Capítulo 6

Felizmente, Verity había decidido que pasaría la noche con Joan Pascoe, porque Ross desapareció del salón. Desde el cottage de la mujer, Margaret, cabalgó directamente hasta su casa, y llegó a Nampara cuando las primeras luces del alba se filtraban en el cielo encapotado de la noche.

Era martes, el día de la feria de Redruth. Se desvistió, bajó a la playa y se metió en el agua. Las aguas agitadas y frías lo limpiaron en parte de los venenos nocturnos; experimentaba una sensación intensa, renovadora e impersonal. Cuando salió del agua, los arrecifes que se levantaban en el extremo más alejado de la playa estaban perdiendo sus tonos oscuros y hacia oriente el cielo resplandecía con brillantes colores de amarillo cadmio. Se secó y vistió, y despertó a Jud, y ambos desayunaron cuando los primeros rayos de sol atravesaban las ventanas.

Llegaron a Redruth poco antes de las diez, descendieron por el camino empinado y resbaladizo que entraba en la ciudad, llegaron a la capilla, cruzaron el río y subieron la otra colina buscando los campos donde se celebraba la feria. Ya estaban desenrollándose las actividades del día, con la compra y la venta de ganado en pie, y productos agrícolas y lácteos.

Ross necesitó un tiempo para hallar lo que deseaba, porque no le sobraba el dinero; cuando terminó de realizar las diferentes compras, ya había comenzado la tarde. En el segundo campo, todos los artesanos del distrito habían levantado sus puestos. Los mejores y más importantes, que ofrecían arreos de montar y prendas de vestir y botas y zapatos, se mantenían en el sector superior del campo; a medida que la pendiente se acentuaba, uno encontraba los puestos que ofrecían pan de jengibre y pasteles, y también estaban allí el fabricante de cuerdas, el reparador de sillas, el afilador de cuchillos, y un abigarrado conjunto de tiendas que ofrecían linternas y fósforos de azufre, cera para sellar y hebillas de plata, brazaletes de pelo trenzado, pelucas de segunda mano y cajas de rape, colchones para la cama y escupideras.

Jud necesitaba varias horas para volver a Nampara con los bueyes recién comprados, y como disponía de tiempo, Ross decidió pasear un poco, para ver todo lo que merecía una ojeada. A partir del tercer campo ya no había artesanos importantes; era el sector de los cazadores profesionales de ratas, los buhoneros, los que ofrecían espectáculos a medio penique. Un rincón de ese campo estaba reservado a los farmacéuticos y los herboristas. Los hombres estaban en cuclillas y voceaban al lado de anuncios mal escritos que publicitaban sus artículos, es decir, la curación más moderna e infalible de todas las enfermedades del cuerpo.

Gotas para el pecho, agua mágica, gotas para los nervios, espíritu de benjuí, pomada, polvo contra la fiebre, gotas de los jesuitas. Aquí uno podía comprar aceite de plátano y de mesa, agua de angélica, cicuta para los tumores escrofulosos, y castañas de bardana para el escorbuto.

En el último campo, que era también el más ruidoso, estaban los espectáculos y los organillos, y el puesto de los juegos donde uno tiraba los dados por una torta de Pascua. En una suerte de reacción después de la amargura y los excesos de la víspera, Ross se sintió un tanto aliviado alternando con sus semejantes y aceptando la sencillez de sus placeres. Pagó su medio penique y vio a la mujer más gorda de la tierra, que según se quejó el hombre que tenía al lado, no era tan gorda como la del año anterior. Por otro medio penique ella ofrecía llevarlo a uno detrás de una pantalla y aplicar la mano del visitante sobre un lugar suave; pero el interlocutor dijo a Ross que él sabía a qué atenerse, porque lo único que ella hacía era aplicar la mano sobre la frente del cliente.

Permaneció quince minutos en un puesto oscurecido mirando a un grupo de comediantes representar una pantomima acerca de san Jorge y el dragón. Pago medio penique para ver a un hombre que en la infancia había perdido las manos y los pies, devorados por un cerdo, y que dibujaba con sorprendente habilidad con una tiza que sostenía con la boca. Pago otro medio penique para ver a una loca encerrada en una jaula y atormentada por el público.

Después de ver todos esos espectáculos, se sentó en un puesto de bebidas y sorbió un vaso de ron con agua. Mientras miraba pasar a la gente recordó las palabras de Jack Tripp, el agitador. La mayor parte del público estaba formada por individuos de cuerpo débil, malolientes y raquíticos, desfigurados por la viruela, vestidos con harapos —en condiciones mucho peores que los animales de granja que se compraban y vendían en la feria—. ¿Podía sorprender a nadie que las clases superiores se considerasen una raza especial?

Pero los signos de un nuevo modo de vida que había visto en América determinaban que se impacientase frente a estas diferencias. Jack Tripp estaba en lo cierto. Todos los hombres nacían iguales: los privilegios eran siempre producto de la acción del hombre mismo.

Había elegido el último de los puestos de bebidas, en el extremo del campo. Aquí el ruido y el olor eran menos abrumadores; pero en el mismo instante que pedía otra copa estalló un escándalo detrás del puesto, y un grupo de personas se reunió a ver qué ocurría. Varias comenzaron a reír, como si se les ofreciera un entretenimiento gratuito. El estrépito de chillidos y ladridos continuó. Con el ceño fruncido, Ross se puso de pie y espió sobre la cabeza de la gente que tenía más cerca.

Detrás del puesto de bebidas había un claro, donde horas antes esperaban algunas ovejas. Ahora estaba vacío, salvo por la presencia de un grupo de niños harapientos que miraban el confuso montón de pelambre que rodaba sobre el piso. En definitiva, se vio que eran un gato y un perro, de más o menos el mismo tamaño, y después de una pelea durante la cual ninguno de los dos aventajo al otro, ahora deseaban separarse. Primero el perro tiró y el gato salió arrastrado, bufando; después, el gato se afirmó con cierta dificultad, y con movimientos lentos y convulsivos, clavando las garras en la tierra, arrastró en dirección opuesta al perro.

Los espectadores rugían de alegría. Ross sonrió levemente, pero a decir verdad no era un espectáculo grato. Pensó volver a sentarse, pero de pronto un niño más pequeño se desprendió de otros dos que lo retenían, y corrió hacia los animales. Esquivó a uno de los chicos que intentó detenerlo y llegó adonde estaban las criaturas, se arrodilló y trato de aflojar la cuerda anudada que unía las colas, sin hacer caso de los arañazos del gato. Cuando todos comprendieron lo que deseaba hacer, partió un murmullo de la turba, que percibió que el entretenimiento gratuito estaba próximo a terminar. Pero ahogó el murmullo un alarido de furia de los restantes chicos, que inmediatamente se abalanzaron y cayeron sobre el aguafiestas. El niño trato de hacerles frente, pero pronto cayó bajo la avalancha.

Ross alzo su copa, pero permanecí de pie mientras bebía. Un hombre corpulento, tan alto como el propio Ross, se puso de pie y en parte le obstruyo la visión.

—Por Dios —dijo alguien—, matarán al chico si lo patean así. Lo que hacen esos canallitas ya pasa de broma.

—¿Y quién podrá oponerse? —preguntó un comerciante de escasa estatura, que tenía un parche en un ojo—. Son como gatos salvajes. Es una vergüenza, pero hacen lo que quieren en la ciudad.

—Si uno se queja le rompen las ventanas —dijo otro—. Y todavía agradecen la excusa. La tía Mary Treglown, la que tiene un cottage cerca del arroyo…

—Sí, la conocemos…

Ross concluyó su bebida y pidió otra. Después, cambió de idea y se introdujo en el grupo.

—¡Dios nos ampare! —dijo de pronto una mujer—. ¿No es una chica a quién están pegando? ¿O me equivoco? ¿Nadie los detendrá?

Ross retiró de la bota el látigo de montar, y se acercó al centro de la pelea. Tres de los vagabundos lo vieron acercarse; dos huyeron, pero el tercero lo enfrentó mostrando los dientes. Ross le cruzó la cara con el látigo y el niño lanzó un grito y huyó. Una piedra atravesó el aire.

Había otros tres niños, dos sentados sobre la figura en el suelo, y el tercero descargándole puntapiés en la espalda. Este último no advirtió que se acercaba el enemigo. Ross le pegó en el costado de la cabeza y lo apartó de su víctima. Levantó por el fondillo de los pantalones a uno de los dos restantes y lo dejó caer en un estanque de agua, a pocos pasos de distancia. El tercero huyó, abandonando al aguafiestas, caído en el suelo; sin duda vestía las ropas de un varón: una camisa suelta y chaqueta, pantalones demasiado anchos que colgaban flojamente bajo las rodillas. En medio del polvo, un gorro negro redondo; los cabellos oscuros y desgreñados caían demasiado largos. Una piedra golpeó a Ross en el hombro.

Con la punta de la bota volvió de espaldas a la figura. Podía ser una niña. Estaba consciente, pero no tenía aliento para hablar; cada vez que respiraba era casi un gemido.

Varios lugareños se habían acercado al claro, pero cuando las piedras se hicieron más frecuentes volvieron a alejarse.

—¿Te lastimaron? —preguntó Ross. Con una contorsión convulsiva la niña se puso de rodillas, y finalmente consiguió sentarse.

—¡Condenado Dios! —pudo decir al fin—. Malditas sean sus entrañas…

La lluvia de piedras ahora había afinado su puntería, y dos más hicieron blanco en la espalda de Ross. Guardó el látigo y alzó a la niña; en realidad, casi no pesaba. Cuando la trasladó al puesto de bebidas vio que los lugareños se habían unido y, armados de varas, comenzaban a perseguir a los chicos.

La depositó al extremo de la mesa de caballetes que habían abandonado poco antes. La niña dejó caer la cabeza sobre la mesa. Ahora que había pasado el peligro de los proyectiles, la gente volvió a agruparse alrededor.

—¿Qué te hicieron, querida?

—Te pegaron en las costillas, ¿no?

—Pobrecita, la maltrataron.

—Yo los agarraría y…

Ross ordenó dos vasos de ron.

—Dejen respirar a la niña —dijo con impaciencia—. ¿Quién es, y cómo se llama?

—Nunca la había visto —dijo uno.

—Estoy seguro de que viene de Roskear —intervino otro.

—La conozco —afirmó una mujer, después de examinarla—. Es la hija de Tom Carne. Viven en Illuggan.

—¿Y dónde está el padre?

—Supongo que en la mina.

—Bebe esto. —Ross acercó el vaso al codo de la chica, y ella lo levantó y tragó el contenido. Era una mocosa flacucha, que podía tener once o doce años. Tenía la camisa sucia y desgarrada; el mechón de cabello oscuro le ocultaba el rostro.

—¿Estás con alguien? —preguntó Ross— ¿Dónde está tu madre?

—No tiene —dijo la mujer, echando su aliento de gin rancio sobre el hombro de Ross—. Murió hace seis años.

—Bueno, no tengo la culpa —dijo la chica, que había recuperado la voz.

—Nadie dijo que la tuvieras —replicó la mujer—. ¿Y qué estás haciendo vestida con la ropa de tu hermano? ¡Jovencita descarada! Te darán una buena paliza.

—Váyase, mujer —dijo Ross, irritado porque se había convertido en centro de la atención general—. Váyanse todos. ¿No tienen nada mejor en qué entretenerse? —Se volvió hacia la chica—. ¿No viniste con nadie? ¿Qué estabas haciendo?

La niña se enderezó.

—¿Dónde está Garrick? Estaban atormentándolo.

—¿Garrick?

—Mi perro. ¿Dónde está Garrick? ¡Garrick! ¡Garrick!

—Aquí está. —Un lugareño se abrió paso entre la gente—. Aquí te lo traigo. Y no fue fácil.

La niña se puso de pie para recibir un montón oscuro y agitado, y volvió a caer en el asiento, con el animal sobre el regazo. Se inclinó sobre el cachorro para comprobar si estaba herido, y de ese modo las manos volvieron a manchársele de sangre. De pronto alzó los ojos de expresión dolorida, ardientes entre la tierra y los cabellos.

—¡Dios condenado! ¡Los sucios canallas! ¡Le cortaron la cola!

—Yo lo hice —dijo serenamente el lugareño—. ¿Crees que pensaba dejarme destrozar las manos por un mestizo? Además, ya la tenía casi cortada, y parecerá mejor sin ella.

—Termina esto —ordenó Ross a la chica—. Después, si puedes hablar, averigua si con los golpes te rompieron algún hueso. —Entregó una moneda de seis peniques al lugareño, y la gente, advertida de que el espectáculo había terminado, comenzó a dispersarse, si bien durante un rato varios curiosos permanecieron a respetuosa distancia, interesados en el caballero.

El perro era un cachorro mestizo y macilento, de un color oscuro grisáceo, con un cuello largo y delgado y rizos negros y cortos distribuidos sobre la cabeza y el cuerpo. Su linaje era totalmente indefinido.

—Usa esto —dijo Ross, ofreciendo su pañuelo a la chica—. Límpiate los brazos y mira si las raspaduras son muy profundas.

Ella apartó los ojos de su propio cuerpo y miró dubitativa el cuadrado de tela de hilo.

—Lo ensuciaré —dijo.

—Ya lo sé.

—Quizá después las manchas no salgan.

—Haz lo que te digo y no discutas.

La chica usó una esquina del pañuelo aplicándolo a un codo huesudo.

—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó él.

—Caminé.

—¿Con tu padre?

—Mi padre está en la mina.

—¿Viniste sola?

—Con Garrick.

—No puedes volver caminando. ¿Tienes amigos aquí?

—No. —Interrumpió bruscamente el superficial esfuerzo de limpieza—. Por Judas, me siento rara.

—Bebe un poco más.

—No… sin comer…

Se puso de pie y caminó con paso inseguro hasta el rincón del puesto de bebidas. Allí, para diversión y recompensa de los fieles espectadores, devolvió con doloroso esfuerzo el ron que había bebido. Después se desmayó, de modo que Ross la alzó y la devolvió al asiento. Cuando reaccionó, la llevó al puesto contiguo y ordenó que le diesen una buena comida.

II

La camisa que la chica usaba tenía rasgaduras viejas y nuevas; los pantalones eran de una pana parda descolorida; andaba descalza y había perdido el gorro redondo.

Tenía el rostro delgado y pálido, y los ojos, de un castaño muy oscuro, eran demasiado grandes para esa cara.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Ross.

—Demelza.

—Quiero decir, tu nombre de pila.

—¿Cómo?

—Tu primer nombre.

—Demelza.

—Qué nombre tan extraño.

—También mamá se llamaba así.

—Demelza Carne. ¿Es eso?

La chica suspiró y asintió, porque ahora estaba muy satisfecha; y el perro, bajo la mesa, gruñó con ella.

—Yo vengo de Nampara. Después de Sawle. ¿Sabes dónde es?

—¿Pasando Santa Ana?

—Niña, ahora vuelvo a casa. Si no puedes caminar, te llevaré primero a Illuggan, y te dejo allí.

A la niña se le ensombrecieron los ojos y no dijo palabra. Ross pagó lo que debía y mandó decir que le ensillaran el caballo.

Diez minutos después estaban montados y en camino. La niña estaba silenciosa, a horcajadas frente a Ross. Garrick los seguía como al descuido, de tanto en tanto frotando los cuartos traseros en el polvo o mirando suspicaz alrededor para ver qué había sido de la cosa que él a veces perseguía y a menudo festejaba, pero a la cual ahora no podía encontrar.

Atravesaron los páramos siguiendo una huella de las minas, ahondada y afirmada y marcada por el paso de generaciones de mulas. Alrededor, el campo estaba consagrado totalmente a la explotación minera. Con excepción de algún pino escuálido, todos los árboles habían sido cortados para obtener madera, los arroyos aparecían decolorados, y los lotes de tierra cultivada se esforzaban por sobrevivir entre hectáreas de desechos de las minas y montañas de piedra. Los depósitos de máquinas, los aparejos de madera, los molinos de ruedas, los malacates y las cabrias eran el adorno de la región. Había zanjas y socavones al fondo de los minúsculos cottages y las chozas; se cultivaban papas, y las cabras pastaban entre el vapor y los desechos. No era un pueblo, apenas una aldea, y en realidad se trataba de una amplia y dispersa distribución de gente que trabajaba.

Era la primera vez que se acercaba por ese lado a Illuggan. Con el perfeccionamiento de la máquina de bombear y las nuevas vetas de estaño y cobre, la minería de Cornwall había progresado constantemente, hasta que se había iniciado la depresión de los últimos años. La gente había emigrado a los afortunados distritos en los cuales las vetas eran más generosas, y la población nativa había aumentado rápidamente. Ahora, con la crisis cada vez más acentuada de principios de la década de 1780, muchos obreros estaban sin trabajo, y comenzaba a dudarse de la posibilidad de mantener la población. El peligro no era inmediato, pero comenzaba a insinuarse.

La chica que cabalgaba frente a Ross se movió inquieta.

—Todavía falta la mitad del camino para llegar a Illuggan.

—Ya lo sé. Pero no creo que quiera ir ahora.

—¿Por qué no?

No hubo respuesta.

—¿Tu padre sabe que te fuiste?

—Sí, pero me llevé la camisa y los pantalones de mi hermano. Mi padre dijo que de todos modos tenía que ir a la feria, y que podía llevarme la ropa de domingo de Luke.

—¿Entonces?

—Entonces vuelvo y no traigo lo que fui a buscar. Y la ropa de Luke está toda rota. De modo que creo…

—¿Por qué no fuiste con tu propia ropa?

—Mi padre me la rompió anoche, cuando me dio una fuerte paliza.

Recorrieron otra parte del trecho. La chica se volvió y espió el camino para asegurarse de que Garrick los seguía.

—¿Tu padre te pega a menudo? —preguntó Ross.

—Solo cuando toma demasiado.

—¿Y cuándo es eso?

—Ah… quizá dos veces por semana. Menos cuando no tiene dinero.

Se hizo el silencio. Era bastante entrada la tarde, y faltaban otras dos horas para que oscureciese. La chica comenzó a manipular el cuello de su camisa, y desató el cordón.

—Míreme —dijo—. Anoche usó el látigo. Quíteme la camisa.

Ross obedeció, y la prenda se deslizó por un hombro. Tenía la espalda marcada por verdugones. En algunos se había abierto la piel, en parte curada, y recubierta de tierra y piojos en los bordes. Ross volvió a acomodarle la camisa.

—¿Y esta noche?

—Bueno, esta noche me dará una buena. Pero me quedaré afuera, y volveré cuando baje a la mina.

Continuaron cabalgando. Ross no se mostraba demasiado sensible con los animales: eso no era propio de su generación, pese a que rara vez golpeaba a un animal; pero la crueldad absurda con los niños lo ofendía.

—¿Cuántos años tienes?

—Trece… señor.

Era la primera vez que le daba ese tratamiento. Ross debía haberse imaginado que esos rapaces de escaso desarrollo y medio muertos de hambre siempre tenían más edad que la que aparentaban.

—¿Qué haces en tu casa?

—Cuido la casa, planto papas y alimento al cerdo.

—¿Cuántos hermanos y hermanas tienes?

—Seis hermanos.

—¿Todos menores que tú?

—Sí. —Volvió la cabeza y emitió un silbido agudo, dirigido a Garrick.

—¿Quieres a tu padre?

Ella lo miró, sorprendida.

—Sí…

—¿Por qué?

La chica se movió inquieta.

—Porque la Biblia dice que así debe ser.

—¿Te gusta vivir en tu casa?

—Me escapé cuando tenía doce años.

—¿Y qué ocurrió?

—Me llevaron de vuelta.

Morena se desvió cuando una cabra se le cruzó en el camino, y Ross aseguró mejor las riendas.

—Si te alejas un tiempo de tu padre, seguramente olvidará tu falta.

La chica movió la cabeza.

—Lo recordará después.

—Entonces, ¿qué ganas evitándolo?

Ella sonrió con una extraña madurez.

—Me pega después y no antes.

Llegaron a una bifurcación de la huella. Enfrente estaba el camino hacia Illuggan; a la derecha, otra huella le permitiría bordear Santa Ana, desde donde podía seguir el camino de costumbre en dirección a Sawle. Frenó a la yegua.

—Bajaré aquí —dijo la niña.

Ross dijo:

—Necesito una chica que trabaje en mi casa. En Nampara, después de Santa Ana. Tendrás comida y ropa mejor que la que ahora usas. Como eres menor, pagaré el salario a tu padre. —Agregó—: Necesito una chica fuerte, porque hay mucho trabajo.

Ella lo miraba con los ojos muy grandes y una expresión sorprendida, como si Ross le hubiera propuesto algo perverso. Después, el viento le arrojó los cabellos sobre los ojos, y la chica pestañeó.

—La casa está en Nampara —dijo Ross—. Pero quizá no quieras venir.

Ella se recogió los cabellos, pero nada dijo.

—Bien, en ese caso baja —continuó Ross, con un sentimiento de alivio—. O si lo prefieres, te llevo a Illuggan.

—¿Viviré en su casa? —dijo ella—. ¿Esta noche? Sí, por favor.

Por supuesto, el interés era evidente; el interés inmediato de evitar los latigazos.

—Necesito una doncella para la cocina —dijo Ross—. Que sepa trabajar y fregar, y que mantenga limpio su propio cuerpo. Te tomaré por un año. Tu casa está demasiado lejos, y no podrás volver todas las semanas.

—No quiero volver nunca —dijo ella.

—Habrá que hablar con tu padre y conseguir que acepte. Tal vez eso sea difícil.

—Sé fregar bien —dijo la chica—. Sé fregar… señor.

Morena estaba inquieta a causa de la detención muy prolongada.

—Hablaremos ahora con tu padre. Si él…

—Ahora no. Por favor, lléveme con usted. Puedo fregar. En eso soy buena.

—Estas cosas tienen que hacerse de acuerdo con la ley. Debo tener el acuerdo de tu padre.

—Mi padre vuelve del trabajo una hora después de anochecer. Y antes de regresar a casa se queda en la taberna.

Ross se preguntó si la chica estaría mintiendo. Había llegado tan lejos movido por un impulso. Necesitaba ayuda tanto en la casa como en los trabajos del campo, y le desagradaba la idea de devolver a la niña a un minero borracho. Pero tampoco le complacía aguardar varias horas en una covacha infestada de piojos, hasta el anochecer, rodeado de niños desnudos; y afrontar luego a un individuo prepotente y alcoholizado que rechazaría su propuesta. ¿La chica aceptaba realmente su ofrecimiento? Haría una última prueba.

—Hablando de Garrick. Tal vez no puedas venir con él.

Silencio. La observaba atentamente, y veía la lucha que se libraba tras los rasgos delgados y anémicos. La niña miró al perro, después a Ross, y su boca formó un rictus de desaliento.

—Él y yo somos amigos —dijo.

—¿Bien?

Durante un momento ella no habló.

Garrick y yo hacemos todo juntos. No puedo abandonarlo para que se muera.

—¿Bien?

—No puedo, señor. No puedo…

Agobiada, comenzó a descender de la yegua.

Ross comprobó de pronto que lo que había querido descubrir había terminado en la demostración de algo muy distinto. La naturaleza humana lo había atrapado. Porque si ella no estaba dispuesta a abandonar un amigo, tampoco él lo haría.

III

Alcanzaron a Jud poco después de pasar el patíbulo de Bargus, donde confluían cuatro caminos y cuatro parroquias. Los bueyes estaban fatigados por el largo trayecto realizado, y Jud estaba fatigado de llevarlos. No podía cabalgar con comodidad en Ramoth, que estaba ciego, porque llevaba cruzados sobre la montura cuatro grandes canastos llenos de gallinas vivas. Además, lo irritaba profundamente haberse visto obligado a abandonar la feria antes de emborracharse, una cosa que jamás le había ocurrido desde que cumpliera los diez años.

Con gesto hosco volvió la cabeza cuando oyó que se aproximaba otro caballo, y después apartó de la huella a Ramoth para dejar paso. Los bueyes, que marchaban detrás en una sola línea, lo imitaron con movimientos lentos.

Con tres frases Ross explicó la presencia de la niña, y dejó que Jud completase por sí mismo el cuadro.

Jud enarcó el ceño sin vello.

—Está muy bien dárselas de generoso con un caballo cojo —dijo en un rezongo—. Pero traer mocosos es muy distinto. Está muy mal andar recogiendo mocosos. Tendrá problemas con la justicia.

—Miren quién habla de justicia —dijo Ross.

Jud había apartado los ojos del camino, y Ramoth tropezó en un desnivel del camino.

Jud profirió un juramento.

—Maldito sea, otra vez lo mismo. Cómo quiere que un hombre monte un caballo ciego. Por Cristo crucificado, cómo pretende que un caballo vea por dónde camina, si no puede ver nada. No es lo natural, y menos lo natural en un caballo.

—Siempre me pareció un animal muy seguro —dijo Ross—. Hombre, usa tus ojos. Ramoth es muy sensible a las riendas. No lo apremies, ese es todo el secreto.

—¡Que yo lo apremio! Me encontraría de cabeza en el fondo de la zanja si lo obligara a ir más de prisa que un toro viejo después de una jornada de trabajo. No es seguro. Un resbalón, un tropezón, y lo tira a uno al camino, y uno se rompe el cuello y ¡pif! uno está muerto.

Ross espoleó a Morena y pasó al lado de Jud.

—Y además un sucio perro mestizo. —La voz escandalizada de Jud llegó a oídos de Ross y la chica cuando el hombre vio a la escolta—. Dios todopoderoso, si no es para volverse loco, dentro de poco adoptaremos a todos los malditos pobres del distrito.

Garrick lo miró con un ojo rodeado de pelos y pasó al trote. Percibía que el comentario se refería a él mismo, pero le pareció que el asunto se había resuelto amistosamente.

En determinado momento Ross llegó a una decisión: no haría concesiones en la lucha contra los piojos y los chinches. Seis meses antes, la casa, y sobre todo Prudie, abundaban en la mayoría de las cosas que reptan. Ross no era excesivamente delicado, pero se había negado a aceptar la condición de Prudie. Finalmente, la amenaza de ponerla bajo la bomba y obligarla personalmente a bañarse había dado resultado, y hoy la casa estaba casi limpia, y también la propia Prudie, excepto las colonias que periódicamente se formaban en sus cabellos lacios y negros. Si aceptaba en la casa a la niña en la situación en que ahora estaba, debilitaba toda la posición que había adoptado. Por lo tanto, era necesario que ella y el perro tomasen un baño, y que antes de ingresar en la casa se suministrase ropa limpia a la chica. En relación con esta tarea, la propia Prudie podía prestar una útil ayuda.

Llegaron a Nampara al atardecer —una media hora larga antes que Jud, según calculó Ross— y Jim Carter acudió corriendo para hacerse cargo de Morena. La salud y la condición física del chico habían mejorado mucho durante el invierno. Sus ojos negros se agrandaron al ver la carga que traía el amo. Pero, en una actitud que sugería una reconfortante diferencia con los Paynter, no dijo palabra, y se dispuso a guardar el caballo. La chica lo miró con ojos que ya demostraban un vivo interés, y después se volvió de nuevo y contempló la casa, el valle, los manzanos y el arroyo, un paisaje que al atardecer parecía una gran mancha bermellón que contrastaba con el mar sombrío.

—¿Dónde está Prudie? —dijo Ross—. Dile que quiero hablarle.

—Señor, no está —dijo Jim Carter—. Se fue apenas salió usted. Dijo que se dirigía a Marasanvose a ver a su prima.

Ross juró por lo bajo. Los Paynter tenían un talento particular para desaparecer cuando se los necesitaba.

—Deja a Morena —dijo—. Yo me ocuparé de ella. Jud está a unos tres kilómetros, con algunos bueyes que compré. Ve a ayudarle. Si te das prisa, lo encontrarás antes de que llegue al vado del Mellingey.

El chico soltó las riendas, volvió a mirar a la niña, y después partió con paso rápido valle arriba.

Ross miró un momento el fragmento de resaca que había traído a casa, y que esperaba rescatar. Estaba de pie, con su camisa rasgada y los pantalones sin tobillos, el pelo aplastado contra el rostro, y a sus pies el cachorro sucio y medio muerto de hambre. La chica estaba inmóvil, contraído un dedo de los pies, las manos flojamente entrelazadas en la espalda, los ojos vueltos en dirección a la biblioteca. Ross decidió mostrarse insensible. No serviría hacerlo al día siguiente.

—Ven por aquí —dijo.

Ella lo siguió, y el perro fue en pos de su dueña, hacia el fondo de la casa, donde estaba la bomba, entre la antecocina y el primer galpón.

—Ahora —dijo él—, si quieres trabajar para mí, primero tienes que lavarte. ¿Entiendes?

—Sí… señor.

—No puedo permitir que gente sucia entre en la casa. No permito que trabaje conmigo quien no está limpio y no se lava. Así que desvístete y ponte bajo la bomba. Yo la manejaré.

—Sí… señor. —Obediente, la niña comenzó a desatarse el cordón que aseguraba el cuello de su camisa. Hecho esto, se detuvo y lentamente elevó los ojos hacia el hombre.

—Y no vuelvas a ponerte esas cosas —dijo Ross—. Te encontraré ropa limpia.

—Tal vez —dijo ella— yo misma pueda mover la bomba.

—¿Y al mismo tiempo recibir el agua? —dijo él bruscamente—. Tonterías. Y date prisa. No dispongo de toda la noche para ocuparme de ti. —Se acercó al manubrio de la bomba e hizo un movimiento preliminar.

Ella lo miró fijamente un momento, y después empezó a quitarse la camisa. En ese momento, bajo la suciedad que le cubría el rostro, pudo verse un leve matiz rosado. Después, se quitó los pantalones y se puso bajo la bomba.

Ross accionó con energía el brazo de la bomba. El primer lavado no eliminaría todo, pero por lo menos sería un comienzo. Su posición se mantendría incólume. La niña tenía un cuerpecillo enflaquecido, en el cual la feminidad apenas había comenzado a insinuar sus formas. Al mismo tiempo que las marcas del látigo, Ross alcanzó a ver moretones azules en la espalda y las costillas, donde esa tarde los niños habían descargado sus puntapiés. Felizmente, lo mismo que ella, los chicos estaban descalzos.

La chica nunca se había lavado así. Jadeaba y se ahogaba, mientras el agua le caía en forma de chorros y descargas sobre la cabeza, recorría su cuerpo y se iba por la canaleta del desagüe. Garrick aullaba pero no se apartaba, de modo que recibió de rebote buena parte del agua.

Finalmente, temeroso de sofocarla, Ross interrumpió el baño, y mientras el flujo de agua se convenía en un hilo, entró en la antecocina y se apoderó del primer artículo de lienzo que pudo hallar.

—Sécate con esto —dijo—. Iré a buscar alguna prenda de vestir.

Mientras volvía a entrar en la casa, se preguntó qué podía ofrecerle. Aunque bastante limpias, las cosas de Prudie eran demasiado grandes para la niña. Jim Carter tenía un cuerpo parecido, pero en realidad no poseía más ropas que las que llevaba puestas.

Ross subió a su propio cuarto y revisó los cajones, sin dejar de maldecirse porque en general solo pensaba en lo inmediato. No podía dejar a la niña temblando en el patio. Finalmente, eligió una camisa de hilo de su propio guardarropa, un cinturón y una corta bata de su padre.

Cuando salió, descubrió que la chica trataba de cubrirse con el pedazo de tela que él le había entregado, mientras los cabellos todavía formaban mechones oscuros y húmedos que caían sobre el rostro y los hombros. No le entregó inmediatamente las cosas, y en cambio le ordenó que lo siguiese al interior de la cocina, donde el fuego estaba encendido. Después que consiguió dejar a Garrick fuera de la casa, avivó el fuego y dijo a la chica que se quedase cerca de las llamas hasta secarse del todo, y que usara como mejor le pareciera las prendas improvisadas. Ella lo miró pestañeando, después desvió la vista y asintió para indicar que entendía.

Ross volvió a salir para desensillar a Morena.