Jim Carter y Jinny Martin se casaron a la una de la tarde del último lunes de junio. La ceremonia estuvo a cargo del reverendo Clarence Odgers, cuyas uñas de los dedos aún estaban negras por haber estado plantando sus cebollas. Después de mantener esperando unos minutos al grupo, mientras revestía su atuendo ceremonial, el reverendo Odgers consideró que era perfectamente apropiado reducir la ceremonia a lo rigurosamente necesario.
De modo que empezó:
«Bienamados feligreses, nos hemos reunido aquí a la vista de Dios, en presencia de esta congregación mum-mum-mum este hombre y esta mujer en sagrado matrimonio; lo cual es un mum-mum-estado-mum-que representa una unión mística mum-mum-murch-mum considerando debidamente las causas que ordenan el matrimonio. Primero, se ha establecido para la procreación de los hijos que deben criarse en él mum-mum-mum. Segundo, fue establecido como remedio contra el pecado hum-mum la fornicación aj-altch-mum que evita la degradación de los miembros del cuerpo de Cristo. Tercero, fue establecido para la asociación mutua, la ayuda, el confortamiento, mum-mum la pureza, aj-mum-mum-hum-mum y para que siempre vivamos en paz».
Yo impongo y les encomiendo que ambos mum-mum-mum.
Los cabellos castaños rojizos de Jinny habían sido cepillados y peinados hasta que resplandecían bajo el bonete de muselina blanca confeccionado en casa, y asentado casi sobre la nuca de su cabeza pequeña.
Era con mucho la más serena de los dos. Jim estaba nervioso, y varias veces vaciló al responder. Se sentía intimidado por su propio esplendor, pues Jinny le había comprado un pañuelo azul intenso adquirido a un buhonero, y el propio Jim había adquirido una chaqueta de segunda mano casi nueva, de un color ciruela intenso con botones lustrados. Era probable que esa chaqueta fuese su prenda de salida durante los veinte años siguientes.
«… y vivan de acuerdo con tus leyes; por Jesucristo nuestro Señor, amén. Lo que Dios ha unido ningún hombre separará. Pues si N…N…este…quiero decir James Henry y Jennifer May han consentido mutuamente en el sagrado matrimonio y en presencia de testigos… llamados…no…este…mum-mum y han intercambiado anillos… los declaro marido y mujer. En el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, amén». El señor Odgers regresaría muy pronto a sus cebollas.
En el cottage de los Martin se sirvió una comida para todos los que pudieron asistir. Habían invitado a Ross, pero él rehusó alegando asuntos urgentes en Truro; entendía que la reunión se desenvolvería más libremente si él no estaba.
Como había once Martin sin la novia, y seis Carter sin el novio, las posibilidades de acomodar al resto eran limitadas. El viejo Greet balbuceaba y se movía en un rincón, al lado del hogar, y Joe y Betsy Triggs le hacían compañía. También estaban Mark y Paul Daniel, y la señora Paul, y Mary Daniel. Will Nanfan y la señora Will habían concurrido, en su carácter de tío y tía de la novia; Jud Paynter se había tomado la tarde libre para venir —Prudie no podía caminar a causa de un juanete— y Nick Vigus y su esposa habían logrado filtrarse —como conseguían hacerlo siempre que podían obtener cualquier cosa gratis.
El cuarto estaba tan atestado que los niños tenían que sentarse en el piso, y los adolescentes, de nueve a dieciséis años, estaban distribuidos de a dos en la escalera de madera que llevaba al dormitorio, «como los animales del arca», les dijo benévolo Jud. El banco de madera que Jim y Jinny habían usado casi todas las veladas sombrías y apacibles del invierno se había elevado a la jerarquía de un trono conyugal, y allí se había instalado a la pareja casada como dos pájaros enamorados, de modo que todo el mundo podía verlos.
La comida fue una extraña mezcla de alimentos destinados a excitar el apetito y alterar la digestión, y el oporto y la cerveza de fabricación casera en cantidades generosas venían a regar los manjares y acentuaban el bullicio de los presentes.
Cuando concluyó la comida y Zacky hubo pronunciado un discurso y Jim agradeció a todos sus buenos deseos y Jinny se sonrojó y rehusó decir una palabra, cuando incluso con la puerta abierta la atmósfera del cuarto llegó a ser insoportablemente cálida y pegajosa y casi todos sentían retortijones, cuando ya los bebés comenzaban a irritarse y los niños se peleaban y los adultos estaban somnolientos a causa del exceso de comida y la falta de aire, las mujeres y los niños fueron a sentarse afuera, de manera que los hombres tuvieran espacio para estirar las piernas y encender sus pipas, o tomar rapé, y gozaran de libertad para beber su oporto y su gin, y charlar a gusto acerca de la humedad del piso a 120 brazas de profundidad, o de la posibilidad de que la pesca de la sardina fuese buena esa temporada.
La señora Martin y la señora Daniel no veían con buenos ojos los preparativos de los hombres, que se disponían a rematar la celebración a su propio modo; pero Zacky, si bien afirmaba haber encontrado al Señor en una asamblea revivalista[9] celebrada en Santa Ana un par de años antes, todavía se negaba a renunciar en consecuencia a su ponche; y los restantes hombres lo imitaban.
El oporto era un licor barato por el cual Zacky había pagado 3 chelines y 6 peniques el galón, pero el gin era de buena calidad. Una noche serena de septiembre, ocho de ellos habían llevado hasta Roscoff una balandra de Sawle, y entre la carga que habían traído al regreso había dos barrilitos de excelente gin. El mismo día se dividieron entre todos uno de los barrilitos, pero habían decidido reservar el segundo para alguna celebración. De modo que Jud Paynter, que era uno de los ocho, había escondido el barrilito metiéndolo en el barril roto de agua de lluvia que estaba detrás del invernadero, en Nampara, donde se encontraría a salvo de los ojos inquisitivos de algún suspicaz recaudador de impuestos que quisiera curiosear. Allí había permanecido todo el invierno. El día de la boda, Jud Paynter y Nick Vigus se habían encargado de traer la bebida.
Mientras las mujeres, que en general no habían podido ver el nuevo hogar, se dedicaban ahora a visitarlo, seguidas de bandadas de niños, los hombres se disponían a beber y sumirse en un agradable estupor.
—La gente dice —se oyó la voz aguda de Nick Vigus, que estaba inclinado sobre el jarro— que antes de que pase mucho tiempo cerrarán todas las minas. Sí, dicen que un hombre llamado Raby compró todos los montones de escoria del condado, y que hay un proceso especial, y con eso puede conseguir todo el cobre que Inglaterra necesita en cien años.
—No puede ser —dijo Will Nanfan, encorvando las anchas espaldas.
Zacky bebió un buen sorbo de gin de su jarro.
—No se necesita más para fastidiarnos si las cosas siguen como hasta ahora. Las Minas Unidas de San Day perdieron casi ocho mil libras el año pasado, y Dios sabe qué saldrá cuando se hagan las cuentas de Grambler. Bueno, esta no es la conversación más apropiada en una fiesta de boda. Podemos beber y comer, y ganamos nuestro dinero. Quizá no todo lo que deseamos, pero conozco mucha gente que de buena gana cambiaría su lugar por el nuestro…
—Zacky, qué gin tan raro —dijo Paul Daniel, mientras se limpiaba el bigote—. Nunca he probado un gin parecido, O quizá cierta vez…
—Ya que lo dices —observó Zacky, y se pasó la lengua por los labios—, si no me hubiera concentrado tanto en lo que decía, habría pensado precisamente lo mismo. Ahora que lo mencionas, sabe más bien a… más bien a…
—Más bien a trementina —concluyó Mark Daniel.
—Quema como el infierno —dijo el viejo Greet—. Quema como el diablo. Pero en mis tiempos todos consideraban que un trago de gin debía quemar así. Era lo que todos esperaban. En el 69, cuando yo estaba en el lago Superior y buscaba cobre, había una tienda que vendía un líquido que a uno le levantaba la piel, y que…
Joe Triggs, el más anciano del grupo, recibió un jarro lleno de licor. Todos lo miraron mientras bebía un sorbo, y observaron la expresión de su rostro surcado por profundas arrugas, con las guías de los bigotes que apuntaban a los costados. Se lamió los labios y los abrió con un sonoro chasquido, y después volvió a beber. Depositó sobre la mesa el jarro vacío.
—No es ni de lejos tan bueno como el que trajimos de Roscoff en septiembre pasado —fue su áspero veredicto.
—Pero, entonces, ¿qué es? —preguntaron dos o tres.
Hubo un momento de silencio.
—Un barril distinto —dijo Jud—. Me parece bueno, pero no tan añejo. Eso le falta. Habrán tenido que dejarlo más tiempo. Como la vaca vieja del tío Nebby. —Comenzó a canturrear por lo bajo:
Eran dos viejecitos y estaban muy pobres
Tuidle, tuidle, tuiiii…
Pareció que la misma terrible sospecha se había definido en la mente de todos. Miraron en silencio a Jud, y este continuó tarareando y tratando de mostrarse despreocupado.
Finalmente, la cancioncilla se extinguió.
Zacky miró el interior de su vaso.
—Es sumamente extraño —dijo con voz serena— que dos barrilitos de gin tengan sabores contrarios.
—Poderosamente extraño —dijo Paul Daniel.
—Condenadamente extraño —dijo Mark Daniel.
—Tal vez nos engañaron —dijo Jud, y mostró sus dos grandes dientes en una sonrisa poco convincente—. Esos franchutes son astutos como un nido de ratas. No se puede confiar en ellos si te vas más lejos que una escupida. No le daría la espalda a ninguno. Uno los contraría y les da la espalda, y el tipo saca el cuchillo y ¡pif! lo mata a uno.
Zacky movió la cabeza.
—¿Quién fue engañado jamás por Jean Lutté?
—Con nosotros siempre anduvo derecho —dijo Will Nanfan.
Zacky se frotó el mentón, y pareció lamentar que esa mañana se hubiera afeitado.
—Me dijo que eran dos barrilitos de gin, y recuerden esto, los dos de la misma marca. Eso es lo que me parece muy extraño. Los dos de la misma marca. Me parece que alguien anduvo tocando este. ¿Quién habrá sido?
—Maldito sea, tengo una idea bastante cabal, bastante cabal —dijo Mark Daniel, que ya se había bebido tres litros de oporto y se preparaba para abordar la tarea importante de la noche.
—No hay por qué tomarla conmigo —dijo Jud, que estaba transpirando—. No tengo nada que ver. No hay pruebas de nada. Nadie puede saber quién tiene la culpa. Cualquiera pudo haber metido la mano… quiero decir, si alguien lo hizo, lo cual dudo. Por mí parte, sospecho del franchute. Yo digo que nunca hay que confiar en un franchute. Ese franchute de Roscoff parecía bueno y hablaba bien; pero ¿actuaba bien? Tenía la mirada de un cristiano. Pero ¿eso qué significa? Solamente que tiene dos caras, como los demás, solo que peor.
—Cuando yo era carpintero en la mina —dijo perseverante el viejo Greet— tenían buen gin en la aldea Sawle, donde vivía la tía Tamsin Nanpusker. Murió en el 58, se cayó por un tubo de ventilación una noche que estaba borracha. Y no es sorprendente, porque…
—Sí, recuerdo bien a la vieja tía Tamsin —dijo imprudentemente Nick Vigus—. Un día recorrió la calle montada en su vieja cerda, con todos los cerditos detrás. Una procesión regular. La vieja tía Tamsin solía vender un licor…
—¡Condenación! —rugió Mark Daniel—. ¡Qué me cuelguen si ahora no entiendo todo! ¡Ya sé dónde probé este licor! Es cosa de Nick. Es todo cosa de Nick. Estamos sospechando del inocente. Recuerden ese veneno que Nick Vigus fabricó en su cocina, el demonio sabe con qué, para vender a los pobres idiotas que podían quemar su dinero en la última feria de la Sanmiguelada. Recuerden que lo llamaba gin. Bueno, el gusto era tan parecido a esto que puede decirse que son hermanos gemelos.
—Sí —dijo Will Nanfan—, sí, es la verdad. La pura verdad, porque yo bebí un poco y quise no haberlo acercado a los labios. Uno lo bebe y se le retuercen las tripas, como si le hicieran un nudo. ¡Nick Vigus nos engañó!
El rostro ladino y marcado de viruelas de Vigus enrojeció y palideció sucesivamente ante las miradas acusadoras que se concentraban en él. Mark Daniel bebió otro sorbo para asegurarse, y después se acercó a la ventana y volcó el líquido sobre el cantero de verduras.
—Puaf, el mismo asunto, o yo soy hereje. Nick Vigus, eres un maldito estafador, y ya es hora de que te demos una lección. —Comenzó a arremangarse, mostrando los grandes y peludos antebrazos.
Nick retrocedió, pero Paul Daniel le impidió acercarse a la puerta. Hubo algunos manotazos, y luego Mark Daniel aferró firmemente a Vigus y lo puso de cabeza.
—No tuve nada que ver —gritó Nick—. Jud Paynter fue el culpable. Jud Paynter vino a verme la semana pasada y me dijo…
—¡No le crean nada! —gritó Jud—. Todos saben que soy honesto y que no me gusta decir una cosa por otra. Pero Nick es el peor mentiroso que el mundo conoció, y sería capaz de vender a su madre para salvar el pellejo. Y como… como todos saben…
—Sacúdelo un poco, Mark —dijo Zacky—. Poco a poco llegaremos a la verdad.
—… Jud vino a verme la semana pasada y me dijo así: «Muchacho, ¿puedes fabricar un poco de tu gin? Porque lo que yo guardaba, todo el gin, se perdió…». Ponme sobre los pies, Mark, o me ahogaré…
Mark aferró más firmemente por la cintura a su víctima, y tomando impulso le golpeó los pies en una de las vigas del cielorraso del cottage.
—Vamos, querido —dijo tiernamente—. Habla, porque de lo contrario morirás en pecado…
—Dijo que todo el gin había caído al suelo, por las ratas, que abrieron un agujero en el barrilito —ah, ah…— Y como no quería disgustaros, dijo si yo podía… si yo podía…
—¡Agárralo, Paul! —gritó Will Nanfan, porque Jud Paynter, como un bulldog tímido, trataba de desaparecer discretamente.
Lo atraparon en el umbral de la puerta, y hubo muchos manoteos y murmullos antes de que el mayor de los Daniel y Will Nanfan regresaran con él.
—¡No es verdad! —gritó Jud, con desaforada indignación—. Están acusando a un inocente. No sé por qué aceptan su palabra en lugar de la mía. No es justo. No es equitativo. No es británico. Me atrevo a afirmar que si se supiera la verdad se vería que él se bebió la mitad del gin. Por qué acusan a un hombre que ustedes saben que no es capaz de robar…
—Si yo me bebí la mitad, tú te bebiste el resto —dijo Vigus, cabeza abajo.
—¡Déjenmelo! —gritó Jud, recordando su espíritu de lucha—. Le arrancaré los pantalones. Frente a frente ¡Cobarde! ¡Dos contra uno! Déjenmelo. A ustedes, cobardes, les haré frente uno por uno. Quítenme las manos de encima y les daré una lección. Ya verán…
—Espera un momento y ya te arreglaré —dijo Mark Daniel—. Hombre a hombre, como tú quieres, ya verás. Ahora, muchachos, salgan del paso…
Llevó hasta la puerta a Nick Vigus, que continuaba cabeza abajo. Lamentablemente, en ese momento algunas de las mujeres, que habían oído el escándalo, salieron del otro cottage y llegaron a la puerta encabezadas por la señora Vigus. Al ver a su marido que se le manifestaba en un ángulo muy extraño, la mujer dejó escapar un grito agudo y corrió al rescate; pero Mark la apartó y llevando a Nick se acercó al cottage de Joe y Betsy Triggs. Detrás de este cottage había un estanque verde y legamoso que entre otras cosas incluía la mayor parte de las aguas residuales de la casa. Desde la desaparición de Reuben Clemmow, ese estanque era la fuente principal de los olores del vecindario.
Al borde del agua, Mark alzó en el aire al hombre semiasfixiado, lo agarró nuevamente de la parte trasera de los pantalones y lo arrojó de cara en mitad del estanque.
Mark respiró hondo y se escupió las manos.
—Ahora, el siguiente —dijo.
Y también Jud Paynter fue a parar al medio del estanque.
II
Esa tarde, mientras Ross cabalgaba de regreso a su casa desde Truro, en la semipenumbra cada vez más ventosa, pensaba en los dos jóvenes que juntos iniciaban una nueva vida.
La simpatía que había llegado a sentir por el muchacho, y también por la chica, era la única excusa de la preocupación que demostraba por el futuro de ambos. Si comenzaba a explotar la mina, pensaba proponer a Jim un trabajo en la superficie, quizás alguna labor administrativa que le diese mayores posibilidades.
Su salida ese día había tenido que ver con la Wheal Leisure. Después de comprar algunos artículos para la casa, harina y azúcar, mostaza y velas, tela de toalla, un nuevo par de botas de montar para él mismo, un cepillo y un peine, había ido a visitar al señor Nathaniel Pearce, el notario.
El señor Pearce, tan efusivo, tan púrpura y tan pomposo como siempre, sentado en un sillón y removiendo el fuego con una larga vara de hierro, escuchó interesado. El señor Pearce dijo que, en fin, era grato oír a Ross, y que le parecía una sugerencia que podía ser tema de conversación. El señor Pearce se rascó un piojo bajo la peluca mientras sus ojos adquirían una expresión reflexiva. ¿El capitán Henshawe pensaba invertir parte de su capital? Caramba, caramba, la reputación del capitán Henshawe era elevada en el distrito de Truro. Pues bien, querido señor, en mi condición de notario indigente, personalmente apenas dispongo de capital; pero como decía el propio capitán Poldark, algunos de sus clientes siempre andaban a la busca de una buena inversión especulativa. Estaba dispuesto a considerar más atentamente el asunto, y ver qué podía hacerse.
El asunto se desenvolvía lentamente, pero había movimiento, y el ritmo se aceleraría. Quizás en un par de meses pudiesen comenzar a excavar el primer tubo de ventilación.
Mientras llevaba la yegua al establo y la desensillaba, se preguntó si debía ofrecer una participación a Charles y a Francis.
Había apresurado la marcha en el camino de retorno porque deseaba llegar a la casa antes de que oscureciera, y ahora Morena estaba agitada y sudorosa. También ella parecía inquieta, y no quiso mantenerse inmóvil mientras Ross la cepillaba.
Por lo demás, los restantes caballos también estaban nerviosos. Ramoth movía constantemente la vieja cabeza y relinchaba. Ross se preguntó si habría una serpiente en el establo, o un zorro en el desván. El cuadrado descolorido de la puerta del establo todavía dejaba pasar un poco de luz, pero Ross no alcanzaba a ver nada en las sombras. Acarició el blando belfo de Ramoth y reanudó su tarea. Cuando concluyó, dio su ración a Morena y se volvió para salir.
Cerca de la puerta estaba la escalera que llevaba al desván donde antes dormía Carter. Cuando levantó los ojos, algo rozó la cabeza y le asestó un fuerte golpe en el hombro. Cayó de rodillas, y se oyó un ruido sordo sobre la paja del piso. Ross se incorporó en seguida, caminó vacilante hacia la puerta, salió y apoyó la espalda en la pared, sosteniéndose el hombro.
Durante unos segundos el dolor le provocó náuseas, pero pronto comenzó a atenuarse. Se tocó el hombro, y le pareció que no tenía ningún hueso roto. El objeto que lo había golpeado aún yacía en el piso, dentro del establo. Pero Ross había visto qué era, y por eso mismo había tratado de salir con la mayor rapidez posible. Era el taladro de hierro que había visto tiempo antes en manos de Reuben Clemmow.
III
Cuando Ross entró, halló a todos reunidos en la cocina. Demelza, armada de un pedazo de tosco hilo y de una larga aguja curva, trataba de remendar un desgarrón de su falda; Jud estaba sentado en una silla, con una expresión de paciente sufrimiento en la parte del rostro que no se encontraba cubierta por un ancho vendaje; Prudie bebía té.
—Caramba, capitán Ross —dijo Jud con voz débil y temblorosa—, no lo oímos entrar. ¿Quiere que vaya a cepillar el caballo?
—Ya lo hice. ¿Por qué regresaron tan temprano de la boda? ¿Qué te pasó en la cara? Prudie, espere diez minutos antes de servir. Tengo que atender un asunto.
—La boda terminó —dijo Jud—. Fue poco interesante, menos interesante que cualquiera de las bodas que he visto en mi vida. Solo los Martin y los Carter, toda la maldita tribu de las dos familias, y unos cuantos vagabundos de las minas. Creí que Zacky jamás invitaría a gente así. Me sentí fuera de mi elemento…
—¿Ocurre algo, señor? —preguntó Demelza.
Ross la miró.
—¿Si ocurre algo? No, ¿qué podría ocurrir?
—Y cuando volvíamos —dijo Jud—, cerca de la Wheal Grace choqué con una piedra y caí…
Pero Ross ya había salido de la cocina.
—Será mejor que frenes tu lengua cuando lo ves de ese humor —dijo Jud severamente a Demelza—, porque de lo contrario no solo tu padre te dará una tunda. Que interrumpas a tus mayores muestra qué mal te educaron…
Demelza lo miró con los ojos muy abiertos, pero no contestó.
Ross no halló su escopeta en el salón, y fue a buscarla al dormitorio. Allí, la cargó cuidadosamente y la amartilló. Había echado el cerrojo a la puerta del establo, de modo que esta vez no se le escaparía. Tenía la sensación de haber acorralado a un animal, a un perro rabioso. El establo tenía una sola salida.
En la oscuridad cada vez más densa encendió un farol, y esta vez salió de la casa por la puerta principal, y rodeó el edificio para llegar al establo. Era mejor no dejar solo demasiado tiempo a ese hombre, porque podía hacer daño a los caballos.
En silencio retiró el cerrojo de la puerta y esperó que cesara una ráfaga de viento antes de levantar la barra de hierro. Después, abrió la puerta y entró, depositó la linterna donde no le diera la corriente, y buscó refugio en las sombras de los boxes.
Morena relinchó ante la súbita entrada de Ross; llegó una ráfaga de viento, que movió la paja y las hojas; un murciélago se alejó de la luz; se hizo el silencio. La barra de hierro había desaparecido.
—Reuben —dijo Ross—. Sal de ahí. Quiero hablar contigo.
No hubo réplica. No la había esperado. Podía oírse el movimiento de las alas del murciélago que describía círculos en la oscuridad. Ross entró en el establo.
Cuando llegó al segundo caballo le pareció oír un movimiento detrás y se volvió prestamente, apuntando con la escopeta. Pero nada se movió. Ahora deseaba haber llevado consigo la linterna, porque su débil luz no disipaba las sombras más profundas.
Squire se movió de pronto, coceando el piso. Todos los caballos sabían que estaba ocurriendo algo anormal. Ross esperó cinco minutos, en tensión al lado del box, consciente de que ahora era una prueba de paciencia que determinaría quién tenía nervios más firmes. Estaba seguro de sus propios nervios, pero a medida que pasaba el tiempo comprobó que esa misma seguridad lo inducía a actuar. Quizás el hombre había regresado al desván con su arma. Tal vez estaba agazapado allí, preparado para pasar la noche.
Ross oyó a Jud que salió de la casa y atravesaba el patio de adoquines. Al principio pensó que se dirigía al establo, pero después lo oyó entrar en el retrete, a poca distancia. Poco después regresó a la casa y se cerró la puerta. En el establo, todo continuaba en silencio.
Ross se volvió para buscar la linterna, y en ese mismo instante el aire silbó detrás y se oyó un fuerte ruido cuando el taladro fue a golpear la división de madera, en el lugar que él había estado. Saltaron astillas de madera, y Ross se volvió y disparó a la figura que emergió de la oscuridad. Algo le golpeó la cabeza, y la figura corrió hacia la puerta. Cuando alcanzó a ver al hombre, volvió a oprimir el disparador. Pero esta vez la pólvora no se encendió; antes de que pudiese amartillar de nuevo el arma, Reuben Clemmow había desaparecido.
Corrió hacia la puerta y miró afuera. Una figura se movía cerca de los manzanos, y Ross descargó sobre ella el segundo cañón. Después, se limpió un hilo de sangre que le cubría la frente y se volvió hacia la casa, de la cual salieron alarmados Jud, Prudie y Demelza.
Se sentía colérico y frustrado ante la fuga del hombre, pese a que era muy probable que lo encontrasen por la mañana.
Sería muy difícil que no dejase un rastro.