Capítulo 13

Salió al alba y siguió la pista formada por las manchas de sangre dejadas por Clemmow; pero poco antes de llegar a Mellin las manchas viraron hacia el norte, en dirección a las dunas, y allí las perdió. Durante los días siguientes nada más se supo del hombre, y la conclusión más razonable era que había caído en algún punto de ese desierto de arena, para morir de debilidad y exposición a las inclemencias del tiempo. Más valía librarse definitivamente de él, y que nadie formulara preguntas. El hecho de que hubiera reaparecido se convirtió en un secreto guardado por los cuatro miembros de la casa Nampara y por Zacky, a quien Ross habló del asunto.

Durante todos los meses de ese verano, la casa de Nampara rara vez careció de flores. Era el resultado de la iniciativa de Demelza. Siempre se levantaba al alba, y ahora que ya no temía que la secuestrasen y la devolviesen a su casa, donde la esperaba una paliza, vagabundeaba a voluntad por los campos y los páramos, en la compañía del inquieto Garrick, para regresar con un gran ramo de flores silvestres, las cuales luego contribuían a adornar el salón.

Prudie había tratado de quitarle esa costumbre, porque no era tarea propia de una doncella de la cocina adornar la casa con flores, pero Demelza insistía en hacerlo, y su obstinación se impuso a la inercia de Prudie. A veces era un manojo de reinas del prado y margaritas, a veces un puñado de dedaleras o un ramillete de rosas silvestres.

Si alguna vez Ross advirtió la presencia de las flores, en todo caso no formuló comentarios.

La niña era como un animal joven que hubiera vivido catorce años con anteojeras, limitando su visión al círculo doméstico más estrecho y a los propósitos más primitivos; los primeros nueve años unida estrechamente a su madre en una cadena de enfermedades, malos tratos, pobreza y partos; los últimos cinco afrontando todo eso excepto los nacimientos. No era sorprendente que ahora se hubieran desarrollado su cuerpo y su espíritu. Creció tres centímetros en cuatro meses, y su interés en las flores era un símbolo de su visión más amplia del mundo.

Le gustaba peinarse los cabellos y atarlos en la nuca, y a veces conseguía mantenerlos así, de modo que podían vérsele los rasgos de la cara. No era una niña mal parecida, y tenía la piel limpia y clara y una expresión móvil; los ojos eran inteligentes y muy sinceros. Un par de años más, y algún minero joven como Jim Carter comenzaría a cortejarla.

Aprendía con mucha rapidez y tenía talento para imitar, de modo que comenzó a incorporar palabras a su vocabulario y a conocer el modo de pronunciarlas. También comenzó a desechar algunas. Ross había consultado a Prudie —lo cual era siempre un modo halagador de abordar un asunto— y Prudie, que sabía jurar mejor que un carretero cuando así se le antojaba, se vio comprometida a colaborar en la eliminación de las malas palabras que enriquecían el vocabulario de Demelza.

A veces, obligada a escuchar las inquietas preguntas de Demelza, Prudie se sentía como en una trampa. Prudie sabía lo que estaba bien y era apropiado, y Demelza no. Y quizás era posible enseñar a algunas chicas a comportarse sin que la maestra pusiese cuidado en su propia conducta, pero ese no era el caso con Demelza. Llegaba muy rápidamente a sus propias conclusiones; sus pensamientos se adelantaban, y uno debía tenerlos en cuenta. De modo que el proceso se convirtió no solo en la educación adquirida de buena gana por Demelza, sino en la regeneración renuente de Prudie. Esta comprobó que en los tiempos que corrían ni siquiera era posible emborracharse decentemente.

Ross asistía divertido a todo el asunto. Ni siquiera Jud era inmune a esa influencia, aunque soportaba la situación con menos elegancia que su esposa. Parecía considerar un importante agravio que durante más de dos meses Prudie no lo hubiese golpeado con el mango de la escoba.

No se trataba de que ambos comenzaron a reformarse gracias al contacto con el espíritu puro y afectuoso de una niña, porque a decir verdad ella tenía tanto pecado original como los mayores.

Si Demelza creció y se desarrolló, Garrick lo hizo con mucha mayor rapidez. Al llegar era más pequeño de lo que nadie había pensado, y bien alimentado creció con tal velocidad que todos comenzaron a sospechar que tenía sangre de ovejero. Conservó los dispersos rizos negros de su pelaje, y la falta de cola le confería un aspecto extrañamente torpe y desequilibrado. Cobró mucho afecto a Jud, que no podía soportarlo, y el desmañado perro seguía por doquier al sinvergüenza viejo y calvo. En julio todos llegaron a la conclusión de que Garrick estaba libre de parásitos, de modo que se lo admitió en la cocina. Celebró su entrada saltando sobre Jud, que estaba sentado frente a la mesa, y derribándole sobre las rodillas una jarra de sidra. Jud se puso de pie, inundado de sidra y autocompasión, y arrojó la jarra al perro, que salió disparado de la cocina, mientras Demelza huía a refugiarse en el establo de las vacas, y se cubría la cabeza con las manos en un paroxismo de risa.

Cierto día, el sorprendido Ross recibió una visita de la señora Teague y su hija menor, Ruth.

La señora Teague explicó que habían ido a Mingoose, y que les había parecido apropiado visitar Nampara en el camino de retorno. Hacía casi diez años que la señora Teague no se detenía en Nampara, y según dijo le interesaba mucho ver cómo se las arreglaba Ross. El señor Teague siempre había afirmado que las actividades del campo eran una afición fascinante.

—En mi caso, señora, es más que una afición —dijo Ross. Había estado reparando la cerca que limitaba una parte de su propiedad, y estaba sucio y desgreñado, las manos lastimadas, manchadas y cubiertas de tierra. Cuando recibió a las mujeres en el salón, era imposible ignorar el contraste con las elegantes prendas de montar de la señora Teague. También Ruth se había vestido con suma elegancia ese día.

Contempló a la joven mientras ella y su madre bebían el cordial que Ross había mandado traer, y comprendió qué era lo que le había llamado la atención en el baile: la belleza latente de la boca apenas pintada, la original oblicuidad de los ojos verde grisáceos, el perfil del mentón pequeño y obstinado. En un último y desesperado esfuerzo, la señora Teague había conferido a su hija menor una vitalidad de la cual las otras carecían.

Conversaron amablemente de diferentes temas. En realidad, las dos mujeres habían acudido por invitación del señor John Treneglos, el hijo mayor del señor Horace Treneglos, de Mingoose. John desempeñaba un cargo en la Sociedad de Cazadores de Carnbarrow, y había expresado intensa admiración ante la técnica ecuestre de Ruth. Las había invitado con tanta frecuencia que finalmente se habían considerado obligadas a atender su pedido. Qué residencia tan majestuosa era Mingoose, ¿verdad? El estilo gótico, y muy espacioso, afirmó la señora Teague, mientras examinaba la habitación. El señor Treneglos era un anciano encantador; pero era imposible no advertir que su salud parecía muy frágil.

¡Lástima que el capitán Poldark no se interesara en la caza! ¿No sería muy provechoso para él alternar con otra gente de su propia clase y saborear las emociones de la caza? Ruth siempre montaba; era su principal pasión; por supuesto, eso no significaba que no supiera ejecutar cumplidamente otras artes más gentiles; bastaba preguntarle para comprobar cuánto sabía; la señora Teague aclaró que ella siempre había creído que era conveniente criar a sus hijas de modo que conocieran todas las tareas de la casa; ese trozo de encaje que ahora ella usaba como pañoleta, era fruto del trabajo exclusivo de Ruth y Joan, pese a que Joan no era tan industriosa como su hermana menor.

Durante toda esta tirada Ruth pareció sentirse incómoda, y curvaba los labios y miraba oblicuamente en dirección a los rincones de la habitación, y descargaba el látigo de montar contra uno de sus piececillos bien calzados. Pero cuando la madre estaba distraída, Ruth encontraba oportunidad para dirigir a Ross algunas sugestivas miradas de entendimiento. Ross pensaba en las pocas horas de luz diurna que aún restaban, y comprendió que ese día no podría terminar la reparación de la empalizada.

¿Se veía mucho con el resto de la familia?, (preguntó la señora Teague). En el baile de Lemon no había visto a un solo Poldark. Por supuesto, no podía pretenderse que Elizabeth saliera tanto como de costumbre, ahora que se preparaba para vivir confinada en sus habitaciones. Ruth se sonrojó, y una llamarada de dolor atravesó el corazón de Ross.

¿Era cierto, preguntó la señora Teague, que Verity seguía viéndose con ese hombre, el capitán Blamey, a pesar de la prohibición de su padre? Corrían rumores. No, por supuesto, Ross no podía saberlo, puesto que vivía desvinculado de la gente.

A las cinco y media se pusieron de pie para salir. Se lo agradecieron, pero no aceptaron quedarse a cenar. Había sido grato volver a verlo. ¿Estaba dispuesto a visitarlas si le escribían y fijaban un día? Muy bien, un día a principios del mes siguiente. Gracias a él, Nampara era otra vez un lugar cómodo. Quizá podía decirse que aún faltaba el toque de una mujer que agregase un elemento de elegancia y dulzura. ¿Él no pensaba lo mismo?

Se dirigieron a la puerta principal, la señora Teague charlando amistosamente, y Ruth sucesivamente hosca y dulce, deseosa de encontrar la mirada de Ross y restablecer la relación galante del baile. El criado de las señoras trajo los caballos. Ruth montó primero, con agilidad y desenvoltura. Tenía la gracia de la juventud y de la amazona nata; se sentaba en la montura como si hubiera nacido unida a ella. Después montó la señora Teague, satisfecha al ver la mirada aprobadora de Ross, y él las acompañó caminando hasta los límites de su propiedad.

En el camino se cruzaron con Demelza. La chica traía un canasto de sardinas obtenidas en Sawle, donde acababan de desembarcar la primera captura de la temporada. Lucía el mejor de sus dos vestidos de algodón rosado, y el sol se reflejaba sobre sus cabellos en desorden. Una chica, una jovencita, delgada y angular, de piernas largas. Inesperadamente, elevó los ojos.

Parpadeó una vez, hizo una torpe reverencia y siguió su camino.

La señora Teague extrajo un fino pañuelo de encaje y se quitó una mota de polvo del vestido.

—Oí decir que usted había… hum… adoptado una niña, capitán Poldark. ¿Es ella?

—No he adoptado a nadie —dijo Ross—. Necesitaba una chica para la cocina. Ella tiene edad suficiente para saber lo que quiere. Vino, y eso es todo.

—Una bonita niña —dijo la señora Teague—. Sí, parece que sabe lo que quiere.

II

Los asuntos de Verity y el capitán Blamey culminaron a fines de agosto. Lamentablemente, ello ocurrió el día que Ross había aceptado la invitación de la señora Teague a devolver la visita.

Durante el verano, Verity se había encontrado cuatro veces con Andrew Blamey en Nampara, una por cada vez que él llegó a puerto.

A pesar de sus antecedentes, Ross no conseguía sentir desagrado hacia el marino. Era un hombre sereno, incapaz de sostener una charla intrascendente, un hombre de mirada firme compensada por una peculiar modestia de actitudes; la palabra que uno habría elegido instintivamente para describirlo era «sobrio». Y sin embargo, sobrio era lo último que él había sido otrora, si uno se limitaba a aceptar su propia confesión. A veces podía percibirse un conflicto. Ross sabía que tenía reputación de ser inflexible en su nave; y en la actitud deliberadamente controlada, en el equilibrio de todos sus movimientos, uno percibía el eco de antiguas luchas y calculaba la medida de la victoria obtenida. Su respeto y su ternura hacia Verity evidentemente eran sinceros.

Si alguien podía disgustarle era él mismo y el papel que estaba representando. Protegía el encuentro de dos personas que, de acuerdo con el sentido común, hubieran estado mejor separadas. Si el asunto tomaba mal sesgo, él sería el principal culpable. No podía pretenderse que dos personas profundamente enamoradas fuesen modelos de lucidez.

Tampoco se sentía muy cómodo ante el desarrollo de los acontecimientos. No presenciaba las entrevistas, pero sabía que Blamey intentaba persuadir a Verity de que huyese con él, y que hasta ese momento ella no estaba decidida a aceptar, porque aún alentaba la esperanza de una posible reconciliación entre Andrew y Charles. Sin embargo, había consentido en acompañarlo más adelante a Falmouth, para conocer a sus hijos; y Ross sospechaba que si ella iba ya no volvería. No era posible alejarse tanto en pocos minutos y regresar sin que nadie se enterara. Ese sería el momento crucial de la desobediencia. Una vez en Falmouth, él la convencería de que se casara en lugar de regresar para afrontar la tormenta.

La semana anterior, la señora Teague había enviado una carta con uno de sus lacayos, invitándolo a una «pequeña reunión vespertina» que celebraban el viernes siguiente, a las cuatro. Censurándose por lo que hacía, escribió una nota de aceptación mientras el criado esperaba. Al día siguiente Verity fue a la casa a preguntar si podía reunirse con Andrew Blamey en Nampara el viernes a las tres.

No era necesario que Ross estuviese en su casa mientras ellos se veían, excepto para cumplir una convención que, conociendo a Verity, él consideraba innecesaria; de modo que no formuló ninguna objeción, y solo se demoró el tiempo necesario para recibirlos.

Después de introducirlos en el salón, y de ordenar que no se los molestase, montó a caballo y comenzó a atravesar el valle, dirigiendo miradas de pesar por todo el trabajo que podía haber realizado en lugar de alejarse para hablar de tonterías con media docena de hombres y mujeres jóvenes poco juiciosos. Al final del valle, poco después de la Wheal Maiden, se encontró con Charles y Francis.

Durante un momento se sintió desconcertado.

Ambos guardaban silencio.

—Es un placer verte en mi propiedad, tío —dijo—. ¿Pensaban hacerme una visita? Cinco minutos más y no me habrían encontrado.

—Esa fue nuestra intención —dijo brevemente Francis.

Charles tiró de las riendas de su caballo. Los dos tenían una expresión de cólera en el rostro.

—Ross, corre el rumor de que Verity se encuentra en tu casa con ese tipo Blamey. Vamos allí a comprobar la verdad de la afirmación.

—Me temo que está tarde no puedo ofrecerles hospitalidad —dijo Ross—. Tengo un compromiso a las cuatro… a cierta distancia de aquí.

—Verity está ahora en tu casa —dijo Francis—. Nos proponemos ver si Blamey está allí, con o sin tu autorización.

—¡Aj! —dijo Charles—. Francis, no es necesario mostrarse desagradable. Quizá nos equivocamos. Muchacho, danos tu palabra de honor, y volveremos sin necesidad de pelear.

—Y bien, ¿qué hace ella allí? —preguntó Francis, con aire altisonante.

Ross dijo:

—Como mi palabra de honor no apartará de la casa al capitán Blamey, no puedo darla.

Vio cambiar la expresión de Charles.

—Dios te maldiga, Ross, no tienes decencia, ni lealtad hacia tu familia. ¿Cómo la dejas allí con ese hijo de puta?

—¡Ya te dije que era así! —exclamó Francis y sin esperar más desvió su caballo y avanzó al trote en dirección a Nampara.

—Creo que juzgan mal a ese hombre —dijo Ross con voz pausada.

Charles resopló:

—¡Creo que a ti te hemos juzgado mal! —Siguió en pos de su hijo.

Ross los vio acercarse a la casa, y tuvo un desagradable presentimiento. Las palabras y las expresiones de ambos no dejaban lugar a dudas acerca de la actitud que adoptarían.

Movió las riendas para volver grupas y siguió en pos de los dos.

III

Cuando llegó a la casa, Francis ya estaba en el salón. Alcanzó a oír las voces airadas mientras Charles descendía laboriosamente de su caballo.

Cuando entraron, el capitán Blamey estaba de pie al lado del hogar, una mano sobre la manga de Verity, como para impedirle que se interpusiera entre él y Francis. Vestía la chaqueta de Capitán de fina tela azul con encajes, el cuello blanco y la corbata negra. Su expresión exhibía una particular serenidad, como si hubiese desechado toda pasión; se lo veía encerrado en sí mismo, accesible, protegido por todos los controles que él mismo había seleccionado y puesto a prueba. Parecía un hombre sólido maduro frente a la irritada y apuesta arrogancia de la juventud de Francis. Ross advirtió que Charles sostenía en la mano el látigo de montar.

—… no es modo de hablar a su hermana —decía Blamey—. Lo que deba decir, a mí puede decírmelo.

—¡Inmundo canalla! —dijo Charles—. Ocultándose de nuestras miradas. Mi única hija.

—Ocultándome —dijo Blamey—, porque usted no acepta que hablemos del asunto. Usted cree…

—¡Hablar! —dijo Charles—. No tengo nada que hablar con el asesino de su esposa. En este distrito no queremos gente así. Dejan mal olor en la nariz. Verity, monta tu caballo y vuelve a casa.

Verity respondió con voz serena:

—Tengo derecho a elegir mi vida.

—Ve, querida —dijo Blamey—. No conviene que estés aquí.

La joven hizo un gesto negativo con la mano.

—Me quedo.

—¡Pues quédate, y que el diablo te lleve! —dijo Francis—. Blamey, hay solo un modo de tratar a los individuos como usted. Las palabras y el honor no cuentan. Quizá el látigo sirva. —Comenzó a quitarse la chaqueta.

—No harán eso en mi propiedad —dijo Ross—. Comienza una pelea, y yo mismo te echo.

Hubo un momento de silencio hostil.

—¡Por Dios! —explotó Charles—. ¡Tienes el descaro de apoyarlo!

—No apoyo a nadie, pero una pelea a puñetazos no resolverá el problema.

—Dos buenos canallas —dijo Francis—. Eres apenas mejor que él.

—Ya oyó lo que dijo su hermana —observó tranquilamente el capitán Blamey—. Tiene derecho a elegir su vida. No deseo pelear, pero ella vendrá conmigo.

—Antes lo veré en el infierno —dijo Francis—. Usted no se limpiará las botas en nuestra familia.

El capitán Blamey palideció de pronto intensamente.

—¡Mocoso insolente!

—¡De modo que mocoso! —Francis se inclinó hacia delante y descargó una bofetada en el rostro del capitán Blamey.

El golpe dejó una marca roja, y entonces Blamey golpeó a Francis en la cara, y el joven cayó al suelo.

Hubo una breve pausa. Verity había retrocedido un paso, el rostro contraído y angustiado.

Francis se sentó, y con el dorso de la mano se limpió un hilo de sangre que le brotaba de la nariz. Se puso de pie.

—Capitán Blamey, ¿cuándo le vendrá bien enfrentarse conmigo? —preguntó.

Como había encontrado un modo de manifestarse, la cólera del marino se había calmado. Pero podía decirse que ya no tenía la misma compostura anterior. Aunque hubiera sido solo por un momento, los controles habían fallado.

—Salgo para Lisboa con la marea de mañana.

La expresión de Francis fue despectiva.

—Por supuesto, era lo que cabía esperar.

—Bien, aún tenemos el día de hoy.

Charles avanzó un paso.

—No, es absurdo usar esos malditos métodos franceses. Francis, le damos una paliza a este mendigo y nos vamos.

—Tampoco acepto eso —dijo Ross.

Francis se lamió los labios.

—Exijo satisfacción. No puede negármela. Este tipo afirmó antaño que era un caballero. Que salga de la casa y se enfrente a mí… si tiene coraje.

—Andrew —dijo Verity—. No aceptes nada…

El marino miró con aire distante a la joven, como si la hostilidad del hermano ya los hubiera separado.

—Pelea a puñetazos —dijo Charles con voz estentórea—. Francis, ese canalla no merece el riesgo de un duelo con pistolas.

—Otra cosa no lo desalentará —dijo Francis—. Ross, te molestaré para pedirte armas. Si te niegas, mandaré buscar las mías a Trenwith.

—En ese caso, búscalas —replicó secamente Ross—. Si hay derramamiento de sangre, no quiero tener nada que ver.

—Hombre, están en la pared, detrás de usted —dijo Blamey entre dientes.

Francis se volvió y bajó las pistolas plateadas de duelo con las cuales Ross había amenazado al padre de Demelza.

—¿Aún funcionan? —preguntó fríamente, dirigiéndose a Ross.

Ross no habló.

—Salga, Blamey —dijo Francis.

—Mira, muchacho —dijo Charles—, esto es una tontería. El problema es mío y…

—Nada de eso. Me golpeó…

—Ven, no tengas nada que ver con este sinvergüenza. Verity vendrá con nosotros, ¿verdad, Verity?

—Sí, padre.

Francis miró a Ross.

—Llama a tu criado y dile que verifique si las pistolas están en condiciones.

—Llámalo tú mismo.

—No hay padrinos —dijo Charles—. Nada se ha arreglado.

—¡Formalismos! Para liquidar a un sinvergüenza no se necesitan formalismos.

Salieron. Era fácil advertir que Francis estaba decidido a obtener satisfacción. Blamey, blancas las aletas de la nariz, se mantenía apartado, como si el asunto no le concerniera. Verity apeló por última vez a su hermano, pero él replicó agriamente que había que encontrar una solución a su encaprichamiento, y que él había elegido esa.

Jud estaba afuera, de modo que no fue necesario llamarlo. Se lo veía interesado e impresionado por la responsabilidad que se le asignaba. Solo una vez había presenciado algo semejante, treinta años atrás. Francis le dijo que actuase como árbitro, y que contase quince pasos para ellos; Jud miró a Ross, que se encogió de hombros.

—Sí, señor, quince —dijo usted.

Estaban en el espacio abierto cubierto de pasto, frente a la casa. Verity había rehusado entrar. Tenía las manos apoyadas en el respaldo de una silla de jardín.

Los hombres permanecieron espalda contra espalda, Francis dos o tres centímetros más alto, sus cabellos rubios resplandeciendo al sol.

—¿Listos, señores?

—Sí.

Ross se adelantó un paso, pero se detuvo. Ese tonto obstinado debía salirse con la suya.

—Entonces, ahora. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…

A medida que Jud iba contando, los dos hombres se alejaban uno del otro, y una golondrina se zambullía y planeaba sobre ellos.

Cuando oyeron contar quince, se volvieron. Francis disparó primero y la bala tocó a Blamey en la mano. Blamey soltó la pistola. Se inclinó, la recogió con la izquierda y disparó a su vez. Francis se llevó una mano al cuello y cayó al suelo.

IV

Mientras corría, Ross pensaba: debí haberlo impedido. ¿Qué pasará con Elizabeth si Francis…?

Volvió de espaldas a Francis y apartó los encajes de la camisa. La bala había entrado por el hombro en la base del cuello, pero no tenía salida. Ross lo alzó y lo llevó al interior de la casa.

—¡Dios mío! —dijo Charles, que lo siguió con expresión de impotencia, lo mismo que los demás—. Mi muchacho ha muerto… mi muchacho…

—Tonterías —dijo Ross—. Jud, monta el caballo del señor Francis y ve a buscar al doctor Choake. Dile que hubo un accidente de caza. Recuérdalo, no la verdad.

—¿Está… gravemente herido? —preguntó el capitán Blamey, con un pañuelo alrededor de la mano—. Yo…

—¡Salga de aquí! —dijo Charles, el rostro púrpura—. ¡Cómo se atreve a entrar de nuevo en la casa!

—No se inclinen sobre él —ordenó Ross, después de depositar a Francis en el sofá—. Prudie, tráeme trapos limpios y agua caliente.

—Déjame ayudar —dijo Verity—. Déjame ayudar. Puedo hacer algo. Puedo…

—No, no. Déjalo estar.

Hubo unos instantes de silencio hasta que Prudie regresó presurosa con el agua. Ross había evitado que la herida sangrase excesivamente apretando sobre ella su propio pañuelo de color. Ahora, retiró el pañuelo y en su lugar aplicó un trapo húmedo. Francis contrajo el rostro y gimió.

—Se repondrá —dijo Ross—. Pero no le quiten el aire.

El capitán Blamey recogió su sombrero y salió de la habitación. Afuera, se sentó un momento en la silla que estaba frente a la puerta principal, y hundió la cabeza en las manos.

—Dios mío, qué susto me dio —dijo Charles, enjugándose el rostro y el cuello, y bajo la peluca—. Pensé que el muchacho había muerto. Fue una suerte que el tipo no tirase con la derecha.

—Quizá en ese caso habría errado de un modo mucho más evidente —dijo Ross.

Francis se volvió, murmuró y abrió los ojos. Necesitó varios instantes antes de recuperar totalmente la conciencia. La expresión de rencor había desaparecido de sus ojos.

—¿Se fue ese tipo?

—Sí —dijo Ross.

Francis sonrió perversamente.

—Lo eché. Ross, la culpa es de tus malditas pistolas de duelo. Creo que las miras están desviadas. ¡Uf! Bien, ahora no necesitaré sanguijuelas durante una semana o dos.

En el jardín, Verity se había reunido con Andrew Blamey. El hombre parecía haberse encerrado totalmente en sí mismo. En el lapso de quince minutos había cambiado irrevocablemente la relación entre ambos.

—Debo irme —dijo él; y los dos advirtieron inmediatamente el pronombre implícito—. Es mejor que me marche antes de que él vuelva en sí.

—Oh, querido, si por lo menos hubieses… desviado el tiro… o no hubieras disparado…

Movió la cabeza, oprimido por las complicadas luchas que se originaban en su propio carácter, y por la inutilidad de intentar una explicación.

Verity dijo:

—Todo esto… era lo que él buscaba. Esta disputa. Pero es mi hermano. Para mí ahora es tan imposible…

Él trató de hallar esperanza para argumentar.

—Verity, con el tiempo todo esto se disipará. Nuestros sentimientos no pueden cambiar.

Ella no contestó, y permaneció con la cabeza inclinada.

La miró fijamente algunos segundos.

—Quizá Francis tuvo razón. Solo he traído dificultades. Quizá nunca debí pensar en ti… ni siquiera mirarte.

Verity replicó:

—No, Francis no tuvo razón. Pero después de esto… no puede haber reconciliación…

Después de un minuto, él se puso de pie.

—Tu mano —dijo ella—. Déjame vendarte.

—No es más que una raspadura. Lamento que no tuviese mejor puntería.

—¿Puedes montar? Los dedos…

—Sí, puedo montar.

Lo vio desaparecer detrás de la casa. Caminaba cargado de hombros, como un viejo.

Regresó montado.

—Adiós, amor mío. Si no queda otra cosa, por lo menos permíteme conservar el recuerdo.

Verity lo miró mientras cruzaba el arroyo, y subía lentamente por el valle, hasta que la imagen en sus ojos súbitamente se nubló y desdibujó.