Durante la semana que precedió a la boda, Ross abandonó su propiedad solo una vez: para visitar la iglesia de Sawle.
Joshua había expresado el deseo de que lo enterrasen en la misma tumba que ocupaba su esposa, de modo que había poco que ver.
«Consagrado a la memoria de Grace Mary: bien amada esposa de Joshua Poldark, que abandonó este mundo el noveno día de mayo de 1770, a la edad de 30 años. Quid Quid Amor Jussit, Non Est Contemnere Tutum[7]».
Y debajo Charles había mandado grabar: «También a la de Joshua Poldark, de Nampara, en el condado de Cornwall, caballero que murió el undécimo día de marzo de 1783, a la edad de 59 años».
El único cambio era que habían arrancado los arbustos plantados por Joshua, y en el montículo había crecido una tenue capa de pasto. Al lado, sobre una pequeña lápida, habían escrito: «Claude Anthony Poldark fallecido el 9 de enero de 1771, en el sexto año de su vida».
Cuatro días después Ross regresó a la iglesia para enterrar las esperanzas que había sostenido más de dos años.
En el fondo de su mente había alimentado sin cesar la semiconvicción de que en definitiva la boda no llegaría a realizarse. Creer en ese matrimonio era tan difícil como aceptar la afirmación de quien le dijera que él mismo iba a morir.
La iglesia de Sawle estaba a casi un kilómetro de la aldea de Sawle, al comienzo de la huella que conducía al pueblo. Hoy, el altar principal estaba adornado con crisantemos dorados, y cuatro músicos tocaban los himnos con violines y contrabajos. Había veinte invitados; Ross estaba sentado cerca del frente, en uno de los altos escaños tan cómodos para dormir, y miraba fijamente a las dos figuras arrodilladas ante el altar, y escuchaba el zumbido de la voz de William-Alfred, que mascullaba los términos del vínculo legal y espiritual.
Poco después, transcurrido un lapso demasiado breve para asunto tan esencial, volvieron a encontrarse en el patio de la iglesia, donde se había reunido medio centenar de aldeanos de Sawle, Trenwith y Grambler. Permanecieron de pie a distancia respetuosa, y emitieron una tenue y desordenada felicitación colectiva cuando la pareja apareció en la puerta.
Era un día luminoso de noviembre con retazos de cielo azul, un sol intermitente, y figuras blanco grisáceas de nubes que se desplazaban sin prisa impulsadas por el viento fresco. El velo de encaje antiguo que llevaba Elizabeth se movía alrededor de su cara, de modo que ella parecía inmaterial y etérea; podía haber sido una de las nubes más pequeñas que se había extraviado y que estaba atrapada por la procesión humana. Poco después subieron al carruaje y empezaron a recorrer la huella seguidos a caballo por los concurrentes.
Elizabeth, su padre y su madre habían llegado de Kenwyn en el carruaje de la familia Chynoweth, traqueteando y saltando por los estrechos caminos llenos de surcos, y levantando detrás una nube de polvo gris que dejaba una película uniforme en las personas reunidas para verlos pasar. Pues la aparición de un vehículo de esta clase en esa región árida era un hecho de suma importancia. Los medios habituales para viajar eran el caballo y la recua de mulas. La noticia de su aproximación se desplazaba más velozmente que las grandes ruedas rojas con anillos de hierro del carruaje, y los estañeros que lavaban estaño en los arroyos vecinos, los habitantes de los cottages y sus esposas, los peones del campo, los mineros que habían terminado su turno, y la resaca de cuatro parroquias, salían para verlo pasar. Los perros ladraban y las mulas relinchaban, y los niños desnudos corrían gritando en pos del coche, a través del polvo.
Cuando llegaron al sendero el cochero puso al trote a los caballos.
En el asiento trasero Bartle tocó su cuerno, y así el carruaje llegó con gran ostentación frente a la casa Trenwith, mientras varios de los jinetes que lo seguían trotaban y gritaban a los costados.
En la casa se había preparado un banquete que hizo empalidecer los festines anteriores. Estaban allí las mismas personas que se encontraban presentes la noche del regreso de Ross. La señora Chynoweth, bella como un águila hembra bien cuidada; el doctor Choake y su tonta esposita; Charles, que en mérito a la ocasión ostentaba una peluca grande y nueva, una chaqueta de terciopelo marrón con fino encaje en los puños y un chaleco rojo. Verity permaneció sentada a la mesa menos de la mitad del tiempo, porque a cada momento se levantaba para vigilar el servicio; sus cabellos oscuros y esponjosos se habían desgreñado a medida que avanzaba la tarde. El primo William-Alfred, delgado y pálido e inaccesible, confería cierta solemnidad y moderación al festejo. Su esposa Dorothy no había acudido, porque padecía su vieja dolencia, que era el embarazo. La tía Agatha, que ocupaba su lugar de costumbre al extremo de la mesa, vestía una anticuada túnica de terciopelo con miriñaque de ballenas, y un gorro de fino encaje sobre la peluca empolvada.
Entre los invitados estaba Henshawe, capataz de Grambler, un hombre joven y corpulento, de ojos celestes muy claros y manos y pies pequeños, los cuales le permitían moverse con agilidad a pesar de su peso. La señora Henshawe no se sentía en su medio, y de tanto en tanto interrumpía los movimientos excesivamente cuidadosos con que tomaba la comida para mirar inquieta a los restantes invitados; pero el marido, pese a que trabajaba en una mina desde los ocho años y no sabía leer ni escribir, estaba acostumbrado a alternar con todas las clases, y muy pronto estaba escarbándose la boca con el tenedor destinado a los dulces.
Frente a ellos, y tratando de no mirarlos, estaba la señora Teague, viuda de un primo lejano que tenía una pequeña propiedad cerca de Santa Ana; y distribuidas alrededor de la mesa estaban sus cinco hijas casaderas: Fe, Esperanza, Paciencia, Joan y Ruth.
Al lado de la señora Teague estaba cierto capitán Blamey, a quien Ross veía por primera vez, un hombre bastante presentable de alrededor de cuarenta años, que estaba a cargo de uno de los paquebotes que hacían el trayecto entre Falmouth y Lisboa. Durante toda la comida, que se prolongó mucho, Ross vio que el marino habló solo dos veces, y en ambos casos con Verity para agradecerle algo que ella había traído. No bebió una gota.
El otro clérigo no ayudó al primo William-Alfred a afrontar las solemnidades del día. Al reverendo señor Odgers, un hombrecito enjuto, se le había confiado la atención de la aldea de Sawle y Grambler, y por esas funciones el rector, que vivía en Penzance, le pagaba 40 libras anuales. Con esta suma mantenía a una esposa, una vaca y diez hijos. Ocupaba su asiento a la mesa del festín con un traje verdecido a causa del uso constante, y una descolorida peluca de crin de caballo, y constantemente extendía una mano, curtida de suciedad y con las uñas rotas, para reclamar otra porción de algún plato, mientras sus mandíbulas estrechas laboraban para eliminar lo que aún tenía ante sí. Había algo conejil, en los movimientos rápidos y furtivos: mordisquear y mordisquear, antes de que alguien venga a espantarme.
Completaban el grupo Nicholas Warleggan, padre, madre e hijo.
Eran los únicos representantes de los nuevos ricos del condado. El padre de Warleggan había sido un herrero del condado que había comenzado a fundir estaño en pequeña escala; Nicholas, hijo del fundidor, se había trasladado a Truro y allí había erigido una fundición. A partir de estas raíces habían comenzado a extenderse los tentáculos de su fortuna. El señor Nicholas Warleggan era un hombre que tenía el labio superior grueso, los ojos como basalto, y las manos grandes y cuadradas, signadas todavía por el trabajo realizado años antes. Veinticinco años atrás había desposado a cierta Mary Lashbrook de Edgecumbe, y el primer fruto de la unión estaba presente en el festín en la forma de George Warleggan, un hombre que habría de alcanzar fama en los círculos mineros y bancarios, y que ya comenzaba a hacerse sentir allí donde el padre no se manifestaba.
George tenía un rostro grande. Todos sus rasgos exhibían la misma escala: la nariz atrevida y contraída un poco en las fosas nasales, como dispuesta a enfrentarse a cualquier oposición, los ojos pardos grandes y agudos, que él utilizaba con más frecuencia que el cuello cuando miraba lo que no tenía enfrente, una característica que Opie había recogido en el retrato de George pintado ese mismo año.
Cuando al fin concluyó el gran festín, se retiró la larga mesa y los huéspedes agotados se sentaron en círculo para ver una riña de gallos.
Verity y Francis se habían opuesto a esa forma de entretenimiento, afirmando que no era apropiada, pero Charles no los había escuchado. Rara vez se daba la oportunidad de ver una riña en la propia casa; generalmente era necesario cabalgar hasta Truro o Redruth, una actividad mortalmente enfadosa que le atraía cada vez menos. Además, Nicholas Warleggan había traído a Espuela Roja, un animal de cierta reputación, y deseaba enfrentarlo con otros animales. Los gallos del propio Charles terminarían ablandándose si no se les ofrecía una buena pelea.
Un criado de Warleggan trajo a Espuela Roja y a otro gallo, y un momento después el doctor Choake regresó con un par de animales propios, seguido por el criado Bartle que traía tres gallos de Charles.
En la confusión, Ross buscó con la vista a Elizabeth. Sabía que odiaba las riñas de gallos, y no dudaba de que se habría retirado al fondo del salón, para sentarse en un banco al lado de la escalera, a beber té con Verity. El primo William-Alfred, que desaprobaba el deporte fundándose en elevados principios cristianos, se había retirado a un rincón que estaba del lado opuesto de la escalera, donde se guardaba la Biblia en una mesa de caoba de tres patas; allí, de la pared colgaban retratos de familia… Ross lo oyó comentar con el reverendo señor Odgers la lamentable condición de la iglesia de Sawle.
Un leve rubor tiñó el rostro de Elizabeth cuando Ross se acercó.
—Bien, Ross —dijo Verity—, ¿no se la ve muy hermosa en su vestido de boda? ¿Y no te parece que hasta ahora todo salió muy bien? ¡Esos hombres y sus riñas de gallos! La comida no les sienta bien si no ven correr sangre en un entretenimiento absurdo. ¿Quieres una taza de té?
Ross se lo agradeció y rehusó.
—Una comida maravillosa. Ahora solo deseo dormir.
—Bien, debo ir a ver a la señora Tabb: todavía hay mucho que hacer. La mitad de los invitados pasará la noche aquí, y debo asegurarme de que cada cuarto tenga su ropa de cama, y cada cama su calentador.
Verity se alejó, y ambos escucharon un momento las discusiones y los comentarios que venían del espacio que habían dejado libre. Ante la perspectiva del espectáculo, el grupo estaba superando prestamente el agotamiento atribuible a la comida. Era una época vigorosa.
Ross, dijo:
—¿También tú pasarás la noche aquí, Elizabeth?
—Así es. Mañana partimos para Falmouth, donde estaremos dos semanas.
Él la miró, y Elizabeth paseó la vista por la habitación. La joven llevaba cortos los cabellos rubios, a la altura de la nuca, y tenía las orejas descubiertas, con un solo rizo frente a cada una. El resto aparecía rizado y reunido sobre la cabeza, con un pequeño tocado que adoptaba la forma de una sola hilera de perlas. Llevaba un vestido alto que se cerraba en el cuello, con enormes mangas abullonadas de fino encaje.
Ross había buscado este encuentro, y ahora no sabía qué decir. Así había ocurrido a menudo poco después de conocerse. El aire frágil y seductor de Elizabeth a menudo habían enmudecido a Ross, hasta que al fin llegó a conocerla como era realmente.
—Ross —dijo ella—, seguramente te preguntas por qué quise que vinieras hoy. En realidad, no viniste a verme, y pensé que debía hablarte. —Se interrumpió un momento para morderse el labio inferior, y Ross lo vio enrojecer y palidecer de nuevo—. Hoy es mi día. Ciertamente, quiero sentirme feliz y ver que todos los que me rodean son felices. No hay tiempo para explicarlo todo; y quizás aunque lo hubiera no pudiese explicarme. Pero de veras deseo que trates de perdonarme por la infelicidad que pueda haberte causado.
—No hay nada que perdonar —dijo Ross—. No teníamos un compromiso formal.
Ella lo miró un momento con sus ojos grises que parecían trasuntar un atisbo de indignación.
—Sabes que eso no era todo…
La primera riña concluyó entre gritos y aplausos, y el ave derrotada, que perdía sangre y plumas, fue rescatada de la arena.
—Caramba, eso no fue una pelea —dijo Charles Poldark—. ¡Aj! Pocas veces he visto ganar cinco guineas con tanta prisa.
—No —dijo el doctor Choake, cuyo gallo había derrotado a uno de los que pertenecían a Warleggan—. Paracelso subestimó a su contrincante. Un error fatal.
—¡Fue muy fácil! —dijo Polly Choake, que acariciaba la cabeza del vencedor, mientras su criado lo sostenía—. Conquistador parece bastante pacífico, hasta que se irrita. ¡La gente dice que yo soy igual!
—Señora, también él está herido —dijo el criado—. Se manchará los guantes.
—Bien, ¡ahora podré comprarme un par nuevo! —dijo Polly.
Se oyeron risas, si bien el marido frunció el ceño, como si considerase que el comentario era una falta de gusto.
Charles dijo:
—De todos modos, fue un espectáculo mediocre. Muchos gallos jóvenes lo habrían hecho mejor. Mi Duque Real podía comérselos a los dos, y todavía no terminó de crecer.
—Veamos a este Duque Real —dijo cortésmente el señor Warleggan—. Quizás usted quiera enfrentarlo con Espuela Roja.
—¿Con quién? ¿Con qué? —preguntó la tía Agatha, mientras se limpiaba la saliva que le corría por el mentón—. No, eso sería una vergüenza, una vergüenza.
—Por lo menos veremos si su sangre es realmente azul —dijo el señor Warleggan.
—¿Un auténtico torneo? —dijo Charles—. No me opongo. ¿Cuánto pesa su animal?
—Exactamente cuatro libras.
—¡Entonces concuerda! Duque Real tiene tres libras trece onzas. Tráiganlos y veremos.
Trajeron los dos gallos, y se los comparó. Espuela Roja era pequeño para su peso, una criatura maligna, lastimada y endurecida en veinte combates. Duque Real era un gallo joven que había peleado solo una o dos veces, con rivales locales.
—¿Y las apuestas? —preguntó George Warleggan.
—Lo que quiera —Charles miró a su invitado.
—¿Cien guineas? —dijo el señor Warleggan.
Hubo un momento de silencio.
—… Y toda la hilera de columnas que sostienen el techo —dijo el señor Odgers— se mantienen gracias a las barras de hierro y las abrazaderas que a cada momento hay que reforzar. Las paredes este y oeste prácticamente están derrumbándose.
—Sí, sí, presentaré a mi gallo —gritó Charles—. Comencemos la pelea.
Se iniciaron los preparativos, y la atención a los detalles fue apenas mayor que de costumbre. Al margen de las posibles costumbres del señor Nicholas Warleggan, los caballeros locales de la condición económica del señor Poldark no solían apostar tanto en un solo combate.
—… Sabes que eso no es todo —repitió en voz baja Elizabeth—. Había un entendimiento entre nosotros. Pero éramos tan jóvenes…
—No veo —dijo Ross— de qué modo las explicaciones pueden facilitar la situación. Hoy se ha resuelto…
—Elizabeth —dijo la señora Chynoweth, que de pronto se había acercado—. Debes recordar que es tu día. Debes reunirte con la gente, y no aislarte así.
—Gracias, mamá. Pero sabes que esas cosas no me gustan. Estoy segura de que no advertirán mi ausencia hasta que todo haya concluido.
La señora Chynoweth se enderezó, y las miradas de ambas mujeres se encontraron. Pero la madre percibió la decisión en la voz grave de su hija, y no quiso forzar el asunto. Miró a Ross y sonrió sin simpatía.
—Ross, sé que usted tiene cierto interés en el deporte. Quizá pueda enseñarme algunas cosas.
Ross le retribuyó la sonrisa.
—Señora, estoy convencido de que no existen refinamientos del combate en los cuales pueda aconsejarle con provecho.
La señora Chynoweth lo miró con aspereza. Después se volvió.
—Elizabeth, diré a Francis que venga a buscarte —dijo mientras se alejaba.
Se hizo el silencio antes de la iniciación del combate.
—Lo que es más —dijo el señor Odgers—, el cementerio es lo que está peor. Hay tantas tumbas que es casi imposible cavar sin que aparezcan cuerpos descompuestos, o cráneos, o esqueletos. Uno teme hundir la pala.
—¿Cómo te atreves a hablar así a mi madre? —dijo Elizabeth.
—¿Acaso la sinceridad siempre es ofensiva? —respondió Ross—. Lo lamento.
Un murmullo súbito y áspero indicó que la pelea había comenzado. Espuela Roja sacó ventaja desde el comienzo. Con los ojillos centelleantes se elevó tres o cuatro veces, buscando el blanco y sacando sangre, y retirándose exactamente antes de que su contrincante pudiera usar sus propias espuelas. Duque Real era un rival valeroso, pero de diferente tipo.
Fue una lucha prolongada, y todos los que miraban se entusiasmaron. Charles y Agatha encabezaban dos grupos que alentaban a los rivales. Duque Real cayó en medio de un remolino de plumas, y Espuela Roja se le fue encima, pero aquel evitó milagrosamente el golpe de gracia, se incorporó y reanudó la lucha. Finalmente, se separaron para volver a enfrentarse, las cabezas bajas y erizadas las plumas del cuello. Incluso Espuela Roja estaba cansándose, y Duque Real exhibía un aspecto lamentable. Espuela Roja estaba a un paso de acabar a su rival.
—¡Retíralo! —gritó la tía Agatha—. ¡Charles, retíralo! Es un campeón. ¡No permitas que lo arruinen en la primera pelea!
Charles se mordió el labio inferior, indeciso. Antes de que pudiera decidirse, los dos animales habían vuelto a trabarse. Y de pronto, sorprendiendo a todos, Duque Real tomó la iniciativa. Se hubiera dicho que su robusta juventud le proporcionaba renovadas reservas. Espuela Roja, sin aliento y desprevenido, había caído.
George Warleggan aferró el brazo de su padre, y al hacerlo le volcó la cajita de rapé.
—¡Suspende la lucha! —dijo con aspereza—. Tiene las espuelas sobre la cabeza de nuestro gallo.
Había sido el primero en advertir lo que ahora todos comprendían, que gracias a su resistencia y a un poco de suerte Duque había ganado la pelea. Si Warleggan no intervenía inmediatamente Espuela Roja no volvería a pelear. Se agitaba y contorsionaba en el suelo, en un esfuerzo desesperado y cada vez más débil para desprenderse de su rival.
El señor Warleggan hizo un gesto a su criado, se agachó y recogió la cajita de rapé, y la dejó a un lado.
—Que sigan —dijo—, no me agradan los jubilados.
—¡Tenemos un campeón! —cacareó la tía Agatha—. Claro que sí, tenemos un campeón. Bien, ¿acaso la lucha no ha concluido? Ese gallo está acabado, Dios nos bendiga, ¡yo diría que está muerto! ¿Por qué no detuvieron la pelea?
—Le daré una letra por cien guineas —dijo Warleggan a Charles, con una voz controlada que no engañó a nadie—. Y si desea desprenderse de su gallo, ofrézcame la primera opción. Creo que puede llegar a ser algo interesante.
—Fue un golpe afortunado —dijo Charles, el rostro rojizo y ancho brillante de sudor y placer—. En verdad, un golpe afortunado. Pocas veces vi una pelea mejor o un final tan sorprendente. Su Espuela Roja fue un gran rival.
—Sí, lo fue —dijo el señor Chynoweth—. Un torneo real… hum… lo que usted dijo, Charles. ¿Quiénes pelean ahora?
—Quien pelea y huye —dijo la tía Agatha, tratando de arreglarse la peluca— vive para otro combate. —Rio por lo bajo—. Pero no si se enfrenta a nuestro Duque. Si no se separan, mata. Hay que decir que usted se demoró muchísimo. O se mostró displicente. ¿No fue displicente? Los malos perdedores pierden más de lo que necesitan.
Felizmente nadie la escuchaba, y entretanto los criados traían otros dos gallos.
—No tienes derecho —dijo Elizabeth—, no tienes derecho ni razón para insultar a mi madre. Lo que hice lo hice por propia voluntad, porque así lo decidí. Si deseas criticar a alguien yo debo ser el blanco de tu censura.
Ross miró a la joven, y la irritación lo abandonó repentinamente, dejando solo un sentimiento de dolor porque todo había concluido entre ellos.
—A nadie critico —dijo—. Lo hecho, hecho está, y no quiero echar a perder tu felicidad, tengo que vivir mi propia vida y… seremos vecinos. De tanto en tanto nos veremos…
Francis se desprendió del grupo, mientras se frotaba una mancha de sangre de su camisa de seda.
—Confío en que un día —dijo Elizabeth en voz baja— lograrás perdonarme. Éramos tan jóvenes. Después…
Con un sentimiento de agobio en el corazón, Ross vio acercarse al marido de Elizabeth.
—¿No vas a ver la pelea? —dijo Francis a su primo. Su rostro apuesto estaba congestionado por la comida y el vino—. No te critico. Es demasiado contraste, después de la ceremonia. Y además fue sorprendente. Bien, querida, ¿te sientes abandonada el día de tu boda? Es vergonzoso que te haya dejado, y lo corregiré. Que me caiga muerto si hoy vuelvo a abandonarte.
II
Cuando Ross partió de Trenwith, largo rato después, montó a caballo y cabalgó varios kilómetros, sombrío, sin ver nada, mientras la luna ascendía en el cielo, hasta que al fin Morena, todavía no bien curada de su lesión, volvió a cojear. Ross se había alejado de su propia casa, y estaba en un sector mal conocido, desnudo y barrido por el viento. Volvió grupas y dejó que la yegua lo guiase de retorno a casa.
Pero el animal no encontró el camino, y hacía mucho que había caído la noche cuando las chimeneas de Wheal Grace le indicaron que había retornado a su propia tierra.
Se internó en el valle, y al fin desensilló a Morena y entró en la casa. Bebió un vaso de ron, subió a su dormitorio y se acostó en la cama, completamente vestido, con las botas puestas. Pero aún no había cerrado los ojos cuando el alba comenzó a iluminar los paneles de las ventanas.
Fue su hora más sombría.