Demelza Carne pasó la noche en el gran lecho encajonado donde Joshua Poldark había yacido los últimos meses de su vida. En la casa no había otro cuarto que ella pudiese ocupar inmediatamente; después podría alojársela en el dormitorio que estaba entre el cuarto de la ropa blanca y la habitación de los Paynter, pero en ese momento el lugar se hallaba lleno de trastos.
Para ella, que toda su vida había dormido sobre paja, cubierta por unos pocos sacos en un cottage minúsculo y atestado de ocupantes, la habitación y el lecho representaban un lujo inconcebible, de proporciones desmesuradas. La cama misma era casi tan grande como el cuarto en que dormía con sus cuatro hermanos. Cuando Prudie, gruñendo y arrastrando los pies, le mostró dónde tendría que pasar la noche, la chica imaginó que después vendrían tres o cuatro criados más a compartir la cama; y cuando no apareció nadie y se le ocurrió que la dejarían sola, transcurrió largo rato antes de que pudiera decidirse a probar.
No era una niña que se anticipase mucho a las cosas o razonara profundamente; las vicisitudes de su vida no le habían dado motivo para ninguna de las dos cosas. En un cottage lleno de niños nunca había tenido tiempo de sentarse y pensar, y casi nunca de trabajar y pensar. ¿Qué sentido tenía pensar en mañana cuando el momento presente ocupaba todo el tiempo y toda la energía disponible, y a veces todos los temores? Así, frente a ese súbito sesgo de su suerte, el instinto la inducía a aceptar las cosas tal como se presentaban, con bastante contento, pero con el mismo espíritu filosófico con que había afrontado la pelea en la feria.
Pero este súbito lujo la intimidaba. La mojadura bajo la bomba había sido un hecho inesperado, si bien la rudeza de la experiencia y la falta de consideración por sus sentimientos eran lo normal para ella; concordaba con todo lo que la chica había conocido. Si le hubieran entregado un par de sacos y le hubiesen dicho que durmiese en los establos, habría obedecido, en la inteligencia de que todo era como debía ser. Pero lo que ahora estaba ocurriendo se parecía demasiado a los cuentos que solía contarle la vieja Meggy, la madre del pocero. Incluía algunos elementos temibles, como de pesadilla, de esos relatos; y también parte del atractivo esplendor de los cuentos de hadas de su propia madre, esas narraciones en las cuales todos dormían entre sábanas de satén y comían en platos de oro. Su imaginación lo aceptaba de buena gana en un cuento, pero su conocimiento de la vida lo rechazaba en la realidad. Su extraño atavío había sido un comienzo; no armonizaba con nada, y colgaba sobre su cuerpo enflaquecido formando ridículos pliegues que olían a lavanda; eran agradables pero sospechosos, exactamente como ese dormitorio era agradable pero sospechoso.
Cuando al fin reunió valor para probar la cama, experimentó sensaciones extrañas: temía que las grandes puertas de madera del lecho se moviesen silenciosas y la encerrasen para siempre; temía que el hombre que la había traído ahí, pese a su aire simpático y los ojos bondadosos, tuviese un propósito perverso, y que apenas ella se durmiera él se deslizase en el interior de la habitación con un cuchillo, o un látigo, o… o sencillamente entrase en el dormitorio. De tanto en tanto distraían su atención de esos temores el dibujo de las raídas colgaduras de seda sobre la cama, la borla de oro del cordón de la campanilla, la sensación de las sábanas limpias bajo los dedos, las bellas curvas del candelabro de bronce sobre la mesa de mimbre de tres patas al lado de su cama, el candelabro en el cual ardía la única luz que se interponía entre ella y la sombra, una luz que ya debería haber apagado, y que muy pronto se extinguiría por sí misma.
Miró fijamente el oscuro vacío del hogar, y comenzó a imaginar que en cualquier momento algo horrible podía descender por la chimenea y desplomarse sobre el piso. Miró el par de viejos fuelles, los dos extraños adornos pintados sobre el reborde de la chimenea (uno se parecía a la Virgen María), y el alfanje grabado sobre la puerta. En el rincón oscuro, al lado de la cama, había un retrato, pero ella no lo había mirado mientras la Señora Gorda estaba en la habitación; y después que la Señora Gorda se fue, la niña no se atrevió a salir del círculo de la luz de la vela.
Pasó el tiempo, y la vela temblaba antes de apagarse, y se desprendían ondas humosas como mechones del cabello de una anciana, y ascendían en espiral hacia las vigas. Había dos puertas, y la que llevaba ella-no-sabía-adónde encerraba un peligro particular, pese a que permanecía bien cerrada siempre que ella estiraba el cuello para mirar.
Algo arañó la ventana. La niña escuchó con el corazón, que le latía aceleradamente. Después, percibió repentinamente que el ruido le era conocido, y saltó de la cama y corrió hacia la ventana. Pasaron varios minutos antes de que descubriese el modo de abrirla. Luego, cuando consiguió abrirla de modo que quedaba un hueco de unos quince centímetros, una cosa negra y serpenteante se deslizó en la habitación, y ella cerró los brazos alrededor del cuello de Garrick, medio estrangulándolo, impulsada por el amor y por temor de que ladrase.
La aparición de Garrick cambió toda la situación para Demelza. Con su lengua larga y áspera el perro le lamió las mejillas y las orejas mientras ella lo llevaba a la cama.
La llama de la vela hizo un movimiento preliminar, y después se afirmó unos pocos segundos más. Con movimientos rápidos, la niña trajo la alfombra que estaba frente al hogar, y otra que encontró cerca de la puerta, y con ellas preparó sobre el piso una cama improvisada para sí misma y el cachorro. Luego, mientras la luz se extinguía lentamente en el dormitorio y un objeto tras otro se sumergía en las sombras, se acostó y se acurrucó con el perro, y sintió que las nerviosas contorsiones del animal se suavizaban, mientras ella le murmuraba frases cariñosas al oído.
Sobrevino la oscuridad, y se hizo el silencio mientras Demelza y Garrick dormían.
II
Ross durmió profundamente, lo que no podía sorprender, pues no había pegado ojo la noche anterior; pero varios sueños extraños y lívidos vinieron a perturbarlo. Despertó temprano, y permaneció un rato en la cama contemplando la mañana cálida y ventosa, y meditando sobre los hechos de los dos días anteriores. El baile y la alta y díscola Margaret: el lugar de reunión de los aristócratas y el de la gente baja. Pero ninguno de los dos había sido una experiencia corriente para él. Elizabeth se había ocupado de ello. Y también Margaret.
Después, la feria y su resultado. Esa mañana lo asaltó el pensamiento de que la niña recogida el día anterior podía provocar situaciones difíciles. No tenía un conocimiento definido de las leyes, y su actitud hacia ellas era levemente despectiva, pero si sabía que no era posible apartar de su hogar a una niña de trece años sin siquiera avisar al padre.
Pensó montar a caballo e ir a ver a su tío. Charles había sido magistrado más de treinta años, de modo que quizá pudiese decir algo que valiese la pena oír. Ross también meditó acerca del brusco galanteo practicado por el capitán Andrew Blamey con Verity. Después de la primera pieza, habían bailado casi ininterrumpidamente hasta el momento en que él había salido del salón. Muy pronto todos estarían comentando el asunto, y Ross se preguntaba por qué Blamey aún no había ido a hablar con Charles. El sol estaba alto cuando cabalgó hasta Trenwith. El aire tenía una reconfortante frescura esa mañana, y todos los colores del campo mostraban limpios tonos pasteles. Incluso el sector más desolado, alrededor de Grambler, ofrecía un aspecto grato después de la desolación aún mayor que él había visto la víspera. Morena, tan susceptible como cualquiera a las variaciones del tiempo, agitaba la cabeza y brincaba, y, sin que la espolearan, adoptó un trote vivaz incluso para subir la colina que llevaba a los bosques de Trenwith.
Cuando vio la casa, Ross volvió a pensar en el fracaso inevitable de su padre cuando había intentado crear algo que rivalizara con la madura belleza Tudor de la vieja residencia. La construcción no era muy grande, pero suscitaba una impresión de amplitud, y de que se la había construido en una época de bonanza y de fuerza de trabajo barata. Se levantaba formando un cuadrado alrededor de un patio compacto, y cuando uno entraba descubría el gran vestíbulo y su galería y las escaleras; el amplio salón y la biblioteca estaban dispuestos a la derecha, y a la izquierda se hallaban un saloncito y la pequeña sala de invierno. Las cocinas y la despensa estaban detrás, y formaban el cuarto lado del cuadrado. Considerando su antigüedad, la casa estaba en buenas condiciones; Jeffrey Trenwith la había construido en 1509.
No apareció ningún criado para hacerse cargo de la yegua, de modo que Ross la ató a un árbol y golpeó la puerta con su látigo de montar. Era la puerta principal, si bien la familia utilizaba con más frecuencia una lateral más pequeña; y Ross se disponía a caminar en esa dirección cuando apareció la señora Tabb y le dirigió una respetuosa inclinación de la cabeza.
—Buenos días, señor. Busca al señor Francis, ¿verdad?
—No, a mi tío.
—Bien, señor, lo siento, pero ambos fueron a Grambler. Esta mañana vino el señor Henshawe, y se fueron con él. ¿Quiere pasar, señor, mientras pregunto cuándo volverán?
Entró en el vestíbulo, y la señora Tabb se apresuró a buscar a Verity. Ross permaneció un minuto mirando los dibujos formados por el sol que atravesaba las ventanas divididas por columnas, y después se acercó a la escalera, donde había estado de pie el día de la boda de Elizabeth. Ahora no tenía ante sí a una multitud de gente engalanada, ni ruidosas peleas de gallos, ni clérigos que charlaban; y él lo prefería así. Excepto la hilera de candelabros, la larga mesa estaba vacía. Sobre la mesa, en la alcoba junto a la escalera, estaba la gran Biblia familiar con aplicaciones de bronce; ahora rara vez se la usaba, como no fuera en los momentos piadosos de la tía Agatha. Se preguntó si ya habían anotado allí al matrimonio de Francis, como habían hecho con todas las bodas durante doscientos años.
Ross elevó los ojos hacia la hilera de retratos que colgaban de la pared, al lado de la escalera. Había otros en el vestíbulo, y muchos más en la galería superior. Difícilmente hubiera podido identificar por el nombre más de una docena; la mayoría de los más antiguos eran Trenwith, e incluso algunos retratos ulteriores carecían de nombre y de fecha. Un cuadro pequeño y descolorido, en la alcoba de la Biblia, correspondía al fundador de la línea masculina de la familia, un tal Robert d’Arqué, que había llegado a Inglaterra en 1572. La pintura al óleo se había agrietado, y poco podía distinguirse fuera del rostro angosto y ascético, la nariz larga y los hombros encorvados. Luego, durante tres generaciones, sobrevenía un discreto silencio, hasta que se llegaba a un atractivo cuadro de Anna-María Trenwith por Kneller, y del mismo artista otro de Charles Vivian Raffe Poldarque, con quien ella se había casado en 1696. Anna-María era la joya de la colección, con sus grandes ojos azul oscuro y sus finos cabellos dorados con matices rojizos.
Bien, Elizabeth sería un agregado meritorio, y honraría la colección si podía encontrarse al artista que le hiciera justicia. Opie tendía tal vez demasiado a los pigmentos oscuros…
Oyó cerrarse una puerta y ruido de pasos. Se volvió, esperando ver a Verity, y descubrió a Elizabeth.
—Buenos días, Ross —dijo la joven con una sonrisa—. Verity está en Sawle. Va todos los miércoles por la mañana. Francis y su padre están en la mina. Y tía Agatha guarda cama, a causa de la gota.
—Oh, sí —dijo él, impávido—. Lo había olvidado. No importa.
—Estoy en el saloncito —dijo Elizabeth—, si deseas hacerme unos minutos de compañía.
La siguió con paso lento en dirección a la puerta del saloncito; entraron y ella se sentó frente a la rueca de hilar, pero no reanudó la labor que la había ocupado.
Ross ocupó un asiento y la miró. Esa mañana estaba pálida, y el sencillo vestido de algodón rayado acentuaba su juventud. Era una niña pequeña con todo el atractivo de una mujer. Bella, frágil y segura, una mujer casada. En el fuero íntimo de Ross se avivó el deseo sombrío de destruir esa seguridad. Consiguió dominarlo.
—Nos agradó tanto que estuvieras allí —continuó ella—. Y sin embargo bailaste tan poco que apenas te vimos.
—Tuve que atender otros asuntos.
—No habíamos pensado ir —dijo ella, un tanto desconcertada por el tono sombrío de su interlocutor—. Llegamos obedeciendo a un impulso.
—¿Cuándo volverán Charles y Francis? —preguntó él.
—Me temo que todavía falta. ¿Viste cómo le agradó la ecossaise a George Warleggan? Había jurado que por nada del mundo bailaría esa danza.
—No recuerdo el episodio.
—¿Deseas ver a Francis por un asunto importante?
—No vine por Francis… sino por mi tío. No. Puede esperar.
Se hizo el silencio.
—Verity dijo que ayer pensabas ir a la feria de Redruth. ¿Conseguiste el ganado que necesitabas?
—Una parte. Deseaba ver a mi tío para hablarle de cierto ganado que me cayó imprevistamente en las manos.
Elizabeth miró la rueda de hilar.
—Ross… —dijo en voz baja.
—Mi visita te inquieta.
Ella no se movió.
—Los encontraré a medio camino —dijo él, mientras se ponía de pie.
Elizabeth no contestó. Entonces levantó los ojos, y los tenía cargados de lágrimas. Levantó el hilo de lana que había estado hilando y las lágrimas cayeron sobre sus manos.
Ross volvió a sentarse, y en ese momento experimentó la sensación de que caía por un abismo. Jamás había visto llorar a Elizabeth.
Cuando habló, lo hizo para salir del aprieto.
—Ayer, en la feria… recogí a una niña; el padre la había maltratado. Yo necesito a alguien que ayude a Prudie en las tareas de la casa, y la chica temía volver a su casa, de modo que la llevé a Nampara. Trabajará en la cocina. Pero no conozco las leyes que se aplican en estos casos. Elizabeth, ¿por qué lloras?
—¿Qué edad tiene? —preguntó ella.
—Trece. Yo…
—En tu lugar, yo la devolvería. Incluso con el permiso del padre sería más sensato. Ya sabes cómo murmura la gente.
—No volveré aquí —afirmó Ross—. Te molesto… y eso no tiene sentido.
—No es el hecho de que vengas… —dijo ella.
—Entonces, ¿qué debo pensar?
—Me lastima pensar que me odias.
La mano de Ross retorció nerviosamente el látigo de montar.
—Sabes que no te odio. Dios santo, es imposible que no comprendas…
Elizabeth rompió el hilo.
—Desde que te conocí —dijo—, no he mirado a otra mujer, he pensado solo en ti. Cuando estaba lejos, quería regresar solo por ti. Si de algo estaba seguro, no era de lo que otro me había enseñado a creer, ni de lo que otros afirmaban que era la verdad, sino de la verdad que sentía en mí mismo… acerca de ti.
—No digas más —Elizabeth había palidecido intensamente. Pero ahora su fragilidad no contuvo a Ross. Tenía que hablar.
—No es muy agradable hacer el papel del tonto a causa de nuestros propios sentimientos —dijo—. Confiar en promesas infantiles y construir… un castillo sobre cimientos tan frágiles. Y sin embargo… aún ahora no puedo a veces creer que todo lo que nos dijimos era tan trivial o tan inmaduro. ¿Estás segura de que tus sentimientos hacia mí eran tan superficiales como afirmas? ¿Recuerdas ese día en el jardín de tu padre, cuando te apartaste de todos y te reuniste conmigo en el invernadero, y apoyaste la cabeza en mi hombro? Ese día dijiste…
—No sabes lo que dices —murmuró ella, hablando con esfuerzo.
—Oh, no, lo sé muy bien. Sé que siempre lo recuerdo.
Todos los sentimientos contradictorios que bullían en ella de pronto hallaron una válvula de escape. Los motivos de distinto carácter que la habían inducido a pedir a Ross que la acompañase; la simpatía, el afecto, la curiosidad femenina, el orgullo mortificado; todo eso de pronto se fusionó en un sentimiento de indignación… porque necesitaba rechazar algo más intenso. Elizabeth se sentía tan alarmada de sus propios sentimientos como indignada con él; pero de un modo o de otro era necesario evitar esa situación. Dijo:
—Fue un error pedirte que te quedaras —dijo—. Lo hice porque deseaba tu amistad, nada más.
—Creo que debes ejercer un excelente control sobre tus sentimientos. Los manipulas y los inviertes para que parezcan lo que tú quieres. Ojalá pudiese hacer lo mismo. ¿Cuál es el secreto?
Temblando, ella se apartó de la rueca de hilar y se dirigió a la puerta.
—Estoy casada —dijo—. No es justo con Francis hablar como tú… como ambos estamos haciendo. Confiaba en que aún podríamos ser buenos vecinos… y buenos amigos. Vivimos tan próximos… podríamos ayudarnos mutuamente. Pero tú no puedes olvidar ni perdonar nada. Quizá pretendo demasiado… no lo sé. Pero oye esto, Ross, lo nuestro fue un sentimiento entre adolescentes. Simpatizaba mucho contigo… y todavía lo hago. Pero te fuiste y conocí a Francis, y con él fue distinto. Lo amé. Yo había crecido. Ya no éramos niños, sino adultos. Después, se difundió la noticia de que habías muerto… cuando volviste me sentí tan feliz, y lamenté tanto no haber podido… mantenerme fiel a ti. Si hubiera existido un modo de compensarte, de buena gana lo habría aceptado. Pensé que de todos modos debíamos ser buenos amigos, y también pensé… hasta hoy pensé que todo eso era posible. Pero después de esto…
—Después de esto es mejor que no nos veamos.
Ross se acercó a la puerta y apoyó la mano sobre esta. Los ojos de Elizabeth ahora estaban secos, y parecían haberse ensombrecido.
—Por un tiempo, nos despediremos.
—En efecto, nos despedimos. —Ross se inclinó y le besó la mano. Ella rehuyó el contacto, como si el joven fuera un ser impuro. Ross Poldark pensó que ahora él mismo parecía repulsivo a Elizabeth.
Lo acompañó hasta la puerta principal, donde Morena relinchó al verlo.
—Trata de entender —dijo Elizabeth—. Amo a Francis y soy su esposa. Si pudieras olvidarme sería mejor. Y acerca de eso nada más puedo decir.
Ross montó la yegua y miró a Elizabeth.
—Sí —concordó—. Nada más hay que decir.
Saludó y comenzó a alejarse sobre Morena, dejando a Elizabeth de pie a la sombra del portal.