Capítulo 8

Bien, se dijo, asunto concluido. Se había cerrado el tema. Si ese tortuoso y perverso placer que extraía de castigar la serenidad de Elizabeth con su lengua afilada… si todo eso le aportaba satisfacción, algo había obtenido de la entrevista.

Pero lo único que sentía ahora era una muerta desolación, un vacío, un sentimiento de desprecio por sí mismo. Se había comportado mal. Era tan fácil representar el papel del amante desdeñado, el individuo grosero, acre y sarcástico.

Y aunque él la había conmovido con su ataque, la defensa de Elizabeth había compensado sobradamente la situación. Ciertamente, dadas las posiciones que ambos ocupaban, con una sola frase ella podía alcanzarlo más certeramente que él a Elizabeth con todo el ingenio que su agravio podía desplegar.

Había dejado atrás Grambler y estaba cerca de su casa cuando advirtió que no había hablado con Charles o Verity, y que las preguntas que había llevado a Trenwith permanecían sin respuesta. Pero no tuvo ánimo para rehacer el camino.

Descendió por el valle, agobiado por una letal inercia espiritual que le impedía contemplar con satisfacción su propia tierra, la cual al fin comenzaba a mostrar signos de la atención que se le dispensaba. A lo lejos, cerca de la Wheal Grace, pudo ver a Jud y al joven Carter atareados con los seis bueyes uncidos. Todavía no estaban acostumbrados a trabajar en equipo, pero una semana o dos después incluso un niño podría manejarlos.

Cuando llegó a su casa, desmontó con gesto fatigado y miró a Prudie, que lo esperaba.

—Bien, ¿qué pasa? —preguntó.

—Vinieron tres hombres a verlo. Se metieron en la casa sin decir ni buenos días. Están en la sala.

Poco interesado en el asunto, Ross asintió y entró en la sala. Encontró a tres trabajadores, altos, corpulentos y sólidos. Por las ropas comprendió que eran mineros.

—¿Señor Poldark? —preguntó el mayor. Su tono no era respetuoso. Tenía unos treinta y cinco años, y era un hombre corpulento, de ancho pecho, los ojos inyectados en sangre y una barba espesa.

—¿Qué desean? —preguntó Ross con impaciencia. No estaba de humor para recibir a una delegación.

—Me llamo Carne —dijo el hombre—. Tom Carne. Estos son mis dos hermanos.

—¿Bien? —dijo Ross. Y apenas pronunció el nombre, despertó un eco en su memoria. De modo que el asunto se resolvería sin el consejo de Charles.

—Oí decir que usted se llevó a mi hija.

—¿Quién se lo dijo?

—La viuda Richards dijo que usted se la llevó a su casa.

—No conozco a la mujer.

Carne se movía inquieto y pestañeó. No estaba dispuesto a permitir que lo esquivasen.

—¿Dónde está mi hija? —preguntó con expresión sombría.

—Ya revisaron la casa —dijo Prudie desde la puerta.

—Cállese la boca, mujer —dijo Carne.

—¿Con qué derecho entra aquí y habla así a mi criada? —preguntó Ross con perversa cortesía.

—¡Derecho, por Dios! Usted se llevó a mi hija. ¿Dónde está?

—No tengo la menor idea.

Carne avanzó el labio inferior.

—En ese caso, será mejor que la encuentre.

—¡Sí! —dijo uno de los hermanos.

—¿Para llevársela a su casa y pegarle?

—Hago lo que me parece con mis hijos —dijo Carne.

—Ya tiene la espalda hinchada.

—¡Con qué derecho le miró la espalda! ¡Lo denunciaré a la justicia!

—La justicia dice que una chica puede elegir su casa después de cumplir catorce años.

—No tiene catorce años.

—¿Puede demostrarlo?

Carne se ajustó el cinturón.

—Amigo, no tengo que probar nada. Es mi hija, y no será juguete de un caballerito como usted, ni ahora ni cuando tenga cuarenta años, ¿entiende?

—Incluso eso —dijo Ross— quizá sea mejor que cuidar a sus cerdos.

Carne miró a sus hermanos.

—No quiere devolverla.

—Debemos obligarlo —dijo el segundo hermano, un hombre de unos treinta años con el rostro picado de viruela.

—Iré a buscar a Jud —dijo Prudie desde la puerta, y salió arrastrando las pantuflas.

—Bien, amigo —dijo Carne—. ¿Cómo arreglamos esto?

—De modo que por eso trajo a su familia —dijo Ross—. No tiene estómago para hacer solo el trabajo.

—Amigo, pude haber traído a doscientos hombres. —Carne adelantó la cara—. En Illuggan no aguantamos a los ladrones de niños. Adelante, muchachos.

Inmediatamente los otros dos se volvieron; de un puntapié uno derribó una silla, el otro volcó la mesa, sobre la cual había algunas tazas y platos. Carne se apoderó de un candelabro y lo arrojó al piso.

Ross atravesó la habitación y retiró de la pared una pistola francesa de duelo, que formaba parte de un par. Comenzó a amartillarla.

—Mataré al primero que toque los muebles de esta habitación —dijo.

Se hizo una pausa. Los tres hombres permanecieron inmóviles, visiblemente contrariados.

—¿Dónde está mi hija? —gritó Carne.

Ross se sentó sobre el brazo de una silla.

—Salgan de mi propiedad antes de que los acuse ante la justicia.

—Tom, será mejor que nos vayamos —dijo el hermano menor—. Podemos volver con los otros.

—Es asunto mío. —Carne se mesó la barba y miró oblicuamente a su antagonista—. ¿Está dispuesto a comprar a la chica?

—¿Cuánto quiere por ella?

Carne pensó un momento.

—Cincuenta guineas.

—¡Por Dios, cincuenta guineas! —gritó Ross—. Por ese precio puedo comprar a sus siete hijos.

—Entonces, ¿qué me da por ella?

—Una guinea anual, mientras esté conmigo.

Carne escupió en el piso. Ross miró el escupitajo.

—O una paliza, si eso desea.

Carne rezongó burlonamente.

—Es fácil hablar detrás de una pistola.

—Es fácil amenazar cuando son tres contra uno.

—No, ellos no se meterán si yo les digo que no lo hagan.

—Prefiero esperar a que lleguen mis hombres.

—Sí, seguro que eso prefiere. Vámonos, muchachos.

—Quédese —dijo Ross—. Con mucho placer le retorceré el pescuezo. Quítese la chaqueta, bastardo.

Carne lo miró de hito en hito, como tratando de determinar si hablaba en serio.

—Si es así, deje el arma.

Ross depositó la pistola sobre la mesa. Carne mostró las encías en una sonrisa de satisfacción. Se volvió a sus hermanos con un gruñido.

—No se metan, ¿entienden? Es asunto mío. Yo lo acabaré.

Ross se quitó la chaqueta y el chaleco, se desprendió el pañuelo y esperó. Comprendió que eso era lo que deseaba esa mañana; y lo deseaba más que a nada en la vida.

El hombre se le acercó, y por sus movimientos era evidente que se trataba de un luchador experto. Dio un paso a un costado, aferró la mano derecha de Ross y trató de derribarlo. Ross lo golpeó en el pecho y se inclinó a un costado. «Mantén la calma, primero estúdialo».

«No te amo», había dicho Elizabeth; bien, eso estaba claro; desechado como un adorno que se oxidó; abandonado; las mujeres; ahora vapuleado en su propia sala por un maldito matón insolente de ojos rojizos; mantén la calma. El otro volvió al ataque y ensayó el mismo golpe, esta vez metiendo rápidamente la cabeza bajo el brazo de Ross, el otro brazo bajo la pierna de Ross, y alzándolo. Un golpe famoso. Echa hacia atrás todo tu peso: justo a tiempo; un movimiento de costado y le levantas la cabeza con un golpe. Bien, eso estuvo bien; quiébrale el maldito cuello. Se aflojó el apretón, y volvió a afirmarse; los dos cayeron al piso con gran estrépito. Carne trató de aplicar su rodilla en el estómago de Ross. Los nudillos sobre el rostro; otra vez; ahora estaba libre; rodar sobre el piso e incorporarse.

El segundo hermano, que jadeaba, apartó del camino la mesa volcada. Después pelearía con él. Y con el tercero. Carne, de pie, como un gato salvaje, aferró el cuello de la camisa de Ross.

La tela aguantó; golpearon contra una alta alacena, que se balanceó peligrosamente. El buen lienzo irlandés ya no era bueno. Dolorido cuando recordaba la noche del baile como un ternero enamorado; iba a bailar a la vista de su amada. Buscando la muerte… la tela no cedía. Una mano arriba que se cierra sobre la muñeca del hombre. El codo izquierdo se descarga violentamente hacia abajo, sobre el antebrazo de Carne. Se suelta el apretón, un gruñido de dolor. Ross apuntó al costado del hombre: el otro brazo aferrando el derecho para aumentar la fuerza. La cabeza agachada. Carne trató de contragolpear con su propio codo derecho, pero estaban demasiado cerca. Después, el minero descargó puntapiés con las botas y, a pesar de todo, se vio levantado en el aire y recorrió un metro para caer sobre la pared recubierta de paneles de la habitación. Buscando la muerte había encontrado la muerte: copas y prostitutas. ¡Dios mío! ¡Qué solución! Eso era mejor. Carne había vuelto a incorporarse y se abalanzó sobre Ross. Dos puñetazos de pleno no lo detuvieron; aferró a Ross por la cintura.

—¡Ahora lo tiene! —gritó el segundo hermano.

La fuerza principal del hombre estaba en sus brazos. Ahora no intentó despedir a Ross, sino que, por el contrario, apretó cada vez más su abrazo y comenzó a doblar hacia atrás a su antagonista. De ese modo había lesionado a muchos hombres. Ross hizo una mueca de dolor, pero tenía la espalda fuerte, y después de un momento dejó de doblarse por la cintura, y en cambio flexionó las rodillas, las manos sobre el mentón de Carne, los dedos de los pies casi sobre el suelo, como si estuviera arrodillado sobre los muslos de Carne. La tensión de un arco de violín. En las paredes bailoteaban manchas oscuras. Carne perdió el equilibrio y de nuevo cayeron al suelo. Pero el apretón no se aflojó. Arrancar sangre de este matón borracho; golpeó a su propia hija hasta que le sangró la espalda; manchas y sangre; le daré una lección; destruir al cerdo; aniquilarlo. Ross alzó convulsivamente las rodillas; se volcó a un costado y quedó libre. Fue el primero en levantarse; cuando Carne se incorporó, Ross descargó todo el peso de su cuerpo en un golpe sobre la mandíbula de su enemigo. Carne retrocedió trastabillando y se derrumbó en el hogar, entre el estrépito de hierros y cacharros. Esta vez se incorporó con más lentitud.

Ross escupió sangre sobre el piso.

—Vamos, hombre, todavía no terminé.

—¡Terminar conmigo! —dijo Carne—. Un jovencito maricón y quejicoso con una marquita en la cara. ¡Dijo terminar conmigo!

II

—Está bien —rezongó Jud—. No puedo caminar más rápido. ¿Y qué haremos cuando lleguemos allí? Son tres contra tres, y uno de nosotros es un chico flaco como una espiga de trigo y delicado como un lirio.

—Vamos, deje de gruñir —dijo Jim—. Haré lo que deba hacer.

—Y a mí no me cuentas, ¿eh? —dijo Prudie, frotándose la nariz grande y roja—. Si se me antoja, puedo manejar a cualquier hombre nacido de mujer. Muñecos llenos de aire, eso son los hombres. Les doy en la cabeza con un cucharón de sopa, ¿y qué ocurre? Salen corriendo como si los hubieran herido gravemente.

—Echaré a correr —dijo Jim Carter. Sostenía en la mano un látigo de cuero, e inició un trote para bajar la pendiente de la colina.

—¿Dónde está la mocosa? —preguntó Jud a su esposa.

—No sé. Revisaron la casa antes de que llegase el capitán Ross. Qué extraño que no los vieras y vinieses enseguida. Y también me llama la atención que no aparecieras cuando te llamé a gritos. A grito pelado, te lo aseguro.

—No puedo estar en todas partes al mismo tiempo —dijo Jud, cambiando de hombro la larga horquilla—. No puede pedirse eso a un mortal. Si hubiera cuarenta y seis Jud Paynter trabajando en la tierra, seguro que por lo menos uno no estaría en el lugar en que lo buscas. Pero hay un solo Jud, gracias a Dios…

—Amén —dijo Prudie.

—Está bien, está bien. Así que no puedes pretender que él te oiga cada vez que empiezas a gritar.

—No, pero tampoco pretendo que se ponga sordo a propósito, cuando estoy apenas a un campo de distancia. Solo alcanzaba a ver las rodillas de tus pantalones, pero sabía que eras tú por los parches, y por el humo de tu pipa, que parece la chimenea de una fábrica.

Vieron a Jim Carter que salía del bosquecillo de manzanos y atravesaba corriendo el jardín de la casa. El chico llegó a la puerta y entró.

Prudie perdió una de sus ruidosas pantuflas y tuvo que detenerse para recuperarla. Esta vez le tocó a Jud rezongar. Llegaron a la plantación de manzanos, pero antes de dejarla atrás vieron a Jim Carter que retornaba.

—Todo está en orden. Están… peleando limpio… Es agradable verlos…

—¿Qué? —explotó Jud—. ¿Luchan? Caray, ¿nos perdimos algo?

Soltó la horquilla, echó a correr y llegó a la casa antes que Prudie y Jim. El salón era una ruina, pero la mejor parte de la lucha había concluido. Ross trataba de sacar por la puerta a Tom Carne, y este, aunque demasiado agotado para seguir peleando, aún luchaba fanáticamente para evitar la ignominia de que lo echase. Se aferraba, en parte a Ross, y en parte al marco de la puerta, con una voluntad maligna y obstinada que no reconocía la derrota.

Ross vio a su criado y desnudó los dientes.

—Jud, abre la ventana…

Jud intentó obedecer, pero el hermano menor se interpuso instantáneamente en su camino.

—No, no se mueva. Lo justo es justo. Déjenlos solos.

Gracias al respiro, Carne de pronto recuperó el espíritu de lucha, y aferró salvajemente el cuello de Ross. Ross soltó el cuerpo de su adversario y volvió a golpearlo dos veces. Las manos del minero se aflojaron, y Ross lo puso boca abajo, y lo aferró del cuello y el fondillo de los pantalones. Después, medio corriendo y medio arrastrándolo, atravesó la puerta del vestíbulo y salió por la puerta principal, empujando a un costado a Prudie, que miraba jadeante la escena. Los hermanos esperaban, inquietos, y Jud les dirigió una sonrisa de conocedor.

Se oyó un chapoteo, y después de unos momentos Ross volvió jadeante y limpiándose la sangre que manaba de un corte en una mejilla.

—Ahí se calmará. Y ahora —miró hostil a los otros dos—, ¿quién sigue?

Ninguno de los dos hombres se movió.

—Jud.

—Sí, señor.

—Saque de mi propiedad a estos caballeros. Después, vuelva y ayude a Prudie a arreglar el desorden.

—Sí, señor.

El segundo hermano aflojó lentamente su actitud tensa, y comenzó a retorcer el gorro. Parecía que deseaba decir algo.

—Bien —dijo al fin—. Amigo, mi hermano tiene razón y usted no. Eso para empezar. A pesar de todo, fue una buena pelea. La mejor que vi nunca fuera de un cuadrilátero.

—Condenación —dijo el menor, escupiendo—. O adentro. Muchas veces me golpeó. Pensé que nunca le darían una paliza. Gracias, amigo.

Los dos hombres salieron.

El cuerpo de Ross comenzaba a dolerle a causa de los golpes y el esfuerzo. Tenía los nudillos muy lastimados y retorcidos dos dedos. Pese a todo, experimentaba un sentimiento general de vigorosa y fatigada satisfacción, como si la pelea lo hubiese limpiado de los humores malignos que lo dominaban. Lo habían sangrado, del mismo modo que un médico sangraba a un hombre afiebrado.

—¡Caramba, por Dios! —dijo Prudie que entró en ese momento—. ¡Vaya! Traeré vendas y trementina.

—Nada de medicinas —dijo Ross—. Ocúpese de los muebles. ¿Podrá reparar la silla? Y también rompieron algunos platos. Prudie, ¿dónde está la niña? Dígale que puede salir.

—Dios lo sabe. Apenas vio llegar al padre, desapareció de la vista. Aunque creo que debe haberse escondido en algún lugar de la casa.

Se dirigió a la puerta.

—¡Vamos, ya se fueron! Tu padre se marchó. Lo echamos ¡Sal de dónde estás!

Silencio.

El corte de la mejilla casi había dejado de sangrar. Ross se puso de nuevo el chaleco y la chaqueta sobre la camisa desgarrada y empapada de sudor, y se metió el pañuelo en un bolsillo. Bebería un trago, y cuando Jud regresara para confirmarle que los hombres se habían marchado, iría a bañarse en el mar. El agua salada haría que las raspaduras y los golpes no se enconasen.

Se dirigió a la gran alacena que se había balanceado tan peligrosamente durante la pelea, y se sirvió un buen vaso de brandy. Lo bebió de un trago, y cuando echó hacia atrás la cabeza sus ojos se encontraron con los de Demelza Carne, sombríos pero serenos, que lo miraban desde el estante más alto de la alacena.

Dejó escapar un rugido de alegría que indujo a Prudie a regresar apresuradamente a la habitación.