, sin una queja. Todos concordaron en que era un bebé modelo.
Durante la comida que se sirvió después, Charles y el señor Chynoweth hablaron de las riñas de gallos, y la señora Choake comentó, con quien se mostró dispuesto a escucharla, los rumores más recientes acerca del príncipe de Gales. Todo el país sabía que estaba tan aturdido por la negativa de la señora Fitzherbert a ser su amante que una mañana de ese mismo mes había intentado cortarse el cuello con una navaja. En medio del mayor secreto, la señora Fitzherbert había sido convocada inmediatamente a Carlton House; pero lo que allí había ocurrido a lo sumo era tema de conjeturas.
La señora Chynoweth charlaba con George Warleggan, y monopolizaba su atención, con gran fastidio de Paciencia Teague. La tía Agatha mordisqueaba migajas y hacía todo lo posible para oír lo que la señora Chynoweth decía. Verity permanecía en silencio, los ojos fijos en la mesa. El doctor Choake fruncía el ceño, y en esa actitud explicaba a Ross algunos de los cargos que debían formularse contra Hastings, el gobernador general de Bengala. Ruth Teague, en una molesta proximidad de Ross, trataba de conversar con su madre como si él no hubiera existido.
Ross estaba levemente divertido ante la actitud de Ruth, pero se sentía un poco desconcertado ante la reserva que le demostraban una o dos de las restantes damas —Dorothy Johns, la señora Chynoweth y la señora Choake—. No había hecho nada que pudiera ofenderlas. Elizabeth se esforzaba todo lo posible para mostrarse amable.
Luego, en mitad de la comida, Charles se puso de pie laboriosamente y propuso un brindis por su nieto, habló algunos minutos jadeando como un bulldog, y después se golpeó el pecho y exclamó impaciente:
—El aire, el aire —y se deslizó y cayó al piso.
Con torpes cuidados, consiguieron levantar la montaña de carne, lo sentaron primero en una silla y después lo llevaron paso a paso al dormitorio del piso superior: Ross, Francis, George Warleggan y el doctor Choake.
Acostado en el macizo lecho de cuatro postes, con sus pesadas colgaduras pardas, pareció que respiraba mejor, pero no se movía ni hablaba. Verity, arrancada de su letargo, iba presurosa de un lado para otro cumpliendo las indicaciones del médico. Choake lo sangró, lo auscultó y después de enderezarse se rascó la calvicie de su propia coronilla, como si el gesto hubiera podido ser útil.
—Hum… sí —dijo—. Creo que ahora estará mejor. El corazón. Debemos estar perfectamente quietos y abrigados. Las ventanas cerradas, y las cortinas de la cama corridas, de modo que no haya peligro de enfriamiento. Aunque es tan grande que podemos esperar que salga bien.
Cuando Ross volvió al grupo silencioso que esperaba abajo, advirtió que todos se disponían a esperar. Era descortés retirarse mientras el médico no formulase una opinión más definida. Elizabeth estaba muy conmovida, dijo alguien, y había pedido que se la excusara.
La tía Agatha movía suavemente la cuna, y se tironeaba los pelos blancos del mentón.
—Un mal presagio —dijo—. El día del bautizo del pequeño Charles, el gran Charles cae así. Como un olmo golpeado por el rayo. Ojalá no traiga otras consecuencias.
Ross pasó al gran salón. Estaba desierto, y él se acercó a la ventana. El día nublado se había ensombrecido y aborrascado todavía más, y había gotas de lluvia sobre el vidrio.
Cambio y decadencia. ¿Quizá Charles se preparaba para seguir tan pronto el camino de Joshua? Hacía tiempo que su salud se deterioraba, que su piel cobraba un tono más púrpura, y que lo abandonaban las fuerzas. La vieja Agatha y sus presagios. ¿Cómo afectaría todo eso a Verity? A decir verdad, en muy escasa medida, si se exceptuaba el duelo. Francis sería el amo de la casa y de toda la tierra. Quedaría en libertad de acompañar las andanzas de Warleggan, si así se le antojaba. Quizá la responsabilidad lo serenara.
Ross salió del salón y pasó a la habitación siguiente, la biblioteca, un lugar pequeño y oscuro, que olía a moho y polvo. Charles no leía más que su hermano; el padre de ambos, Claude Henry, era quien había coleccionado la mayoría de los libros.
Ross paseó los ojos sobre los estantes. Oyó a alguien que entraba hablando en el salón, pero no prestó mucha atención, porque había encontrado una nueva edición de la obra Justicia de Paz del doctor Burns. Estaba revisando el capítulo acerca de la locura, cuando atrajo su atención la voz de la señora Teague, que llegaba a través de la puerta abierta.
—Y bien, querida niña, ¿qué podía esperarse? De tal padre, tal hijo, yo siempre lo digo.
—Mi querida señora —ahora era la voz de Polly Choake—, ¡las cosas que uno oye del viejo Joshua! Sumamente cómicas. Ojalá yo hubiera vivido aquí en esa época.
—Un caballero —dijo la señora Teague— sabe dónde está el límite. Si se trata de una dama de su propia clase sus intenciones deben ser rigurosamente honorables. Su actitud hacia una mujer de clase inferior es distinta. Después de todo, los hombres son hombres. Sé que es muy desagradable; pero si las cosas se hacen bien y se provee a las necesidades de la moza, a nadie perjudica. Joshua nunca hacía esa diferencia. Por eso yo lo desaprobaba; y por eso todo el condado lo desaprobaba, y siempre estaba peleando con padres y maridos.
Sus afectos eran excesivamente desordenados.
Polly emitió una risita.
—¡Diríamos que promiscuos!
La señora Teague se entusiasmó con su tema.
—¡Las cosas que podría contarle de los corazones que él destrozó! Un escándalo seguía a otro. Y siempre digo que de tal padre, tal hijo. Pero incluso Joshua no permitía que en su casa entraran rameras y trotonas. Incluso él no secuestraba a una mendiga hambrienta que no había llegado a la edad del consentimiento, para seducirla en su propia casa. Y además, la muestra sin tapujos como lo que es: ¡eso es lo peor! Sería distinto si la mantuviese en su lugar. No es bueno que el vulgo sepa que una de sus rameras vive en pie de igualdad con un hombre de la posición de Ross. Empiezan a tener ideas raras. A decir verdad, la última vez que lo visité —ya me entiende, una visita de pasada, y eso fue hace muchos meses— vi a esa criatura. Una buena pieza. Y ya comenzaba a darse aires. Una las conoce a primera vista.
—Apenas pasa un día —dijo Polly Choake— sin que él vaya a caballo a Sawle, y la chica detrás en el mismo animal, toda envuelta en una capa escarlata.
—Eso no está nada de bien. No conviene a la familia. Me pregunto por qué no le dicen que debe terminar de una vez.
—Quizá no se atreven. —Polly emitió una risita—. Dicen que es un hombre de mal carácter. A mí no me gustaría decírselo, porque tal vez me diera un golpe.
—Charles ha sido demasiado tolerante —dijo la otra voz. De modo que ahora se les había reunido la señora Chynoweth. Parecía irritada—. Cuando Charles muera, Francis adoptará una actitud distinta. Si Ross rehúsa escuchar, debe aceptar las consecuencias. —Se oyó el ruido de una puerta que se abría y se cerraba.
Polly Choake volvió a reír.
—Sin duda, le gustaría ser el ama de Trenwith, en lugar de Elizabeth. Quizás entonces trataría de reformar también a Francis. Mi marido, el doctor Choake, me dijo que anoche Francis perdió cien guineas a una sola carta.
—El juego es pasatiempo de caballeros, Polly —dijo la señora Teague—. Posiblemente…
La risa de Polly se hizo más estrepitosa.
—¡No me diga que la cama no lo es!
—Calle, niña; debe aprender a bajar la voz. No es…
—Eso es lo que el doctor dice siempre…
—Y tiene mucha razón. Sobre todo, es impropio elevar la voz y reír en una casa en la cual hay enfermos. Dígame, niña, ¿oyó otros rumores acerca de él?