El grupo entero regresó a Trenwith. Francis, vendado temporalmente, había montado su propio caballo en el camino de retorno, y ahora Choake estaba con él, aplicándole un aparatoso vendaje. Charles, que eructaba gases y los restos de su cólera, se había retirado a su propio cuarto para vomitar y descansar hasta la cena.
Elizabeth casi se había desmayado al ver a su marido. Pero después reaccionó, y subió y bajó escaleras apremiando a la señora Tabb y a Bartle, que debían proveer las necesidades del doctor Choake y atender la comodidad del herido. Como ocurriría a lo largo de toda su vida, Elizabeth disponía de un caudal de energía nerviosa, que no utilizaba habitualmente, pero que le servía en caso de necesidad súbita. Era una suerte de reserva fundamental, que era raro hallar incluso en personas más fuertes.
Y Verity había subido a su cuarto…
Se sentía como separada de esa casa, de la cual había sido parte durante veinticinco años. Estaba entre extraños. Más aún, eran extraños hostiles. Se habían separado de ella, y Verity de ellos, por incomprensión. En el curso de una tarde, ella había llegado a encerrarse en sí misma; y en su fuero íntimo estaba formándose un núcleo de frialdad y aislamiento.
Echó el cerrojo a la puerta y se sentó bruscamente en la primera silla que encontró. Su romance había concluido; aunque se rebelara contra ese hecho, sabía que así era. Se sentía débil y enferma, y desesperadamente cansada de la vida. Si la muerte hubiera podido sobrevenir serena y pacíficamente, la habría aceptado, se hubiera hundido en ella como uno se hunde en un lecho, porque solo deseaba dormir, y olvidarse de sí misma.
Sus ojos recorrieron el cuarto. Todo lo que en él había le era familiar, con esa profunda y distraída intimidad de la asociación cotidiana.
A través de la larga ventana de guillotina y la estrecha ventana de la alcoba, Verity había mirado el mundo con los ojos cambiantes de la niñez y la juventud. Había mirado el jardín y el seto de tejos y los tres sicómoros inclinados, durante todas las estaciones del año, y en todos los estados de ánimo de su propio crecimiento. Había visto la escarcha que dibujaba sus pautas foliadas sobre las hojas de vidrio, las gotas de lluvia que caían como lágrimas sobre antiguas mejillas, el primer sol de primavera que brillaba polvoriento y se posaba en la alfombra, y sobre los manchados muebles de roble.
El viejo reloj francés sobre el reborde de pino tallado de la chimenea, con sus figuras pintadas y doradas, como una cortesana de los tiempos de Luis XIV, había estado en el cuarto toda la vida de Verity. Su campanilla fina y metálica había venido anunciando las horas durante más de cincuenta años. Cuando lo habían fabricado, Charles era apenas un niño delgado, no un viejo jadeante y purpúreo empecinado en destruir el romance de su hija. Habían existido juntos, la niña y el reloj, la joven y el reloj, la mujer y el reloj, en la enfermedad y la pesadilla, en los cuentos de hadas y la ensoñación, a través de toda la monotonía y el esplendor de la vida.
Sus ojos se posaron ahora sobre la mesa recubierta de vidrio de satén rosado, sobre la mecedora de caña, y los robustos candelabros de bronce con las velas que se elevaban en escalones, el alfiletero, el bordado canasto de labores, la jarra de agua de dos asas. Incluso la decoración del dormitorio, las largas cortinas de damasco, el aterciopelado papel de las paredes con sus descoloridas flores carmesí sobre un fondo marfileño, las rosas de yeso blanco de la cornisa y el cielorraso, habían llegado a ser peculiar y absolutamente algo suyo.
Sabía que allí, en la intimidad de su propio cuarto, donde los únicos hombres que entraban eran su hermano y su padre, podría aflojarse, yacer sobre el lecho, y llorar, abandonarse a la pena. Pero se sentó en la silla, sin hacer un solo gesto.
No podía llorar. La herida era demasiado profunda, o ella no sabía entregarse al dolor. El suyo sería el dolor perpetuo de la pérdida y la soledad, amortiguado lentamente por el tiempo hasta que se convirtiera en parte de su carácter, en una suave acritud teñida de raído orgullo.
Andrew seguramente ya había regresado a Falmouth, y estaría en el alojamiento del cual había oído hablar, pero que nunca había visto. Gracias a las charlas que habían sostenido, ella había intuido la sordidez de su vida en tierra, de las dos habitaciones que ocupaba en la casa de pensión del puerto, de la mujer que lo atendía.
Ella se había propuesto cambiar todo eso. Habían planeado alquilar un cottage que dominase el puerto, un lugar que tuviese algunos árboles y un jardincito que se prolongaría hasta la playa de piedra. Aunque él casi nunca hablaba de su primer matrimonio, Verity había comprendido lo suficiente para estar segura de que gran parte del fracaso era culpa de ella, por inexcusable que fuera el modo en que él había terminado el asunto. Y Verity creía que lograría compensar ese primer fracaso. Con su laboriosidad, sus dotes de administradora y el amor mutuo, podría ofrecerle el hogar que él nunca había tenido.
En cambio, esa habitación que la había visto crecer hasta llegar a la edad adulta sería testigo de su esterilidad y su agotamiento. El espejo dorado del rincón aportaría su testimonio objetivo. Todos esos adornos y esos muebles serían sus compañeros durante los años siguientes. Y Verity sabía que acabaría odiándolos, si es que no los odiaba ya, como uno odia a los testigos de su propia humillación y su futilidad.
Hizo un esfuerzo renuente por rechazar ese estado de ánimo. Su padre y su hermano habían procedido de buena fe, en concordancia con su educación y sus principios. Si el resultado era que ella permanecía al servicio de ambos hasta su propia vejez, no se les podía culpar del todo. En verdad, creían que «la habían salvado de sí misma». Su vida en Trenwith sería más pacífica, estaría más protegida que la existencia reservada a la esposa de un proscrito social. Estaba entre parientes y amigos. Durante los largos días del verano, las actividades del campo ofrecían muchas cosas interesantes: la siembra, la recolección del heno, la cosecha; la vigilancia de la producción de manteca y quesos, la elaboración de jarabes y conservas. También en invierno había actividad. Los trabajos de aguja durante la velada, la confección de cortinas, labores y medias, el hilado de la lana y el lino con la tía Agatha, la cocción de jarabes de plantas; el baile de la cuadrilla cuando había invitados, o ayudar al señor Odgers a enseñar al coro de la iglesia de Sawle, o dar revulsivos a los criados cuando estaban enfermos.
Además, ese invierno la casa tendría un nuevo habitante. Si ella se alejaba, Elizabeth se sentiría más perdida que nunca; Francis habría descubierto que de pronto se descalabraba la ordenada rutina de la casa. No habría quien arreglase los almohadones de Charles o vigilase que antes de cada comida le lustrasen el jarro de plata. La ejecución de estas y otras cien pequeñas tareas de la casa dependía de ella, y si no la recompensaban agradeciéndoselo explícitamente, en todo caso le demostraban una amistad y un afecto tácitos que ella no podía desdeñar. Y si esas tareas no le habían parecido irritantes otrora, ¿no era solo a causa del sentimiento inicial de decepción por lo que ahora pensaba que en el futuro le parecerían tales?
Todo eso podía decirse: pero Andrew lo rechazaba. Andrew, sentado ahora con la cabeza entre las manos, en su sórdido alojamiento de Falmouth. Andrew, la semana próxima en la bahía de Vizcaya, Andrew caminando por las calles de Lisboa durante la noche; o el mes próximo de regreso en sus habitaciones; Andrew, que comía y bebía y dormía y se despertaba y era, decía que no. Él había ocupado un lugar en el corazón de Verity, o se había apoderado de una parte de su corazón, y ahora nada volvería a ser como antes.
El año anterior ella se había dejado llevar por la costumbre y el hábito. De ese modo podría haberse sumergido, sin protestar, en una edad madura satisfecha y sin ambiciones. Pero este año, desde ese momento en adelante, debía nadar contra la corriente, sin hallar estímulo en la lucha; solamente acritud, pesar y frustración.
Permaneció sentada en el cuarto, sola, hasta que se hizo la oscuridad y las sombras la envolvieron como brazos reconfortantes.