La primera parte del invierno pareció interminable a Ross. Durante días incontables la bruma llenó el valle hasta que los muros de la casa Nampara gotearon a causa de la humedad, y el río se hinchó con las aguas amarillentas de la creciente. Después de Navidad, las heladas limpiaron la atmósfera, endureciendo los altos pastos de los bordes del arrecife, blanqueando las rocas y los montones de desechos de la mina, consolidando la arena y pintándola de blanco hasta que el mar agitado la bañaba.
Solo Verity venía con frecuencia. Era su contacto con el resto de la familia, y le traía noticias y compañía. Juntos solían caminar varios kilómetros, a veces bajo la lluvia, a lo largo de los peñascos, cuando el cielo estaba cubierto de nubes bajas y el mar irritado y hosco como un amante desdeñado; a veces sobre la arena, a orillas del mar, cuando las olas venían a romper en la playa levantando nubes de iridiscencia en la cresta. Él caminaba incansable, y a veces la escuchaba, mas rara vez hablaba el mismo, mientras Verity caminaba al lado con paso rápido, y los cabellos le golpeaban la cara, y el viento ponía color en sus mejillas.
Cierto día de mediados de marzo, Verity vino y permaneció más tiempo que de costumbre, mirándolo martillear un sostén para una de las vigas de la antecocina.
Verity preguntó:
—¿Cómo está tu tobillo, Ross?
—Apenas lo siento. —No era la verdad, pero era la versión que ofrecía a la gente. Apenas cojeaba, pues se había impuesto caminar normalmente, pero el dolor lo acometía a menudo. Verity había traído algunos frascos de sus propias conservas, y ahora había comenzado a bajarlos de los estantes para ordenarlos.
—Papá dice que si estas escaso de forraje para tu ganado, puedes pedirnos. Y también tenemos semillas de rábanos y cebollas, si las deseas.
Ross vaciló un momento.
—Gracias —dijo—. La semana pasada sembré arvejas y habas. Hay bastante espacio.
Verity miró un rótulo que ostentaba su propia escritura.
—Ross, ¿crees que puedes bailar? —preguntó.
—¿Bailar? ¿Qué quieres decir?
—Oh, no danzas demasiado vivas, sino un baile formal como el que harán en Truro el lunes de la semana próxima, el lunes de Pascua.
Ross interrumpió el martilleo.
—Podría bailar si lo deseara, pero como no quiero, no es necesario.
Ella lo miró, un momento antes de volver a hablar. A pesar de todo lo que había trabajado ese invierno, Ross estaba más delgado y más pálido. Bebía y pensaba demasiado. Verity lo recordaba del tiempo en que era un chico nervioso y vivaz, siempre dispuesto a hablar y divertirse. Solía cantar. A pesar de todos los esfuerzos que hacía para conocerlo, ese hombre delgado y caviloso era un extraño para ella. La culpa era tanto de la guerra como de Elizabeth.
—Aún eres joven —dijo ella—. Hay muchas cosas interesantes en Cornwall, si deseas verlas. ¿Por qué no vienes?
—¿Tú irás?
—Si alguien me lleva.
Ross se volvió.
—Veo que tienes intereses nuevos. ¿Francis y Elizabeth no irán?
—Lo pensaron, pero no están decididos.
Ross levantó el martillo.
—Bien, bien.
—Es un baile de beneficencia —dijo Verity—. Se celebrara en el salón municipal. Quizá te encuentres con amigos a quienes no viste desde tu regreso. Te distraerías, después de tanto trabajo y soledad.
—Sin duda. —La idea no lo atraía—. Bien, bien, lo pensaré.
—Quizá… quizá no importaría mucho —dijo Verity, sonrojándose— si no quieres dedicarte a bailar… es decir, si te duele el tobillo. Ross fingió que no advertía el sonrojo de la joven.
—Tienes un buen trecho en la oscuridad hasta tu casa, especialmente si llueve.
—Oh, me invitaron a pasar la noche en Truro. Joan Pascoe, a quien conoces, me alojará. Les enviaré un mensaje pidiéndoles que te preparen un cuarto. Les complacerá mucho.
—Te apresuras demasiado —dijo él—. No dije que iría. Hay mucho que hacer aquí.
—Sí, Ross —dijo la joven.
—Incluso ahora estamos retrasados con la siembra. Dos de los campos estuvieron inundados. No puedo confiar en Jud si trabaja solo.
—No, Ross dijo ella.
—De todos modos, no podría quedarme a pasar la noche en Truro, porque ya dispuse que iría a caballo hasta Redruth para asistir a la feria del martes por la mañana. Necesito más ganado.
—Sí, Ross.
Ross examinó la cuña que había metido bajo la viga. Aún no estaba bien segura.
—¿A qué hora paso a buscarte?
Esa noche fue a pescar con línea en la playa Hendrawna, acompañado de Mark y Paul Daniel, y Zacky Martin, Jud Paynter y Nick Vigus. No lo entusiasmaban los viejos entretenimientos, pero las circunstancias estaban reintegrándolo a su antiguo modo de vida. Hacía un tiempo frío e ingrato, pero los mineros estaban muy habituados a las ropas húmedas y a las temperaturas extremas, de modo que no prestaban mucha atención al asunto, y Ross jamás se mostraba sensible al tiempo. No pescaron nada, pero la noche fue bastante agradable, porque con las maderas arrojadas sobre la playa encendieron un gran fuego en una de las cavernas, se sentaron alrededor y narraron cuentos y bebieron ron mientras en la caverna sombría resonaban los ecos de los ruidos que ellos hacían.
Zacky Martin, padre de Jinny y otros diez hijos, era un hombrecillo sereno y agudo, de mirada divertida y en el mentón un barbijo gris permanente que nunca llegaba a ser una barba, y tampoco desaparecía jamás gracias a un buen afeitado. Como sabía leer y escribir, se le consideraba el erudito de la región. Unos veinte años antes había llegado a Sawle, un «forastero» venido de Redruth, y había superado el profundo prejuicio local y desposado a la hija del herrero.
Mientras estaban en la caverna llevó aparte a Ross y dijo que la señora Zacky lo fastidiaba incansablemente en relación con cierta promesa que el señor Ross había formulado un día que visitó el cottage de la familia, poco después de volver al hogar. Se trataba sencillamente de Reuben Clemmow y el modo en que atemorizaba a la joven Jinny; le hacía imposible la vida, la seguía por todas partes, mirándola y tratando de separarla de sus hermanos y hermanas para hablarle a solas. Por supuesto, aún no había «hecho» nada. Si ese hubiera sido el caso, ya se habrían ocupado de él; pero no deseaban que ocurriese nada, y el señor Zacky insistía en afirmar que si el señor Ross le hablaba quizás el hombre recuperase el sentido.
Ross miró la cabeza calva de Jud, que comenzaba a cabecear por los efectos del ron y el calor del fuego. Miró el rostro picado de viruelas de Nick Vigus, rojizo y demoníaco a la luz de las llamas, y la espalda larga y vigorosa de Mark Daniel que se inclinaba sobre el aparejo de pescar.
—Recuerdo muy bien el ofrecimiento —dijo a Zacky—. Le hablaré el domingo… veré si consigo que reflexione. Si no lo hace, lo echaré de su cottage. Los Clemmow son una familia poco saludable; estaremos mejor sin el último de ellos.
II
Llegó el lunes de Pascua antes de que Ross debiese afrontar la otra promesa. Pero, movido por el impulso, había decidido ser el acompañante de Verity en el baile, y por afecto hacia ella debía cumplir su palabra.
El salón municipal estaba colmado de gente cuando Ross y Verity llegaron. Esa noche estaban allí muchos miembros de la minoría selecta de la sociedad de Cornwall. Cuando entraron Ross y Verity, la banda estaba afinando los instrumentos para atacar la primera pieza. El salón estaba iluminado por veintenas de velas distribuidas a lo largo de las paredes. Los recibió el murmullo de las voces, que llegó hasta ellos sobre una ola de aire tibio con el cual se mezclaban los aromas y los perfumes. Se abrieron paso en el salón entre los grupos que charlaban, los talones que taconeaban, las cajas de rapé cerradas con un chasquido peculiar y el susurro de los vestidos de seda.
Como solía hacer cuando debía alternar con gente de su propia clase, Ross se había vestido pulcramente, y había elegido un traje de terciopelo negro con botones plateados; y aunque pareciese un poco insólito, también Verity había prestado particular atención a su arreglo. El color vivo de su vestido de brocado carmesí realzaba y suavizaba al mismo tiempo el bronceado de su rostro sencillo y agradable; estaba mucho más bonita que lo que él la había visto jamás. Era una Verity distinta de la muchacha que, vestida con briches y una blusa, araba en el lodo de Trenwith, indiferente a la lluvia y el viento.
Allí estaban la señora Teague y sus cinco hijas, en un grupo organizado por Joan Pascoe, al cual Ross y Verity presumiblemente debían incorporarse. Mientras se intercambiaban saludos corteses, Ross paseó su mirada cavilosa sobre las cinco jóvenes, y se preguntó por qué ninguna de ellas se había casado. Fe, la mayor, era rubia y bonita, pero las cuatro restantes eran cada vez más morenas y menos atractivas, como si la virtud y la inspiración hubiesen desertado de la señora Teague a medida que las concebía.
Por una vez había un número suficiente de hombres, y la señora Teague, con una peluca nueva rizada y aros de oro, contemplaba complacida la escena. En la fiesta, el número de hombres superaba en una media docena al de mujeres, y Ross era el mayor de ellos. Lo sentía: se los veía tan jóvenes, con sus actitudes artificiales y sus forzados cumplidos. Lo llamaban capitán Poldark y lo trataban con un respeto que él no buscaba, es decir, eso hacían todos excepto Whitworth, un tipo desmañado y elegante que mataba el tiempo en Oxford con el propósito de ingresar en la Iglesia, y que estaba vestido a la última moda, con un chaqué de faldones sesgados, recamado con flores de hilo de seda en los puños, alrededor de las costuras y en los faldones. Hablaba en voz muy alta, y era evidente que deseaba ser la figura más notoria de la reunión, un privilegio que Ross le otorgaba de buena gana.
Como estaba allí para complacer a Verity, decidió entregarse todo lo posible al espíritu de la velada, y pasaba de una joven a otra formulándoles cumplidos que ellas esperaban y recibiendo las respuestas acostumbradas.
De pronto se encontró conversando con Ruth Teague, la menor y la menos atractiva del quinteto de la señora Teague. La joven se había apartado un poco de sus hermanas, y por el momento estaba fuera del alcance de su dominante madre. Era su primer baile, y parecía solitaria y nerviosa. Con aire preocupado, Ross levantó la cabeza y contó el número de jóvenes varones que la familia Teague había atraído. Después de todo, solo había cuatro.
—¿Puedo tener el placer de las dos piezas que siguen? —preguntó.
La joven enrojeció.
—Gracias, señor. Si mamá lo permite…
—Ojalá no se oponga —sonrió y se apartó para presentar sus respetos a lady Whitworth, la madre del elegante. Unos instantes después miró a Ruth, y vio que la joven había palidecido. ¿Acaso él era tan temible con su rostro desfigurado? ¿O la reputación de su padre se había pegado a su propio nombre, como un horror de pecado?
Advirtió que otro hombre se había incorporado a la fiesta y estaba conversando con Verity. Había algo familiar en esa figura robusta discretamente vestida, con los cabellos arreglados en una coleta sin pretensiones. Era el capitán Andrew Blamey, el capitán del paquebote de Falmouth, a quien había conocido en la boda.
—Bien, capitán —dijo Ross—, es una sorpresa encontrarlo aquí.
—Capitán Poldark. —Estrechó la mano de Ross, pero el hombre parecía haber enmudecido. Finalmente consiguió decir—: En realidad, no bailo bien.
Hablaron un rato de barcos, el capitán Blamey utilizando sobre todo monosílabos, mientras miraba a Verity. Después, la banda atacó finalmente la primera pieza, y Ross se excusó. El joven debía acompañar a su prima. Formaron fila para empezar, las personas de alcurnia en cierto orden de preferencia.
—¿Bailarás la próxima pieza con el capitán Blamey? —preguntó.
—Sí, Ross. ¿Te importa?
—En absoluto. Estoy comprometido con la señorita Ruth
—¿Cómo, la menor de todas? Eres muy considerado.
—El deber de un inglés —dijo Ross. Después, cuando estaban separándose, agregó con voz áspera, en una imitación bastante buena—: En realidad, no soy bueno para el baile.
Verity lo miró a los ojos.
La danza formal continuó. La luz suave y amarilla de las velas tembló sobre los colores de los vestidos, el oro y crema, el salmón y el morado. Bajo esa luz las mujeres elegantes y bellas eran encantadoras, y tolerables las que carecían de gracia y las más toscas; suavizaba a las vulgares, y difundía blandas sombras de matices gris crema que sentaban bien a todos.
La banda emitía sus sones. Las figuras giraban, moviéndose, inclinándose y avanzando, girando sobre los talones, sostenidas de las manos, sobre la punta de los pies; las sombras se mezclaban e intercambiaban, formando y reformando complicados diseños de luz y sombra, como una elegante imagen de la trama y la urdimbre de la vida, sol y sombra, nacimiento y muerte, un lento entretejerse de la pauta eterna.
Llegó el momento del baile de Ross con Ruth Teague. Advirtió que la mano de la joven estaba fría bajo el guante de encaje rosa; aún se sentía nerviosa, y él buscaba el modo de tranquilizarla. Una pobre criaturita sin encantos, pero cuando se la examinaba —y para ello la joven le ofreció todas las oportunidades posibles, porque mantuvo los ojos bajos— se descubrían algunos rasgos que atraían la atención, un gesto notablemente obstinado del mentón, un resplandor de vitalidad bajo la piel cetrina, la forma almendrada de los ojos, que concedían un atisbo de originalidad a su mirada. Excepto su prima, era la primera mujer con quien Ross había hablado que no utilizaba un perfume intenso para esconder los olores del cuerpo. Al encontrar a una joven que olía tan limpio como Verity, Ross experimentó un impulso de amistad.
Apeló a toda la charla intrascendente que se le ocurrió, y una vez logró que sonriera; en ese nuevo interés olvidó el dolor de su tobillo. Juntos bailaron la contradanza final, y la señora Teague enarcó el ceño. Había supuesto que Ruth pasaría la mayor parte de la velada junto a ella, como era el deber de una obediente hermana menor.
—¡Qué reunión tan elegante! —dijo lady Whitworth, sentada al lado de la señora Teague—. Estoy segura de que nuestros queridos hijos están muy complacidos. ¿Quién es ese hombre alto que acompaña a la pequeña Ruth? No alcancé a oír su nombre.
—El capitán Poldark. Sobrino del señor Charles.
—¿Cómo, un hijo del señor Joshua Poldark? ¡Y pensar que no lo reconocí! No se parece al padre, ¿verdad? No es tan apuesto. Ahora que… interesante a su modo, a pesar de la cicatriz. ¿Está manifestando cierto interés?
—Bien, así comienza el interés ¿verdad? —dijo la señora Teague, sonriendo dulcemente a su amiga.
—Por supuesto, querida. Pero qué molestas se sentirán sus dos mayores si Ruth se comprometiese antes que ellas. Siempre pienso que es una lástima que en este condado no se aplique más estrictamente la etiqueta de las presentaciones. Bien, en Oxfordshire los padres no permitirían que las jóvenes se comporten con tanta libertad como Paciencia y Joan y Ruth mientras Fe y Esperanza no estuvieran bien casadas. Sí, creo que provoca acritud en el seno de la familia. Bien, imagínese, el hijo del señor Joshua y no lo reconocí. Me pregunto si tiene un carácter parecido al de su padre. Recuerdo bien al señor Joshua.
Después del baile, Ruth fue a sentarse junto a las dos mujeres mayores. De la palidez, su rostro había pasado al sonrojo. Se abanicaba con movimientos rápidos, y tenía los ojos brillantes. La señora Teague ardía en deseos de interrogarla, pero nada podía decir mientras lady Whitworth se mantuviese en tan irritante proximidad. La señora Teague conocía tan bien como lady Whitworth la reputación de Joshua. Ross podía ser una excelente presa para la pequeña Ruth, pero su padre había tenido la deplorable costumbre de comerse la carnada sin dejarse atrapar por el anzuelo.
—La señorita Verity está muy sociable esta noche —dijo la señora Teague para distraer la atención de lady Whitworth—. Creo que se la ve más vivaz que nunca.
—Sin duda a causa de la compañía de los jóvenes —dijo secamente su amiga—. Veo que también está aquí el capitán Blamey.
—Entiendo que es primo de los Roseland Blamey.
—He oído decir que prefieren que se los conozca como primos segundos.
—¿De veras? —La señora Teague prestó atención—. ¿Por qué?
—Se oyen rumores. —Lady Whitworth movió con indiferencia una mano enguantada—. Por supuesto, una no los repite cuando pueden oír los jóvenes.
—¿Qué? Ah… no, no, claro que no.
El capitán Blamey hacía una reverencia a su pareja.
—Hace calor aquí —dijo—. ¿Quizás un refresco?
Verity asintió, tan intimidada como él. Durante la danza ninguno de los dos había hablado. Ahora pasaron al salón donde se servían los refrescos y encontraron un rincón protegido por helechos. En ese lugar aislado ella sorbió su clarete francés, mientras miraba a la gente que pasaba. Él se limitó a beber limonada.
Tiene que ocurrírseme algo, pensó Verity; por qué no puedo hablar de cosas sin importancia, como esas muchachas; si pudiese ayudarle a hablar le agradaría más; es tímido como yo, y debería facilitarle las cosas, no dificultárselas. Está el tema del campo, pero sin duda no le interesan mis cerdos y mis aves de corral. La minería me interesa menos que a él. Del mar nada sé, y solamente he visto guardacostas y pesqueros y otros navíos pequeños. El naufragio del lunes pasado… pero quizá no sea delicado hablar de eso. Caramba, no puedo limitarme a decir bla, bla, bla, y lanzar risitas y coquetear. Podría elogiar su modo de bailar pero no sería sincera, porque baila como ese oso grande y bueno que vi la Navidad pasada.
—Aquí está más fresco —dijo el capitán Blamey.
—Sí —dijo Verity con simpatía.
—Quizás hace demasiado calor para bailar allí. Me parece que un poco de aire de la noche sería bueno en el salón.
—Por supuesto, el tiempo es bastante bueno —comentó Verity—. Es extraño en esta estación.
—Usted baila con mucha elegancia —dijo el capitán Blamey, transpirando—. Jamás conocí a nadie tan bien… este… hum.
—Me agrada mucho bailar —dijo ella—. Pero tengo pocas oportunidades de hacerlo en Trenwith. Esta noche es un placer especial para mí.
—Y para mí. Y para mí. No recuerdo haberlo pasado tan bien…
En el silencio que siguió a este exabrupto, oyeron la risa de los jóvenes y los hombres que flirteaban en la alcoba contigua. Sin duda, estaban pasándolo muy bien.
—Qué tonterías dicen esos jóvenes —barbotó Andrew Blamey.
—Oh, ¿le parece? —respondió ella, aliviada.
Ahora la ofendí, pensó él. No se había expresado bien; no quería aludir a Verity. Qué hermosos hombros. Debí aprovechar la oportunidad para decírtelo todo, pero ¿qué derecho tengo a suponer que puedo interesarle? Además, lo diré con tanta torpeza que se sentirá agraviada apenas escuche las primeras palabras. Qué tersa parece su piel; es como la brisa que viene del oeste al amanecer, suave y fresca, y buena para los pulmones y el corazón.
—¿Cuándo sale para Lisboa? —preguntó ella.
—El viernes, con la marea vespertina.
—Estuve tres veces en Falmouth —explicó Verity—. Un hermoso puerto.
—El mejor al norte del ecuador. Un gobierno previsor lo aprovecharía bien como gran base naval y centro de almacenamiento. Reúne todas las condiciones. Todavía necesitaremos un puerto de esa clase.
—¿Para qué? —preguntó Verity, observando el rostro sereno y bronceado—. ¿No se ha concertado la paz?
—Por poco tiempo. Tal vez un año o dos; pero volveremos a tener dificultades con Francia. Nada se ha resuelto definitivamente. Y cuando llegue la guerra, el poder marítimo la decidirá.
—Ruth —dijo la señora Teague en la habitación contigua—. Veo que Fe no tiene pareja para esa pieza. ¿Por qué no vas hacerle compañía?
—Muy bien, mamá. —La joven se puso de pie en actitud obediente.
—¿A qué clase de rumores se refiere? —preguntó la madre de Ruth cuando esta se alejó.
Lady Whitworth enarcó las cejas pintadas.
—¿Acerca de quién?
—Del capitán Blamey.
—¿Del capitán Blamey? Dios mío, no me parece que indique un corazón muy bondadoso atribuir mucho crédito a los rumores, ¿no lo cree?
—No, no, claro que no. Yo jamás presto oídos a esas cosas.
—Le advierto que lo sé de buena tinta, porque de lo contrario jamás lo repetiría, ni siquiera a usted. —Lady Whitworth levantó el abanico, un objeto de pergamino de piel de pollo delicadamente pintado con querubes. Tras la protección del abanico comenzó a hablar en voz baja, la boca cerca del aro de perlas de la señora Teague.
Los ojos redondos y negros de la señora Teague se empequeñecieron y redondearon a medida que avanzó el relato; las arrugas de los párpados descendieron como pequeñas persianas sesgadas.
—¡No! —exclamó—. ¡No me diga! Caramba, en tal caso no debería permitírsele el acceso a ese salón. ¡Qué vergüenza!, tendré que advertírselo a Verity.
—Querida, si decide hacerlo, le ruego lo deje para otra ocasión. No deseo verme mezclada en la disputa que puede sobrevenir. Además, querida mía, quizás ella ya lo sabe. Usted no ignora cómo son las chicas modernas: se enloquecen por los hombres. Y, después de todo, tiene veinticinco años, la misma edad que su hija mayor, querida mía. No tendrá muchas más oportunidades.
Cuando iba a reunirse con su hermana, Ruth fue interceptada por Ross. Quería pedirle la danza que se iniciaría poco después, una gavota, la variación del minué que ahora rivalizaba con este. Uno levantaba los pies, así, y después así, en lugar de arrastrarlos…
Comprobó que ahora la jovencita sonreía con más desenvoltura, con menos embarazo. Después de sentirse un poco atemorizada por sus atenciones, no le había llevado mucho tiempo experimentar un sentimiento de halago. Una joven que tiene cuatro hermanas solteras no acude con demasiadas esperanzas a su primer baile. Verse distinguida por un hombre de cierta categoría era un vino que se subía a la cabeza, y Ross debió haber administrado con más precaución sus dosis. Pero con su natural franco, Ross simplemente sentía agrado en ese placer de alegrar la velada de otra persona.
Con cierta sorpresa comprobó que le agradaba la danza; alternar con la gente era un placer, pese a que él había tratado de menospreciar el asunto. Mientras se separaban y reunían, Ross mantuvo constantemente su conversación murmurada con la joven, y en cierto momento ella emitió una brusca risa, lo cual le mereció una mirada de reprobación de su hermana segunda, que estaba a pocos pasos de distancia y bailaba con dos caballeros de edad y una dama noble.
En el cuarto de los refrescos, el capitán Blamey tenía un boceto en las manos.
—Bien, aquí está el trinquete, el palo mayor y el palo de mesana. Sobre el trinquete está la vela mayor, la…
—¿Usted dibujó esto? —preguntó Verity.
—Sí. Es un boceto del barco de mi padre. Era un navío de línea. Él murió hace seis años. Si…
—Es un dibujo notablemente bueno.
—Oh, no diga eso. Sencillamente, uno se acostumbra a manejar el lápiz. Vea, el trinquete y el palo mayor tienen aparejo de cruzamen; es decir, que sostienen vergas… hum… a lo largo de la nave. El palo de mesana tiene en parte aparejo de cruzamen, pero lleva una botavara y un botalón, y la vela se llama vela cangreja. En los viejos tiempos se la llamaba vela latina. Ahora bien, aquí está el bauprés. No aparece en el dibujo, pero debajo hay otra botavara, de modo que… señorita Verity, ¿cuándo puedo volver a verla después de esta noche?
Las dos cabezas estaban muy juntas; ella alzó la vista un instante para mirar los ojos castaños y fijos de su interlocutor.
—Capitán Blamey, no sé qué decirle.
—Es todo lo que deseo.
—Oh —dijo Verity.
—… ¡Hum!… Sobre el trinquete, aquí tiene la vela mayor. Después, la gavia inferior y luego la gavia superior. Este agregado al bauprés se llama asta de la bandera del bauprés, y… y…
—¿Para qué sirve esa asta? —preguntó Verity, sin aliento.
—Es la… este… Puedo atreverme a esperar que… si pudiese abrigar la esperanza de que mi interés se verá mínimamente retribuido… si tal cosa fuese posible…
—Capitán Blamey, creo que es posible.
Él le tocó los dedos un momento, mudo de emoción.
—Señorita Verity, usted me da una esperanza, una posibilidad que… puede inspirar a un hombre. Siento… siento… Pero antes de que hable con su padre debo explicarle algo que solo por su bondad tengo valor para poner en palabras…
Cinco personas entraron en el salón de los refrescos, y Verity se enderezó presurosa, porque advirtió que eran los Warleggan, con Francis y Elizabeth. Elizabeth la vio al instante, y sonrió; hizo un gesto y se acercó.
Llevaba un vestido de muselina color durazno, con un turbante de crepé blanco bien ajustado sobre los rizos.
—Querida, no pensábamos venir —dijo Elizabeth, divertida ante la sorpresa de Verity—. Te ves muy bonita. Cómo le va, capitán Blamey.
—A sus pies, señora.
—En realidad, fue culpa de George —continuó diciendo Elizabeth, excitada, y por eso mismo exhibiendo una radiante belleza—. Estábamos cenando con él, y me parece que se vio en dificultades para entretener nuestra velada.
—Crueles palabras de tiernos labios —dijo amablemente George Warleggan—. La culpa es de su marido que quiso bailar esta bárbara ecossaise[8]. A mí no me gustan las cabriolas.
En ese momento se acercó Francis. Tenía el rostro de color subido a causa de la bebida, y en su caso el alcohol también tendía a conferirle un aire todavía más apuesto.
—Aún no hemos perdido nada —dijo—. Falta lo mejor de la diversión. Esta noche no podría tranquilizarme aunque toda Inglaterra dependiese de ello.
—Tampoco yo —dijo Elizabeth. Sonrió al capitán Blamey—. Confío en que nuestro espíritu bullicioso no le moleste, señor.
El marino respiró hondo.
—En lo más mínimo, señora. Yo también tengo buenas razones para sentirme feliz.
En el salón de baile, Ruth Teague había regresado, y lady Whitworth se había alejado.
—¡De modo que finalmente el capitán Poldark te abandonó, hija! —dijo la señora Teague—. ¿Qué explicación te dio de semejante conducta?
—Ninguna, mamá —dijo Ruth, abanicándose con gesto vivo sus ojos almendrados mostraban una expresión móvil y excitada.
—Bien, es satisfactorio que un hombre tan distinguido te dispense su atención, pero todo debe hacerse respetando las formas. Deberías tener buenos modales, si él no los demuestra. La gente ya está hablando.
—¿De veras? Oh, mamá. No puedo negarme a bailar con él, es muy cortés y amable.
—Sin duda, sin duda. Pero no conviene prestarse demasiado fácilmente a esas cosas. Y también debes pensar en tus hermanas.
—Me solicitó la próxima danza, después de esta.
—¿Qué? ¿Y qué le dijiste?
—Se la prometí.
—¡Uf! —La señora Teague se estremeció irritada, pero el asunto no le desagradaba tanto como ella quería dar a entender—. Bien, lo prometido es deuda; puedes bailar ahora. Pero no debes ir a comer con él, ni dejar sola a Joan.
—Él no me lo pidió.
—Niña, tus respuestas son demasiado libres. Creo que las atenciones de ese hombre se te subieron a la cabeza. Quizá le diga algo después de la comida.
—No, no, mamá, ¡no debes hacer eso!
—Bien, ya veremos —dijo la señora Teague, quien en realidad no tenía la más mínima intención de desalentar a un joven casadero. Había formulado una protesta simbólica para satisfacer su propio concepto de lo justo y formal, del modo en que ella se hubiera comportado de haber tenido una sola hija, dotada con una fortuna de diez mil libras. Tenía una hilera de cinco, y ni la más mínima dote para ninguna, lo cual ciertamente reducía su libertad de movimientos.
Pero en realidad no había mucho de qué preocuparse. Cuando llegó el intervalo destinado a la comida, Ross había desaparecido, sin que nadie pudiese explicar su ausencia. Durante la última pieza con Ruth se había mostrado reservado e inquieto, y la joven se preguntaba ansiosamente si de un modo o de otro las críticas de su madre habían llegado a oídos del joven.
Apenas concluyó la danza, Ross abandonó el salón y salió a la noche suave, con su cielo cubierto de nubes. Ante la aparición inesperada de Elizabeth, su ficticio goce se había disipado en un instante. Deseaba sobre todo que ella no lo viese. Olvidó sus obligaciones como acompañante de Verity y como miembro del grupo de la señorita Pascoe.
Afuera había dos o tres carruajes con lacayos, y también un coche abierto. Las luces provenientes de las ventanas en arco de las casas que rodeaban la plaza iluminaban los adoquines desiguales y los árboles del camposanto de Santa María. Se volvió en esa dirección. La belleza de Elizabeth había vuelto a conmoverlo. El hecho de que otro hombre gozara plenamente de la joven representaba para Ross todas las torturas del infierno. Ya no podía continuar flirteando con una pequeña y agradable colegiala sin mayores encantos.
Cuando su mano se cerró sobre los fríos enrejados bajo los árboles, trató de dominar los celos y el sufrimiento, tal como uno intenta rechazar un desmayo inminente. Esta vez debía eliminar definitivamente ese sentimiento. O lo lograba, o se alejaba otra vez del condado. Tenía que vivir su propia vida, tenía que seguir su propio camino; en el mundo había otras mujeres, quizá más vulgares, pero en todo caso seductoras, con sus actitudes femeninas y sus cuerpos suaves. O destruía su amor a Elizabeth o se retiraba a alguna región del país en la cual no pudiera hacer comparaciones. La alternativa era clara.
Siguió caminando y rechazó a un mendigo que lo seguía con protestas de pobreza y necesidad. De pronto se encontró frente a la Posada del Oso. Empujó la puerta y bajó los tres peldaños que descendían hacia el salón atestado, con sus barriles de anillos de latón apilados hasta el cielorraso y las mesas y los bancos bajos. Como era lunes de Pascua, el lugar estaba atestado, y la luz parpadeante y humosa de las velas en sus apoyos de hierro al principio no le revelaron dónde podía encontrar un lugar. Se instaló en un rincón y pidió brandy. El tabernero se alisó los cabellos y tomó un vaso limpio en honor del inesperado cliente. Ross advirtió que su aparición había impuesto silencio. Su traje y su ropa blanca se destacaban en ese grupo de bebedores harapientos y mal alimentados.
—No te permitiré que continúes hablando así —dijo incómodo el tabernero—, de modo que, Jack Tripp, será mejor que bajes de tu percha.
—Me quedaré donde estoy —dijo un hombre alto y delgado, Mejor vestido que la mayoría de los demás, con un traje andrajoso demasiado grande para su cuerpo.
—Déjelo estar —dijo un hombre instalado en una silla—. Ni siguiera a un cuervo se le prohíbe posarse en una chimenea.
Se oyeron risas, porque la analogía era bastante apropiada.
Se reanudó la conversación cuando fue evidente que el recién llegado estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos no prestaba atención a los de otra gente. El único signo de vida que ofrecía era, de tiempo en tiempo, la orden de volver a llenar su vaso dirigida al tabernero. Y así, Jack Tripp pudo continuar encaramado en su percha.
—Amigo, eso le parecerá muy divertido, pero ¿acaso todos los hombres no nacemos de mujer? ¿En qué cambia nuestra llegada al mundo o nuestra salida el que seamos comisionista de granos o mendigo? Y que no me digan que Dios decidió que algunos se ahoguen en riquezas y otros padezcan el hambre más terrible. Recuérdenlo bien, todo eso es creación del hombre, idea de los ricos mercaderes y otros individuos por el estilo, porque desean conservar lo que tienen y que el resto de los humanos soporte sus cadenas. Es muy agradable hablar de religión y sobornar al clero con comida y vino…
—Deja en paz a Dios —dijo una voz que llegó del fondo.
—Nada digo contra Dios —graznó Jack Tripp—. Pero no acepto el dios que me ofrece el comisionista de granos. ¿Acaso Cristo no predicó la justicia para todos? ¿Cuál es la justicia de quien mata de hambre a las mujeres y los niños? El clero se atosiga de comida, y nuestras mujeres viven de pan negro y hojas de haya, y los niños se encogen y mueren. ¡Y yo les digo, amigos, que en Penryn hay grano!
Se oyó un gruñido de asentimiento.
Una voz habló al oído de Ross.
—Pague una copa a una dama, ¿quiere, señor mío? Usted sabe que es triste beber solo. El demonio se mete en el brandy cuando uno bebe solo.
Ross miró los ojos atrevidos y oscuros de una mujer que se había acercado y ahora estaba sentada al lado. Era alta, delgada, de unos veinticuatro o veinticinco años, vestida con un traje de montar azul, de corte masculino, que otrora había sido elegante, pero ahora estaba muy deteriorado; quizá lo había conseguido de segunda o tercera mano. El alzacuello estaba sucio, y el frente de encaje torcido. Tenía pómulos altos, la boca grande, los dientes muy blancos, y los ojos grandes mostraban una expresión atrevida y dura. Los cabellos negros estaban teñidos torpemente con un color cobrizo. A pesar de su actitud y su expresión un tanto masculina, había algo felino en ella.
Con gesto indiferente, Ross hizo una seña al tabernero.
—Gracias, señor mío —dijo la mujer estirándose y bostezando—. Bebo a su salud. Lo veo triste. Ya sabe, como desalentado. Un poco de compañía le vendría bien.
—¡Sí, hay grano en Penryn! —dijo ásperamente Jack Tripp—. ¿Y para quién? No para la gente como nosotros. No, no, ahora solo desean venderlo al extranjero. No les interesa si vivimos o morimos. ¿Por qué no hay trabajo en las minas? ¿Por qué los precios del estaño y el cobre son tan bajos? Pero, amigos, ¿por qué? Porque los comerciantes y los fundidores fijan entre ellos los precios que les acomodan. ¡Qué los estañeros se pudran! ¿Qué importa eso a los comerciantes? ¡Y lo mismo a los molineros! ¡Y a todos!
Ross movió inquieto su cuerpo. Esos agitadores de taberna. Al público le gustaba que le hablaran así; de ese modo se expresaban agravios que ellos mismos apenas habían empezado a formular.
La mujer puso su mano sobre la de Ross. El joven apartó las suyas y terminó su brandy.
—La soledad, mi señor, ese es su mal. Permítame leer la palma de su mano. —Ella extendió de nuevo la mano y volvió la de Ross para examinarla—. Sí… sí. Desengañado en el amor, eso mismo. Una rubia lo traicionó. Pero aquí hay una morena. Mire. —Señaló con un largo índice—. Vea, está cerca. Muy cerca de usted. Mi señor, ella lo confortará. No como esas doncellas melindrosas que temen a un par de pantalones. Usted me gusta, si no le molesta que se lo diga. Apostaría a que usted puede contentar a una mujer. Pero cuídese de ciertas cosas. Cuídese de ser demasiado delicado, no sea que esas doncellas melindrosas lo lleven a creer que el amor es un juego de salón. El amor no es un juego de salón, mi señor, como usted bien lo sabe.
Ross pidió otra copa.
—Y bien, ¿qué pasó con la pobre Betsey Pydar? —dijo Jack Tripp, gritando para imponerse al murmullo de las conversaciones que comenzaba a generalizarse—. Yo les pregunto, amigos, ¿qué pasó? ¿Y qué oyeron decir de la viuda Pydar? Perseguida por los inspectores y muerta de hambre…
La mujer vació de un trago su vaso, pero no soltó la mano de Ross.
—Mi señor, alcanzo a ver una casita cómoda al lado del río. Limpia y arreglada, como a usted le gusta. Me agrada su aspecto, m señor. Siento una extraña simpatía. Me parece que usted es el tipo de hombre que sabe hacer las cosas. Ya ve, conozco a la gente. Sé juzgar a un hombre… así me lo han dicho.
Ross la miró, y ella sostuvo audazmente la mirada. Aunque apenas acababan de conocerse, fue como si un tremendo deseo de él se hubiese encendido en la mujer. No era solo cuestión de dinero.
—¿Y qué respondió el párroco Halse cuando le hablaron? —preguntó Tripp—. Dijo que Betsey Pydar se lo había buscado, por desobedecer las leyes del país. ¡Esa fue toda la simpatía que le demostró! Dijo que los inspectores y la sabiduría de la providencia la habían obligado a regresar a su propia parroquia, y que solo suya era la culpa. ¡Así es nuestro clero!…
Ross se puso de pie, retiró la mano, dejó una moneda para el tabernero y se dirigió hacia la puerta.
Afuera, la noche estaba muy oscura y caía una ligera llovizna. Permaneció indeciso un momento. Cuando se volvió, oyó el movimiento de la mujer que salía de la taberna.
Se le acercó rápidamente y caminó al lado del joven, alta y fuerte. Entonces, volvió a tomarle la mano. El impulso de Ross fue rechazarla y acabar con esa solicitación. Pero en el último momento, su soledad y su desaliento lo envolvieron como una niebla que lo intoxicaba lentamente. ¿Qué haría después de desairarla? ¿Qué podía hacer para llenar el vacío? ¿Volver al salón de baile?
Giró sobre sí mismo y la acompañó.