Capítulo 10

Sobre el extremo este de la propiedad Poldark, a casi un kilómetro de la casa Nampara, el terreno lindaba con las tierras del señor Horace Treneglos, cuya casa se levantaba a unos tres kilómetros de distancia, detrás de las dunas de Hendrawna, y que tenía el nombre de Mingoose. En el lugar en que lindaban las dos propiedades, al borde del arrecife, había una tercera mina.

La Wheal Leisure había sido explotada en tiempos de Joshua para extraer el estaño superficial, pero sin buscar cobre. Ross la había examinado durante el invierno, y después de estudiar la situación de la Wheal Grace, el deseo de reanudar por lo menos una de las explotaciones de su propiedad había llegado a centrarse en la Wheal Leisure.

Las ventajas consistían en que podía obtenerse el drenaje mediante socavones que llegaban hasta el arrecife, y en que algunas de las últimas muestras extraídas de la mina y guardadas por Joshua mostraban signos definidos de la presencia de cobre.

Pero se necesitaba más capital del que él podía reunir; de modo que la mañana del martes, durante la semana de Pascua, fue a caballo hasta Mingoose. El señor Treneglos era un anciano viudo con tres hijos, el menor de los cuales revistaba en la marina, mientras los otros dos eran devotos de la cacería del zorro. El propio señor Treneglos era un erudito, y era poco probable que se interesara en la actividad minera; pero como parte de la mina estaba en su propiedad, una elemental cortesía imponía abordarlo en primer término.

—Me parece que allí se ha hecho muy poco; será casi como excavar suelo virgen. ¿Por qué no trabaja en la Wheal Grace, donde ya tienen tubos de ventilación? —gritó el señor Treneglos. Era un hombre alto y corpulento, cuya sordera le confería cierto aire de tosquedad. Ahora estaba sentado sobre el borde de un sillón, las gruesas rodillas dobladas, los pantalones tensos y lustrosos, los botones sometidos a un gran esfuerzo, una mano acariciando la rodilla y la otra detrás de la oreja.

Ross formuló las razones que lo inducían a preferir la Wheal Leisure.

—Bien, mi estimado muchacho —gritó el señor Treneglos—, todo eso parece muy convincente, y le creo. No me opongo a que cave algunos agujeros en mi tierra. Tenemos que ser buenos vecinos. —Alzó la voz—. Ahora, desde el punto de vista financiero, este mes ando un poco escaso; mis muchachos y sus cazadores. Quizás el mes próximo pueda prestarle cincuenta guineas. Sí, tenemos que ser buenos vecinos. ¿Qué le parece?

Ross se lo agradeció y dijo que si comenzaba a explotar la mina la trabajaría basándose en el sistema del libro de costos, en virtud del cual diferentes especuladores tomaban una o más acciones y participaban en los beneficios.

—Sí, excelente idea. —El señor Treneglos adelantó una oreja—. Bien, vuelva a verme, ¿eh? Muchacho, siempre me alegra estrechar una mano. Sí, tenemos que ser buenos vecinos, y no me opongo a que haya cierto movimiento. Quizás encontremos otro Grambler. Muchacho, ¿ha leído a los clásicos? Es el remedio a muchos males del mundo moderno. A menudo quise interesar en el asunto a su padre. A propósito, ¿cómo está?

Ross explicó la situación.

—Caramba, que me cuelguen, sí. Mal asunto. En realidad, estaba pensando en su tío. Sí, pensaba en su tío —agregó en voz baja.

Ross cabalgó por el camino de regreso a su casa, pensando que una media palabra del señor Treneglos era todo lo que podía pretender a esa altura del asunto; a él le tocaba conseguir el asesoramiento de un profesional. El hombre apropiado en ese sentido era el capataz Henshawe, de Grambler.

Jim Carter estaba trabajando en uno de los campos con los tres chicos Martin. Cuando vio pasar a Ross, Carter se acercó corriendo.

—Me pareció conveniente darle una noticia, señor —dijo serenamente—. Reuben Clemmow huyó.

Habían ocurrido tantas cosas desde la reunión del domingo último, que Ross había olvidado al último de los Clemmow. La entrevista no había sido agradable. El hombre había adoptado una actitud astuta, pero desafiante al mismo tiempo. Ross había razonado con él, tratando de llegar a un entendimiento a través de una especie de espeso muro de sospecha y resentimiento. Pero, incluso mientras hablaba, tenía conciencia de su fracaso y de la hostilidad que él mismo suscitaba, algo que no podía afrontarse ni modificarse mediante un buen consejo o una conversación amistosa. Era un sentimiento demasiado profundo, y no cabía modificarlo fácilmente.

—¿Adónde fue?

—No lo sé, señor. Seguramente se atemorizó porque usted dijo que lo expulsaría.

—¿Quieres decir que no está en la mina?

—Falta desde el martes. Desde ese día nadie lo ha visto.

—Oh, bien —dijo Ross—, habrá menos problemas. Ha estado molestando a Jinny.

Carter elevó los ojos hacia Ross. Su rostro juvenil, de pómulos salientes, estaba muy pálido esa mañana.

—Señor, ella cree que anda por aquí. Dice que no fue muy lejos.

—Alguien tiene que haberlo visto.

—Sí, señor, eso es lo que yo diría. Pero ella no me cree. Dice, si usted me disculpa, que usted debe cuidarse.

El rostro de Ross esbozó una sonrisa. Era evidente que Jim Carter se había convertido en su guardaespaldas permanente.

—Jim, no te inquietes por mí. Y tampoco por Jinny. ¿Estás enamorado de la chica?

Carter lo miró a los ojos y tragó saliva.

—Bien —dijo Ross—, te sentirás mejor, ahora que tu rival desapareció. Aunque dudo de que haya sido una competencia muy grave.

—No de ese modo —dijo Jim—. Es solo que temíamos…

—Sé lo que temían. Si ves u oyes algo, házmelo saber. De lo contrario, no busques fantasmas en todos los rincones.

Espoleó a su yegua. Palabras muy bonitas, pensó Ross. Quizás el patán fue a reunirse con su hermano en Truro. O tal vez no. Imposible decirlo con un hombre así. Los Martin se sentirían más tranquilos si encerraban a ese individuo.

II

Aunque fue varias veces a Truro, Ross no volvió a ver a Margaret. Tampoco deseaba hacerlo. Si sus aventuras con la mujer la noche del baile no lo habían curado de su amor por Elizabeth, por lo menos le habían demostrado que en sí misma la sensualidad nada resolvía.

La pequeña Demelza se instaló en su nuevo hogar como un gatito extraviado a quien depositan sobre un almohadón cómodo. Como conocía la solidez de los vínculos familiares de los mineros, Ross había previsto que después de una semana la encontraría acurrucada en un rincón, lloriqueando por su padre y las palizas que él le daba. Si la chica hubiese mostrado el más mínimo indicio de añoranza, él la habría despachado inmediatamente; pero no fue ese el caso, y Prudie se había convertido en fiadora de la niña.

El hecho de que tres horas después de llegar Demelza ya hubiera conquistado a la terrible Prudie era otra sorpresa. Quizás excitaba cierto instinto maternal casi atrofiado, como hace un polluelo medio muerto de hambre con un gran alca.

Así, después de un mes de prueba, Ross envió a Jim Carter —Jud no estaba dispuesto a ir— y le ordenó que entregase a Tom Carne dos guineas por los servicios de la chica durante un año. Jim dijo que Carne había amenazado romperle todos los huesos del cuerpo; pero no rechazó el oro, y ello sugería que estaba dispuesto a aceptar la pérdida de su hija.

Después del intento de invasión en gran escala, los mineros de Illuggan no reaparecieron. Siempre existía la posibilidad de choques el primer día festivo, pero entretanto, la distancia que separaba a los lugares prevenía encuentros ocasionales. Durante cierto tiempo Ross sospechó que podían tratar de llevarse a la niña por la fuerza, y por lo tanto le ordenó que no se alejase de la casa. Una tarde, cuando cabalgaba de regreso desde Santa Ana, recibió una andanada de piedras arrojadas desde detrás de un seto, pero ese fue el último signo de la antipatía pública. A decir verdad, la gente tenía que pensar en sus propios problemas.

Mientras revisaba los trastos amontonados en la biblioteca, Prudie encontró un retazo de sólido algodón estampado, y con ese material, después de lavarlo y cortarlo, confeccionó para la chica dos vestidos que parecían chaquetas. Después, un viejo cubrecama que tenía un ancho borde de encaje suministró el material de dos pares de combinaciones. Demelza jamás había visto nada semejante, y cuando los usaba siempre procuraba estirarlas de modo que el encaje se viese bajo el ruedo del vestido.

Muy contra su voluntad, Prudie se encontró abanderada en una campaña en la cual personalmente no creía: la guerra contra los piojos. A intervalos frecuentes había que señalar a Demelza que el nuevo amo no estaba dispuesto a tolerar cuerpos o cabellos sucios.

—Pero ¿cómo lo sabe? —preguntó la chica un día en que la lluvia se deslizaba por el vidrio color verde botella de la ventana de la cocina—. ¿Cómo puede saberlo? Tengo los cabellos negros, y el color no cambia cuando los lavo.

Prudie frunció el ceño mientras condimentaba la carne, que se cocía sobre un asador puesto al fuego.

—Sí. Pero cambia mucho la cantidad de bichos que tiene.

—¿Bichos? —repitió Demelza, y se rascó la cabeza—. Caramba, todo el mundo tiene bichos.

—A él no le gustan.

—Bien —dijo Demelza con expresión grave—, usted tiene bichos. Usted tiene más bichos que yo.

—A él no le gustan —dijo Prudie con obstinación.

Demelza dedicó un momento a asimilar la frase.

—Entonces, ¿cómo los sacamos?

—Lavarse, lavarse y lavarse —dijo Pruebe.

—Como un condenado pato —aclaró Jud, que acababa de entrar en la cocina.

Demelza volvió la cabeza y lo miró con sus ojos oscuros que manifestaban interés. Después, volvió a mirar a Prudie.

—Entonces, ¿por qué todavía tiene bichos? —preguntó la niña, deseosa de aprender.

—Porque no se lava bastante —replicó Jud sarcásticamente—. Los seres humanos no tienen derecho a su piel. Para complacer a cierta gente tienen que fregarse como un pedazo de carne de vaca. Además, depende de cómo se pegan los bichos. Los bichos son criaturas raras y caprichosas. A los bichos les gustan unas personas más que otras. Van muy bien con alguna gente, como si fueran hermano y hermana. A otra gente Dios la hace limpia naturalmente. Mírame. No encontrarás bichos en mi cabeza.

Demelza lo examinó.

—No —dijo—, pero usted no tiene cabello.

Jud depositó en el suelo la turba que había traído.

—Si le enseñases a frenar la lengua —dijo malignamente a su esposa—, sería mucho mejor que enseñarle esas cosas. Si le enseñases maneras, y a hablar con respeto a la gente, y a contestar con respeto, y a ser respetuosa con los mayores y los superiores, todo mejoraría muchísimo. Entonces podrías mirarla en la cara y decir: «Aquí estoy haciendo un buen trabajo, y le enseño a ser respetuosa». Pero ¿qué estás haciendo? Es difícil contestar. Es difícil saberlo. Le estás enseñando a ser descarada.

Esa noche Jim Carter estaba sentado en el cottage de los Martin y conversaba con Jinny. Durante el invierno que había pasado trabajando en Nampara había llegado a estrechar lazos de simpatía con los Martin. A medida que se afirmaba su relación con Jinny, veía cada vez menos a su propia familia. Lo lamentaba, porque su madre seguramente lo extrañaba, pero a decir verdad no podía estar en dos lugares al mismo tiempo, y por otra parte se sentía más cómodo, con más posibilidades de expresarse, charlar y pasarlo bien en el cottage acogedor de esa gente que no lo conocía de un modo tan íntimo.

Su padre, un experto minero tributario, había ganado bonitas sumas hasta que tuvo veintiséis años, y entonces la tisis, que venía amenazándolo desde hacía años, se impuso a su organismo, y seis meses después, la señora Carter enviudó con cinco pequeños a su cargo; de ellos el mayor, Jim, tenía entonces ocho años.

Fred Carter había llegado al extremo de pagar seis peniques semanales por la asistencia del niño a la escuela de la tía Alice Trevemper, y se había hablado de la posibilidad de que el niño concurriese un año más. Pero la necesidad anuló esos planes, del mismo modo que el viento disipa el humo, y Jim empezó a trabajar en Grambler cribando minerales. Era una tarea que se cumplía en la superficie, porque los mineros de Cornwall no mostraban con sus hijos la misma actitud implacable de los habitantes de la montaña. Pero el cribado no era una actividad ideal, porque implicaba pasar por agua el mineral de cobre y permanecer encorvado diez horas diarias. La madre se preocupaba porque el chico escupía sangre cuando volvía a casa. Pero muchos otros niños hacían lo mismo. El chelín y los tres peniques semanales eran importantes. A los once años bajó a la mina y comenzó trabajando con otro hombre y retirando el material cargado en carretillas; pero había heredado el talento de su padre, y a los dieciséis ya era tributario en su propia veta y ganaba lo suficiente para mantener la casa. Se sentía muy orgulloso; pero dos años después advirtió que perdía tiempo a causa de su mala salud y que estaba afectado por una tos espesa y persistente como la que su padre había tenido. A los veinte años, profundamente resentido contra el destino, aceptó que su madre lo obligase a abandonar la mina, lo cual implicaba renunciar a su nivel de ingresos; traspasó la veta a su hermano menor y buscó trabajo como peón de campo. Incluso teniendo en cuenta que el capitán Poldark pagaba un salario justo, en un trimestre ganaría menos que lo que solía obtener en un mes; pero no lo molestaba solo la disminución de sus ingresos, y ni siquiera la pérdida de su puesto. Llevaba la minería en la sangre; le gustaba, y deseaba el trabajo.

Había renunciado a algo que deseaba mucho. Sin embargo, ya se sentía más fuerte y más tranquilo. Y ahora el futuro no le inspiraba tanto temor.

Estaba sentado en un rincón del cottage de los Martin, y hablaba en voz baja con Jinny mientras Zacky Martin fumaba en su pipa de arcilla a un costado del hogar leyendo un periódico; sobre el otro extremo, la señora Zacky sostenía con un brazo a Betsy María Martin, de tres años, que estaba sanando de un peligroso ataque de sarampión; con el otro brazo sostenía al más pequeño, un bebé de dos meses que berreaba con entusiasmo. El cuarto estaba débilmente iluminado por una frágil lámpara de barro, con dos mechas que emergían de las estrechas ranuras practicadas a los costados de la cazoleta. El depósito de la lámpara contenía aceite de sardina, y en el aire había olor a pescado. Jinny y Jim ocupaban un asiento de madera de fabricación casera y se alegraban de gozar de la protección dispensada por la semioscuridad. Jinny aún no quería salir de la casa después de anochecer, ni siquiera acompañada de Jim —el único tema que ensombrecía la amistad de los dos jóvenes—, y aseguraba que no podía tener un minuto de tranquilidad si detrás de cada arbusto podía esconderse una figura agazapada. Era mejor estar allí, aunque tuvieran que soportar la baraúnda familiar.

En la media luz solo alcanzaban a verse algunas partes de la habitación, superficies y lados, curvas y extremos y perfiles. Poco antes se habían retirado de la mesa los restos de la comida de la noche, formada por té con pan de cebada y budín de guisantes: la luz amarillenta mostraba el círculo húmedo donde la vieja tetera de peltre se había derramado. En el otro extremo había migajas dejadas por las dos niñas menores. De Zacky solo alcanzaban a verse los espesos cabellos rojizos, el ángulo saliente de su pipa, el pliegue de papel del Mercurio de Sherborne con sus apretadas columnas, y sostenido por una mano velluda que parecía temer que la hoja saliera huyendo. Los lentes de marco de acero de la señora Zacky centelleaban, y cuando miraba primero a uno de sus inquietos niños y después al otro, cada lado de su rostro chato con labios apretados se iluminaba sucesivamente, como en las diferentes fases de la luna. De la pequeña Inés Mary se veían únicamente un chal gris y un puñito regordete que se cerraba y se abría como si afirmara su frágil derecho a la existencia. Sobre el otro hombro de la señora Zacky descansaba inquieto un mechón de cabellos rojos y una nariz aplastada y pecosa.

Sobre el piso, las piernas largas y desnudas de Matthew Mark Martin resplandecían como dos truchas plateadas: el resto de su cuerpo estaba oculto por el macizo parche de sombra proyectado por su madre. Sobre la pared, al lado de Jinny y Jim, se movía otra gran sombra, la del gato de pelaje tostado que había subido al estante, al lado de la lámpara, y miraba parpadeando a la familia.

Era la semana más agradable, cuando papá Zacky trabajaba en el turno de la noche, porque en esas circunstancias permitía que sus hijos permanecieran levantados hasta cerca de las nueve. La experiencia había acostumbrado a Jim a esta rutina, y ahora anticipaba el momento en que debía marcharse. Inmediatamente se le ocurrió una docena de cosas que aún debía decir a Jinny, y estaba apresurándose a decirlas cuando se oyó un golpe en la puerta, y la mitad superior se abrió bruscamente para mostrar la figura alta y vigorosa de Mark Daniel.

Zacky bajó el diario, desvió los ojos y miró el agrietado reloj de arena para asegurarse de que no se le había pasado la hora.

—Muchacho, llegas temprano esta noche. Entra y acomódate, si así lo deseas. Todavía ni siquiera me calcé.

—Tampoco yo —dijo Daniel—. Amigo, quería conversar contigo unas palabras, digamos de vecino a vecino.

Zacky vació su pipa.

—Nada lo prohíbe. Entra y ponte cómodo.

—Quiero hablarte en privado —dijo Mark—. Con el perdón de la señora Zacky. Una palabra al oído acerca de un asuntito privado. Podrías salir un momento.

Zacky lo miró fijamente, y dirigió palabras tranquilizadoras a sus inquietos hijos. Dejó el periódico, se alisó los cabellos y salió con Mark Daniel.

Jim aprovechó agradecido el respiro para insistir en sus murmullos: comunicaciones importantes acerca del lugar en que podían encontrarse al día siguiente, si ella había terminado sus tareas en la mina y sus labores domésticas antes de oscurecer, y si él había concluido el trabajo en el campo… Jinny inclinaba afectuosamente la cabeza mientras lo escuchaba. Jim observó que, incluso en la sombra, siempre se reflejaba un poco de luz sobre la piel lisa y pálida de la frente de la joven, o en la curva de sus mejillas. Y siempre había luz en los ojos de Jinny.

—Niños, es hora de que todos vayan a dormir —dijo la señora Zacky, aflojando los labios apretados—. Si no lo hacen, se dormirán cuando tengan que despertar. Vamos ya, Matthew Mark, y tú también Gabby. Y Thomas. Jinny querida, no querrás separarte de tu joven amigo siendo tan temprano, pero ya sabes lo que ocurre por la mañana.

—Sí, mamá —dijo Jinny con una sonrisa.

Zacky regresó a la habitación. Todos lo miraron con curiosidad, pero él fingió que no advertía el escrutinio de su familia. Volvió a su silla y comenzó a plegar el diario.

—No sé —dijo la señora Zacky— si me gusta que hombres adultos tengan charlas secretas. Que murmuren por ahí como si fueran bebés. ¿De qué se trata, Zacarías?

—Discutimos de las manchas de la luna —dijo Zacky—. Mark dice que son noventa y ocho, y yo que son ciento dos, de modo que convinimos dejar quieto el asunto y consultar con el predicador.

—No toleraré tus blasfemias en esta casa —dijo la señora Zacky. Pero habló sin mayor convicción. Tenía una confianza muy firme en la sensatez de su marido, una actitud que se había consolidado a lo largo de veinte años, de modo que sus palabras no eran más que una protesta simbólica ante la conducta incorrecta del hombre. Además, por la mañana ya tendría tiempo de enterarse de todo.

Envalentonado por la oscuridad, Jim besó la muñeca de Jinny y se puso de pie.

—Creo que es hora de que me marche, señor y señora Zacky —dijo, apelando a lo que ya se había convertido en una fórmula de despedida—. Y les agradezco de nuevo que me reciban tan bien. Buenas noches, Jinny; buenas noches, señor y señora Zacky; buenas noches a todos.

Se acercó a la puerta, pero Zacky lo detuvo.

—Espera, muchacho. Deseo dar un paseo, y dispongo de mucho tiempo. Caminaré un poco contigo.

La protesta de la señora Zacky lo alcanzó cuando estaba sumergiéndose en las sombras cargadas de llovizna. Zacky cerró las puertas, y la noche los envolvió, húmeda y blanda con la lluvia fina y brumosa que caía como telarañas sobre los rostros y las manos de los dos hombres.

Echaron a andar, tropezando al principio en la oscuridad, pero pronto se acostumbraron y caminaron con la seguridad de los campesinos que recorren terreno conocido.

Jim estaba desconcertado ante la compañía de Zacky, y también un poco nervioso, porque el tono del hombre había tenido acentos sombríos. Por tratarse de una persona «educada», Zacky siempre había revestido cierta importancia a los ojos de Jim: cuando Zacky se apoderaba del maltratado Mercurio de Sherborne, la magnificencia del gesto renovaba la impresión de Jim; y ahora era además el padre de Jinny. Se preguntó si habría cometido alguna falta.

Alcanzaron la cumbre de la colina que se alzaba al lado de la Wheal Grace. Desde allí podían verse las luces de la casa Nampara, dos manchas opalinas en la oscuridad.

Zacky habló:

—Quería decirte esto. Vieron a Reuben Clemmow en Marasanvose.

Marasanvose estaba a kilómetro y medio, tierra adentro, de los cottages de Mellin. Jim Carter experimentó una ingrata sensación de tensión en la piel, como si le hubieran aplicado alfilerazos. Todo su sentimiento de satisfacción se disipó; de pronto se sintió irritado y tenso.

—¿Quién lo vio?

—El pequeño Charlie Baragwanath. No supo quién era, pero la descripción no permite dudar mucho.

—¿Le habló?

—Reuben habló al pequeño Charlie. Estaba en el camino que corre entre Marasanvose y la Wheal Pretty. Charlie dijo que se había dejado crecer una barba larga, y que tenía un par de chaquetas sobre los hombros.

Los dos hombres comenzaron a descender lentamente la colina, en dirección a Nampara.

—Y ahora que Jinny comenzaba a tranquilizarse —dijo Jim con voz colérica—. Si llega a saberlo, volverá a trastornarse.

—Por eso no dije palabra a las mujeres. Quizá podamos hacer algo sin que se enteren.

A pesar de su nerviosismo, Jim experimentó un renovado impulso de gratitud y amistad hacia Zacky, que en esta ocasión le dispensaba tanta confianza, y lo trataba como a un igual, y no como a una persona sin importancia. En cierto modo, el hombre estaba reconociendo fácilmente el vínculo del joven con Jinny.

—Señor Martin, ¿qué haremos?

—Hay que ver al capitán Ross. Él sabrá qué debe hacerse.

—¿Voy con usted?

—No, muchacho. Prefiero hacerlo a mi modo.

—Lo esperaré afuera —dijo Jim.

—No, muchacho; vete a la cama. De lo contrario, no podrás levantarte por la mañana. Mañana te diré lo que él aconseje.

—Prefiero esperar —dijo Jim—. Es decir, si a usted no le importa. Ahora no tengo sueño.

Llegaron a la casa, y se separaron en la puerta. Zacky caminó en silencio hacia la cocina. Prudie y Demelza ya estaban acostadas, y Jud aún estaba levantado y bostezaba ruidosamente. Zacky fue introducido a presencia de Ross.

Ross estaba entregado a su ocupación habitual, leer y beber en preparación para la noche. Pero no tenía tanto sueño que no pudiese escuchar el relato de Zacky. Cuando este concluyó, Ross se puso de pie, caminó hasta el fuego y permaneció de espaldas al mismo, mirando fijamente al hombrecito.

—¿Charlie Baragwanath pudo conversar con él?

—No tuvieron lo que en justicia podría llamarse conversación. Algunas palabras para pasar el momento, podría decirse, hasta que Reuben se apoderó de su pastel y huyó. ¡Mire que robar un pastel a un niño de diez años…!

—Los hombres hambrientos tienen distintas opiniones en ese punto.

—Charlie dice que huyó y se internó en el bosque, de este lado de Mingoose.

—Bien, habrá que hacer algo. Podemos organizar una cacería humana y expulsarlo de su madriguera. La dificultad moral es que todavía no ha hecho nada malo. No podemos encarcelar a un tipo porque es un idiota inofensivo. Pero tampoco podemos esperar que demuestre que es lo contrario.

—Seguramente está viviendo en una caverna, o quizás en una mina abandonada —dijo Zacky—. Y se alimenta de animales ajenos.

—Sí, es probable. Puedo convencer a mi tío de que colabore y nos dé una orden de arresto.

—Si a usted le parece bien —dijo Zacky—, creo que a la gente le gustaría ocuparse del problema.

Ross movió la cabeza.

—Dejemos eso como último recurso. Por la mañana veré a mi tío y conseguiré la orden. Será lo mejor. Entretanto, procure que Jinny no salga sola.

—Sí, señor. Gracias, señor. —Zacky comenzó a caminar hacia la puerta.

—Hay algo que podría facilitar la cosa en lo que se refiere a Jinny —dijo Ross—. Estuve pensando en el asunto. Jim Carter, el muchacho que trabaja para mí, parece muy interesado en ella. ¿Sabe si también ella simpatiza con el joven?

El rostro curtido de Zacky se iluminó con un leve destello de humor.

—Yo diría que el mismo bicho los picó a los dos.

—Bien, no sé qué opina del muchacho, pero creo que es un hombre asentado. Jinny tiene diecisiete años y el muchacho veinte. Si se casaran los dos mejorarían, y es probable que Reuben renunciara a sus propósitos.

Zacky se frotó la pelambre que le cubría el mentón; su pulgar produjo un sonido áspero y raspante.

—El muchacho me gusta; es sensato. Pero en parte está el problema del dinero y la vivienda. Nosotros tenemos poco espacio para alojar a otra familia. Y como peón, él gana apenas lo suficiente para pagar la renta de una vivienda, sin hablar de la comida. Pensé construir un agregado a nuestro cottage; pero no hay terreno suficiente.

Ross se volvió y con la punta de la bota removió el fuego.

—No puedo pagar salario de minero a un peón. Pero en Mellin hay dos cottages vacíos. Ahora de nada sirven, y Jim podría vivir en uno a cambio de la reparación. No le pediré alquiler, mientras trabaje para mí.

Zacky parpadeó.

—¿No cobraría alquiler? Eso sería distinto. ¿Mencionó el asunto al muchacho?

—No. No me toca ordenar su vida. Pero cuando llegue el momento háblelo con él, si le parece bien.

—Lo haré esta noche misma. Está esperando afuera… No, esperaré a mañana. Vendrá a casa, en eso es muy regular —Zacky se interrumpió—. Es muy amable de su parte. ¿No quiere verlos a los dos? Así podría explicarlo usted mismo.

—No, no. No quiero intervenir en eso. Fue una idea que se me ocurrió. Pero usted puede arreglar las cosas a su gusto.

Cuando el hombrecito se hubo marchado, Ross volvió a llenar su pipa, la encendió y volvió al libro. Tabitha Bethia trepó a su rodilla, y él no la echo. En cambio, le tironeó de la oreja mientras leía. Pero después de volver un par de páginas advirtió que en realidad no estaba leyendo. Concluyó su copa, pero no se sirvió otra.

Se sentía justo y virtuoso. Decidió ir sobrio a la cama.

III

El tiempo lluvioso lo había desvinculado de la casa Trenwith durante las últimas semanas. No había visto a Verity después de la noche del baile, y sospechaba que ella estaba evitándolo con el propósito de que él no le hiciera bromas acerca de su amistad con el capitán Blamey.

A la mañana que siguió a la visita de Zacky, cabalgó bajo la lluvia para ir a ver a su tío, y le sorprendió encontrar allí al reverendo Johns. El primo William-Alfred, con su cuello alargado muy erecto, era el único ocupante del salón de invierno adonde lo llevó la señora Tabb.

—Tu tío está arriba —dijo el primo William-Alfred, mientras le daba un apretón frío pero firme—. Pronto bajará. ¿Cómo estás, Ross?

—Bien, gracias.

—Hum —dijo William-Alfred, con expresión ecuánime—. Si, así lo creo. Pareces mejor que la última vez que te vi. Menos ojeroso, si se me permite decirlo.

Ross prefirió no hacer caso de la observación. A pesar de su abstracta piedad, simpatizaba con William-Alfred, porque el hombre era tan sincero en sus creencias como en su modo de vivir. Valía por tres como el doctor Halse, que era el tipo de ministro dado a la política.

Preguntó por la esposa de su primo, y manifestó una cortés satisfacción porque la salud de Dorothy estaba mejorando. En diciembre Dios les había dado otra hija, la bendición de otra oveja. Después, Ross inquirió por la salud de los ocupantes de la casa Trenwith, preguntándose si la respuesta explicaría la presencia de William-Alfred. Pero no. Todos estaban bien, y no había ningún motivo especial que hubiera traído a William-Alfred desde Stithians. Francis y Elizabeth estaban pasando una semana con los Warleggan en la casa de campo que estos poseían en Cardew. La tía Agatha estaba en la cocina preparándose un té de hierbas. Verity… Verity estaba arriba.

—Has recorrido un buen trecho en una mañana tan desagradable —dijo Ross.

—Primo, vine anoche.

—Y bien, no hacía mejor tiempo.

—Confío en partir hoy si cesa la lluvia.

—La próxima vez que vengas, recorre cinco kilómetros más y visita Nampara. Puedo ofrecerte una cama, ya que no las comodidades de que gozas aquí.

William-Alfred pareció complacido. Rara vez era objeto de gestos de franca cordialidad.

—Gracias. Ciertamente lo haré.

Entró Charles Poldark, resoplando como una ballena por el esfuerzo de descender la escalera. Seguía aumentando de peso, y tenía los pies hinchados por la gota.

—Hola, Ross; de modo que viniste, muchacho. ¿Qué pasa? ¿Tu casa está flotando en el mar?

—Corre peligro en ese sentido, si continúa la lluvia. ¿Interrumpo un asunto importante?

Los otros dos cambiaron miradas.

—¿Nada le ha dicho? —preguntó Charles.

—No podía hacerlo si usted no me autorizaba.

—Pues bien, adelante, adelante. ¡Aj! Es un asunto de familia y Ross pertenece a la familia, aunque su relación con nosotros sea un tanto peculiar.

William-Alfred volvió hacia Ross sus ojos gris claro.

—Vine ayer, no tanto para hacer una visita social, como para ver al tío Charles por un asunto muy importante para nuestra familia. Vacilé un tiempo antes de mezclarme en un asunto que era…

—Se trata de Verity y ese tipo, el capitán Blamey —dijo brevemente Charles—. Maldición, no podía creerlo. No es que la chica deba…

—¿Sabes —dijo William-Alfred— que tu prima se muestra muy cordial con un marino, cierto Andrew Blamey?

—Lo sé. He conocido al hombre.

—Lo mismo que nosotros —dijo Charles indignado—. ¡Estuvo aquí, en la boda de Francis!

—Entonces, yo nada sabía —dijo William-Alfred—. Era la primera vez que lo veía. Pero la semana pasada me enteré de su historia. Como sabía que estaba convirtiéndose en… que se hablaba mucho de él y la prima Verity, vine tan pronto tuve oportunidad. Por supuesto, al principio hice todo lo posible para comprobar la información que había llegado a mis oídos.

—Bien, ¿de qué se trata? —preguntó Ross.

—El hombre ya estuvo casado. Es viudo y tiene dos hijos pequeños. Quizás eso lo sabes. Pero además es un borracho conocido. Hace unos años, en un acceso de furia provocado por el alcohol, atacó a puntapiés a su esposa, que estaba embarazada, y ella murió. En ese momento él estaba en la marina real, y era comandante de una fragata. Perdió su grado y estuvo dos años en una prisión común. Cuando lo pusieron en libertad, vivió varios años de la caridad de sus parientes, hasta que obtuvo su cargo actual. Según entiendo, hay un movimiento encaminado a boicotear la nave que él manda, hasta que la compañía lo dé de baja.

William-Alfred concluyó la información, suministrada con voz neutra, y se pasó la lengua por los labios. En su tono no se había manifestado animosidad, una característica que agravaba la severidad del relato. Charles escupió por la ventana abierta.

Ross dijo:

—¿Verity lo sabe?

—¡Sí, maldición! —exclamó Charles—. ¿Puedes creerlo? Lo sabe hace más de dos semanas. ¡Y dice que no le importa!

Ross se acercó a la ventana, y se mordió los nudillos. Mientras él había estado enfrascado en sus propios asuntos cotidianos, se había incubado lo que ahora le revelaban.

—Pero seguramente le importa —dijo, medio para sí mismo.

—Dice —observó con voz neutra William-Alfred— que él no volverá a beber.

—Sí, bien… —Ross se interrumpió—. Oh, sí, pero…

Charles volvió a estallar.

—¡Por Dios, todos bebemos! Que un hombre no beba es antinatural. ¡Aj! Pero cuando estamos bebidos no asesinamos. Darle puntapiés a una mujer en esa condición es imperdonable. No sé cómo le aplicaron una condena tan leve. Tendrían que haberlo colgado de su propio palo mayor. Borracho o sobrio, poco importa.

—Sí —dijo Ross con voz pausada—. Me inclino a concordar con tu opinión.

—Ignoro —dijo serenamente William-Alfred—, si el matrimonio entraba en sus planes; pero si así es, ¿podemos permitir que una dulce niña como Verity se case con un hombre semejante?

—¡Por Dios, no! —dijo Charles, el rostro púrpura—. ¡No mientras yo viva!

—¿Cuál es la actitud de Verity? —preguntó Ross—. ¿Insiste en casarse con él?

—¡Dice que se ha reformado! ¿Por cuánto tiempo? Borracho una vez, borracho siempre. ¡Es una situación imposible! Verity está en su cuarto, y allí se quedará hasta que razone.

—Hemos tenido muy buenas relaciones todo este invierno. Tal vez convenga que la vea y conversemos un poco.

Charles movió la cabeza.

—Ahora no, muchacho. Quizá después. Es tan obstinada como su madre. A decir verdad, aún más, y eso es mucho decir. Pero hay que terminar con esta relación. Compadezco terriblemente a Verity. No ha tenido muchos admiradores. Pero no permitiré que una bestia que golpea a su esposa se acueste con una hija de mi carne y mi sangre. Y eso es todo.

De modo que por segunda vez durante esa primavera Ross volvió a caballo desde Trenwith sin haber hecho nada de lo que se había propuesto. La vez anterior Elizabeth. Ahora Verity.

El pensamiento de que ella sufría lo inquietaba e incomodaba. Charles podía decir que eso era todo; pero Ross había llegado a conocer a Verity mejor que el padre y el hermano. Tardaba en dar su afecto, pero después no lo retiraba tan fácilmente. Ross ni siquiera estaba seguro de que el veto de Charles pudiese destruir ese vínculo. Bien podía ocurrir que la joven decidiese desafiar a todo el mundo y desposar a Blamey, y que solo después se disipase su sentimiento.

Y esa era la peor de todas las perspectivas.