Esa noche, alrededor de las nueve, Jim Carter volvió de visitar a Jinny Martin. Antes de que el muchacho comenzara a trabajar con Ross, había existido cierta amistad entre los dos jóvenes, pero el asunto había madurado rápidamente durante el invierno.
Habitualmente Jim se dirigía al desván del establo para dormir hasta el alba; pero esta vez se acerco a la casa e insistió en ver a Ross. Jud, que ya estaba al tanto del asunto, lo siguió al salón sin ser invitado.
—Se trata de los mineros de Illuggan —dijo sin rodeos el muchacho—. Zacky Martin oyó decir a Will Nanfan que esta noche piensan venir a castigarlo por haber robado a la chica de Tom Carne.
Ross depositó el vaso sobre la mesa, pero mantuvo un dedo en el libro.
—Bien, si vienen, sabremos qué hacer.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Jud—. Si se trata de uno o dos, podrá arreglarlo como hicimos hoy, pero cuando son centenares parecen un gran dragón que escupe fuego. Si se interpone lo aplastan como a una chinche.
Ross reflexionó. Al margen de su retórica, había cierta parte de verdad en lo que Jud decía. La ley y el orden desaparecían cuando una turba de mineros se descontrolaba. Pero era improbable que recorrieran un trecho tan largo por un asunto baladí. A menos que hubiesen estado bebiendo. Era la semana de Pascua.
—¿Cuantas armas tenemos en la casa?
—Creo que tres.
—Con una bastaría. Cuida de que estén limpias y prontas. Fuera de eso, nada más podemos hacer.
Se retiraron, y Ross los oyó murmurar su insatisfacción del otro lado de la puerta. Bien, ¿qué más podía hacer? No había previsto que la adopción circunstancial de una niña para que realizara labores en la cocina produciría esos resultados; pero ahora lo había hecho, y estaba dispuesto a afrontar el infierno antes que retractarse. Dos años en el extranjero lo habían llevado a olvidar los prejuicios localistas de su propia gente. Para los estañeros y los pequeños propietarios del condado, quien viva a cuatro o cinco kilómetros de distancia era un forastero. Retirar de su hogar a una niña para llevarla a una casa que estaba a quince kilómetros de distancia, y peor si se trataba de una chica menor de edad, por mucho que ella aceptara de buena gana el trato, era suficiente para incitar todas las formas de la pasión y el prejuicio. Había accedido a un impulso humano y se le consideraba un secuestrador. Bien, que los perros ladrasen.
Tocó la campanilla para llamar a Prudie. La mujer arrastrando ruidosamente los pies.
—Prudie, acuéstese, y vea que la niña también se vaya a la cama. Y dígale a Jud que lo necesito.
—En este mismo momento acaba de salir. Se fue con Jim Carter; los dos se fueron juntos.
—Está bien, no importa. —Seguramente muy pronto regresaría, y era probable que se hubiese alejado solo para alumbrar el camino del muchacho, que debía acostarse. Ross se puso de pie y fue a buscar su arma. Era un fusil francés de chispa y retrocarga, traído de Cherburgo diez años antes por su padre, y tenía mayor exactitud y era más seguro que cualquiera de las armas que él había conocido.
Abrió el arma y examino el mecanismo, y comprobó que el pedernal y el martillo funcionaban bien; llenó cuidadosamente con pólvora la cazoleta, introdujo la carga y finalmente dejo el arma sobre el alfeizar de la ventana. Nada más podía hacer, de modo que se sentó de nuevo a leer y volvió a llenar su vaso.
Pasó el tiempo, y Ross se impacientó al ver que Jud no retornaba. Esa noche había poco viento y la casa estaba muy silenciosa. De tanto en tanto, una rata se movía detrás del revestimiento de madera, y a veces Tabitha Bethia, la gata sarnosa, maullaba y se estiraba delante del fuego, o se desprendía un pedazo de madera y se deshacía en cenizas.
A las diez y media se acercó a la puerta y escudriñó en dirección al valle. Era una noche nubosa, y a cierta distancia el río murmuraba y se agitaba; un búho se desprendió de un árbol impulsado por sus alas furtivas.
Dejo abierta la puerta y caminó rodeando la casa, en dirección a los establos. El mar estaba muy oscuro. Una onda larga y negra avanzaba silenciosa. De tanto en tanto, una ola se alzaba y se rompía en el silencio con un restallido semejante a un trueno, y sus rayos blancos se destacaban vívidos entre las sombras.
Tenía el tobillo muy dolorido después de las piruetas y cabriolas de la tarde, y sentía rígido el cuerpo, y la espalda lo torturaba como si le hubiesen roto una costilla. Entró en los establos y subió al desván. Jim Carter no estaba allí.
Descendió, acarició a Morena, oyó a Garrick moverse en la caja que le habían construido, y regreso sobre sus pasos. Que el diablo se llevase a Jud y las cosas que se le ocurrían. Seguramente tenía sensatez bastante para no abandonar la propiedad después de la advertencia del muchacho. Ross no creía que el hombre hubiese desertado.
Ross fue al dormitorio de la planta baja. Esa noche la cama encajonada estaba vacía, porque habían trasladado a Demelza a su nueva habitación. Subió la escalera y abrió silenciosamente la puerta de la habitación de la chica. Reinaba una oscuridad total, pero alcanzo a oír una respiración áspera y nerviosa. Por lo menos ella estaba, pero no dormía. Ross no sabía cómo, pero lo cierto era que la niña estaba enterada del peligro. Ross no habló, y volvió a bajar.
De la habitación contigua llegaba un ruido semejante al de un hombre muy anciano cortando madera con una sierra oxidada, de modo que Ross no necesito localizar a Prudie. De nuevo en la planta baja, se esforzó por continuar la lectura del libro. No volvió a beber. Si Jud regresaba, harían guardias de dos horas toda la noche; si no lo hacía, tendría que continuar solo la vigilia.
A las once y media concluyó el capitulo, cerró el libro y se dirigió nuevamente hacia la puerta de la casa. El árbol de lila movía sus ramas impulsadas por una brisa caprichosa, y luego se inmovilizaba. Tabitha Bethia lo acompañó afuera, y en un gesto fraternal frotó su cabeza contra las botas de Ross. El río murmuraba su interminable letanía. Del bosquecillo de olmos llegó el áspero y agudo grito de un chotacabras. La luna estaba levantándose en la dirección de Grambler.
Pero Grambler estaba hacia el suroeste. Y el débil resplandor del cielo no era tan pálido que reflejase la salida o la puesta de la luna. Era fuego.
Comenzó a alejarse de la casa, y de pronto se detuvo. La desaparición de Jud y Carter significaba que era el único que podía defender la propiedad y la seguridad de las dos mujeres. Si en verdad los mineros de Illuggan estaban dispuestos a pelear, sería poco sensato dejar sin protección la casa. En el supuesto de que el fuego tuviese algo que ver con esos hechos, había muchas probabilidades de que se encontrase con los mineros si salía a mirar y ellos venían camino de la casa. Además, era posible que algunos realizaran un movimiento envolvente y lo sorprendiesen cayendo por detrás sobre la casa. Era mejor quedarse allí que arriesgarse a que incendiaran su propiedad.
Se mordió el labio inferior y maldijo a Jud, que era un canalla inútil. Ya le enseñaría a huir a la primera alarma. Por una razón o por otra, esa deserción le parecía mucho más grave que todo el descuido que había demostrado después de la muerte de Joshua.
Cojeando, llegó hasta el Campo Largo, detrás de la casa, y le pareció que alcanzaba a distinguir el parpadeo del fuego. Regresó, y pensó despertar a Prudie y decirle que debía cuidar de sí misma. Pero la casa parecía tan silenciosa como siempre y estaba a oscuras, excepto la luz amarilla de una vela detrás de las cortinas del salón; pensó que era lástima agravar innecesariamente la alarma de nadie. Se pregunto cuáles serían los sentimientos de la niña, sentada en su cama, en la oscuridad.
La indecisión era una de las cosas que odiaba especialmente. Después de otros cinco minutos se maldijo y aferró el arma, y empuñándola inició apresuradamente el camino en dirección al valle.
La lluvia le golpeaba el rostro cuando llegó al bosquecillo de abetos, después de la Wheal Maiden. Del otro lado se detuvo y miró hacia Grambler. Alcanzo a distinguir tres fuegos. Por lo que alcanzaba a ver no eran muy grandes, y esa comprobación lo reconfortó. Después, distinguió a dos figuras que avanzaban por la pendiente, hacia donde estaba Ross; una de ellas llevaba una linterna.
Esperó. Eran Jim Carter y Jud.
Venían conversando, y Carter estaba excitado y sin aliento. Detrás de ellos, emergiendo de las sombras, aparecieron otros cuatro hombres: Zacky Martin, Nick Vigus, Mark y Paul Daniel, todos habitantes de los cottages de Mellin. Cuando estuvieron más cerca, Ross dio un paso al frente.
—Caramba —dijo Jud, mostrando sorprendido las encías—, que me cuelguen si no es el capitán Ross. Qué extraño que este por aquí. Hace apenas veinte minutos me decía: bueno, creo que ahora el capitán Ross está por acostarse; seguro que ya está estirando los pies en la cama. Y pensé también, ojalá yo estuviese en la cama, en lugar de caminar en la niebla, a varios kilómetros de un vaso de ponche caliente…
—¿Dónde estuvieron?
—Bueno, en Grambler. Pensamos ir a visitar a los parientes y pasar una noche agradable…
Los restantes hombres se acercaron y se detuvieron al ver a Ross. Nick Vigus parecía dispuesto a demorarse; su rostro astuto reflejaba la luz de la linterna y dibujaba una sonrisa. Pero Zacky Martin tiró de la manga de Vigus.
—Vamos, Nick. Mañana tienes que ir a trabajar. Buenas noches, señor.
—Buenas noches —dijo Ross, y los miró alejarse. Ahora alcanzaba a distinguir otras linternas alrededor de los fuegos, y figuras que se movían—. Bien, Jud.
—¿Esos fuegos? Bueno, si quiere saberlo todo, fue así…
—Yo le diré, señor —intervino Jim Carter, incapaz de contener la impaciencia—. Después que Will Nanfan dijo que había oído hablar a los mineros de Illuggan, y que pensaban quemarle la casa porque usted se había llevado a la chica de Tom Carne, nos dijimos que sería bueno evitarlo. Will dice que hay como un centenar, armados de palos y hierros. Pues bien, los hombres de Grambler tienen algunas cuentas que ajustar con los hombres de Illuggan desde la feria de la Sanmiguelada, de modo que fui corriendo a Grambler y llamé a todo el mundo, y les dije…
—¿Quién tiene que contar todo esto? —dijo Jud con aire muy digno. Pero, a causa de la excitación, se había disipado la habitual timidez de Jim.
—… Y les dije «¿Qué les parece? Los hombres de Illuggan se vienen dispuestos a dar guerra». Y no necesité decir más, ¿comprende? Todos los hombres de Grambler estaban en las tabernas, bebiendo una copa, y deseosos de pelea. Entretanto, Jud corrió a Sawle y contó la misma historia. Allí no fue lo mismo, pero de todos modos volvió con veinte o treinta…
—Treinta y seis —dijo Jud—. Pero siete de esos pícaros se metieron en la taberna de la viuda Tregothnan, y por lo que sé todavía están allí, llenándose la tripa. Fue culpa de Bob Mitchell. Si él…
—Y llegaron justo a tiempo para ayudar a hacer tres grandes fogatas…
—Tres fogatas —dijo Jud—. Y luego…
—Deja que el chico termine el cuento —dijo Ross.
—Pues bien, encendimos tres fogatas —dijo Carter—, y el fuego estaba avivándose bien cuando oímos llegar a los hombres de Illuggan, que serían ochenta o cien, dirigidos por Remfrey Flamank, borracho como una cuba. Cuando ya estaban acercándose, Mike Andrewartha trepa sobre el muro y les grita, «¿Qué quieren, hombres de Illuggan? ¿Qué tienen que hacer aquí, hombres de Illuggan?». Y Remfrey Flamank se abre la camisa para mostrar todo el pelo que tiene en el pecho y dice: «¿A ustedes qué mierda les importa?». Y entonces Paul Daniel dice: «Nos importa, nos importa muchísimo a todos, porque no queremos que los hombres de Illuggan anden moviendo los traseros en nuestro distrito». Y se oye un gran rezongo, como cuando se molesta a un oso.
Jim Carter se interrumpió un momento para recuperar el aliento.
—Y entonces un hombrecito con una verruga en la mejilla del tamaño de una ciruela, nos grita: «Amigos, con ustedes no tenemos nada. Venirnos a rescatar a la doncella de Illuggan que robó el caballerito, y a enseñarle una lección que no olvidará. ¿Comprenden? No tenemos nada contra ustedes». Y entonces Jud grita: «¿Quién dijo que es pecado emplear a una doncella, como hace todo el mundo? Y además, bastardos, la consiguió en lucha limpia. Y eso es más de lo que ustedes podrían hacer para llevársela. Jamás hubo un hombre de Illuggan que…».
—Está bien, está bien —interrumpió Jud, irritado—. Sé lo que digo, ¿no te parece? ¿No crees que puedo decir lo que yo mismo hablé…? —Fastidiado, movió la cabeza y mostró un ojo que estaba ennegreciéndose.
—Dije: «Nadie ha conocido un hombre de Illuggan que no fuese el sucio cruce de una perra soltera sin pecho y con patas de garza». Me sonó tan bonito como cuando habla el predicador. Y entonces alguien me dio un buen golpe en el ojo.
Aquí intervino Ross.
—Y supongo que entonces todos empezaron a pelear.
—Éramos casi doscientos. Señor, fue un buen trabajo. Jud, ¿viste a ese tipo grandote con un solo ojo? Mark Daniel se la estaba dando, cuando apareció Sam Roscollar. Y Remfrey Flamank…
—Tranquilo, muchacho —dijo Jud.
Jim se tranquilizó al fin. Llegaron a la casa, en un silencio interrumpido solo por la risita ahogada del muchacho y las palabras: ¡Remfrey Flamank estaba borracho como una cuba!
—Qué descarados —dijo Ross en la puerta—. Dejar la casa y mezclarse en una pelea y abandonarme para que cuide solo de las mujeres. ¿Quién se creen que soy?
Jud y Jim Carter callaron.
—Deben comprender que puedo resolver perfectamente mis propias peleas.
—Sí, señor.
—Bien, vayan a acostarse, eso ya no tiene remedio. Pero no crean que no recordaré lo que hicieron.
Ni Jud ni su compañero podían saber de cierto si esas palabras eran una amenaza de castigo o una promesa de recompensa, porque la noche estaba demasiado oscura y no podían ver el rostro de Ross. En su voz había un matiz especial que podía ser fruto de la cólera mal controlada.
O podía haber sido risa contenida, pero ellos no lo creyeron así.